jueves, 28 de febrero de 2013

En prisión no se notifica sin abogado

La Cámara del Crimen revocó una decisión de primera instancia y declaró nula una sanción a un interno al que se le notificó una sanción sin garantizar su derecho a defensa, ya que no contaba con abogado. El fallo sostuvo que “la indeterminación señalada ha privado al detenido del ejercicio del derecho de defensa”.

La sala de Feria de la Cámara del Crimen, con las firmas de Juan Esteban Cicciaro, Carlos Alberto González y Mariano Scotto, revocó una sentencia de grado y dispuso la nulidad del acta de notificación y descargo de un preso al que se le impuso una sanción ya que no se le garantizó su derecho a defensa.

La decisión se dio en la causa “A., I. G.” que se inició luego de que se sancionara a un interno del Complejo Penitenciario Federal N° II. Según explica la defensa oficial del hombre “ha transgredido el derecho de defensa del interno”.

Ello, “al privárselo de la posibilidad de contar con un letrado defensor que lo asista frente a la supuesta falta por la que resultara intimado en los términos del artículo 40 del Reglamento de Disciplina para Internos”. Norma que prevé que “debe ponerse en conocimiento del imputado la infracción que se atribuye, los cargos existentes y los derechos que le asisten”.

En primera instancia se rechazó la nulidad pretendida y, tras la apelación, la causa llegó a la Cámara. Los magistrados de la sala, a diferencia de su colega, consideraron nulo el accionar y revocaron la sentencia de grado argumentando que del acta cuestionada se desprende que “fue impuesto de los derechos que le asisten, sin mayores precisiones en torno al alcance de la locución”.

Por lo que “cabe entonces concluir en que la indeterminación señalada ha privado al detenido del ejercicio del derecho de defensa, configurándose así una nulidad de orden general”.

“Ello se entiende así porque en el marco de sustanciación de los procesos de esta naturaleza y del principio de judicialización, deba asegurarse al interno la posibilidad de contar con una asistencia técnica, más allá de la material que pudiere poner en acto el propio encarcelado, para que su defensa sea cierta y efectiva”, concluyen los camaristas en el fallo.

Por todo ello revocaron la sentencia de primera instancia y dispusieron la nulidad de lo actuado a partir del acta de notificación y descargo del interno y, por ello, declararon la nulidad de la sanción impuesta.

 

Los derechos humanos en el Sistema Interamericano

¿Qué es el sistema Interamericano de Derechos Humanos?
Es un sistema regional de promoción y protección de derechos humanos y está compuesto por dos órganos: la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (“CIDH” o “Comisión”) y la Corte Interamericana de Derechos Humanos (“Corte IDH”), los cuales monitorean el cumplimiento por parte de los Estados miembros de la Organización de los Estados Americanos (“OEA”) con las obligaciones contraídas.
 
1. ¿Qué es la Comisión Interamericana de Derechos Humanos?
La Comisión es un órgano principal y autónomo de la OEA creado en 1959, cuyo mandato surge de la Carta de la OEA. La Comisión está integrada por siete miembros/as independientes, expertos/as en derechos humanos, que no representan a ningún país y son elegidos/as por la Asamblea General de la OEA. Una Secretaría Ejecutiva permanente con sede en Washington DC, Estados Unidos, le da apoyo profesional, técnico y administrativo a la Comisión.
 
2. ¿Qué es la OEA?
La OEA es una organización que reúne a los 35 países independientes de las Américas, y que tiene como propósitos:
  • Afianzar la paz y la seguridad del continente
  • Promover y consolidar la democracia representativa dentro del respeto al principio de no intervención
  • Prevenir las posibles causas de dificultades y asegurar la solución pacífica de controversias que surjan entre los Estados miembros
  • Organizar la acción solidaria de éstos en caso de agresión
  • Procurar la solución de los problemas políticos, jurídicos y económicos que se susciten entre ellos
  • Promover, por medio de la acción cooperativa, su desarrollo económico, social y cultural
  • Erradicar la pobreza crítica, que constituye un obstáculo al pleno desarrollo democrático d e los pueblos del Hemisferio, y
  • Alcanzar una efectiva limitación de armamentos convencionales que permita dedicar el mayor número de recursos al desarrollo económico y social de los Estados miembros.
La OEA utiliza cuatro pilares fundamentales para llevar a cabo sus objetivos, estos son: la democracia, los derechos humanos, la seguridad y el desarrollo. Asimismo, el respeto a los derechos fundamentales de la persona humana se encuentra entre los principios básicos de la OEA.
 
3. ¿Cuáles son los Estados miembros de la OEA?
Los 35 Estados miembros de la OEA son: Antigua y Barbuda, Argentina, Bahamas, Barbados, Belice, Bolivia, Brasil, Canadá, Chile, Colombia, Costa Rica, Cuba, Dominica, Ecuador, El Salvador, Estados Unidos, Grenada, Guatemala, Guyana, Haití, Honduras, Jamaica, México, Nicaragua, Panamá, Paraguay, Perú, República Dominicana, San Kitts y Nevis, Santa Lucía, San  Vicente y las Granadinas, Suriname, Trinidad y Tobago, Uruguay y Venezuela.
 
4. ¿Cuál es la función de la Comisión?
La función de la Comisión es promover la observancia y la defensa de los derechos humanos en las Américas. La Comisión ejerce esta función a través de la realización de visitas a los países, actividades o iniciativas temáticas, la preparación de informes sobre la situación de derechos humanos en un país o sobre una temática particular, la adopción de medidas cautelares o solicitud de medidas provisionales a la Corte IDH, y el procesamiento y análisis de peticiones individuales con el objetivo de determinar la responsabilidad internacional de los Estados por violaciones a los derechos humanos y emitir las recomendaciones que considere necesarias.
Las peticiones individuales que examina la Comisión pueden ser presentadas por personas, grupos de personas u organizaciones que alegan violaciones de los derechos humanos garantizados en la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre (“la Declaración Americana”), la Convención Americana sobre Derechos Humanos (“la Convención Americana”) y otros tratados interamericanos de derechos humanos.
 
5. ¿Contra quién puedo presentar una petición por violación de derechos humanos?
La denuncia debe ser presentada contra uno o más Estados miembros de la OEA que se considere han violado los derechos humanos contenidos en la Declaración Americana, la Convención Americana y otros tratados interamericanos de derechos humanos.
 
El Estado puede llegar a ser responsable de violar los derechos humanos por:
  • acción (como consecuencia de un hacer o actuar del Estado o sus agentes),
  • aquiescencia (como consecuencia del consentimiento tácito del Estado o sus agentes), u
  • omisión (como resultado que el Estado o sus agentes no actúe/n cuando debía/n hacerlo).
 
6. ¿Puede la Comisión determinar la responsabilidad de una persona?
No. La Comisión no tiene competencia para atribuir responsabilidad individual, es decir, no puede determinar si una persona es o no culpable. La Comisión solamente puede determinar la responsabilidad internacional de un Estado miembro de la OEA.
 
7. ¿Qué resultados puedo esperar si interpongo una petición por violación de derechos humanos contra contra un Estado miembro de la OEA?
En el caso que la Comisión determine que un Estado es responsable por haber violado los derechos humanos de una persona o grupo de personas, se emitirá un informe que puede incluir las siguientes recomendaciones al Estado:
  • suspender los actos violatorios de los derechos humanos;
  • investigar y sancionar a las personas que resulten responsables;
  • reparar los daños ocasionados;
  • introducir cambios al ordenamiento legal; y/o
  • requerir la adopción de otras medidas o acciones estatales.
También se puede intentar llegar a una solución amistosa del asunto con el Estado.
 
 
8. ¿En qué casos no podrá la Comisión ayudarme?
La Comisión no puede:
  • pronunciarse respecto de un Estado que no es miembro de la OEA;
  • proporcionar abogado/as para asistir en procesos judiciales internos o para presentar
  • una petición o solicitud de medida cautelar ante la Comisión;
  • suministrar ayuda económica o instrumentos de trabajo a las personas;
  • realizar trámites migratorios, o tramitar el otorgamiento de visas o asilo político.
 
9. ¿Sobre qué base determina la Comisión que un Estado violó o no los
derechos humanos?
La Comisión examina las peticiones en las cuales se alegan violaciones a la Convención Americana, para los Estados que la han ratificado. Para los Estados miembros que todavía no lo han hecho, se puede alegar la violación de los derechos contenidos en la Declaración Americana. Se puede alegar la violación de un derecho protegido en otro tratado de derechos humanos del sistema en la medida que el Estado en cuestión lo ha ratificado y según las condiciones aplicables.
 
10. ¿Cuáles son los Estados que han ratificado la Convención Americana?
Los países que han ratificado la Convención Americana son: Argentina, Barbados, Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, Costa Rica, Dominica, Ecuador, El Salvador, Grenada, Guatemala, Haití, Honduras, Jamaica, México, Nicaragua, Panamá, Paraguay, Perú, República Dominicana, Suriname, Trinidad y Tobago (Trinidad y Tobago se retiró de la Convención Americana. La Comisión y la Corte son competentes para examinar alegadas violaciones a los derechos contenidos en la Convención Americana en relación con hechos que hayan ocurrido o empezado a ocurrir entre el 28 de mayo de 1991 y el 26 de mayo de 1999; la Comisión mantiene competencia respecto de la Declaración Americana), Uruguay y Venezuela. En relación con los demás Estados de la OEA, la Comisión tiene competencia para recibir peticiones en las cuales se alegan violaciones a la Declaración Americana u otro tratado interamericano de derechos humanos que haya sido ratificado por el Estado en cuestión.
 
11. ¿Qué sucede si el Estado que estoy denunciando por violación de derechos humanos es suspendido de participar en la OEA?
En el caso que un Estado sea suspendido de participar en la OEA continúa obligado a garantizar los derechos y la Comisión continúa siendo competente para monitorear la situación de derechos humanos en dicho país.
 
12. ¿Qué es la Corte Interamericana de Derechos Humanos?
La Corte IDH, instalada en 1979, es un órgano judicial autónomo de la OEA, cuyo mandato surge de la Convención Americana. La Corte IDH tiene su sede en la ciudad de San José, Costa Rica y está compuesta por siete jueces/zas elegido/as a título personal, provenientes de los Estados miembros de la OEA. La Corte IDH tiene como objetivo interpretar y aplicar la Convención Americana y otros tratados interamericanos de derechos humanos, en particular, a través de la emisión de sentencias sobre casos y opiniones consultivas.
 
13. ¿Cómo puedo llevar un caso ante la Corte IDH?
Sólo los Estados Partes y la Comisión pueden someter un caso ante la Corte IDH. Las personas no pueden acudir directamente a la Corte IDH, y deben primero presentar su petición ante la Comisión y completar los pasos previstos ante ésta.
 
14. ¿Contra cuáles Estados podría la Comisión remitir un caso a la Corte  IDH?
La Comisión puede, cuando proceda, remitir casos ante la Corte IDH únicamente respecto de los Estados que han ratificado la Convención Americana y han reconocido con anterioridad la competencia de la Corte IDH, salvo que un Estado acepte la competencia expresamente para un caso concreto. Los Estados que han reconocido la competencia de la Corte IDH son: Argentina, Barbados, Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, Costa Rica, Ecuador, El Salvador, Guatemala,  Haití, Honduras, México, Nicaragua, Panamá, Paraguay, Perú, República Dominicana, Suriname, Trinidad y Tobago (id), Uruguay y Venezuela.
 
¿CUÁLES SON LOS DERECHOS HUMANOS PROTEGIDOS?
La Comisión es competente para examinar peticiones en las que se aleguen violaciones a los derechos humanos contenidos en la Declaración Americana, la Convención Americana y otros tratados interamericanos de derechos humanos.
 
15. ¿Cuáles son los tratados interamericanos de derechos humanos?
  • Convención Americana sobre Derechos Humanos, “Pacto de San José de Costa Rica”, 1969;
  • Convención Interamericana para Prevenir y Sancionar la Tortura, 1985;
  • Protocolo Adicional a la Convención Americana en materia de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, “Protocolo de San Salvador”, 1988;
  • Protocolo a la Convención Americana sobre Derechos Humanos Relativo a la Abolición de la Pena de Muerte, 1990;
  • Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra la Mujer, “Convención de Belém do Pará”, 1994;
  • Convención Interamericana sobre Desaparición Forzada de Personas, 1994;
  • Convención Interamericana para la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra las Personas con Discapacidad, 1999.
 
16. ¿Qué derechos están protegidos?
La Convención Americana protege los siguientes derechos humanos:
  • El derecho al reconocimiento de la personalidad jurídica
  • El derecho a la vida
  • El derecho a la integridad personal
  • El derecho de toda persona a no ser sometida a esclavitud y servidumbre
  • El derecho a la libertad personal
  • El derecho a las garantías judiciales
  • El principio de legalidad y de no retroactividad
  • El derecho de toda persona a ser indemnizada conforme a la ley en caso de haber sido condenada en sentencia firme por error judicial
  • El derecho a la protección de la honra y de la dignidad
  • El derecho a la libertad de conciencia y de religión
  • La libertad de pensamiento y de expresión
  • El derecho de rectificación o respuesta
  • El derecho de reunión
  • La libertad de asociación
  • El derecho a la protección de la familia
  • El derecho al nombre
  • Los derechos del/a niño/a
  • El derecho a la nacionalidad
  • El derecho a la propiedad privada
  • El derecho de circulación y de residencia
  • Los derechos políticos
  • El derecho a la igualdad ante la ley
  • El derecho a la protección judicial
  • El derecho al desarrollo progresivo de los derechos económicos, sociales y culturales
La Declaración Americana también contiene una lista completa de los derechos que los Estados deben respetar y proteger. Además de los derechos antes mencionados, la Declaración Americana contiene reconocimientos específicos como la protección al derecho al trabajo y a recibir un salario justo, el derecho a la seguridad social, el derecho a los beneficios de la cultura, y el derecho a la preservación de la salud, entre otros.
 
17. ¿Cuáles son los derechos protegidos en el “Protocolo de San Salvador”?
El Protocolo de San Salvador protege los derechos económicos, sociales y culturales, como por ejemplo, el derecho a la educación, a la libertad sindical, a la seguridad social, a la salud, a un medio ambiente sano, a la alimentación y a los beneficios de la cultura. Si bien el Protocolo protege todos estos derechos y la Comisión puede formular observaciones y recomendaciones respecto de todos, el derecho a la educación y a la libertad sindical son los  únicos sobre los cuales la Comisión y la Corte IDH pueden pronunciarse en el marco de una petición individual presentada en contra de un Estado.
 
18. ¿Qué prohíben los demás tratados interamericanos de derechos humanos?
Estos tratados tienen como objetivo reafirmar la protección y desarrollar el contenido de los derechos humanos garantizados por la Declaración Americana y la Convención Americana. Estos tratados prohíben, entre otros, los siguientes actos:
  • tortura o trato cruel, inhumano o degradante;
  • reestablecimiento de la pena de muerte en los países que la han abolido;
  • violencia física, sexual o psicológica y discriminación contra la mujer;
  • desaparición forzada; y
  • discriminación contra las personas con discapacidad.
No todos los Estados miembros de la OEA han ratificado todos los tratados. Usted podrá encontrar los tratados antes mencionados y las ratificaciones por parte de los Estados en el sitio Internet de la CIDH: www.cidh.org.
 

viernes, 1 de febrero de 2013


Reincidencia

Por, E. Zaffaroni
En momentos en que prima un Derecho penal en expansión, de carácter claramente autoritario, avalado por una creciente “alarma social” amparada bajo la acción de los medios de comunicación, pareciera que cualquier medida es adecuada en el llamado combate a la delincuencia, incluso aquellas que niegan los principios garantistas básicos de un Estado de Derecho.Es en este contexto que en muchos paises se pretende copiar el modelo norteamericano denominado “three strikes and you’re out”, lo que en el contexto chileno vendría a significar “la tercera es la vencida”. En los hechos esto se traduce en una mayor “mano dura” con los delincuentes reincidentes, a quienes se le niega todo Derecho en los casos en que han sido condenados por más de un delito.
Uno de los grandes problemas con este debate, como con todos los referidos a la Seguridad Ciudadana -al menos acá en Chile-, es que él rara vez se atiene a criterios realmente jurídicos y basados en estudios criminológicos serios. En general, se prefiere el argumento efectista, que busca obtener la atención de la opinión pública con miras a ganar más votos en la próxima elección, y se soslayan los reales efectos que esto pudiera tener en la práctica.
Es por eso que he querido colocar este artículo del penalista Eugenio Raúl Zaffaroni, en el cual analiza los que han sido los argumentos básicos por medio de los cuales se ha querido justificar una mayor penalidad para los reincidentes, por cuanto en él claramente demuestra que ello es en modo alguno justificable, al menos en un Estado que pretenda defender el imperio del Derecho, y en que lo que se sancione sea el Derecho penal de acto y no el Derecho penal de autor.

Según señala Zaffaroni:
La recuperación del pleno derecho penal de garantías daría un paso sumamente significativo con la abolición definitiva de la reincidencia y de sus cercanos conceptos, evocativos en todos los tiempos de las desviaciones autoritarias respecto de los principios fundamentales del derecho penal liberal y, especialmente, del estricto derecho penal de acto.


Artículo aparecido en: Zaffaroni, Eugenio Raúl, «Hacia un Realismo Jurídico Penal Marginal», Caracas: Monte Ávila Editores, 1992, pp. 117-131)

1. Concepto de reincidencia
Es DIFÍCIL proporcionar un concepto satisfactorio de «reincidencia» a nivel internacional, dado que los esfuerzos que se vienen realizando en este sentido desde hace décadas no resultan alentadores, como lo demuestran las tentativas en el Congreso Internacional de Criminología de 1955 y en el Curso Internacional de 1971 (cfr. Bergalli). Esta dificultad obedece a varias razones: a) Conspira contra una definición pacíficamente aceptada la disparidad de presupuestos exigidos en la legislación comparada, que da lugar a la clasificación más corriente entre genérica o específica y ficta o real, b) Esa misma disparidad y la incorporación legislativa de conceptos que implican a la reincidencia o que le son próximos (como la multireincidencia, la habitualidad, la profesionalidad o la tendencia), hacen inevitable la parcial superposición con éstos, c) Ocasionalmente, estos conceptos próximos y parcialmente superpuestos admiten hipótesis de reiteración, lo que confunde más las cosas al desdibujar los límites entre esta y la reincidencia, d) Por último, los intereses científicos de los juristas y de los criminólogos no suelen coincidir en esta materia, por lo cual los objetos que focalizan son diferentes y, por ello, las delimitaciones conceptuales resultan dispares.
El presente relato se centra en el planteamiento jurídico de la reincidencia. Por supuesto que el planteamiento jurídico no puede ignorar los datos que provienen del campo de las ciencias sociales, aclaración que saldría sobrando de no ser porque frecuentemente los planteamientos jurídicos parten de afirmaciones dogmáticas acerca de la realidad, que son diametralmente opuestas a lo que muestran las ciencias sociales. En buena medida creemos que esto tiene lugar respecto del tema que nos ocupa.
Considerando que el planteamiento es jurídico, preferimos renunciar a una definición y optar por una delimitación del objeto de análisis, entendiendo que nos ocupa la problemática de las disposiciones legales que hacen derivar una consecuencia jurídica más grave o más privativa de derechos de la circunstancia de que la persona con anterioridad haya sido condenada o sufrido pena por otro delito. Por consecuencia más grave entendemos tanto una pena mayor como la imposición de una medida de seguridad o la privación de ciertos institutos o beneficios (condenación condicional, perdón, libertad condicional, salidas anticipadas, libertad provisoria procesal, etc.).
Esta delimitación amplia de la reincidencia, que permite la entrada de otros institutos cercanos a la misma y que excluye totalmente la reiteración, obedece a la convicción de que el Kernel de la interrogación jurídica acerca de la reincidencia es la admisibilidad de un plus de gravedad en la consecuencia jurídica de un delito en razón de uno o más delitos anteriores ya juzgados o de las penas sufridas por esos delitos. Si se concluye en que este plus ya no resulta admisible, será innecesario perfeccionar definiciones acerca de los diferentes supuestos y características de la mayor gravedad. En este entendimiento nos referimos en lo sucesivo sólo a «reincidencia», pero aclarando que lo hacemos en el ya acotado sentido amplio, es decir, abarcando todos los institutos vecinos a la misma, con la única exclusión de la reiteración delictiva.
 
2. Las teorías explicativas
Desde el advenimiento del derecho penal de garantías en el siglo XVIII hasta hoy, se han ensayado muchísimas explicaciones para la reincidencia, unas procurando compatibilizarla con los principios de este derecho penal y otras abiertamente fuera del mismo.
No es posible enumerar aquí y someter a crítica todas estas teorías, pero al menos, en forma sumamente sintética, nos ocuparemos de las más difundidas, aunque cabe precisar que las restantes son variables sin mayor originalidad.
 
a) La justificación por vía de la «doble lesión»
La tesis de que el delito provoca dos daños (uno inmediato y otro mediato o político) es antigua. Por este camino se ha pretendido ver en la reincidencia un injusto mayor en razón de la mayor alarma social que causaría el segundo delito (y consiguientemente, el mayor daño mediato o político). Este criterio, recogido en el Codice Zanardelli, no responde a la realidad, pues autores de todas las épocas (Carrara, Antolisei) han objetado que el mayor daño político es eventual o es muy poco probable que se produzca, dado que en la mayoría de los casos son sólo los jueces y las policías quienes saben del carácter de reincidente. Este «daño político» se convirtió en algo más abstracto, del tipo de un elemento que cierra el discurso, a los efectos de evitar su contingencia, transformándoselo en una lesión al «interés general en la preservación del orden jurídico» (Manzini). Admitir esta idea implica afirmar que el delito lesiona por lo menos dos bienes jurídicos y que la obediencia al estado es un bien jurídico lesionado en todo delito, siendo independiente de la lesión del bien jurídico del victimizado. En alguna medida es una tesis que opaca el concepto de bien jurídico como base del principio de ofensividad, que es uno de los pilares del derecho penal de garantías.
Por la misma senda puede ubicarse la tesis que ve en todo tipo dos normas: una que prohibe la conducta típica y otra que impone la abstención de cometer otros delitos en el futuro (Armin Kaufmann). Esta duplicidad de normas, aparte de ser una figura bastante atormentada, deriva necesariamente de un nuevo bien jurídico que sería la mera voluntad estatal. Es incuestionable que en este planteamiento la disciplina se convierte en un bien jurídico, pues en modo alguno puede sostenerse que la segunda norma se limita a tutelar el bien jurídico afectado por el segundo delito, dado que en ese caso no se explicaría el plus de penalidad.
 
b) La justificación a través del abandono del derecho penal de garantías
Abiertamente fuera del derecho penal de garantías, es decir, prácticamente en abierta oposición a los principios liberales del racionalismo, se colocó el positivismo monista italiano, que explicó la reincidencia a través de la peligrosidad (Ferri), o sea, reduciendo al hombre a una «cosa» regida mecánicamente y restándole su jerarquía de persona. Incluso dentro de esta vertiente autoritaria la explicación de la reincidencia mediante la peligrosidad resulta contradictoria, puesto que todo juicio de peligrosidad debe entenderse como juicio de probabilidad, es decir, que no puede presumirse. Sin embargo, se cae en una contradicción jamás explicada al apelar a la «peligrosidad presunta», que de este modo se transforma en un concepto incomprensible.
 
c) La justificación a través de la culpabilidad de autor
En sus variantes de «culpabilidad de autor», de «carácter» o «por la conducción de la vida», todas las cuales exceden el marco del derecho penal de acto y, por lo tanto, del derecho penal de garantías, la culpabilidad por lo que se es ha servido a un considerable número de autores para explicar la reincidencia.
A diferencia del positivismo, que pretende explicarla por una característica del autor que se proyecta hacia el futuro, la culpabilidad de autor prefiere hacerlo por la vía de una característica del autor que se proyecta desde el pasado. El positivismo pretende salirse de las pautas garantistas en función de un concepto preventivo-especial de pena y la culpabilidad de autor lo hace en función de una idea retributiva de la pena.
Es claro que en estos últimos intentos se reprochan —y por lo tanto se retribuyen— caracteres personales que no son acciones, o bien, son acciones anteriores y atípicas. De alguna manera, son corrientes que no hacen más que perfeccionar dogmáticamente teorías que provienen de mucho más lejos y que la mayor gravedad de la pena del segundo delito la justificaban porque ponía de manifiesto una mayor perversidad del autor (Pacheco, por ej.). En cierto sentido, y fuera del planteo dogmático en términos modernos, también cabría considerar aquí la explicación por la vía de la insuficiencia de la pena sufrida, que pondría de manifiesto una mayor insensibilidad del autor (Carrara), lo que bien puede emparentarse con una mayor necesidad de «controspinta pénale» (Romagnosi) o de «psychologische Zwang» (Feuerbach).
 
d) La justificación por la mayor culpabilidad de acto
En algunos autores ha primado el criterio de que la reincidencia implica un desprecio por el valor admonitorio de la condenación precedente. En forma expresa algunos autores piensan que así como existen beneficios para quienes ponen de manifiesto su arrepentimiento, es natural que suceda lo contrario cuando con la reincidencia se muestra la falta de arrepentimiento (Latagliata). La admonición de la primera condenación generaría una mayor o más actual conciencia de la antijuridicidad del segundo hecho y, por ende, un mayor grado de culpabilidad (Maurach).
Nos parece que esta afirmación es gratuita, porque la conciencia de la antijuridicidad del segundo hecho es por completo independiente de la condena anterior, pudiendo ser incluso menor o no existir, sin que para nada tenga relevancia a sus efectos el primer hecho. El argumento sería relativamente válido sólo en caso de reincidencia específica y en delitos que requieren cierto grado de esfuerzo y abstracción para la comprensión de su antijuridicidad.
En resumen: podemos comprobar que la reincidencia se explica en los planteos jurídico-penales en la medida en que se abandona el derecho penal de acto, aunque a veces, ni siquiera en estas posiciones la explicación resulta coherente. Por el contrario, las tentativas de explicarla dentro del marco de un derecho penal de acto son todas insatisfactorias.
 
3. Los datos criminológicos y las afirmaciones jurídicas
Desde hace algunas décadas, la criminología nos señala los efectos deteriorantes de las instituciones totales (Goffman, por ej.) y particularmente de la prisión (Stanley Cohen, por ej.). En modo análogo, se nos alerta acerca del efecto estigmatizante de la intervención punitiva y la consiguiente reducción del espacio social de quien resulta afectado por ella. En general —y no es el caso de analizarlo aquí—, sin superar los límites de la llamada criminología «liberal», es posible afirmar que la criminología nos muestra a la intervención punitiva como fijadora de roles criminales y condicionante de tales conductas (Lemert).
Es cierto que estos datos ponen en crisis mucho más que el concepto de reincidencia e indican la urgencia de compatibilizar el discurso jurídico-penal con datos elementales de las ciencias sociales, pero particularmente en este ámbito de la reincidencia resultan demoledores de varias tesis jurídicas, cuyo contenido, desde la perspectiva de las ciencias sociales, resulta trágicamente ingenuo.
Si tomamos en cuenta estos datos elementales de la criminología actual, resultaría que el supuesto mayor daño político o mediato del segundo delito, la presunta mayor probabilidad de un nuevo delito o la pretendida mayor perversión de la personalidad del autor, serían efecto de la intervención punitiva anterior, o sea, atribuibles al propio estado, en tanto que, en lugar de una imaginaria mayor conciencia de la antijuridicidad, en la reincidencia habría por lo general una menor culpabilidad en virtud de la reducción del ámbito de autodeterminación que genera la previa intervención punitiva, por estigmatizante y reductora del espacio social del penado. Con esto queremos decir, simplemente, que los argumentos justificadores que hemos criticado, además de las críticas internas que les hemos formulado, cabe observarles que resultan paradojales cuando los confrontamos con los datos que nos proporcionan tas ciencias sociales.
Vemos de este modo que las tentativas de fundar la agravación por reincidencia en un mayor contenido injusto del hecho, sólo se sostienen -—y muy dificultosamente— cuando se perturba la claridad del concepto de bien jurídico, acudiendo a la elaboración de un bien jurídico estatal que, en último análisis, sería un autoritario derecho estatal a la obediencia pura, en tanto que los argumentos de mayor culpabilidad sólo pueden sustentarse desde la admisión de un reproche normativo de personalidad, o sea, apelando al concepto de culpabilidad de autor, salvo, claro está, el superado intento positivista de abierto autoritarismo consistente en suprimir la culpabilidad. Además de las críticas internas que en el mismo discurso jurídico-penal pueden oponerse a estas tentativas, la confrontación de estos argumentos con los datos provenientes de las ciencias sociales no resiste el menor análisis.
 
4. El paso de la reincidencia a la habitualidad
Fuera de las murallas del derecho penal liberal o de garantías se fue creando una tendencia que, por vía espiritualista o por vía materialista, esto es, invocando la autoridad de Aristóteles y Santo Tomás o de Darwin y Spencer (sin excluir otras), generaron la idea de un «estado de reincidencia», que sería una suerte de «estado peligroso presunto» del positivismo o de «estado de pecado» del tomismo. Poco a poco esto fue derivando en otro concepto más específico, como el de habitualidad.
Desde la desviación positivista la «habitualidad» es un producto del afán clasificador de esta corriente, cuyo anarquismo nosotáxico llega a ser desesperante (cfr. Bergalli). La diferencia entre el reincidente y el habitual es nebulosísima, pudiendo aventurarse la opinión de que, por debajo de las complejas y contradictorias clasificaciones, el «habitual» sería algo así como el reincidente «deshauciado» y, por ende, sometido a una segregación o a un tratamiento intensivo.
Desde la desviación espiritualista, el reincidente sería el pecador al que es necesario corregir más severamente para que se enmiende, en tanto que el habitual es el pecador que no resiste a sus fuerzas internas y que merece indulgencia del confesor (cfr. Allegra), pero que debe ser sometido a una «medida» que neutralice su actividad dañosa.
Ambas son desviaciones del recto camino del derecho penal de garantías, caminando la primera por la vertiente del discurso penal de peligrosidad y la segunda por la del derecho penal de culpabilidad y de tipo de autor. Lo curioso es que ambas líneas argumentales tratan de explicar un fenómeno que hoy las ciencias sociales nos explican desde un ángulo mucho más claro: por ambos caminos se intenta justificar una mayor gravedad de la reacción a medida que avanza y se profundiza la «desviación secundaria» hasta que se asienta la asunción del rol asignado. Ambas desviaciones constituyen argumentos que pretenden justificar una suerte de diatrogenia penal, para lo cual van apartando los obstáculos que les opone el discurso jurídico-penal liberal y se van muniendo de elementos autoritarios, pretendiendo pasar por alto que «cuanto mayor es la pena, más se consolida la exclusión del condenado de la sociedad y se le refuerza la identidad desviada» (Ferrajoli, 404).
 
5. La confrontación básica: derecho penal liberal o derecho penal autoritario
La pregunta acerca de si «se puede aplicar una pena más severa que la que corresponde a la clase de delito de que se es culpable; si han cometido un primer delito por el que fueron penados, infligirles una nueva pena por ese crimen ¿no será violar abiertamente a su respecto el non bis in idem, que es una de las bases fundamentales de toda legislación en materia criminal?» (Carnot, 196), se viene repitiendo y respondiendo negativamente desde hace doscientos años por los defensores de un estricto derecho penal liberal o de garantías. El párrafo 57 del Código Criminal Toscano de 1786 establecía que, consumada la pena, «no podrán ser considerados como infames para ningún efecto ni nadie podrá jamás reprocharles su pasado delito, que deberá considerarse plenamente purgado y expiado con la pena que habrán sufrido». Mittermaier se acercaba a la crítica de la ciencia social contemporánea cuando afirmaba que no raramente, debido al estado de las prisiones, era el estado el que debía cargar con la culpa de que alguien devenga reincidente, y que en modo alguno se justificaba la mayor gravedad penal, al menos en general. Morelly, Pagano, Tissot, Carmignani y muchos otros autores del penalismo liberal fueron abiertamente abolicionistas respecto de la reincidencia.
Ninguno de los argumentos justificadores, que por la desviación autoritaria materialista (peligrosista) o espiritualista (tipo o culpabilidad de autor) han querido explicar la mayor gravedad de la pena del segundo delito, ha podido levantar la objeción de que el plus de gravedad es un nuevo reproche del primer delito. La poco convincente tentativa de duplicar la norma de cada tipo (y con ella el bien jurídico) de Armin Kaufmann es, sin duda, la única que aspiró a hacerse cargo del problema en profundidad, aunque con el pobre resultado de implicar la invención de un bien jurídico que sería el viejo y autoritario pretendido derecho subjetivo estatal a la obediencia pura. Al no resolverse el problema en el campo del injusto, porque el contenido injusto del delito del reincidente es exactamente igual que el del primario, el problema se desplaza a la culpabilidad (o a su equivalente autoritario, que es la peligrosidad) y, a partir de allí se nos revela que la admisión o rechazo de la reincidencia se convierte en una cuestión de respeto o de apartamiento de las garantías.
En efecto: por debajo de las críticas sin sustento y que no pueden disimular su impotencia en base a argumentos racionales y que apelan a considerar a sus críticos como «rígidos» (Grispigni) o «anti-históricos» (Dell’Andro, cit. por Mir Puig), el debate, en definitiva, es entre derecho penal liberal o de garantía o derecho penal autoritario.
Es natural que el debate se resuma en estos términos, porque el análisis de las principales estructuras arguméntales de justificación del instituto nos muestra claramente que ambas se desvían del derecho penal liberal o de garantías, retomando unos elementos propios de la ideología penal anterior al derecho penal liberal (es la línea espiritualista del «estado de pecado» y de la culpabilidad de autor), en tanto que otros toman elementos prestados del movimiento antiliberal de la segunda mitad del siglo pasado (es la línea peligrosista del positivismo evolucionista). Ambos, aunque parezca curioso, ocultan con sus construcciones discursivas, una realidad que sin pasar el nivel de la criminología liberal, la ciencia social muestra como absolutamente falsa (cfr. Baratta).
Nuestra conclusión es que toda gravedad mayor de la consecuencia jurídica del segundo delito (en la forma de pena, de «medida» o de privación de beneficios), es una concesión al derecho penal autoritario, que abre las puertas a conceptos espúreos y peligrosos para todas las garantías penales.
Nos basamos en que los caminos que pretenden justificar la reincidencia:
a) Construyen un concepto de bien jurídico paralelo que, en definitiva, es la voluntad pura y simple del estado, sin ningún vínculo con el bien jurídico propiamente afectado, lo que constituiría una suerte de doctrina de la «seguridad nacional» para transitar por la casa del derecho penal o bien,
b) Renuncian al derecho penal de acto y caen en el derecho penal de autor, pretendiendo juzgar lo que el hombre es y no lo que el hombre hizo, por el camino materialista de la peligrosidad (del positivismo del siglo XIX) o por el espiritualista de la culpabilidad de autor (de la ideología teocrática del antiguo régimen) o, aún peor, por el del «tipo de autor» en que el reincidente sería el primer antecedente de las tristes construcciones del «enemigo del pueblo» stalinista, del «enemigo del estado» fascista, del «enemigo de la nación» nazista o del «subversivo» de la «seguridad nacional».
Cuando el discurso jurídico-penal pretende legitimar la sanción al hombre por lo que es y no por lo que hizo, quiebra un principio fundamental del derecho penal de garantías, que es la intangibilidad de la conciencia moral de la persona, sustentada con igual fuerza con argumentos racionales y religiosos: se trata de una regla laica fundamental del moderno estado de Derecho y al mismo tiempo la prohibición ética de juzgar evangélica (Mateo, VII, 1; Pablo, Epístola, XIV, 4), (cfr. Ferrajoli). Es incuestionable que cuando se quiebra esta regla y se da entrada, aunque fuere con limitadas pretensiones, a un derecho penal de autor, se abre el paso a un ejercicio de poder meramente disciplinante, que exalta el orden como valor autónomo, con lo que vienen a engancharse ambos discursos de justificación de la reincidencia (el que pretende el mayor injusto y el que pretende mayor culpabilidad). La quiebra de esta regla implica la quiebra del principio fundamental que desde 1948 preside la elaboración de la teoría de los Derechos Humanos: todo ser humano es persona. Puede decirse casi que todo el resto de la teoría de los Derechos Humanos es exégesis y desarrollo de esta afirmación fundamental, que se pone en peligro desde que el estado se atribuye el derecho de juzgar el «ser» de los hombres.
A todo esto cabe añadir lo que señalaba Mittermaier en 1847 y que ahora nos muestra la criminología en términos más actuales y elaborados: en la generalidad de los casos es el propio estado y el propio sistema penal el que debe cargar con la culpa de-la reincidencia. Los sistemas penales, con demasiada frecuencia, no son más que aparatos que fabrican reincidencia, y sus instituciones totales, verdaderos campos de entrenamiento para candidatos a reincidentes y «habituales». Sólo un discurso jurídico-penal alucinado puede ignorar esta realidad, sin perjuicio de que abunden las tentativas metodológicas y epistemológicas que se esfuerzan por construir discursos de este tipo.
Una institución que lleva a exaltar como valor al orden por el orden mismo, a la obediencia en sí misma, que conduce a que el estado se atribuya la función de juzgar lo que cada ser humano elige ser y lo que cada ser humano es, que implica un bis in idem; que contribuye a aislar el discurso jurídico de la realidad, ignorando datos que se relevan desde hace dos siglos y que las ciencias sociales demuestran en forma incontestable; que con todo esto contraviene la letra y el espíritu de la conciencia jurídica de la comunidad internacional, plasmada en los instrumentos jushumanistas, es conveniente que desaparezca del campo jurídico, de la misma forma en que desapareció en su momento la tortura en el ámbito procesal o la analogía en el campo penal
No debe pensarse que la comparación con las desapariciones de las otras instituciones clásicas del derecho penal autoritario es exagerada, pues al amparo de la figura de la reincidencia y de sus conceptos vecinos se practicaron horrendos crímenes contra la humanidad, como la relegación. Basta recordar las leyes francesas de relegación de 1857 (Barbaroux) y de 1885 (Teisseire) y la relación que de esta práctica se hace en la Guayana (P. Mury, cit. por Beristain) y en América Latina, el tristemente célebre penal de Ushuaia, el más austral del mundo, sustentado desde 1895 hasta su desaparición en 1947 en base a una norma de relegación análoga a la francesa. Cientos de miles de seres humanos han sufrido los horrores de penas más graves que las de sus culpas en función del instituto de la reincidencia; más de 17.000 sólo con los relegados de Cayena. La historia de la reincidencia y de sus institutos vecinos no es menos sangrienta que la de la tortura.
 
6. Las consideraciones político-criminales
La desaparición de la reincidencia, al menos en América Latina, parece perfilarse como viable, teniendo en cuenta que en 1980 la eliminó el código colombiano, que en 1984 redujo sus efectos y eliminó las «medidas» post-delictuales el código brasileño, que en 1985 desaparecieron también las «medidas» del código uruguayo y que en 1984 se había reducido el efecto de la reincidencia en el argentino. No obstante, su desaparición total puede objetarse desde el punto de vista político-criminal, argumentando que hay excepcionales casos de multireincidentes que, de no tomarse en cuenta esa característica, podrían generar reacciones de carácter vindicativo o bien que las agencias policiales, en los países en que éstas operan con esas prácticas, podrían victimizarlos con ejecuciones sin proceso.
Sin duda que se trata de datos de realidad que, por desagradable que pueda resultar su reconocimiento, no pueden ser ignorados. Resulta absurdo confundir los planos del «ser» y del «deber ser», pretendiendo que lo que no debe ser, no es. Esta forma de proceder en el razonamiento jurídico no es más que una elusión de la realidad por parte del discurso penal, que no resulta tolerable.
En este sentido, creemos que cabe apelar al principio del derecho penal mínimo (Ferrajoli), conforme al cual, en el momento de la pena, el sistema penal debe operar como protección ante la perspectiva de que la amenaza de otro mal mayor e ilimitado se cierna sobre la persona. Sólo en tales extremos excepcionalísimos y que no pueden presumirse, sino que cabe probar en cada caso concreto, se justificaría una medida respecto de una persona que permitiese exceder el límite señalado por su culpabilidad de acto, y en la estricta cantidad de privación que sea necesaria para neutralizar ese peligro; fuera de esos rarísimos supuestos, bastará siempre con la pena que no supere la culpabilidad.
La desaparición de todas las formas de mayor gravedad punitiva fundada en un delito anterior, aparejaría también la ventaja de eliminar el registro de antecedentes penales (que resultaría innecesario), con lo cual desaparecería la consagración legal de la estigmatización.
La recuperación del pleno derecho penal de garantías daría un paso sumamente significativo con la abolición definitiva de la reincidencia y de sus cercanos conceptos, evocativos en todos los tiempos de las desviaciones autoritarias respecto de los principios fundamentales del derecho penal liberal y, especialmente, del estricto derecho penal de acto.
 
La Habana, agosto de 1990.
 
 
 
Bibliografía
ALLEGRA, Giuliano: Dell’abitualitá criminosa, Milano, 1928.ANTOLlSEl, Francesco: Manuale di Diritto Penale, Milano, 1969.
ASUA BATARRITA, Adela: La reincidencia. Su evolución legal, doctrinal y jurisprudencial en los códigos penales españoles el siglo XIX, Bilbao, 1982.
BARATTA, Alessandro: «Criminología liberale e ideologia della difesa sociale», en La Questione Criminale, 1975, Gennaio-Aprile, 7.
BARBAROUX, C.O.: De la transportation. Aperçus législatifi, philosophiques et politiques sur la colonisation pénitentiaire, París, 1857.
BAUMANN, Jürgen: Strafrecht, Allg Teil, Bielefeld, 1970.
BERGALLI, Roberto: La recaída en el delito: modos de reaccionar contra ella, Barcelona, 1980.
CARMIGNANI, Giovanni: Elementos de Derecho Criminal, Bogotá, 1979.
CARNOT: Commentaire sur le Code Penal, París, 1836.
CARRARA, Francesco: Programma ecc, Firenze, 1912.
COHEN, Stanley y TAYLOR, Laurie: Sychological survival. The experience of long-term imprisonment, Penguin Books, 1972.
CRIVELLARI, Giulio: Il Códice Penale per il Regno d’Italia, Torino, 1890.
DELL’ANDRO, R.; La recidiva nella teoria della norma penale, Palermo, 1950.
FERRAJOLI, Luigi: Diritto e ragione. Teoria del garantismo penale, Roma-Bari, 1989.
FERRI, Enrico: Principa di Diritto Criminale, Torino, 1928.
GOFFMAN, Erwin: Manicômios, prisóes y conventos, Sao Paulo, 1974.
KAUFMANN, Armin: Teoría de las normas. Fundamentos de la dogmática penal moderna, trad. de E. Garzón Valdéz y E. Bacigalupo, Buenos Aires, 1977.
LATAGLIATA, A.R.: Contributo allo studio della recidiva, Napoli, 1958.
LEMERT, Edwin M.: «Estructura social, control social y desviación», en Clinard, Anomia y conducta desviada, Buenos Aires, 1967.
MANZINI, Vincenzo: La recidiva nella sociologia, nella legislazione e nella scienza del diritto penale, Firenze, 1899.
MARTÍNEZ DE ZAMORA, A.: La Reincidencia, Murcia, 1971.
MATTEOTTI, G.: Saggio di revisione critica con dati statistici. La recidiva, Torino, 1910.
MAURACH, R.: Deutsches Strafrecht, Allg Teil, Karlsruhe, 1971.
MIR PUIG, Santiago: La reincidencia en el Código Penal, Barcelona, 1974.
MITTERMAIER, C.J.A.: en nota a Feuerbach, Anselm Ritter von, Lehrbuch desgemeinen in Deutschland gültigen Peinlichen Rechts, Giessen, 1847.
MURY, P.: Les Jésuites a Cayenne. Histoire d’une mission de vingtdeuxans dans les pénitenciers de la Guyane, Strassburg / París, 1895, cit. por Beristain, Antonio, en Ignatianisch. Eigenartund Methode der Gesellschaft Jesu, herausgegeben von M. Sievernick und G. Switek, Freiburg / Basel / Wien, 1990.
NACIONES UNIDAS: Derechos Humanos, recopilación de instrumentos internacionales, New York, 1988 .
PACHECO, J.F.: El Código Penal concordado y anotado, Madrid, 1856.
PATERNITI, Cario; Note al Codice Criminale Toscano del 1786, Padova, 1985.
ROMAGNOSI, G.D.: Genesi del Diritto Penale, Firenze, 1834.
TEISSEIRE, Edouard; La transportation pénale et la relégation d’aprés les Lois des 30 mai 1854 et 27 mai 1885, París, 1893

Fuente: neopanopticum.wordpress.com

Las cárceles y su influencia moral sobre los presos

Por, P. Kropotkin
Kropotkin es que quizá el único de los teóricos clásicos del anarquismo que llegó a abordar directamente el tema del castigo y de las cárceles. Al analizar sus postulados, resulta interesante notar que, en general, mucho de lo por él sostenido guarda una clara identidad con posturas expresadas por los actuales ideólogos del abolicionismo, particularmente con lo dicho por Mathiesen y Christie. En el trabajo que pongo a continuación (el primero de dos de su autoría que pretendo agregar acá), Kropotkin analiza principalmente algunas de las teorías justificacionistas más importantes y en boga en su época: la de la rehabilitación y la prevención general.
La primera de ellas considera al delincuente un ente “desviado” que es necesario volver al cauce de la “normalidad” social, respecto del cual el encierro se transforma en una vía para poder someterlo a un tratamiento de rehabilitación.
Por su parte, la prevención general mira más bien los efectos de la cárcel no desde el punto de vista de quien es sometido a prisión, sino de la sociedad en su conjunto. En este sentido, el preso es considerado un medio, a través del cual se busca dar una señal al conjunto de la sociedad, particularmente a aquellos que no han dilinquido pero se encuentran en disposición de llegar a hacerlo, de que se abstengan de cometer actividades ilícitas por cuanto el daño a recibir es del todo superior a los beneficios que el delito otorga.
Como modernamente Mathiesen, Christie y otros criminólogos también han afirmado, Kropotkin niega que la cárcel cumpla algunos de estos fines que se enarbolan para justificarla. El encierro, particularmente en las condiciones inhumanas en que él se materializa, es incapaz de reformar a quien a cometido un delito -y por el contrario, somete a un proceso de carcelización que no sólo no inhibe sino que acentúa la posibilidad de la reincidencia-; ni tampoco la cárcel sirve para evitar que los demás sujetos quebranten la ley.
 
(Discurso pronunciado por Piotr Kropotkin en Paris el 20 de diciembre de 1877)
 
Introducción
Tras el problema económico y tras el problema del Estado, quizás el más importante de todos sea el que concierne al control de los actos antisociales. La distribución de justicia fue siempre el principal instrumento para crear derechos y privilegios, pues se basaba en sólidos fundamentos de derechos constituidos; el problema de lo que ha de hacerse con los que cometen actos antisociales contiene en consecuencia en sí el gran problema del gobierno y del Estado.
Es hora ya de que nos preguntemos si la condena a muerte o a la cárcel son justas.
¿Logran el doble fin que se marcan como objetivo, el de impedir la repetición del acto antisocial y (en cuanto a las cárceles) el de reformar al infractor?
Son graves cuestiones. De la solución que se les de depende no sólo la felicidad de miles de presos, no sólo el destino de mujeres y niños asolados por la miseria, cuyos padres y maridos no pueden ayudarles desde detrás de sus rejas, sino también la felicidad de la especie humana. Toda injusticia cometida contra un individuo la experimenta, en último termino, todo el conjunto de la especie.
He tenido ocasión de conocer dos cárceles en Francia y varias en Rusia, y diversas circunstancias de mi vida me han llevado a volver a estudiar las cuestiones penales, y creo que es mi deber exponer claramente lo que son las cárceles: relatar mis observaciones y mis ideas, resultado de ellas.
 
1. La cárcel como escuela de delito.
Cuando un hombre ha estado en la cárcel una vez, vuelve. Es inevitable, las estadísticas lo demuestran. Los informes anuales de la administración de justicia penal de Francia muestran que la mitad de los que comparecen ante los jurados y dos quintas partes de los que anualmente comparecen ante los órganos menores por faltas reciben su educación en las cárceles. Casi la mitad de los juzgados por asesinato, y tres cuartas partes de los juzgados por robo con allanamiento son reincidentes. En cuanto a las cárceles modelo, mas de un tercio de los presos que salen de estas instituciones supuestamente correctivas vuelven a ser encarcelados en un plazo de doce meses después de su liberación.
Otra característica significativa es que la infracción por la que el hombre vuelve a la cárcel es siempre mas grave que la anterior. Si antes era un pequeño robo, vuelve ya por un audaz robo con allanamiento. Si la primera vez le encarcelaron por un acto de violencia, lo más probable es que vuelva luego como asesino. Todos los tratadistas de criminología coinciden en este punto. Los ex-presidiarios se han convertido en un grave problema en Europa. Y ya sabemos como lo ha resuelto Francia: decretando su destrucción total por las fiebres de Cayena, un exterminio que se inicia en el viaje.
 
2. La Inutilidad de las cárceles.
Pese a todas las reformas hechas hasta el presente, pese a los experimentos de los distintos sistemas carcelarios, los resultados son siempre los mismos. Por una parte, el número de delitos contra las leyes existentes ni aumenta ni disminuye sea cual sea el sistema de castigo. En Rusia se ha abolido la flagelación y en Italia la pena de muerte, sin que variara el número de crímenes. La crueldad de los jueces puede aumentar o disminuir, la crueldad del sistema penal jesuítico cambiar, pero el número de actos considerados delitos se mantiene constante. Sólo le afectan otras causas que brevemente enunciaré.
Por otra parte sean cuales fueren los cambios introducidos en el régimen carcelario, el problema de la reincidencia no disminuye. Esto es inevitable; así ha de ser; la prisión mata todas las cualidades que hacen al hombre adaptarse mejor a la vida comunitaria. Crea el tipo de individuo que inevitablemente volverá a la cárcel para acabar sus días en una de esas tumbas de piedra que tienen grabado: «Casa de detención y corrección».
A la pregunta “¿Qué hacer para mejorar el sistema penal?», sólo hay una respuesta: nada. Es imposible mejorar una cárcel. Con excepción de unas cuantas mejoras insignificantes, no se puede hacer absolutamente nada más que demolerla.
Podría proponer que se pusiese un Pestalozzi al frente de cada cárcel. Me refiero al gran pedagogo suizo que recogía niños abandonados y hacer de ellos buenos ciudadanos.
Podría proponer también que substituyesen a los guardias actuales, ex soldados y ex policías, sesenta Pestalozzis. Aunque preguntareis:
«¿Dónde encontrarlos?»… Pregunta razonable. El gran maestro suizo rechazaría sin duda el oficio de carcelero, pues, el principio de toda cárcel es básicamente malo porque priva al hombre de libertad.
Privando a un hombre de su libertad, no se conseguirá que mejore. Cultivaremos delincuentes habituales, como ahora mostraré.
 
3. Los delincuentes en la cárcel y fuera.
Para empezar, tengamos en cuenta que no hay preso que considere justo el castigo que se le aplica. Esto es en si mismo una condena de todo nuestro sistema judicial. Hablad con un hombre encarcelado o con un gran estafador. Dirá: «Aquí están los de las pequeñas estafas, los de las grandes andan libres y gozan del público respeto». ¿Qué responder, sabiendo que existen grandes empresas financieras expresamente dedicadas a arrebatar los últimos céntimos de los ahorros de los pobres, y cuyos fundadores se retiran a tiempo con botines legales hechos a costa de esos pequeños ahorros? Todos conocemos esas grandes empresas que emiten acciones, sus circulares falsas, sus inmensas estafas. ¿Cómo no dar al preso la razón?
Y el hombre encarcelado por robar una caja fuerte, te dirá: «Simplemente no fui bastante listo; nada mas». ¿Y qué contestarle, sabiendo lo que pasa en sitios importantes, y cómo, tras terribles escándalos, se entrega a esos grandes ladrones el veredicto de inocencia?
Cuantas veces se oirá decir a los presos: «Son los grandes ladrones los que nos tienen aquí encerrados; nosotros somos los pequeños». ¿Cómo discutir esto cuando los presos saben de las increíbles estafas perpetradas en el campo de las altas finanzas y del comercio. Cuando saben que la sed de riquezas, adquiridas por todos lo medios posibles, es la esencia misma de la sociedad burguesa? Cuando ha examinado la inmensa cantidad de transacciones sospechosas que separan a los hombres honestos (según medidas burguesas) y a los delincuentes, cuando ha visto todo esto, tiene sin duda que creer que las cárceles son para torpes, no para delincuentes.
Esta es la norma respecto al mundo exterior. En cuanto a la cárcel misma, no hace falta extenderse mucho en ello. Sabemos bien lo que es. Sea respecto a la comida o a la distribución de favores, en palabras de los presos, desde San Francisco a Katmchatka: «Los mayores ladrones son los que nos tienen aquí, no nosotros».
 
4. El trabajo en la cárcel.
Todos conocemos el influjo dañino de la ociosidad. El trabajo realza al hombre. Pero hay muchos trabajos. El trabajo del libre hace sentirse parte del todo inmenso; el del esclavo degrada. Los trabajos forzados se hacen a la fuerza, sólo por miedo a un castigo peor. Y ese trabajo, que no atrae por si mismo porque no ejercita ninguna de las facultades mentales del trabajador, esta tan mal pagado que se considera un castigo.
Cuando mis amigos hacían corsés o botones de concha y ganaban doce centavos por diez horas al día, y cuatro los retenía el Estado, podemos comprender muy bien la repugnancia que este trabajo producía al condenado a ejecutarlo.
Cuando uno gana treinta y seis centavos por semana, hay derecho a decir: «Los ladrones son los que aquí nos tienen, no nosotros».
 
5. Consecuencias del cese de los contactos sociales.
¿Y qué inspiración puede lograr un preso para trabajar por el bien común, privado como está de toda conexión con la vida exterior? Por un refinamiento de crueldad, quienes planearon nuestras cárceles hicieron todo lo posible por cortar toda relación del preso con la sociedad. En Inglaterra, la mujer y los hijos del preso sólo pueden verle una vez cada tres meses y las cartas que se le permiten escribir son realmente ridículas. Los filántropos han llegado a veces a desafiar la naturaleza humana hasta el punto de impedir a un preso a escribir algo más que su firma en un impreso.
La mejor influencia a que un preso podría someterse, la única que podría aportarle un rayo de luz, un soplo de cariño en su vida (la relación con los suyos) queda sistemáticamente prohibida.
En la vida sombría del preso, sin pasión ni emoción, se atrofian en seguida los buenos sentimientos. Los trabajadores especializados que amaban su oficio pierden el gusto por el trabajo. La energía corporal se esfuma lentamente.
La mente no tiene ya energía para fijar la atención; el pensamiento es menos ágil, y, en cualquier caso, menos persistente.
Pierde profundidad. Yo creo que la disminución de la energía nerviosa en las cárceles se debe, sobre todo, a la falta de impresiones variadas.
En la vida ordinaria hay miles de sonidos y colores que asaltan diariamente los sentidos, un millar de pequeños hechos llegan a nuestra conciencia y estimulan la actividad del cerebro. Esto no sucede con los sentidos de los presos. Sus impresiones son escasas y siempre las mismas.
 
6. La teoría de la fuerza de voluntad.
Hay otra importante causa de desmoralización en las cárceles. Todas las transgresiones de las normas morales aceptadas pueden atribuirse a la falta de una voluntad fuerte. La mayoría de los habitantes de las cárceles son gentes que no tuvieron la fuerza suficiente para resistir las tentaciones que les rodeaban o para controlar una pasión que les arrastró momentáneamente. En las cárceles, como en los conventos, se hace todo lo posible para matar la voluntad del hombre. No se suele tener posibilidad de elegir entre dos opciones.
Las raras ocasiones en que se puede ejercitar la voluntad son muy breves. Toda la vida del preso está regulada y ordenada previamente. Sólo tiene que seguir la corriente, que obedecer so pena de graves castigos.
En estas condiciones, toda la fuerza de voluntad que pudiese tener al entrar desaparece.
¿Y dónde buscar fuerzas para resistir las tentaciones que surjan ante él, como por arte de magia, cuando salga de entre los muros de la cárcel? ¿Dónde encontrará la fuerza necesaria para resistir el primer impulso de un arrebato de pasión, si durante años se hizo lo posible por matar esa fuerza interior, por hacerle dócil instrumento de los que le controlan? Este hecho es, en mi opinión, la condena más terrible de todo el sistema penal basado en privar de libertad al individuo.
Es claro el motivo de esta supresión de la voluntad del individuo, esencia de todo sistema penitenciario. Nace del deseo de guardar el mayor número de presos posible con el menor número posible de guardias. El ideal de los funcionarios de prisión seria millares de autómatas, que se levantaran, trabajaran, comieran y fueran a dormir controlados por corrientes eléctricas accionadas por uno de los guardianes. Quizá así se ahorrase presupuesto, pero nadie debería asombrarse de que estos hombres, reducidos a máquinas, no fuesen, una vez liberados, tal cómo la sociedad los desea. Tan pronto como un preso queda libre, le esperan sus viejos camaradas. Lo reciben fraternalmente y se ve una vez mas arrastrado por la corriente que le llevó a la cárcel. Nada pueden hacer las organizaciones protectores. Lo único que pueden hacer para combatir la influencia maligna de la cárcel es aliviar su influjo en los ex-presidiarios.
¡Qué contraste entre la recepción de sus viejos camaradas y la de la gente que se dedica a tareas filantrópicas con ex-presidiarios! ¿Cuál de estas personas le invitará a su casa y le dirá simplemente: «Aquí tienes una habitación, aquí tienes un trabajo, siéntate en esta mesa como uno mas de la familia»?
El ex-presidiario sólo busca la mano extendida de cálida amistad. Pero la sociedad, después de haber hecho todo lo posible por convertirle en enemigo, después de inocularle los vicios de la cárcel, le rechaza. Le condena a ser un «reincidente».
 
7. El efecto de las ropas de la cárcel y de la disciplina.
Todo el mundo conoce la influencia de la ropa decente. Hasta un animal se avergüenza de aparecer ante sus semejantes si algo le hace parecer ridículo.
Si pintan a un gato de blanco y amarillo no se atreverá a acercarse a otros gatos. Pero los hombres empiezan por entregar una vestimenta de lunático a quien afirman querer reformar.
El preso se ve sometido toda su vida de prisión a un tratamiento que indica un desprecio absoluto por sus sentimientos. No se concede a un preso el simple respeto debido a todo ser humano. Es una cosa, un número, y a cosa numerada se le trata. Si cede al más humano de todos los deseos, el de comunicarse con un camarada, se le culpa de falta de disciplina. Quien no mintiese ni engañase antes de entrar en la cárcel: allí aprenderá a mentir y a engañar y este aprendizaje será para él una segunda naturaleza.
Y los que no se someten lo pasan mal. Si verse registrado le resulta humillante, si no le gusta la comida, si muestra disgusto porque el guardián trafica con tabaco, si divide su pan con el vecino, si conserva aun la suficiente dignidad para enfadarse por un insulto, si es lo bastante honrado para sublevarse por pequeñas intrigas, la cárcel será para él un infierno. Se verá abrumado de trabajo o le meterán a pudrirse en confinamiento solitario.
La más leve infracción de disciplina significará el castigo mas grave. Y todo castigo llevará a otro. Por la persecución le empujaran a la locura. Puede considerarse afortunado si no deja la cárcel en un ataúd.
 
8. Los carceleros.
Es fácil escribir en los periódicos que hay que vigilar estrechamente a los guardias de las cárceles, que deben elegirse entre hombres buenos. No hay nada más fácil que construir utopías administrativas. Pero el hombre seguirá siendo hombre, guardián o preso.
Y cuando se condena a estos guardianes a pasar el resto se sus vidas en situaciones falsas, sufren las consecuencias. Se vuelven irritables. Sólo en monasterios y conventos hay tal espíritu de mezquina intriga. En ninguna parte abundan tanto escándalos y chismorreos como entre los guardianes de las cárceles.
No se puede dar a un individuo autoridad sin corromperle. Abusará de ella. Y será menos escrupuloso y sentirá su autoridad más aun cuanto su esfera de acción sea mas limitada.
Obligado a vivir en terreno enemigo, el guardián no puede convertirse en un modelo de bondad. A la alianza de los presos se opone la de los carceleros. Es la institución la que les hace lo que son: sicarios ruines y mezquinos. Si pusiésemos a Pestalozzi en su lugar, pronto sería un carcelero.
Rápidamente, el rencor contra la sociedad penetra en el corazón del preso. Se habitúa a detestar a los que le oprimen. Divide el mundo en dos partes: una, aquella a la que pertenecen él y sus camaradas; la otra, el mundo exterior representado por los guardianes y sus superiores. Los presos forman una liga contra todos los que no llevan el uniforme de presidiario. Son sus enemigos y cuanto puedan hacer para engañarles es bueno.
Tan pronto como se ve en libertad, pone el preso en práctica su código. Antes de ir a la cárcel pudo cometer su delito involuntariamente. Ahora tiene una filosofía que puede resumirse en estas palabras de Zola: «Que sin vergüenzas son estos hombres honrados».
Si consideramos las distintas influencias de la cárcel sobre el preso nos convenceremos de que hacen al hombre cada vez menos apto para vivir en sociedad. Por otra parte, ninguna de estas influencias eleva las facultades intelectuales y morales del preso, ni le lleva a una concepción mas elevada de la vida. La cárcel no mejora al preso. Y además, hemos visto que no le impide cometer otros delitos. No logra, pues, ninguno de los fines que se propone.
 
9. ¿Cómo debemos tratar a los infractores?
Debemos de formular la siguiente pregunta: «¿Qué debería hacerse con los que violan las leyes?» No me refiero a las leyes escritas (son triste herencia de un triste pasado), si no a los principios morales grabados en los corazones de todos nosotros.
Hubo tiempos en que la medicina era el arte de administrar ciertas drogas, laboriosamente descubiertas con experimentos. Pero nuestra época ha enfocado el problema médico desde un nuevo ángulo. En vez de curar enfermedades, busca la medicina ahora ante todo impedirlas. La higiene es la mejor medicina de todas. Aun hemos de hacer lo mismo con este gran fenómeno social al que aun llamamos «delito», pero al que nuestros hijos llamarán «enfermedad social». Impedir la enfermedad será la mejor cura. Y esta conclusión se ha convertido ya en lema de toda una escuela de pensadores modernos dedicados al estudio del «delito».
En las obras publicadas por los innovadores están todos lo elementos necesarios para adoptar una actitud nueva hacia aquellos a quienes la sociedad, cobardemente, ha decapitado, ahorcado o encarcelado hasta ahora.
 
10. Causas del delito.
A tres grandes categorías de causas se deben esos actos antisociales llamados delitos. Son causas sociales, fisiológicas y físicas. Empezaré por las últimas. Son las menos conocidas, pero su influencia es indiscutible.
 
Causas físicas.
Si vemos que un amigo hecha al correo una carta olvidándose poner la dirección, decimos que es un accidente, que es algo imprevisto. Estos accidentes, estos acontecimientos inesperados, se producen en las sociedades humanas con la misma regularidad que los que pueden prevenirse. El número de cartas sin dirección que se envían por correo continúa siendo notable año tras año. Este número puede variar de un año tras otro, pero muy levemente. Aquí tenemos un factor tan caprichoso como la distracción. Sin embargo, este factor está sometido a leyes igual de rigurosas que las que gobiernan los movimientos de los planetas.
Y lo mismo sucede con el número de delitos que se cometen al año. Con las estadísticas de años anteriores en la mano, cualquiera puede predecir con antelación, con sorprendente exactitud, el número aproximado de asesinatos que se cometerán en el curso del año en cada país europeo.
La influencia de las causas físicas sobre nuestras acciones aun no ha sido, ni mucho menos, plenamente estudiada. Se sabe, sin embargo, que predominan los actos de violencia en el verano, mientras que en el invierno adquieren prioridad los actos contra la propiedad. Si examinamos los gráficos obtenidos por el profesor Enrico Ferri y observamos que el gráfico de actos de violencia sube y baja con el de temperatura, nos impresiona profundamente la similitud de los dos y comprendemos hasta que punto el hombre es una máquina. El hombre que tanto se afana de su voluntad libre, depende de la temperatura, los vientos y las lluvias tantos como cualquier otro organismo. ¿Quién pondrá en duda estas influencias? Cuando el tiempo es bueno y es buena la cosecha, y cuando los hombres se sienten a gusto, es mucho menos probable que de pequeñas disputas resulten puñaladas. Si el tiempo es malo y la cosecha pobre, los hombres se vuelven irritables y sus disputas adquieren carácter mas violento.
 
Causas fisiológicas.
Las causas fisiológicas, las que dependen de la estructura del cerebro, órganos digestivos y sistema nervioso, son sin duda más importantes que las causas físicas. La influencia de capacidades heredadas, así como de la estructura física sobre nuestros actos, han sido objeto de tan profunda investigación que podemos formarnos una idea bastante correcta de su importancia.
Cuando Cesare Lombroso afirma que la mayoría de los que habitan nuestras cárceles tienen algún defecto en su estructura cerebral, podemos aceptar tal afirmación siempre que comparemos los cerebros de los que mueren en prisión con los de quienes mueren fuera en condiciones de vida generalmente malas. Cuando demuestra que los asesinatos más brutales los cometen individuos que tienen algún defecto mental grave, aceptamos lo que dice si tal afirmación la confirman los hechos. Pero cuando Lombroso declara que la sociedad tiene derecho a tomar medidas contra los deficientes, no aceptamos seguirle. La sociedad no tiene derecho a exterminar al que tenga el cerebro enfermo. Admitimos que muchos de los que cometen estos actos atroces son casi idiotas. Pero no todos los idiotas se hacen asesinos.
En muchas familias, tanto en los manicomios, como en los palacios, hay idiotas con los mismos rasgos que Lombroso considera característicos del «loco criminal». La única diferencia entre ellos y los que van al patíbulo es el medio en que viven. Las enfermedades cerebrales pueden ciertamente estimular el desarrollo de las tendencias asesinas, pero no es algo inevitable. Todo depende de las circunstancias de quien sufra la enfermedad mental.
Toda persona inteligente podrá ver, por los datos acumulados, que la mayoría de los individuos a los que se trata hoy como delincuentes son hombres que padecen alguna enfermedad, y a quienes en consecuencia, es necesario curar lo mejor posible en vez de enviarlos a la cárcel, donde su enfermedad sólo puede agravarse.
Si nos sometiésemos todos a un riguroso análisis, veríamos que a veces pasan por nuestra mente, rápidos como centellas, los gérmenes de ideas que son los fundamentos de las malas acciones. Rechazamos estas ideas, pero si hubiesen hallado un eco favorable en nuestras circunstancias o si otros sentimientos, como el amor, la piedad o la fraternidad, no hubiesen contrarrestado estas chispas de pensamientos egoístas y brutales, habrían acabado llevándonos a una mala acción. En suma, las causas fisiológicas juegan un papel importante en arrastrar a los hombres a la cárcel, pero no son las causas de la «criminalidad» propiamente dicha. Estas afecciones de la mente, el sistema cerebro- espinal, etc., podemos verlas en estado incipiente en todos nosotros. La inmensa mayoría padecemos alguno de esos males. Pero no llevan a la persona a cometer un acto antisocial a menos que circunstancias externas les den una inclinación mórbida.
 
Causas sociales.
Si las causas físicas tienen tan vigorosa influencia en nuestras acciones, si nuestra fisiología es tan a menudo causa de los actos antisociales que cometemos, ¡cuanto más poderosas son las causas sociales! Las mentes más avanzadas e inteligentes de nuestra época proclaman que es la sociedad en su conjunto la responsable de los actos antisociales que se cometen en ella. Igual que participamos de la gloria de nuestros héroes y genios, compartimos los actos de nuestros asesinos.
Nosotros les hicimos lo que son, a unos y otros.
Año tras año crecen miles de niños en medio de la basura moral y material de nuestras grandes ciudades, entre una población desmoralizada por una vida mísera. Estos niños no conocen un verdadero hogar. Su casa es una choza mugrienta hoy y las calles mañana.
Crecen sin salida decente para sus jóvenes energías. Cuando vemos a la población infantil de las grandes ciudades crecer de ese modo, no podemos evitar asombrarnos de que tan pocos de ellos se conviertan en salteadores de caminos y en asesinos. Lo que me sorprende es la profundidad de los sentimientos sociales entre el género humano, la cálida fraternidad que se desarrolla hasta en los barrios peores. Sin ella, el número de los que declarasen guerra abierta a la sociedad sería aun mayor. Sin esta amistad, esta aversión a la violencia no quedaría en pie ninguno de nuestros suntuosos palacios urbanos.
Y al otro lado de la escala, ¿qué ve el niño que crece en las calles? Lujo, estúpido e insensato, tiendas elegantes, material de lectura dedicado a exhibir la riqueza, ese culto al dinero que crea la sed de riqueza, el deseo de vivir a expensas de otros. El lema es:
«Hazte rico. Destruye cuanto se interponga en tu camino y hazlo por cualquier medio, salvo los que puedan llevarte a la cárcel». Se desprecia hasta tal punto el trabajo manual, que nuestras clases dominantes prefieren dedicarse a la gimnasia que manejar la sierra o la azada. Una mano callosa se considera signo de inferioridad y un vestido de seda, de superioridad.
La sociedad misma crea diariamente estos individuos incapaces de llevar una vida de trabajo honesto y llenos de impulsos antisociales. Les glorifica cuando sus delitos se ven coronados del éxito financiero. Les envía a la cárcel cuando no tiene «éxito». No servirán ya de nada cárceles, verdugos y jueces cuando la revolución social haya cambiado por completo las relaciones entre capital y trabajo, cuando no haya ociosos, cuando todos puedan trabajar según su inclinación por el bien común, cuando se enseñé a todos los niños a trabajar con sus propias manos al mismo tiempo que su inteligencia y su espíritu, al ser cultivados adecuadamente, alcanzan un desarrollo normal.
El hombre es resultado del medio en que se cría y en que pasa su vida. Si se le acostumbra a trabajar desde la niñez, a considerarse parte del conjunto social, a comprender que no puede hacer daño a otros sin sentir al fin él mismo las consecuencias, habrá pocas infracciones de las leyes morales. Las dos terceras partes de los actos que hoy se condenan cómo delitos, son actos contra la propiedad.
Desaparecerán con la propiedad privada. En cuanto a los actos de violencia contra las personas, disminuyen ya proporcionalmente al aumento del sentido social y desaparecerán cuando ataquemos las causas en vez de los efectos.
 
11. ¿Cómo curar a los infractores?
Hasta hoy, las instituciones penales, tan caras a los abogados, han sido un compromiso entre la idea bíblica de venganza, la creencia medieval en el dominio, la idea del poder del terror de los abogados modernos y la de la prevención del crimen por medio del castigo.
No deben construirse manicomios para subsistir a las cárceles. Nada más lejos de mi pensamiento, que idea tan execrable. El manicomio es siempre cárcel. Lejos también de mi pensamiento esa idea, que los filántropos airean de cuando en cuando, de que debe ponerse la cárcel en manos de médicos y maestros. Lo que los presos no han hallado hoy en la sociedad es una mano auxiliadora, sencilla y amistosa, que les ayude desde la niñez a desarrollar las facultades superiores de su inteligencia y su espíritu; facultades estas cuyo desarrollo natural han obstaculizado o un defecto orgánico o las malas condiciones sociales a que somete la propia sociedad a millones de seres humanos. Pero si carecen de la posibilidad de elegir sus acciones, los individuos privados de su libertad no pueden ejercitar estas libertades superiores de la inteligencia y el corazón.
La cárcel de los médicos, el manicomio, sería mucho peor que nuestras cárceles presentes. Sólo dos correctivos pueden aplicarse a esas enfermedades del organismo humano que conducen al llamado delito: fraternidad humana y libertad. No hay duda de que en toda sociedad, por muy bien organizada que esté, aparecerán individuos que se dejen arrastrar fácilmente por las pasiones y que pueden cometer de cuando en cuando hechos antisociales.
Pero para impedir esto es necesario dar a sus pasiones una dirección sana, otra salida.
Vivimos hoy demasiado aislados. La propiedad privada nos ha llevado al individualismo egoísta en todas nuestras relaciones mutuas. Nos conocemos muy poco unos a otros; los puntos de contacto son demasiado escasos. Pero hemos visto en la historia ejemplos de vida comunal mucho más integrada: la «familia compuesta» en China, las comunas agrarias, por ejemplo.
Estas gentes si se conocen entre sí. Las circunstancias las fuerzan a ayudarse recíprocamente en un sentido material y moral. La vida familiar, basada en la comunidad primigenia, ha desaparecido. Ocupará su lugar una nueva familia, basada en la comunidad de aspiraciones. En esta familia, los individuos se verán forzados a conocerse mutuamente, a ayudarse entre sí y a apoyarse unos en otros moralmente en toda ocasión. Y esta colaboración mutua impedirá el gran número de actos antisociales que vemos hoy.
Se dirá, sin embargo, que habrá siempre algunos individuos, los enfermos, si queréis llamarles así, que serán un peligro para la sociedad. ¿No será necesario, pues, liberarnos de ellos, o impedir al menos que hagan daño a otros? Ninguna sociedad, por muy poco inteligente que sea, necesitará recurrir a una solución tan absurda, y ello tiene un motivo. Antiguamente se consideraba a los locos posesos de demonios y se les trataba en consecuencia.
Les mantenían presos en sitios como establos, encadenados a la pared como animales peligrosos. Luego Pinel, hombre de la gran revolución se atrevió a eliminar aquellas cadenas y probó a tratarles como hermanos. «Te devorarán», gritaron los guardianes. Pero Pinel no tuvo miedo. Aquellos a quienes se consideraba bestias salvajes se reunieron alrededor de Pinel y demostraron con su actitud que él tenía razón al creer en el mejor aspecto de la naturaleza humana, aun cuando la enfermedad nublase la inteligencia. Y ganó la causa. Se dejo de encadenar a los locos.
Luego, los campesinos del pueblecito belga de Gheel encontraron algo mejor. Dijeron:
«Mandadnos vuestros locos. Nosotros les daremos libertad total». Les adoptaron en sus familias, les dieron un sitio en sus mesas, oportunidad de cultivar con ellos sus campos y un puesto entre sus jóvenes en bailes y fiestas. «Comed, bebed y bailad con nosotros. Trabajad y corred por el campo y sed libres.» Este era el sistema, esta era toda la ciencia que sabían los campesinos belgas. (Hablo de los primeros tiempos. Hoy el tratamiento de los locos en Gheel se ha convertido en profesión y, siendo profesión y persiguiendo el lucro, ¿qué significado puede poseer?) Y la libertad obró un milagro. Los locos se curaron. Incluso los que tenían lesiones orgánicas incurables se convirtieron en miembros dóciles y tratables de la familia, como el resto. La mente enferma podía seguir trabajando de un modo anormal pero el corazón estaba en su sitio. Se proclamó el hecho como un milagro. Se atribuyeron estos notables cambios a la acción milagrosa de santos y vírgenes. Pero la virgen era la libertad y el santo, trabajo en el campo y trato fraternal. En uno de los extremos del inmenso «espacio que media entre enfermedad mental y delito» del que Maudsley habla, la libertad y el trato fraternal obraron su milagro.
También lo obrarán por el otro extremo.
 
12. Conclusión.
La cárcel no impide que se produzcan actos antisociales. Multiplica su número. No mejora a los que pasan tras sus muros. Por mucho que se reforme, las cárceles seguirán siendo siempre lugares de represión, medios artificiales, como los monasterios, que harán al preso cada vez menos apto para vivir en comunidad. No logran sus fines.
Degradan la sociedad. Deben desaparecer. Son supervivencia de barbarie mezclada con filantropía jesuítica.
El primer deber del revolucionario será abolir las cárceles: esos monumentos de la hipocresía humana y de la cobardía. No hay porque temer actos antisociales en un mundo de iguales, entre gente libre, con una educación sana y el hábito de la ayuda mutua. La mayoría de estos actos ya no tendrían razón de ser. Los restantes serían sofocados en origen.
En cuanto a aquellos individuos de malas tendencias que nos legará la sociedad actual tras la revolución, será tarea nuestra impedir que ejerciten tales tendencias. Esto se logrará ya muy eficazmente mediante la solidaridad de todos los miembros de la comunidad contra tales agresores. Si no lo lográsemos en todos los casos, el único correctivo práctico seguiría siendo tratamiento fraternal y apoyo moral.
No es esto una utopía. Se ha hecho ya con individuos aislados y se convertirá en práctica general. Y estos medios serán mucho más poderosos para proteger a la sociedad de actos antisociales que el sistema actual de castigo que es fuente constante de nuevos delitos.

El orden carcelario. Apuntes para una historia material de la pena.

Por, Massimo Pavariní
Profesor de Ja Universidad de Bologna.

 
I. PREMISA
En la literatura penal actual, la cuestión de la crisis de la cárcel es un tema recurrente. Por lo demás, como nos enseñan los clásicos, desde que la pena privativa de libertad existe, siempre se ha hablado de crisis de la cárcel.
La circunstancia de que la institución penitenciaria haya sufrido siempre, aun desde sus orígenes, de precaria salud, deja suponer, a menudo, que su actual crisis no es cualitativamente distinta de la de antaño. Esta interpretación, todavía hoy muy difundida, es en parte favorecida por el modo con el cual nos interrogamos acerca de la presencia misma de esta institución. En efecto, si en lo que respecta a la cuestión carcelaria la mirada se posa —a priori— en el sistema de legitimación de la pena privativa de la libertad, la imagen que emerge anula la dimensión histórico-temporal de la institución penitenciaria: lo que surge, pues, de esa mirada, es una sucesión (casi una persecución) de las mismas —pocas— ideas acerca del "deber ser" del castigo legal, una alternancia de teorías absolutas y teorías relativas y, dentro de estas últimas, de finalidades de prevención general y de prevención especial, a su vez entendidas  en sentido "positivo" o "negativo". Una "historia infinita" pues "circular", como todas las historias de las ideas. Una prueba tangible de ello lo constituye el hecho de que, en el debate actual sobre los fines del sistema penal, los autores más citados aún hoy son BENTHAM, BECCARIA, KANT, HEGEL, DURKHEIM y pocos más; estos Grandes Maestros no sólo son citados por homenaje o respeto hacia las Grandes Narrativas de los siglos pasados, sino sobre todo porque no somos capaces de "producir" otras ideas. O mejor dicho, no las producimos porque no pueden existir otras ideas acerca del deber ser de la pena, tal como la moderna teología no creo  que haya producido "nuevas" demostraciones de la existencia de Dios que no hayan sido ya pensadas por SAN AGUSTÍN. Sólo si se posee la humildad necesaria para desviar aquella mirada metafísica desde el deber ser de la pena hacia su efectividad (humildad que, por cierto, pocos tienen) se descubrirá cuan poco el "ser" del castigo tiene que ver con los ideales de justicia y utilidad social. Constatada la inadecuación entre realidad e idea, se denuncia la primera como un fracaso.
Una mirada fija, en cambio, en el "ser" de las penas legales, mostraría una cosa muy distinta y, creo, más interesante. En primer lugar, la imagen tendría, finalmente, una perspectiva: en los hechos, el modo de castigar ha cambiado en el tiempo y en el presente se transforma rápidamente. Todo está en movimiento. Esta perspectiva diferente, abierta en forma pionera a través de la  obra de RUSCHE y KIRCHHEIMER (1939) me ha fascinado siempre y me ha orientado en mis primeros trabajos científicos (MELOSSI, PAVARINI, 1977) en lo que concierne al estudio de las causas materiales del origen de la invención penitenciaria. El interés por una historia material de la pena moderna ha sido, después, cultivado en estudios menores, de los cuales no vale la pena dar cuenta. La invitación que gentilmente he recibido para contribuir en un volumen de estudios en honor del amigo David BAIGÚN, me ha estimulado para poner un poco de orden en las ideas que, acerca de la historia material de la pena, he venido elaborando en estos casi veinte años que me separan de aquella primer monografía mía. Lo que sigue no es más que una serie de apuntes; la mayor parte de las ideas que aquí sintetizaré han aparecido ya en otros trabajos míos. Por lo tanto, nada de original: sólo vm poco más de sistematización.

II. E L ORDEN SOÑADO
Las necesidades punitivas y disciplinarias en las sociedades premodernas, cuando podían escapar de las necesidades de la representación del Poder a través de la sugestión del gran suplicio (Foucault, 1975, Ia parte), recurrían a los medios de su economía.  En el bajo medioevo se podía internar usque ad correctionem (cfr. SCHIAPPOLI, 1904: 619-68) en un monasterio, la célula productiva por excelencia; en la América colonial los pobres podían ser socorridos en una almshouse estructurada sobre el modelo de la colonia industrial (ROTHMAN, 1971: 40 y ss.). Sin embargo, no era la elección del internamiento la que sostenía las prácticas de la pena; era lo social mismo —en las formas de aquella economía— lo que se estructuraba naturalmente como el lugar de disciplina más apropiado. Ello ocurrió hasta que ese sistema socio-económico pudo sostener —es decir, pudo afrontar a través de un desarrollado aparato caritativo— los procesos de pauperización (GEREMEK, 1973; PIVEN, CLOWARD, 1972). La ruptura de ese orden determinó la producción de un excedente de población marginal que no podía ya ser contenido a través de aquel sistema originario (DOBB, 1958; POLANYI, 1944; SWEEZY, 1970). Sólo cuando el campo se despobló como consecuencia del proceso de parcelación de la tierra y un éxodo de dimensiones bíblicas "creó" en pocos decenios las grandes concentraciones urbanas (VEXILIARD, 1956; PAULTRE, 1906), se determinaron las nuevas condiciones de la política del control social.
La elección de fondo fue de tipo segregacionista; pero, como ésta fue la respuesta considerada adecuada para garantizar el nuevo orden, la organización de la práctica institucional terminará por estructurarse sobre el modelo disciplinario que había determinado las condiciones mismas del proceso: primero la manufactura, luego la fábrica (MELOSSI, PAVARINI, 1977).
La casa de trabajo de Bridewell surgirá a mitad del siglo XVI en Londres (VAN DER SLICE, 1936-37: 4 y ss.; GRUNHUT, 1948: 15 y ss.; WEBB, 1963: 12 y ss.) para difundirse, luego, por todo el territorio inglés; la Raisphviis será erigida por primera vez en la comercial Amsterdam (SELLIN, 1944: 20 y ss.; HALLEMA, 1936: 174 y ss.) para proyectarse como modelo de todas las workhouses de la Europa del Norte.
Los rústicos mercaderes de Amsterdam arriesgarán la utopía: educar a ese universo compuesto de ex campesinos y artesanos sin trabajo —acostumbrados a vivir bajo el sol y según el tiempo de las estaciones— a reconocer en la disciplina de la fábrica la propia condición natural. Ésta fue la estación del "gran internamiento ": sólo dos siglos después, bajo los fundamentos de aquella experiencia originaria, surgirá, entre el 1700 y el 1800, la institución penitenciaria propiamente dicha. Pero aquella ascendencia marcará de forma indeleble toda la historia del orden penitenciario. Esa experiencia encontrará su más acabada racionalización "filosófica", paradójicamente, cuando las condiciones materiales que dictaron aquella elección ya habían sido definitivamente superadas. El utilitarista BENTHAM soñó el Panóptico (BENTHAM, 1962a) incluso como algo posible tanto para el presente como para el futuro, sin percatarse de que estaba inventando —piadosamente— lo que ya había existido: entregaba al museo de la arqueología industrial la idea acabada de una experiencia "vieja", de dos siglos (EVANS, 1971; DUBINI, 1986; HUXLEY, 1948; MARÍ, 1983).
Este juicio vale sólo en relación a la obstinada e irreal voluntad de materializar aquella idea —simple como el huevo de COLÓN— apta para disciplinar toda la sociedad: su locura consistió en creer posible y útil dar cuerpo a ese sueño disciplinario; como metáfora de ese poder, en cambio, el sueño de BENTHAM soñaba "realísticamente". BENTHAM luchará toda la vida —inútilmente— por ver "edificado" su Panóptico: acariciará la idea —por cierto siempre confesada— de poder transformarse en el "gran guardián", convencido como estaba de poder, de este modo, sacar también algún provecho personal. Y en esto se desilusionó amargamente. Pero si hubiera sobrevivido a los intentos llevados a cabo que, en mayor o menor medida se inspiraron en su idea, quizás se hubiese desengañado: su hipótesis pedagógica, una vez realizada, no producía hombres más útiles, sino sólo locura y muerte.
Aquella idea —verdad meramente absurda en su dimensión de proyecto arquitectónico— narraba, en cambio, tanto fiel como metafóricamente, el proyecto político de fines del siglo XVIII. Es el mismo BENTHAM quien lo confiesa explícitamente: "¿... y si el resultado de un diseño tan minuciosamente elaborado no fuese otro que el de producir un conjunto de máquinas bajo la apariencia de hombres?, la felicidad, ¿habría aumentado o disminuido por esta disciplina? Se llamen soldados o se llamen máquinas: aun cuando lo fuesen, si son felices, nada más me importa" (BENTHAM, 1962a.: 64).  Ya HOWARD, hacia fines del siglo XVIII, a través de su peregrinaje por las instituciones segregatorias de toda Europa (HOWARD, 1973 a), contará con una puntillosa y fóbica precisión la crisis ya irreversible de la política del gran internamiento: lugares de concentración indiferenciada de toda marginalidad social; cuerpos sufrientes, abandonados a la pudrición, objetos de violencia y enfermedad se ofrecían como imagen especular e invertida de aquel orden y de aquella disciplina "soñada" (IGNATHIEFF, 1978: 47 y ss.).
Poco tiempo antes, PIRANESI, en sus Invenciones. Caprichos de Cárceles, había representado la angustia del nuevo espacio prisionero (HUXLEY, 1948), entregando al espíritu romántico aún por venir (BROÍMBERT, 1975) una estructura del sueño que "es anterior a la imagen de las estructuras reales" (YOURCENAR, 1961: 76). Entre una pesadilla premonitoria de "Prisiones metafísicas" grabadas con el buril y un aburrido diario de un peregrinaje por el nuevo infierno se escribe el acta de muerte de una secular utopia abierta con la Oíd Poor Law (EDÉN, 1929; MARSHAIX, 1968: 295-305). Pocos años después de la muerte de HOWARD —mártir burgués quebrado por el tifus contraído en los lugares de su atenta exploración— en plena Revolución Industrial, las tendencias liberales de tipo malthusiano dispondrán la sepultura, con la New Poor Law (PIVEN, CLOWARD, 1972) de toda huella de aquella estrafalaria idea de "fabricar hombres útiles" (TREIBER, STEINERT, 1980) para la nueva sociedad.

III. UN SUEÑO AMERICANO
Es necesario abandonar la vieja Europa —crónicamente atormentada por una exuberancia de fuerza de trabajo y por lo tanto naturalmente obligada a favorecer prácticas dirigidas a la "destrucción" de la población excedente— y trasladarse al Nuevo Mundo para asistir a un repunte, con características originales, de aquel originario proyecto pedagógico.
Sigamos a BEAUMONT y a TOQUEVIUIÍ, observadores por encargo del gobierno francés de lo que sucede allende el océano: asistamos, así, al nacimiento del moderno Penitentiary System (BEAUMONT, TOQUEVILLE, 1833). En 1787 se fundó la Philadelphia Society for Alleviating the Miseries of Public Prisons, asociación de cuáqueros piadosos anima- dos por propósitos filantrópicos no muy distintos de los que poseía su coetáneo —y en parte cofrade— HOWARD. Sólo que la diferencia —radical y objetiva— entre éste y aquéllos consistió en que los cuáqueros actuaron en una realidad afligida por la escasez de hombres. Fue por obra de esta sociedad (ROTHMAN, 1971, cap. 1) y de su incisiva y constante apelación a la opinión pública que nació aquella institución en la cual "el aislamiento celular, la oración y la total abstinencia de bebidas alcohólicas habrían debido crear los medios para salvar tantas criaturas infelices" (BARNES, 1927: 82). Bajo estos propósitos se fundó el modelo filadelfiano o del Solitaiy Confinement, como hipótesis arquitectónica de distribución de los espacios que se erigió como principio del proceso educativo. La ciencia arquitectónica se transforma en ética: "...observando
ciertos principios arquitectónicos se pueden obtener fácilmente importantes cambios morales en las capas más corrompidas de nuestra sociedad" (Boston Prison Discipline Society, 54); en la búsqueda, por consiguiente, de una "forma de celda que sea capaz por sí misma de transformar un corazón vicioso en uno virtuoso" (REYNOLDS, 1934: 209).
La antigua hipótesis penitenciaria canónica del ergastulum (MABÍLLON, 1724) revive, así, en la invención cuáquera a través de formas aún más exasperadas: "en esta celda cerrada, sepulcro provisorio, los mitos de la resurrección toman cuerpo fácilmente" (Foucault, 1975: 261). Se trata del recurrente sueño benthamiano que intenta materializarse.
La fuerza de esta invención no reside en los resultados, sino en su necesidad, en el ofrecerse históricamente como la única vía posible para afrontar el desorden social. Es, en efecto, el mismo principio de autoridad que reina en el proceso productivo el que asume las semblanzas de necesidad técnica: y es esta misma necesidad la que termina por presidir todas las otras organizaciones sociales, incluso el universo de la pena. Una autoridad invisible, entonces, que nace "automáticamente" del correcto funcionamiento de un organismo social que se autoregula. Incluso a costa de no lograrlo, justamente porque no es posible de otro modo.
Un juicio no muy diferente merece también la otra clásica variante del Penitentiary System. Nada de radicalmente contrapuesto al Solitary Confinement, como, en cambio, quisieron entender los reformistas de la época. Simplemente, habían cambiado las coordenadas sobre las cuales medir los objetivos de una pedagogía utilitarista: la nueva centralidad de las "máquinas que ahorran tiempo" imponía un management, un adiestramiento del hombre a la nueva racionalidad de las mismas (MOHLER, 1924-25: 330-97; JACKSON, 1927-28: 218-690). Necesidad, entonces, de poner también el cuerpo del detenido en el interior de la realidad del trabajo organizado: de allí, trabajo en común durante el día en la prisión-taller y aislamiento celular en las horas nocturnas. Una vez más, la realidad histórica nos puede enseñar algo sólo en su dimensión metafórica. Por lo demás, aún si se quiere juzgar la efectividad de esta experiencia, se debe registrar la derrota, la inidoneidad del medio en relación al fin: la institución fundada en el principio del Sylent System nunca produjo hombres más útiles (MELOSSI, PAVARINI, 1977: 222 y ss.).

IV. DESPERTAR Y MALA CONCIENCIA
En la Europa de la segunda mitad del siglo XIX lo que reina es la multiplicación de la tipología carcelaria, un pastiche colosal de estilos y formas (DUBINI, 1986; CANNEIXA, 1968: 666 y ss.) que refleja, a través de un eclecticismo exasperado, la conciencia de la inutilidad de la respuesta carcelaria, en ausencia de una alternativa practicable. Con el transcurso del tiempo, se ha hecho ya evidente que la cárcel no reeduca, quizás ni siquiera sirve para defender la sociedad (PADOVANI, 1981: 41 y ss.). Pero esta evidencia se transforma en mala conciencia cuando se enfrenta con la imposibilidad dé "no emplear" de la cárcel: en una realidad estructural en la cual a la riqueza de las naciones se opone un ulterior empobrecimiento de amplios estratos de la colectividad, la exigencia de dramatizar las distancias sociales se satisface en las férreas leyes de la less elegibility (PAVARINI, 1976: 263 y ss.), es decir, en una disciplina social  que sea capaz de valorar cualquier situación laboral, aunque seasubalterna, como "preferible" a la marginalidad social o a la criminalidad. Fuera ya de toda utopía de reintegración, la cárcel debe afirmar la función de "disuasión".
Los lugares de la pena escapan a toda sugestión de integración con la ciudad obrera, y entonces prefieren la exasperación de la originada forma panóptica en sus nuevas realizaciones "a estrella", "a cruz" para que se reafirme incluso visiblemente la función simbólica de la exclusión. Lo que reina ya en los espacios restringidos de la cárcel son sólo las exigencias de imponer una aflicción ulterior: se acentúan los criterios de separación y de aislamiento; se re-utilizan las superadas técnicas de trabajo carcelario con el único fin de agravar la eficacia intimidatoria de la pena.
En Pentoville (IGNATHIEFF, 1978: cap. 1) se introducirá el "molino humano": una rueda gigantesca movida por detenidos encadenados que subirán con fatiga una escalera móvil con el único objetivo de moler... aire; o bien, aislados en sus celdas, los internados deberán trabajar en la "bomba" haciéndola girar por lo menos diez mil veces por día si no quieren quedar sumergidos en el agua helada.

V. UN NUEVO ORDEN
La sociedad que se asoma al siglo XX encuentra en la metrópolis la representación de los efectos de un orden y de un sentido del orden social perdidos: ciudades caóticas, contenedores de hombres diferentes en costumbres, cultura, idioma y riqueza. Piénsese en la Detroit y en la Chicago de los años rugientes.
Las grandes ciudades están en el centro del nuevo interés de las ciencias sociales y de las políticas de control social: la disciplina de la metrópolis (es decir, qué nuevo orden dar a la ciudad) es la estrategia por excelencia del nuevo control de la sociedad.
Es significativo que esta tarea política del orden metropolitano haya sido enmarcada, en los Estados Unidos de los años veinte y treinta, dentro de una perspectiva ecológica (MORRIS, 1958), a través de un estudio capaz de describir las áreas morales en las cuales se estructura la metrópolis. En la búsqueda de dar un orden a lo que se representa como absolutamente carente de orden alguno, el lenguaje utilizado se toma prestado del de los estudios sobre la vida de las plantas. En efecto, la situación que vive la gran ciudad es la de la simbiosis, es decir, la habitual vida en común de diferentes organismos y especies dentro de un mismo habitat. A través de este modelo de interpretación se trata de dar cuenta del modo en que se estructuran los ghettos, las comunidades altamente homogéneas desde un punto de vista cultural (ANDERSEN, 1923; WHITE, 1924) que deben vivir en una relación simbiótica con otras comunidades. La tarea del "patólogo social" es, por lo tanto, la de descubrir los mecanismos y procesos a través de los cuales un equilibrio semejante puede ser alcanzado y mantenido.
En esta nueva perspectiva, se pierde irremediablemente la centralidad de las políticas que se fundaban en la exclusión social. En otras palabras, la cárcel pierde interés ya sea como objeto de análisis o como instrumento de disciplina social, e incluso como "representación" de un orden social a imponer. La cárcel muere como metáfora de orden social (MELOSSI, 1988).
La marginalidad de la cárcel se hace cada vez más manifiesta, y ello no tanto en términos de obsolescencia cuantitativa, sino más bien en su carácter cualitativamente residual en relación a las nuevas prácticas de control social. Los sujetos encerrados en instituciones segregatorias representan, ya, una minoría comparados con los que son socialmente controlados "fuera de los muros". La elección del control "en" lo social (GARLAND, 1985) se torna dominante puesto que es naturalmente capaz de ofrecerse con una potencialidad de difusión comparable sólo a su propia "invisibilidad" social.
Pero la cárcel, como institución, sigue viviendo. Cada vez más se ofrece como momento de una violencia institucional insuprimible: última pero decisiva instancia para quien no quiere o no puede ser disciplinado de otro modo. Un complicado juego de cajas chinas presenta como último y escondido nudo la "cárcel dura", la cárcel que sólo debe dar miedo: para quien no quiere o no puede ser tratado con guantes de terciopelo, debe quedar bien claro que existe aún (¡y sobre todo ahora!) el puño de acero. La cárcel moderna es la pena que no transforma. Y este aspecto es suficiente para reflexionar sobre el significado de la invención de la "cárcel segura".  Es al arquitecto HOPKINS a quien se le debe el primer modelo de cárcel de máxima seguridad, con la invención de la "cárcel a palo telefónico" (HOPKINS, 1930). Otras exigencias, antagónicas a las que habían inspirado la invención benthamiana: no tanto el esquema de la ciudad apestada del siglo XVII sino el lazareto del Renacimiento; no tanto la necesidad de disciplina sino sólo la de seguridad.
En "Handbook for Correctional Design and Construction" (Federal Boureau of Prisons, 1949) se presenta un proyecto ideal de institución penitenciaria de máxima seguridad comparándola con una vieja cárcel estadounidense, la de Alcatraz, considerada en aquellos tiempos como la más segura. En Alcatraz el bloque central tiene tres filas de celdas internas, todas en el mismo edificio y todas con galerías comunes. Los defectos son evidentes: falta de separación y control difícil, especialmente en caso de revuelta. En el proyecto de prisión de "máxima seguridad" todos los bloques celulares pueden ser apartados de los otros edificios; todos los bloques de las celdas están iluminados por claraboyas dispuestas entre el techo y las paredes; las galerías de vigilancia están arriba de los bloques de celdas. La idea es relativamente simple: la estructura arquitectónica debe ser un espacio fácilmente transformable en una trinchera segura para las eventuales acciones masivas de los revoltosos.
Después de un largo sueño —porque ya es claro que se ha tratado de un sueño— la cárcel que aún sobrevive, la que no logra "diluirse", revela abiertamente su falta de vinculación con lo social. Bajo todas sus formas, es lo radicalmente opuesto a la sociedad.

VI. CÁRCEL Y SOCIALIZACIÓN DEL CONTROL

Una reconocida literatura penológica está de acuerdo en afirmar la tendencia hacia la reducción de la centralidad del momento custodial en los sistemas occidentales de control social. (SCULL, 1977; GARLAND, 1985; MELOSSI, 1980: 277-362; 1988b; COHÉN, 1985a: 5-48; 1985b).
En la producción de la crisis de la cárcel, la interpretación más compartida imputa un papel determinante a la crisis de legitimación del fin especial-preventivo y de las finalidades de tratamiento de la pena (FOGEL, 1972; EUSEBT, 1991).
Según otros (LEA, 1979: 217-35; MELOSSI, 1980: 277-363), en cambio, la obsolescencia de la práctica custodial debe buscarse en la transformación del conjunto de las políticas de control social, donde la supervivencia institucional ha cambiado en el interior de una estrategia más favorable a modalidades de integración que de exclusión social.
De todas formas, el momento de la detención mantiene una función insuprimible, aunque distinta, en el interior del sistema de control social: la cárcel se radicaliza como respuesta extrema con fines de incapacitación para los sujetos en relación a los cuales el sistema de control social "blando" —fundado en la integración— se demuestra un fracaso.
Este proceso se traduce en tendencias divergentes hacia una más o menos acentuada "fuga" de la respuesta custodial, acompañada por la permanencia de una resistencia custodialista cada vez más atraída por hipótesis de "máxima seguridad" para quienes —"abandonado" o "descartado" por la red de los servicios asistenciales y resocializadores— termina por ser, a causa de ello, definido como "peligroso" (DE LEONARDIS, 1985: 323-350; PITCH, 1989). Se considera implícito que entre los dos fenómenos —crisis del paradigma segregacionista y control social no segregacionista— existe una relación. De frente a una disminución del umbral de encarcelamiento —que debe entenderse en una acepción cualitativa más que cuantitativa (RUGGIERO, 1991: 127-41; MATTHEWS, 1987: 15)— se advierte el emerger de sistemas de disciplina social "fuera de los muros" de la cárcel.
Todo esto puede definirse convencionalmente como "descarcelamiento": un proceso que se realiza en una etapa de desinstitucionalización y de socialización del control o de desplazamiento de los conflictos y de las situaciones problemáticas hacia nuevos espacios sociales de solución y de control. Este proceso pone en juego múltiples perfiles problemáticos que analizaremos en su dinamicidad.

VII. ClRCULARIDAD Y SECUESTRO
El primer perfil dinámico puede ser advertido en una perspectiva de un largo período. En él podemos registrar una significativa inversión de flujo: de una primera tendencia en la cual las políticas de control social se realizaban a través del secuestro, a una tendencia con sentido inverso en la cual las situaciones sociales secuestradas son disciplinadas en/por medio de lo social (SPITZEL, SCUIX, 1977: 265-341).
Con el nacimiento del Estado moderno asistimos a la primera etapa radical: las diferentes formas en que se manifiesta el malestar social encuentran una respuesta adecuada en el secuestro de éstas en ámbitos separados, como ya hemos visto. El lugar en el cual se efectúa este proceso "de asunción a cargo" está constituido por las múltiples instituciones totales. Multiplicidad que tenderá a crecer en relación directa con la expansión y la progresiva especifici- dad de los ámbitos normativos y de saber. Del ámbito jurídico-penal al médico-psiquiátrico, del asistencial-caritativo al higiénico-sanitario: cárceles, manicomios, hospitales, hospicios, orfanatos, lazaretos, etc. Una proliferación continua de espacios de exclusión acompaña a una proliferación de nuevos estatutos de saber. La crisis de esta práctica disciplinaria coincide con la imposición progresiva de nuevas necesidades de control, que de alguna manera se ajustan a las razones del Estado social (GARLAND, 1985; MELOSSI, 1988; DOWNES, 1988; SNARE,1972). Urgentes necesidades que no se traducen tanto en una reducción apreciable cuantitativamente de los sujetos "secuestrados" en espacios institucionales (MELOSSI, 1988a: 13-18; 1993: 259-79; RUGGJERO, 1991: 127-41), sino en la expansión de nuevas prácticas disciplinarias en relación a un universo social cada vez más amplio. Las nuevas técnicas de control terminan por coincidir u homogeneizarse con las formas típicas a través de las cuales se ejerce la política del Estado social (CHRISTIE, 1968: 2 y ss.). Es posible que hoy asistamos a una tercera fase, de algún modo imputable a la crisis del Estado social; unas nuevas necesidades de disciplina social presionan no tanto en favor de una resurrección de la respuesta custodial, sino por un diverso empleo de lo social mismo (SCULL, 1977; DE HAAN, 1986: 157-77). Pienso en los fenómenos de re-privatización de las agencias represivas y de control social reactivo (ERICSON, MCMAHON, EVANS, 1987: 355-87), en los
procesos de ghettizació metropolitana (MELOSSI, 1980: 277-363), en la utilización creciente de la informática para necesidades de disciplina difusa (COHÉN, 1985b), etcétera.
Con estas tendencias, se está delineando un primer y significativo proceso. Nos parece suficiente, por ahora, haber dramatizado esta tendencia circular y haber hecho notar que es relevante sólo si la percibimos en su dimensión cualitativa.
El riesgo que no se debe correr es el que se deriva de percibir esta tendencia circular como la metáfora de la "puerta giratoria": no existe, en efecto, un retorno a las posiciones originarias; la respuesta custodial no retoma ventaja alguna, aun cuando es probable que el número de los sujetos institucionalizados aumente. En verdad, desde el punto de vista cuantitativo, el universo de los excluidos no disminuyó nunca, ni siquiera en la fase de máxima expansión del Estado social (AUSTIN, KRISBERG, 1982: 374-409; MATTHEWS, 1992: 45-73). Donde se evidencia la transformación, en cambio, es en el diverso empleo de las formas de control social, en el emerger de nuevas modalidades, como así también en la refuncionalización hacia una diferente estrategia de las superstites prácticas asilares.
Por lo tanto, científicamente es útil mantener la imagen de la tendencia circular del proceso, pero teniendo en cuenta que la dimensión histórica en la cual ella se desarrolla (por lo menos tres siglos) termina por transformar radicalmente los términos mismos del proceso: tanto la institución como lo social.

VIII. DIFERENCIACIONES Y RESISTENCIAS
Dentro del proceso señalado más arriba, advertimos un fenómeno que puede ser descripto de la siguiente manera: cuanto más inadecuada se muestra la respuesta custodial y, por lo tanto, cuanto más ventaja pierde en relación a las otras modalidades de control, tanto más se hace funcional a éstas —transformando, así, radicalmente su función originaria—. La supervivencia de las originarias modalidades de secuestro institucional se pliega funcionalmente a las nuevas estrategias de control en lo social (PAVARINI, 1978: 39-61). Este proceso puede ser representado acabadamente a través de la imagen de la "abertura a tijera" o la del juego de las "cajas chinas";  ambas metáforas muestran el despliegue de las estrategias de control social formal entre un mínimo y un máximo de coerción, en el cual la permanencia de instancias de control duro de tipo custodial se coloca en un extremo. Este proceso de diferenciación se justifica por medio del emerger mismo de necesidades de "seguridad diferenciada" (entre un mínimo y un máximo) en las políticas de control social.
Esta modalidad de diferenciación disciplinaria es funcional al proceso ya descripto de desinstitucionalización y socialización del control. En efecto, las tipologías subjetivas y las cuestiones problemáticas más directamente abordadas por las políticas de disciplina que implementaron las agencias del Estado social han sido más bien las colocadas en el extremo de la "asunción a cargo", de la "ayuda" y de la "asistencia" que en el extremo del control puro. En este contexto, la categoría de la "peligrosidad social" (entendiéndola en una acepción diferente de la positivista) ha servido para "seleccionar" la desviación misma en función de las múltiples respuestas disciplinarias (DE LEONARDIS, 1985: 323-50). Ya en este nivel de abstracción es posible dar cuenta de algunas constantes en las políticas de disciplina en el Estado social, y en particular de su propia crisis. La extensión del control social se relaciona  directamente con la ampliación del Estado social. En primer lugar, lo que aumenta son las políticas de control implementadas por las agencias del Estado social; en la medida que éstas tiendan a elevarse, aumentarán, también, las situaciones problemáticas que se evidencian como un fracaso en relación a un control social no asilar. Si la boca del embudo disciplinario se agranda, consecuentemente más personas pasarán incluso por el cuello de ese embudo. De ello, una primera conclusión: la difusión de prácticas disciplinarias "blandas" implica —aunque no necesariamente— un aumento de necesidades disciplinarias "duras" (MATTHEWS, 1987).
Por lo tanto, asumiendo el papel de instancia decisiva del control social, el momento segregatorio sobrevive como polo extremo del espectro disciplinario. Termina, de este modo, por refuncionalizarse a este último (HUDSON, 1984: 4 y ss.). Una última observación: la ideología que históricamente había legitimado la práctica del secuestro institucional (la terapia, la prevención especial, la corrección, etc.) abandona irremediablemente la institución, para transformarse en el vector que gobierna el proceso mismo de salida de las prácticas custodíales. La elección custodial se queda, por lo tanto, huérfana de todo oropel justificador: la institución total pierde toda cobertura ideológica, para justificarse en términos tecnocráticos por lo que realmente es: momento de control para quienes no pueden ser gobernados "de otra manera".

IX. DESPLAZAMIENTOS
El conjunto del control social formal se estructura en múltiples subsistemas, cada uno de los cuales se caracteriza por diferentes particularidades, ya sea que se lo analice en relación al grado de formalización de los procedimientos, o a los objetivos perseguidos o, en fin, que se lo relacione con los estatutos científicos que lo fundan y lo legitiman. En todo este conjunto de subsistemas disciplinarios existe una circulación interactiva permanente, como desplazamiento continuo de situaciones problemáticas (COHÉN, 1985: cap. 5). También este proceso se caracteriza por una dinamicidad de tipo circular.
Por un lado, es posible advertir  un flujo —no siempre coherente—de "salida" del sistema jurídico-penal hacia otros subsistemas disciplinarios, donde paralelamente a la existencia de una respuesta de tipo puramente represiva, se mantiene el predominio de los aspectos asistenciales, terapéuticos, compensatorios. Por otro lado, en cambio, es posible advertir una extensión progresiva de la tutela jurídico-penal en relación a "viejos" y a "nuevos" intereses. Son múltiples las razones que impulsan a la búsqueda de soluciones fuera de la respuesta puramente represiva. En primer lugar, la crisis de la respuesta de tipo custodial termina por deslegitimar la práctica carcelaria, que permanece como el ala estructural del sistema de represión penal. Pero también otras razones, no necesariamente homogéneas entre ellas: una distinta percepción social de los valores y de los intereses, instancias de racionalización, consideraciones de oportunidad.
De todos modos, es importante repetir que las tendencias favorables a la desinstitucionalización —que en la esfera del control penal llamamos "descarcelamiento" (SCULL, 1977)— favorecen, indirectamente, el proceso de despenalización, sin identificarse con éste.
Fren te a esta tendencia, es posible observar una de sentido contrario, que enfatiza el dominio de lo jurídico-penal como respuesta adecuada para la valoración de nuevos intereses. La primacía de lo penal se extiende hacia diferentes frentes: por un lado, como momento central en la construcción de una cultura y de una praxis de emergencia; por otro, como instancia —más ideológica que efectiva— de "refuerzo" de disciplinas normativas administrativas, advertidas políticamente como necesitadas de una tutela especial.
La distancia que media entre estas distintas áreas de "nuevo" interés de lo jurídico-penal es más aparente que real: en efecto, ellas están homogeneizadas por un común denominador derivado de las necesidades de legitimación del sistema político. Está claro cómo el instrumento penal es de por sí inidóneo —o por lo menos, escasamente eficaz— para disciplinar realmente los intereses que se pretenden proteger o tutelar. La inidoneidad funcional respecto de los fines, se compensa luego con la especificidad del medio empleado en la urgencia política: el "medio" penal es de por sí idóneo para valorizar, a través de su primitivo y ontológico compromiso con el mundo de los valores; expresa voluntad, mando, decisión, se opone y resiste a la anarquía conflictual y a la dispersión decisional produciendo consenso o apariencia de consenso. En consecuencia, esta tendencia al desplazamiento permanente de situaciones problemáticas hacia adentro y hacia afuera del sistema de justicia penal —hoy muy veloz— responde a un criterio funcional: esto es, incrementar cada vez más la dimensión puramente simbólica del sistema penal.

X. SÍMBOLOS Y MATERIALIDAD

Partamos desde una primera "imagen": si antes el derecho penal constituía más bien un instrumento para la protección de un orden natural, hoy se ha convertido, en el proceso de monopolización del recurso penal por parte del Estado social, en un instrumento que sirve para reforzar un orden artificial. La formación monopolista se realiza en la creación artificial de lo que es penalmente protegido, donde esto último pertenece al Estado porque él mismo lo crea artificialmente; pero este espacio, carente a menudo de toda verificación social y cultural, se ofrece cada vez más como pura "organización", como pura "reglamentación" de un determinado comportamiento social (SGUBBI, 1990). Las normas penales, estructurándose como "prescripciones técnicas", determinan "órdenes públicos tecnológicos", para usar la feliz expresión de LASCOUMES (1986: 301). En el nivel estructural, es posible, entonces, intuir una evolución significativa. En tanto y en cuanto lo que es protegido por la norma penal se ha transformado en fin público, la misma ley penal deviene un "recurso público", que, como tal, es "objeto de intercambio político". El derecho penal se coloca entre los así llamados bienes de autoridad, es decir, aquellos bienes que, según los procedimientos del modelo neo-corporativo, son objeto de negociación entre las autoridades públicas por una parte, y los grupos sociales organizados por la otra (Rosu, 1984).
Esta negociación de lo penal, que tiene como fin una distribución social del castigo, se desenvuelve en un contexto donde el más fuerte trata de acaparar la mayor cuota posible de este recurso público, penalizando las conductas ajenas y salvando las propias, determinando con ello —contingentemente— una distribución desigual del castigo mismo. El derecho penal se transforma en un elemento interno de los conflictos sociales: cada vez más es norma de sostén y de confirmación del poder contractual-institucional de los sujetos sociales colectivos, de los grupos de interés organizados (SAVELSBERG, 1987: 529 y ss.). Esta distribución artificial de inmunidades y responsabilidades penales  es, entonces, un aspecto de la distribución política de la riqueza social ampliamente entendida, resultado contingente del conflicto social, que ubica el castigo de manera diferente según ese mismo resultado.
La definición y distribución de la criminalidad es ya sólo un "riesgo" de la competición social, consecuencia inevitable del proceso de hipertrofia del control social; este proceso define un perfil cuantitativo donde el sistema disciplinario pierde progresivainente su carácter originario de fragmentariedad para ofrecerse, en cambio, en términos totalizadores: de ser un instrumento de protección de un orden natural (¡cuando se creía en la "naturalidad" del Mercado!) ha pasado a ser un instrumento para reforzar un orden ficticio.
La distribución desigual del castigo persigue, por lo tanto, el fin de perjudicar algunas actividades o sectores sociales, y no por cierto l de impedir las primeras o de eliminar, resocializar o intimidar los segundos; con lo cual el sistema de control social de la criminalidad se torna una modalidad de sostén y de confirmación del poder contractual-institucional de los sujetos sociales colectivos, de los grupos de interés organizados.
La criminalidad, como la penalidad, no sólo son artificiales, sino que han perdido ya toda especificidad: son sólo recursos sociales en su máxima valorización simbólica, igual que el dinero. Este proceso, así como da cuenta de las razones de la ampliación de la esfera de lo ilícito penal, también explica la poca influencia de esta dilatación en los niveles efectivos de represión. Mejor dicho: los niveles efectivos de represión no revelan casi ninguna dependencia de la ubicación desigual de la penalidad artificial en lo social, sino más bien de la demanda social de represión —es decir, de la demanda social de mayor o menor castigo (DOWNES, 1988; MELOSSI, 1993: 259-79)—. En efecto, el mismo proceso de valorización simbólica del recurso penal libera progresivamente el ejercicio de la represión de toda otra referencia que no sea el "pánico social", o bien de cómo éste es entendido en el interior de una determinada construcción social. La dimensión cada vez más decisiva para dar cuenta de cuánto y cómo efectivamente se castiga, de la variación sincrónica de los índices de penalidad y de encarcelación es la "reacción social" a la criminalidad. O mejor dicho, cómo ésta se traduce en el vocabulario punitivo (MELOSSI, 1988a: 13-18; 1993: 259-79).

XI. INTERCAMBIO DISCIPLINARIO
Volvamos a nuestro tema: lo que hemos expuesto más arriba, ¿qué produce en el interior del sistema material del sufrimiento legal (cada vez más dinamizado por procesos de diferenciación y de desplazamiento disciplinarios)? Si es que existe, ¿cómo es la relación que se instaura entre modalidades de control duro y modalidades de control blando, entre hacer sufrir de una manera o de otra?
Sostengo que algunas tesis interpretativas —a menudo las más compartidas— deben ser rechazadas. Por ejemplo, considero científicamente poco convincentes las siguientes afirmaciones: la socialización de los conflictos y las políticas de desinstitucionalización tienden a reducir y a suprimir los momentos de disciplina social "reforzada"; las prácticas de soft control se muestran antitéticas a las originarias del hard control; y finalmente: entre hard y soft control existe una relación de dependencia recíproca —como si fuesen vasos comunicantes— por la cual al aumento de uno de los términos corresponde, necesariamente, una disminución proporcional del otro (cfr. MAITHEWS, 1992: 45-73).
Es probable que estas tesis sean verdaderas si las relacionamos con particulares subsistemas disciplinarios o con determinadas situaciones históricas. No pueden, en cambio, asumir el papel de verdaderas leyes interpretativas de todas las transformaciones que se verifican en las políticas de control social. En un nivel heurístico, puede resultar más útil recurrir a un modelo diferente de interpretación, que sea capaz de poner en juego incluso la variable de las relaciones entre control social formal e in- formal. Este modelo podría definirse de la siguiente manera: las formas de control social formal "blandas" se extienden reduciendo, no tanto el espacio de las prácticas de control social formal "duras", sino más bien el campo de las políticas de control social informal; por lo que las políticas sociales formales "blandas" no son alternativas a las definidas como "duras", sino sobre todo a las formas de control social informal. Este esquema explicativo, aun en su —deseada— simplicidad, es capaz de dar cuenta de algunos fenómenos que, de otra manera, se mostrarían contradictorios entre sí o carentes de significado. Algunos ejemplos: la expansión de las formas de control social formal "blandas", a partir de las primeras décadas de este siglo, no ha sido jamás acompañada por una restricción cuantitativamente apreciable de los sujetos sometidos a las prácticas de hard control; es más: a menudo se ha verificado exactamente lo contrario. En términos estadísticos se asiste a una tendencia opuesta: el hecho de colocar muchas situaciones problemáticas fuera de la respuesta de tipo custodial se acompaña de un aumento considerable de los sujetos "encerrados" institucionalmente. La característica de alternatividad que generalmente se atribuye a los sistemas de soft control en relación a los de hard, debe entenderse reductivamente, en el sentido de que los primeros terminan por regir sólo "apoyándose" en los segundos —a veces a través de la amenaza, otras en la efectiva aplicación—; de forma tal que si las formas de soft control se muestran inadecuadas, serán sustituidas por las de hard control. Entre hard y soft control existe, por lo tanto, una estrecha interacción que puede ser considerada como de tipo sinalagmático, como forma de intercambio disciplinario. Éste se estructura a través de una oferta disciplinaria más o menos "dura" o más o menos "blanda" frente a una demanda más o menos elevada de participación del sujeto a la actividad disciplinaria; esta demanda debe ser entendida como aceptación de la acción disciplinaria; poco importa, en cambio, si esta disponibilidad a colaborar es "sincera": incluso una simple "ficción" puede ser suficiente.
En ausencia de esta disponibilidad, que en cierta medida es el reflejo del "modo de ser" del sujeto en cuestión, resulta imposible una intervención soft; queda sólo la respuesta "dura".

XII. LAS CONDICIONES MATERIALES DE LAS ALTERNATIVAS A LA CÁRCEL
En las políticas penitenciarias el "intercambio penitenciario" constituye el fundamento de los recorridos de alternatividad a la pena privativa de la libertad. Sobre la base del "intercambio disciplinario", es posible dar cuenta críticamente de la relación que puede instaurarse entre momento custodial y alternativas a la pena de prisión.
Aun cuando sean histórica y culturalmente distantes entre sí, y estén disciplinadas en formas diferentes en los distintos ordenamientos positivos, las alternativas legales a la pena privativa de la libertad pueden ser reconducidas a algunas estrategias de fondo diferentes y, a menudo, inconciliables entre sí. Creo que, en última instancia, las razones profundas que pueden convencer de la necesidad de encontrar estas alternativas pueden ser fundamentalmente tres.
Un primer conjunto de alternativas legales está promovido por necesidades que se conectan con el paradigma clásico de la "pena justa". En una perspectiva atenta a lo que se puede llamar  economía política de la pena, no todos los delitos merecen la privación de la libertad, aun cuando sea temporalmente limitada. En una concepción estrictamente retributiva, no todas las violaciones de la ley penal pueden ser pagadas con la libertad. El complejo y encendido debate, de los siglos XVIII y XIX, en torno a las penas pecuniarias refleja cuan excesivo —y por lo tanto injusto— el sufrimiento de la cárcel aparecía al pensamiento jurídico clásico. De manera distinta, pero en igual medida, el debate decimonónico para la superación de la penas detentivas breves, demuestra una intolerancia que se relaciona más bien con un criterio de justicia retributiva que con un criterio de utilidad: el sufrimiento de la cárcel, aunque como el "mínimo de los posibles", puede exceder el límite impuesto por la debida proporcionalidad con el ilícito cometido (PADOVANI, 1981). Consideraciones aceptables de prevención general resisten esta crítica sólo en un segundo orden de razones: la pena privativa de la libertad puede ser, antes que inútil o socialmente nociva, simplemente injusta. Ya desde los albores del derecho penal moderno, en forma "abstracta", se advierte algo distinto de la cárcel, pero, históricamente, ese algo diferente de la cárcel por necesidades de justicia se podrá realizar sólo si es posible "materialmente": por ejemplo, si las alternativas son las penas pecuniarias, sólo podrán implementarse ante una riqueza socialmente difusa.
La cuestión es diferente si se toma en consideración una pena que sea más útil que la pena privativa de libertad. Precisas razones utilitaristas son las que militan en favor de este camino hacia algo mejor que la cárcel —y no ya más justa—. La pena privativa de libertad —de alguna manera en coincidencia con su afirmación como pena dominante en la primera mitad del siglo pasado— se evidencia, inmediatamente, como un fracaso en relación a cualquier criterio de utilidad social: no retiene tanto a quien ya ha violado la ley penal, sino a quien todavía no lo ha hecho; a menudo, más que inútil, se evidencia como dañina, pues favorece la reincidencia. Debe buscarse, por lo tanto, algo diferente de la cárcel para que la pena sea socialmente más útil. Es el movimiento correccionalista —surgido de la cultura positivista— el que lleva adelante esta estrategia de alternatívidad, especialmente entre fines del siglo pasado y los primeros decenios del actual: si no es siempre posible contar con un tratamiento con fines especial-preventivos en un ambiente carcelario, se puede en cambio confiar en espacios extra-carcelarios. El momento correctivo y disciplinario, de ser intramuros, se traslada hacia fuera de los muros de la cárcel.
Pero incluso esta hipótesis diferente de alternatividad no habría sido jamás posible ni concebible si el espacio social de afuera de la cárcel no hubiese sido hegemonizado por instancias de disciplina de tipo formal: afuera de los muros, ya no existe el vacío disciplinario. Sólo con la imposición del Estado social esta salida desde la cárcel hacia lo social —desde la disciplina intramuros hacia la disciplina extramuros— es concebible y realizable. Aún más diferente es la cuestión sobre la elección de disponer algunas alternativas a la cárcel por necesidades de gobierno de ésta. Las exigencias de gobierno de la prisión —como de toda institución total— encuentran una satisfacción adecuada en la conocida lógica de premios y castigos. El orden, en las instituciones penitenciarias, está garantizado por la promesa o la amenaza de modular la intensidad del sufrimiento en razón de la conducta del detenido. Reducir la aflicción —convirtiendo el tiempo de la pena, o parte de él, en modalidades punitivas más livianas— puede abrir la puerta a modos de sufrir la pena de la cárcel en espacios extra-muros. Pero, una vez más, siempre bajo la condición de que fuera de los muros se haya producido históricamente una sociedad disciplinada. Esta observación, si se quiere un poco banal pero que generalmente no es tenida en cuenta, explica los fracasos catastróficos producidos en los intentos de exportar, por sugestión o hegemonía cultural, el "progreso de las medidas alternativas" a contextos socioeconómicos distantes de aquellos en los cuales este modo "dulce" de castigar ha tenido un éxito relativo.

XIII. DESINTEGRACIÓN CARCELARIA
Frente a las dinámicas ya descriptas, la cárcel tiende a desintegrarse. Múltiples son los procesos dinámicos en marcha: reexaminémolos sintéticamente. El originario y monolítico aparato carcelario sufre un violento proceso de diferenciación (PAVARJNI, 1978: 39-61). Con ello quiero decir que el espacio carcelario, de contenedor indiferenciado de la desviación criminalizada, ha pasado a ser una estructura compleja y relativamente desarticulada. Algo que puede ser acabadamente representado a través de la imagen del "alcaulcil": un corazón interno
relativamente compacto y homogéneo, cubierto por capas de hojas, las últimas de las cuales coinciden con modalidades de ejecución atenuadas como podrían ser, en los distintos contextos jurídico-nacionales, las diferentes medidas alternativas o incluso modalidades de tratamiento no estrictamente custodiales. En coincidencia con el proceso antes descripto es posible observar la descomposición del monocentrismo de la estructura carcelaria y el esparcimiento pulverizado de segmentos penitenciarios en una suerte de policentrismo institucional. El espacio penitenciario no sólo, entonces, se especifica, diferenciándose en su interior sino que, además, se descompone en varios sistemas relativamente autónomos.
Este segundo proceso no es fácilmente perceptible en el plano material, por lo menos en el contexto continental —se podría argumentar en forma diversa a propósito de las tendencias a la privatización de algunos momentos carcelarios, en marcha en los Estados Unidos (BORNA, 1986: 321-32; RYAN, WARD, 1989)—, aunque sí en el plano simbólico, en el sentido de que hoy existen contenedores carcelarios autónomos orientados hacia la disciplina de problemas sociales diferentes. Se trata, casi, de un proceso hacia atrás en el tiempo, de una tendencia  opuesta al proceso de centralización administrativa de la ejecución de la pena así como ha surgido con la formación del Estado moderno. Algo que tiene que ver con un proceso de re-feudalización del momento punitivo. Por un lado, conocemos segmentos carcelarios que tienen como función tomar a su cargo necesidades endoprocesales atípicas, concientemente establecidas para favorecer las distintas y auspiciadas formas de colaboración procesal del detenido con la autoridad judicial.
Por otro lado, se asiste a la supervivencia y refuncionalización del momento custodial como última y decisiva instancia para el mantenimiento del sistema —en expansión— de las penas y medidas sustitutivas de la pena privativa de libertad. Lo carcelario deviene ultima ratio cuando las otras modalidades sancionadoras se evidencian como un fracaso o, por lo menos, inadecuadas en el caso concreto.
Existen, luego, áreas carcelarias destinadas, en una lógica de defensa social, a satisfacer instancias de pura incapacitación (GREEMBERG, 1975: 541-80; VAN DIÑE, DÍNITZ, CONRAD, 1977: 22-32), en relación a las subjetividades consideradas refractarias a cualquier entendimiento, aunque sea mínimo, con la administración penitenciaria. Pero advertimos también circuitos carcelarios igualmente especiales utilizados para calmar algunos momentos o eventos que suscitan una particular alarma social; lo carcelario termina, así, por contener momentáneamente —y sin una voluntad punitiva determinada— algunas situaciones atípicas generalmente conectadas con la ilegalidad económica o ilegalidad de los poderosos. Es dable observar, además, momentos de recuperación, por parte de lo carcelario, de funciones disuasorias —siguiendo el modelo del Shock System (PETERSÜN, 1973: 319-426)— en relación a algunas manifestaciones de ilegalidad antes disciplinadas en el plano institucional: pienso en la amenaza y en el encarcelamiento de los tóxico-dependientes con el fin de presentarles como más conveniente el internamiento voluntario en una comunidad terapéutica.
Un fin parcialmente análogo a este último —pero con funciones más claramente definidas como de suplencia— es posible verificar en el uso de la práctica del internamiento carcelario de algunos estados de malestar psíquico que no pueden resolverse inmediatamente a través del sistema psiquiátrico. Y aún se podría continuar en la individualización de estos segmentos...

XIV. MARGINACIONES CORRECTIVAS
Si trato de tomar estos procesos dinámicos en marcha contemporáneamente, con las múltiples interacciones que ofrecen, considero que podría vislumbrar —quizás tan sólo vislumbrar— el desencadenamiento de una fuerza centrífuga que trata de alejar cada vez más del centro gravitacional de la cárcel toda instancia correctiva .y, en consecuencia, toda retórica justificadora de tipo especial-preventiva. La obsesión correctiva se margina ya en los bordes de la cárcel, para desbordar abundantemente fuera de lo jurídico-penal. En un escenario que quiero dramatizar, me parece que la urgencia correctiva ya ha salido de los muros de la cárcel que, marginalmente, penetra aún algunos momentos de lo jurídico-penal, pero que fundamentalmente se está radicando en las nuevas (o no nuevas) prácticas de disciplina social de tipo no penal. Los circuitos o segmentos estrictamente carcelarios ya están liberados definitivamente de toda preocupación correctiva y la misma retórica especial-preventiva ha sido abandonada por las agencias oficiales: la jurisprudencia utiliza cada vez con menos ganas el argumento del fin re-educativo de la pena para motivar la determinación judicial del castigo, prefiriendo, según el caso, motivarla en términos de defensa social, de incapacitación, etc. La misma administración penitenciaria evidencia un malestar frente a las prácticas del tratamiento, anteponiendo siempre y de todas formas las imprescindibles exigencias de seguridad y de disciplina institucional. La doctrina penal-criminológica, ya desde hace tiempo más despabilada,
a menudo niega con firme decisión la función especial-preventiva, adhiriendo más fácilmente a las sugestiones de la prevención general (en la literatura penal italiana, cfr. STELLA, ROMANO, 1977) o del merecimiento de la pena (en el contexto filosófico italiano, ver, por todos, MATTHIEU, 1978), o bien termina por interpretar el fin especial-preventivo en una óptica verdaderamente ajena a todo compromiso con el tratamiento (siempre en la doctrina penal italiana, ver, por ejemplo, BRIGOLA, 1974; DOLCINI, 1979).
Donde todavía permanecen resistencias —aunque sólo tímidas resistencias— de tipo correctivo (o ideologías especial-preventivas de tipo correctivo) es en los bordes o en el exterior de lo carcelario, fundamentalmente en la práctica de las modalidades ejecutivas de tipo no custodial o de custodia atenuada. Es significativo que cuanto más nos alejamos del momento puramente custodial-carcelario, en favor de una distinta implicación de las agencias de disciplina y de control social que operan fuera o al lado del momento institucional, más fácil resulta verificar —aun cuando formulada en manera diferente— la instancia y la práctica correctivas. En realidad, en la actividad rutinaria de las agencias —aun penales— descentralizadas y territorializadas de sostén y asistencia de los sujetos completa o parcialmente liberados de los circuitos segregatorios, se advierte una profunda desconfianza en las posibilidades correctivas, atribuida —ciegamente o por mala conciencia—, de vez en vez, a dificultades técnico-administrativas o simplemente económicas.
Donde, en cambio, creo poder individualizar la sede privilegiada del desplazamiento de la fe correctiva y de su práctica coherente es en el exterior no sólo de los circuitos carcelarios, sino del sistema mismo de la justicia penal (cfr. PEPA, 1992). Que quede claro que me refiero a una instancia pedagógico-correctiva en relación a tipologías subjetivas expulsadas de lo penal —definitiva o momentáneamente— y que de todas formas podrían ser tocadas nuevamente por la disciplina penal.


Ref.: Pavarini, Massimo. «El orden carcelario. Apuntes para una historia material
de la pena». En El derecho penal hoy. Homenaje al profesor David Baigún, traducido por
Laura Martin, 567–596. Buenos Aires: Editores del Puerto, 1995.
Fuente: http://neopanopticum.wordpress.com