martes, 9 de abril de 2013

Derechos Humanos y sistemas penales en América Latina.

Derechos Humanos y sistemas penales en América Latina. El poder punitivo del Estado. Criminología crítica y control social (1993): 63–74.
 
 
Por, Zaffaroni, Eugenio Raúl
 
La relación entre los sistemas penales y los derechos humanos en América latina puede establecerse desde una considerable pluralidad de puntos de vista, que en modo alguno podemos sintetizar en forma completa aquí. No obstante, para la presentación general del tema entendemos que existen dos dimensiones que deben privilegiarse por su especialísima significación: a) una la constituye el nivel descriptivo de la situación actual de los sistemas penales latinoamericanos, valorados conforme a los criterios que se derivan de los contenidos de los instrumentos internacionales -mundiales o regionales- de Derechos Humanos; y b) el nivel de las implicancias teóricas que tiene la anterior descripción y la orientación que en este ámbito brindan los Derechos Humanos como delimitadores del campo de la criminología latinoamericana.


Para nosotros, estas dos dimensiones son de fundamentalísima importancia para el desarrollo humano en la región. La primera, tiene un claro sentido desmitificador del discurso jurídico-penal latinoamericano. La segunda, nos permite concluir en una propuesta para la criminología latinoamericana, que puede merecer o no la denominación de "marco teórico", según el criterio que se adopte para conceder esa "dignidad", pero que nosotros llamamos realismo criminológico marginal, en el cual los Derechos Humanos resultan indispensables no sólo para establecer la estrategia, sino como estrategia misma.

Excede el marco de este trabajo sintético otra consecuencia teórica que también extraemos del primer nivel de vinculación de ambos términos, que es la elaboración de líneas directrices constitutivas de un realismo jurídico-penal marginal, que nos permita reformular la teoría del derecho penal latinoamericano, haciendo que la labor interpretativa (dogmática), recupere los mejores principios del derecho penal de garantías, sin apelar a ficciones contractuaiistas o a idealismos metafísicos, sino apoyándose en la apertura a datos de la realidad social.


1. El panorama de los sistemas penales latinoamericanos valorados conforme a las pautas de los instrumentos de Derechos Humanos está discretamente expuesto en el documento o informe final de la investigación sobre el tema que llevó a cabo entre 1983 y 1985 el Instituto Interamericano de Derechos Humanos (I.I.D.H.). En el informe final mencionado se formulan casi trescientas recomendaciones puntuales, pero lo que es no menos importante es que, del cuadro general que emerge del referido documento, surge con claridad que el grado y número de violaciones a garantías no sólo mínimas, sino elementalísimas, muestra una operatividad real de los sistemas penales latinoamericanos que deslegitiman totalmente el discurso jurídico-penal.


No tendría caso mencionar aquí la larga tabulación de violaciones y modos operativos para las mismas, para lo cual remitimos al referido informe. El corolario más importante para nuestro propósito, es decir, para la presentación general del tema, es la impresión de conjunto que acerca de la operatividad real de nuestros sistemas penales nos proporcionan esos datos.

Es difícil admitir la visión de conjunto que daremos, si prescindimos de su genealogía. Nuestra historia se encarga de demostrarnos sobradamente que los sistemas penales latinoamericanos no surgen en función de códigos o legislaciones, originarias o importadas, sino que desde los tiempos de la primera colonización se presentan como un ejercicio de poder controlador disciplinario militarizado ejercido sobre las mayorías y sobre los disidentes. Las ordenanzas de levas coloniales, esto es, la incorporación a los ejércitos de los indisciplinados sociales, fueron el instrumento de control social punitivo más frecuentemente usado en nuestro margen hasta el siglo pasado. Este control militarizado fue trasladado a otras agencias, pero buena parte lo conservan los ejércitos en los países con servicio militar obligatorio, que en nuestros días ha dejado de ser funcional para la defensa nacional (dada la tecnificación de la guerra moderna), sino preferentemente para un control disciplinador de una cantidad considerable de población masculina joven. No obstante, fueron otras agencias del poder ejecutivo -las policiales- las que tomaron a su cargo el poder disciplinador del sistema penal al producirse la concentración urbana (por ejemplo, con el traslado de población que importó la masiva inmigración europea al Cono Sur entre 1880 y 1914; con la desestmcturación de la producción esclavista en el nordeste brasileño en la segunda mitad del siglo pasado y el consiguiente desarrollo del sur), especialmente mediante el ejercicio de la represión contravencional, de la detención por mera sospecha, por simple averiguación, por encargo de gamonales, capataces o caudillos o por facultades extraordinarias o suspensión de garantías (estados de excepción) asumidos por los poderes ejecutivos o por los ejércitos. Todo esto ha concedido a estas agencias un poder de control -que conservan y ejercen hasta hoy- verdaderamente formidable en cuanto a su potencial disciplinador de la existencia de los sectores más carenciados de nuestras sociedades marginales. Este poder es prácticamente ilimitado en todos los lugares de espacio urbano abierto, donde, como es sabido, se mueven esos sectores, por imperio de la discriminación en la distribución del espacio urbano, que concede a los sectores menos vulnerables espacios protegidos o cerrados. El ejercicio de poder más importante del sistema penal latinoamericano es hasta hoy ese poder configurador, disciplinario, normalizador o verticalizante, por así decir, "positivo" (en el sentido de Foucault). Para ello las mismas leyes le conceden un amplísimo ámbito de arbitrariedad, al que se añade la parte que asumen "de facto", ante la indiferencia burocratizada de las instancias que conforme al discurso jurídico debieran asumirla función controladora, al punto de que el mismo discurso jurídico la excluye del derecho punitivo para minimizarla.

El ejercicio de este poder configurador, que es la principal función del sistema penal; se justifica mediante el formidable aparato de propaganda del sistema penal, que son los medios masivos. La mayor parte del material de comunicación de entretenimiento televisado (cerca del 70%) es importado e insiste en la temática policial, que cumple la función de hacer internalizar desde las primeras etapas de la vida la atribución de un falso valor protector al sistema penal respecto de derechos que son más o menos comunes a todos, particularmente el derecho a la vida. La frecuentes campañas de ley y orden y la victimización de personas de los mismos sectores sociales de los que provienen los criminalizados, al tiempo que introduce antagonismos entre los propios sectores carenciados y destruye vínculos comunitarios, surte el efecto de sostener la ilusión protectora del sistema penal. Sin embargo, basta reflexionar un instante para caer en la cuenta de que el mayor número de muertes en América Latina es producido por las mismas agencias estatales, sea por acción o por omisión. La violencia policial directa se traduce en miles de muertos (no menos de veinte mil anualmente, según cálculos optimistas) por ejecuciones sin proceso, sea por las policías o por grupos de exterminio no directamente políticos, a los que cabe agregar las "muertes anunciadas", las "ejemplarizadoras", etc; a ello debemos agregar el enorme número de muertos de tránsito, que prácticamente no son tomadas en cuenta, pese a constituir una de las principales causas de muerte de adultos jóvenes en la región. En este aspecto es notable la total omisión del sistema penal. Agreguemos a ello las omisiones estatales en la provisión de alimentación o atención médica elemental en los primeros meses o años de vida, que cuesta la vida de doscientos mil niños por año, a lo que cabe agregar un número aproximadamente igual o mayor de personas que jamás alcanzarán el completo desarrollo psicofísico, por secuelas de las mismas carencias.

Esta ilusión de tutela que justifica el verdadero o principal ejercicio de poder del sistema penal, se apuntala con el pequeñísimo número de personas que son seleccionadas y criminalizadas por el sistema penal formal latinoamericano, que es el que pasa por las instancias jurisdiccionales y carcelarias. No obstante, en este funcionamiento secundario o de menor poder del sistema penal, dirigido fundamentalmente al condicionamiento de una limitada clientela, o sea, a una función reproductora de un nivel justificador de violencia, también son las agencias policiales las que -contra los enunciados asertivos del discurso jurídico-penal-, conservan el poder selectivo primario. Los jueces, por su parte, ostentan un poder más aparente que real, esto es, una capacidad selectiva muy secundaria. Dada la altísima selectividad del sistema penal latinoamericano, el número de delitos criminalizados es casi despreciable por ínfimo respecto de la totalidad incalculable de delitos que se cometen, por lo que la arbitrariedad selectiva es mucho mayor que en los países centrales. Es así como el legislador latinoamericano no hace más que ampliar el ámbito de arbitrariedad selectiva de las agencias policiales cuando legisla un nuevo tipo, a cuyo respecto corresponde recordar que la proliferación de tipos penales en la región es extraordinaria, especialmente en función del enorme número de leyes penales especiales o descodificadas.


2. Las instancias institucionalizadas del sistema penal generan también su propio mecanismo de retroalimentación, seleccionando y entrenando pacientemente a sus propios miembros, de una manera que, por lo general, también es deteriorante, particularmente en lo que hace a la identidad de las personas. Es importante señalar en este aspecto que la selección del personal de las agencias policiales y penitenciarias tiene lugar dentro de los mismos sectores carenciados a los que pertenecen los criminalizados y la mayoría de los victimizados. De este modo, aumentan las contradicciones y antagonismos que el sistema penal introduce en esos sectores. Por otra parte, también genera una contradicción entre los sectores medios y los grupos que integran las agencias policiales, particularmente agudizada desde el recrudecimiento genocida de la represión de disidentes, en que los medios represivos ilícitos normalmente usados contra personas de los sectores carenciados, se dirigieron parcialmente contra algunos sectores medios.

El sistema penal formal selecciona personas a las que somete a prisión preventiva mediante un procedimiento inquisitorio generoso en este tipo de privaciones de libertad provisionales que, por efecto de una distorsión cronológica del sistema penal, se extiende en el tiempo hasta convertirse en las verdaderas penas del sistema (el 65% de los presos latinoamericanos son procesados, es decir, "presos sin condena"). Este fenómeno, al que cabe agregar el lastimoso estado de la mayoría de las cárceles latinoamericanas, que son muy parecidas a los campos de concentración, converge en la producción del proceso de deterioro que el sistema penal produce al procesado, desde el momento mismo de tomar contacto con el mismo. Por lo general, el deterioro se traduce en una patología regresiva, que a la postre le lleva a asumir el rol de desviado conforme al estereotipo correspondiente. El sistema penal desprecia a quienes en esa máquina reproductora de criminalizados se deterioran en forma no funcional a la reproducción de clientela, es decir, a quienes se desvían hacia el manicomio, el hospital u otras instituciones ajenas al sistema, pues dejan de ser clientes potenciales.


El sistema penal ejerce, pues, su verdadero y más formidable poder sobre los sectores carenciados, mediante la total arbitrariedad del poder configurador, positivo, sobre los lugares más o menos abiertos de la ciudad, pero también en el sistema penal "formal", pese a la escasísima incidencia numérica del mismo, criminaliza seleccionando a las personas de los sectores carenciados (salvo los períodos en que se le asigna la represión de disidentes). De este modo, la selección del sistema penal configura una población penal muy atípica, en que el grupo humano que domina decididamente es masculino, joven, proveniente de sectores carenciados, con oficios manuales o no calificados, no pocas veces configurados por caracteres físicos, lo que indica no sólo la cuota de clasismo, sino también la de racismo con que el sistema penal opera.


3. La descripción anterior acerca de la operatividad real del sistema penal no hace más que deslegitimar el discurso jurídico-penal, pero no nos proporciona una conceptualización criminológica alternativa (o marco teórico si se prefiere). Entendemos que la única manera de comprender e interpretar esta operatividad debe partir de una previa ubicación en nuestra posición periférica -que preferimos llamar "marginal"- del poder mundial. Todos nuestros fenómenos estructurales de poder deben ser interpretados en el marco de la dependencia, o sea que es un gravísimo error considerarlos como originarios. Ni la esclavitud, ni lo que se ha pretendido describir como servidumbre, ni la industrialización, pueden ser considerados como pasos originarios, sino que todos ellos derivan de las necesidades e intereses del poder central en cada caso. El disciplinamiento militarizado de las mayorías carenciadas de nuestra región no es más que un medio que contribuye a sostener las estructuras dependientes. Los antagonismos y contradicciones entre los sectores carenciados impiden la conciencia social de los mismos. La creación de estructuras sociales verticalizadas y la consiguiente destrucción de relaciones horizontales, es decir, el reforzamiento del modelo corporativo de sociedad y el debilitamiento del comunitario es, en definitiva, la principal función que desempeña el sistema penal en nuestro margen, pero con una característica que lo distingue nítidamente de la análoga función desempeñada en los países centrales. La industrialización, desde las primeras transformaciones quefueron anunciando su advenimiento, hizo necesaria la concentración de poder verticalizado, para disciplinar militarmente para la producción, como paso necesario a la acumulación de capital. Esto fue un proceso originario, sin duda, lo que no sucede en nuestro margen, en función de la dependencia: aquí la verticalización significó siempre el control de las mayorías para reforzar los vínculos de dependencia, con las características particulares que la misma asumió en cada etapa que nos marcó el poder central.
 
La criminología ha estado siempre ideológicamente vinculada a las etapas marcadas por el poder central. En cada época ha sido un capítulo de un concepto de cosmovisión más amplio que era la ideología de turno en la justificación del poder mundial central. En el colonialismo ibérico fue la superioridad teológicamente señalada del colonizador; en el dominio económico a través de las oligarquías o patriciados proconsulares y pseudorepublicanos del siglo pasado y buena parte del presente, fue la superioridad racial, biológica o civilizadora, "científicamente" señalada. Al promediar el siglo aparecen los argumentos sistémicos y la teoría del desarrollo, según la cual estamos pasando los estadios que el poder central ya superó hace uno o dos siglos y la centrifugación del bienestar central nos alcanzará en la medida en que éste vaya aumentando. El concepto mismo de "ciencia" ha quedado a merced del poder, que fue dictando lo que en cada momento debía considerarse tal, es decir, saber "serio", reproducible en las usinas reproductoras de su ideología, y excluyendo por disfuncional mediante la estigmatización de "no científico", a todo aquello que le perturbaba o atacaba en sus bases. La parcialización del conocimiento, propia de las epistemologías que el poder ha ido condicionando sucesivamente, ha impedido percibir el conjunto del fenómeno o, al menos, de relaciones que resultaban evidentes. Esta situación ha provocado ridículos y desconcertantes reduccionismos, que permitieron considerar "científicas" a las colecciones de tristes fantasías dignas de un verdadero museo del absurdo. En criminología, el llamado "paradigma etiológico", esto es, la asignación a la criminología de la tarea de determinar las "causas del delito", ha provocado la ilusión de que el sistema penal se nutre en forma natural en la selección de criminalizados y particularmente de prisionizados y, unas explicaciones sociológicas que pasaban por alto la operatividad real del sistema penal (que se entreabría a la sociología del derecho, pero que nadie investigaba), desembocaban siempre en una "clínica criminológica" por vía de la patología psíquica o social, según las modas de los discursos de turno. Posteriormente, el "paradigma de la reacción social", abierto francamente desde la irrupción del interaccionismo simbólico a la teoría del "etiquetamiento", pone en descubierto los mecanismos operativos del sistema. No obstante, la criminología que se inscribe en esta línea pero pretende apelar a un panorama más amplio que reducido a los mecanismos concretos del sistema, especialmente empleando categorías del marxismo en diferentes versiones y medidas, se encuentra con que estas categorías no están hechas para los fenómenos periféricos o marginales del poder mundial, lo cual requiere, al menos, una reformulación que no es nada sencillo llevar a cabo, además de chocar con la ya tradicional "satanización" del marxismo y del "no marxismo"), que tiene lugar en nuestro margen latinoamericano. Pese a que fueron criminólogos de los países centrales quienes trabajaron en el marco de la teoría de la dependencia para explicar el control social punitivo en el Tercer Mundo, realmente no están claras las categorías que manejan y es muy difícil que los habitantes del margen las podamos formular, porque la estructura de poder nos priva de los recursos humanos y técnicos para hacerlo, desde que carecemos de "élites del pensamiento" pagas para elaborar ese instrumental teórico.


Esto nos enfrenta con la ineludible necesidad de valemos de un arsenal teórico integrado sincréticamente con elementos recogidos de diferentes marcos teóricos, según nos lo vayan indicando las urgencias en la transformación de la realidad de nuestro margen. La criminología latinoamericana, dado el panorama de increíble violencia que tiene delante, no puede permitirse el lujo de tomarse todo el tiempo que necesite para perfeccionar marcos teóricos con elementos y medios rudimentarios. Tampoco puede ser un campo acotado, un horizonte de proyección terminado, sino una suerte de columna vertebral a la que se van prendiendo todos los conocimientos que son necesarios para disminuir el nivel de violencia con que opera el sistema penal. La criminología crítica, porque lo contrario sería convertirse en discurso legitimante de una realidad genocida. Otra de las razones por la que no puede eludir un carácter crítico es el serio compromiso del discurso criminológico con nuestra propia supervivencia como comunidad nacional, gravemente amenazada por la disolución comunitaria que viene provocando el paulatino pero incesante carácter represivo del sistema penal, esto es, del orden disciplinador militarizado vertical del modelo corporativo de sociedad. No le bastará, pues, ser "crítica", sino que también deberá ser "aplicada", o mejor dicho, no tendrá sentido quedarse en el nivel de mero discurso de crítica teórica. Si bien es cierto que no puede negarse la legitimidad de la crítica por el mero hecho de no tener disponibles soluciones sociales mejores, entendemos que las soluciones sociales están más o menos disponibles cuando se trata de bajar el nivel de violencia. Por lo cual tampoco el argumento de la ilegitimidad de la crítica sin soluciones alternativas, además de no ser válido en sí mismo, no podría ser de aplicación al caso. Un art pour /'arfen la realidad latinoamericana sería intolerable. La vieja discusión entre los sociólogos acerca del objetivo del saber en ciencias sociales, aunque nunca la hubiésemos conocido en nuestro margen, resultaría innecesaria: nadie aquí puede concebir el saber como una mera curiosidad depurada de valoración. Nuestro saber deber ser valorativo, íntegramente valorativo, porque está orientado a una transformación.

Lo que queda en el aire es la determinación del sentido de la transformación. ¿Hacia dónde? ¿Por dónde? ¿Hacia la sociedad "azul", "roja", "verde", etc? Cada una de esas propuestas se mueve conforme a un marco teórico que pretende explicar la totalidad del fenómeno que implica el control punitivo desde panoramas o "paisajes ideológicos" más amplios que los del interaccionismo, que sólo era explicativo de los mecanismos concretos (y con ello deslegitimador del discurso jurídico penal y etiológico). Pero, si insistimos y nos ubicamos en el espacio de que disponemos conforme a nuestra posición en el poder mundial, si tomamos conciencia de que somos marginales, veremos que no disponemos de espacio para dar una respuesta dentro de ninguno de esos proyectos. Podemos tener diferentes preferencias, y de hecho las hay y es saludable que así sea, pero en lo inmediato, la realidad genocida, frecuentemente no percibida porque es tan corriente que nos provoca un "entorpecimiento mental por cotidianeidad trágica", nos impone transformaciones urgentes y no nos permite -ni siquiera éticamente- quedarnos al nivel de la crítica teórica pura. Mientras como comunidades no dispongamos de un espacio mayor de poder, que nos permita elegir un modelo o crear uno propio, lo cual depende de las coyunturas del poder mundial que no podemos manejar -o, al menos, no del todo-, debemos manejarnos con una suerte de "acuerdo mínimo" y sobre la base de un marco teórico sincrético, modelado conforme a los espacios coyunturalmente disponibles, siendo la clave u objetivo estratégico orientador de estas sucesivas y contingentes tácticas los Derechos Humanos. Se nos puede objetar que las declaraciones y contenidos de los tratados internacionales sobre Derechos Humanos, mundiales o regionales, contienen enunciados demasiado generales, que no son útiles para orientarnos en concreto, precisamente por su imprecisión. Concedemos que esto es una verdad a medias, porque es posible -con limitaciones- admitirlo para los países centrales, pero las violaciones a los Derechos Humanos en nuestro margen son tan groseras que, al menos por el momento, proporcionan pautas suficientemente orientadoras del sentido inmediato de la transformación. Sería deseable que con la mayor celeridad posible el progreso social de nuestro margen los haga inútiles como pauta orientadora, pero de momento no es así. La simple urgencia por jerarquizar regionalmente el Derecho Humano a la vida nos demuestra que en la actualidad esos instrumentos contienen orientaciones suficientemente claras y útiles para establecer el sentido de la transformación que debe preparar el saber criminológico.


4. A esta propuesta, que hemos denominado realismo criminológico marginal, puede formulársele una objeción formal: no distingue entre "criminología" y "política criminal". Hace algunos años, Quiroz Cuarón llamó a la última "política criminológica", y quizá sea acertada la denominación para nuestra región, donde no tenemos espacio ético para formular la distinción, dado el sentido necesariamente aplicado de nuestra criminología, sin contar con la dificultad creciente de hacerlo en los mismos marcos teóricos centrales a partir de la crisis del paradigma etiológico. Otra objeción, más de fondo, sería la enorme extensión que cobraría el campo de la criminología, porque, considerando que el principal ejercicio de poder del sistema penal es el no formal, o sea, el disciplinario, configurador o normalizador, destructor de los vínculos comunitarios, la criminología no puede desvincularse de las políticas sociales.
Esto es exacto: si la verticalización de nuestras sociedades marginales (que son las sociedades "proletarias" del planeta en que vivimos) debilitan su integridad debilitando las relaciones comunitarias, la criminología debe conectarse íntimamente con las políticas sociales que refuercen y recreen relaciones comunitarias para generar otros "loci" de poder alternativos.


Pero esto no invalida nuestros puntos de vista. Recordemos que la epistemología, desde nuestra perspectiva marginal, frecuentemente no fue otra cosa que la limitación al saber que el poder empleó como instrumento para impedir el establecimiento de conexiones entre saberes diferentes, provocando los reduccíonismos que han sido manipulados para justificar ideológicamente la conquista, el sometimiento de las mayorías a minorías oligárquicas, la subordinación de las mayorías a los dictados de minorías iluminadas y, en general, todas las relaciones de dependencia. Que la criminología debe conectarse íntimamente con las políticas sociales, no significa que toda la política social sea parte de la criminología ni que toda la criminología pertenezca al campo de la política social, sino que ambos son saberes necesarios en nuestro margen, que parcialmente se superponen y que casi íntegramente se vinculan, lo que no debe preocuparnos, a pesar de la heterodoxia epistemológica que pueda implicar.

La objeción puede repetirse, porque se olvida que no postulamos un campo acotado, sino un eje central al que coyunturalmente, al paso de los espacios de poder que obtenemos, se van "enganchando saberes" (o desenganchando). No sólo se trata de conexiones con la política social, sino con un campo mucho más amplio. Tal es por ejemplo la vinculación con la antropología. Es sabido que no es tarea sencilla la recreación de vínculos comunitarios cuando éstos han sido destruidos por la concentración urbana y cada día se deterioran más por la manipulación de la opinión pública a través de los medios masivos de comunicación social que, como dijimos, dependen masivamente de la reproducción de material extraño a la región. Sin embargo, las bases para esta recreación existen y son difíciles de destruir. Se trata de supervivencias culturales harto heterogéneas que han quedado a lo largo de cuatro siglos de genocidio practicado en América Latina, la que se configuró recogiendo todos los restos de las Culturas marginadas por la sociedad industrial en un avance formidablemente depredatorio sobre el planeta. Esta inmensa concentración de marginación cultural planetaria encierra una riqueza enorme, que no tiene paralelo en el mundo por su heterogenidad, por el número de personas que la protagonizan, por la extensión territorial en que se desarrolla, por la diversidad de procedencias y cronologías, por ser precisamente el resumen o contra-cara de la selectividad de la sociedad industrial y porque casi todos los protagonistas de este gigantesco fenómeno de marginación cultural podemos comunicarnos prácticamente en la misma lengua o en lenguas muy emparentadas. Respecto de la antropología cabe decir, pues, lo mismo que hemos dicho hace un momento respecto de las políticas sociales. Reiteramos que la propuesta de un realismo criminológico marginal'nos lleva a un discurso sincréticoy, por ende, diferente en su misma estructura al discurso central, lógicamente completo, no contradictorio, dado sobre territorios científicos bien delimitados, conforme a epistomologías y metodologías depuradas. En nuestro margen, jamás alcanzará ese grado de completividad, lo que debe preocupar sólo a quienes procuren discursos que sean aprobados por el poder central o por los métodos y modas que éste impone, pero en modo alguno pueden ser motivo de preocupación para quienes se proponen la transformación de la presente realidad genocida del sistema penal latinoamericano.


5. En síntesis, retomamos el tema del principio: la vinculación de los sistemas penales latinoamericanos y los Derechos Humanos tiene dos momentos que deben privilegiarse. Por un lado, el momento de análisis en que los Derechos Humanos nos proporcionan las pautas para establecer en qué medida la operatividad real de los sistemas penales lesiona esos Derechos. Por otro lado, al momento de imponernos los límites a un saber orientado a la transformación de esa realidad, los Derechos Humanos nos proporcionan la estrategia hacia la cual debemos orientar las tácticas que el saber transformador nos haga disponibles. La criminología deviene así, ese conjunto de conocimientos, provenientes de muy diversos campos del saber, necesarios para la implementación de las tácticas orientadas estratégicamente a la realización de los Derechos Humanos o a la reducción de sus violaciones en la operatividad real de los sistemas penales. Creemos que pocos instrumentos pueden prestar mayor servicio a la criminología que los relativos a Derechos Humanos. No ignoramos que el discurso de los Derechos Humanos fue promovido por el mismo poder mundial central. Pero esa promoción fue determinada por una inevitable contradicción interna que provocó el fulminante desprestigio de un anterior discurso que parecía inconmovible: el discurso racista-colonia- lista (el apartheid "científico" del positivismo), porque siempre había sido impiementado al servicio de la empresa colonialista y del control de las clases subalternas centrales, pero, inesperadamente lo resume Rosenberg y es aplicado por el nazismo en una pugna hegemónica centrada contra los mismos habitantes de los países centrales. De allí que urgentemente, el poder central impulsase otro discurso, aunque no fuese del todo funcional a su ejercicio de poder (y diría que en realidad, es francamente disfuncional al mismo). De ahí que tampoco puede negarse la existencia de una tentativa de neutralización de su aspecto disfuncional para el poder central que nos impone la permanente tarea de desmitificar la misma, es decir, la implementación jurídico-formal de los Derechos Humanos, para dotarlos de contenido material, proporcionado por una visión pluridisciplinaria, uno de cuyos capítulos de aportes, sin duda, corresponderá a la criminología, que de este modo devolverá al saber en torno de los Derechos Humanos algo de lo que éste le brinda.
 

Fuente: Neopanopticum

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