lunes, 8 de abril de 2013

El orden carcelario. Apuntes para una historia material de la pena.

Por, Pavarini, Massimo

I. PREMISA
En la literatura penal actual, la cuestión de la crisis de la cárcel es un tema recurrente. Por lo demás, como nos enseñan los clásicos, desde que la pena privativa de libertad existe, siempre se ha hablado de crisis de la cárcel.
La circunstancia de que la institución penitenciaria haya sufrido siempre, aun desde sus orígenes, de precaria salud, deja suponer, a menudo, que su actual crisis no es cualitativamente distinta de la de antaño. Esta interpretación, todavía hoy muy difundida, es en parte favorecida por el modo con el cual nos interrogamos acerca de la presencia misma de esta institución. En efecto, si en lo que respecta a la cuestión carcelaria la mirada se posa —a priori— en el sistema de legitimación de la pena privativa de la libertad, la imagen que emerge anula la dimensión histórico-temporal de la institución penitenciaria: lo que surge, pues, de esa mirada, es una sucesión (casi una persecución) de las mismas —pocas— ideas acerca del "deber ser" del castigo legal, una alternancia de teorías absolutas y teorías relativas y, dentro de estas últimas, de finalidades de prevención general y de prevención especial, a su vez entendidas en sentido "positivo" o "negativo". Una "historia infinita" pues "circular", como todas las historias de las ideas. Una prueba tangible de ello lo constituye el hecho de que, en el debate actual sobre los fines del sistema penal, los autores más citados aún hoy son BENTHAM, BECCARIA, KANT, HEGEL, DURKHEIM y pocos más; estos Grandes Maestros no sólo son citados por homenaje o respeto hacia las Grandes Narrativas de los siglos pasados, sino sobre todo porque no somos capaces de "producir" otras ideas. O mejor dicho, no las producimos porque no pueden existir otras ideas acerca del deber ser de la pena, tal como la moderna teología no creo que haya producido "nuevas" demostraciones de la existencia de Dios que no hayan sido ya pensadas por SAN AGUSTÍN. Sólo si se posee la humildad necesaria para desviar aquella mirada metafísica desde el deber ser de la pena hacia su efectividad (humildad que, por cierto, pocos tienen) se descubrirá cuan poco el "ser" del castigo tiene que ver con los ideales de justicia y utilidad social. Constatada la inadecuación entre realidad e idea, se denuncia la primera como un fracaso.
Una mirada fija, en cambio, en el "ser" de las penas legales, mostraría una cosa muy distinta y, creo, más interesante. En primer lugar, la imagen tendría, finalmente, una perspectiva: en los hechos, el modo de castigar ha cambiado en el tiempo y en el presente se transforma rápidamente. Todo está en movimiento. Esta perspectiva diferente, abierta en forma pionera a través de la obra de RUSCHE y KIRCHHEIMER (1939) me ha fascinado siempre y me ha orientado en mis primeros trabajos científicos (MELOSSI, PAVARINI, 1977) en lo que concierne al estvidio de las causas materiales del origen de la invención penitenciaria. El interés por una historia material de la pena moderna ha sido, después, cultivado en estudios menores, de los cuales no vale la pena dar cuenta.
La invitación que gentilmente he recibido para contribuir en un volumen de estudios en honor del amigo David BAIGÚN, me ha estimulado para poner un poco de orden en las ideas que, acerca de la historia material de la pena, he venido elaborando en estos casi veinte años que me separan de aquella primer monografía mía. Lo que sigue no es más que una serie de apuntes; la mayor parte de las ideas que aquí sintetizaré han aparecido ya en otros trabajos míos. Por lo tanto, nada de original: sólo vm poco más de sistematización.

II. E L ORDEN SOÑADO
Las necesidades punitivas y disciplinarias en las sociedades premodernas, cuando podían escapar de las necesidades de la representación del Poder a través de la sugestión del gran suplicio (Foucault, 1975, Ia parte), recurrían a los medios de su economía.
En el bajo medioevo se podía internar usque ad correctionem (cfr. SCHIAPPOLI, 1904: 619-68) en un monasterio, la célula productiva por excelencia; en la América colonial los pobres podían ser socorridos en una almshouse estructurada sobre el modelo de la colonia industrial (ROTHMAN, 1971: 40 y ss.). Sin embargo, no era la elección del internamiento la que sostenía las prácticas de la pena; era lo social mismo —en las formas de aquella economía— lo que se estructuraba naturalmente como el lugar de disciplina más apropiado. Ello ocurrió hasta que ese sistema socio-económico pudo sostener —es decir, pudo afrontar a través de un desarrollado aparato caritativo— los procesos de pauperización (GEREMEK, 1973; PIVEN, CLOWARD, 1972).
La ruptura de ese orden determinó la producción de un excedente de población marginal que no podía ya ser contenido a través de aquel sistema originario (DOBB, 1958; POLANYI, 1944; SWEEZY, 1970). Sólo cuando el campo se despobló como consecuencia del proceso de parcelación de la tierra y un éxodo de dimensiones bíblicas "creó" en pocos decenios las grandes concentraciones urbanas (VEXILIARD, 1956; PAULTRE, 1906), se determinaron las nuevas condiciones de la política del control social.
La elección de fondo fue de tipo segregacionista; pero, como ésta fue la respuesta considerada adecuada para garantizar el nuevo orden, la organización de la práctica institucional terminará por estructurarse sobre el modelo disciplinario que había determinado las condiciones mismas del proceso: primero la manufactura, luego la fábrica (MELOSSI, PAVARINI, 1977).
La casa de trabajo de Bridewell surgirá a mitad del siglo XVI en Londres (VAN DER SLICE, 1936-37: 4 y ss.; GRUNHUT, 1948: 15 y ss.; WEBB, 1963: 12 y ss.) para difundirse, luego, por todo el territorio inglés; la Raisphviis será erigida por primera vez en la comercial Amsterdam (SELLIN, 1944: 20 y ss.; HALLEMA, 1936: 174 y ss.) para proyectarse como modelo de todas las workhouses de la Europa del Norte.
Los rústicos mercaderes de Amsterdam arriesgarán la utopía: educar a ese universo compuesto de ex campesinos y artesanos sin trabajo —acostumbrados a vivir bajo el sol y según el tiempo de las estaciones— a reconocer en la disciplina de la fábrica la propia condición natural. Ésta fue la estación del "gran internamiento ": sólo dos siglos después, bajo los fundamentos de aquella experiencia originaria, surgirá, entre el 1700 y el 1800, la institución penitenciaria propiamente dicha. Pero aquella ascendencia marcará de forma indeleble toda la historia del orden penitenciario. Esa experiencia encontrará su más acabada racionalización "filosófica", paradójicamente, cuando las condiciones materiales que dictaron aquella elección ya habían sido definitivamente superadas. El utilitarista BENTHAM soñó el Panóptico (BENTHAM, 1962a) incluso como algo posible tanto para el presente como para el futuro, sin percatarse de que estaba inventando —piadosamente— lo que ya había existido: entregaba al museo de la arqueología industrial la idea acabada de una experiencia "vieja", de dos siglos (EVANS, 1971; DUBINI, 1986; HUXLEY, 1948; MARÍ, 1983).
Este juicio vale sólo en relación a la obstinada e irreal voluntad de materializar aquella idea —simple como el huevo de COLÓN— apta para disciplinar toda la sociedad: su locura consistió en creer posible y útil dar cuerpo a ese sueño disciplinario; como metáfora de ese poder, en cambio, el sueño de BENTHAM soñaba "realísticamente". BENTHAM luchará toda la vida —inútilmente— por ver "edificado" su Panóptico: acariciará la idea —por cierto siempre confesada— de poder transformarse en el "gran guardián", convencido como estaba de poder, de este modo, sacar también algún provecho personal. Y en esto se desilusionó amargamente. Pero si hubiera sobrevivido a los intentos llevados a cabo que, en mayor o menor medida se inspiraron en su idea, quizás se hubiese desengañado: su hipótesis pedagógica, una vez realizada, no producía hombres más útiles, sino sólo locura y muerte.
Aquella idea —verdaderamente absurda en su dimensión de proyecto arquitectónico— narraba, en cambio, tanto fiel como metafóricamente, el proyecto político de fines del siglo XVIII. Es el mismo BENTHAM quien lo confiesa explícitamente: "¿... y si el resultado de un diseño tan minuciosamente elaborado no fuese otro que el de producir un conjunto de máquinas bajo la apariencia de hombres?, la felicidad, ¿habría aumentado o disminuido por esta disciplina? Se llamen soldados o se llamen máquinas: aun cuando lo fuesen, si son felices, nada más me importa" (BENTHAM, 1962a.: 64). Ya HOWARD, hacia fines del siglo XVIII, a través de su peregrinaje por las instituciones segregatorias de toda Europa (HOWARD, 1973 a), contará con una puntillosa y fóbica precisión la crisis ya irreversible de la política del gran internamiento: lugares de concentración indiferenciada de toda marginalidad social; cuerpos sufrientes, abandonados a la pudrición, objetos de violencia y enfermedad se ofrecían como imagen especular e invertida de aquel orden y de aquella disciplina "soñada" (IGNATHIEFF, 1978: 47 y ss.).
Poco tiempo antes, PIRANESI, en sus Invenciones. Caprichos de Cárceles, había representado la angustia del nuevo espacio prisionero (HUXLEY, 1948), entregando al espíritu romántico aún por venir (BROÍMBERT, 1975) una estructura del sueño que "es anterior a la imagen de las estructuras reales" (YOURCENAR, 1961: 76). Entre una pesadilla premonitoria de "Prisiones metafísicas" grabadas con el buril y un aburrido diario de un peregrinaje por el nuevo infierno se escribe el acta de muerte de una secular utopia abierta con la Oíd Poor Law (EDÉN, 1929; MARSHAIX, 1968: 295-305). Pocos años después de la muerte de HOWARD —mártir burgués quebrado por el tifus contraído en los lugares de su atenta exploración— en plena Revolución Industrial, las tendencias liberales de tipo malthusiano dispondrán la sepultura, con la New Poor Law (PIVEN, CLOWARD, 1972) de toda huella de aquella estrafalaria idea de "fabricar hombres útiles" (TREIBER, STEINERT, 1980) para la nueva sociedad.

III. UN SUEÑO AMERICANOEs necesario abandonar la vieja Europa —crónicamente atormentada por una exuberancia de fuerza de trabajo y por lo tanto naturalmente obligada a favorecer prácticas dirigidas a la "destrucción" de la población excedente— y trasladarse al Nuevo Mundo para asistir a un repunte, con características originales, de aquel originario proyecto pedagógico. Sigamos a BEAUMONT y a TOQUEVIUIÍ, observadores por encargo del gobierno francés de lo que sucede allende el océano: asistamos, así, al nacimiento del moderno Penitentiary System (BEAUMONT, TOQUEVILLE, 1833).
En 1787 se fundó la Philadelphia Society for Alleviating the Miseries of Public Prisons, asociación de cuáqueros piadosos anima-dos por propósitos filantrópicos no muy distintos de los que poseía su coetáneo —y en parte cofrade— HOWARD. Sólo que la diferencia —radical y objetiva— entre éste y aquéllos consistió en que los cuáqueros actuaron en una realidad afligida por la escasez de hombres. Fue por obra de esta sociedad (ROTHMAN, 1971, cap. 1) y de su incisiva y constante apelación a la opinión pública que nació aquella institución en la cual "el aislamiento celular, la oración y la total abstinencia de bebidas alcohólicas habrían debido crear los medios para salvar tantas criaturas infelices" (BARNES, 1927: 82). Bajo estos propósitos se fundó el modelo filadelfiano o del Solitaiy Confinement, como hipótesis arquitectónica de distribución de los espacios que se erigió como principio del proceso educativo. La ciencia arquitectónica se transforma en ética: "...observando ciertos principios arquitectónicos se pueden obtener fácilmente importantes cambios morales en las capas más corrompidas de nuestra sociedad" (Boston Prison Discipline Society, 54); en la búsqueda, por consiguiente, de una "forma de celda que sea capaz por sí misma de transformar un corazón vicioso en uno virtuoso" (REYNOLDS, 1934: 209).
La antigua hipótesis penitenciaria canónica del ergastulum (MABÍLLON, 1724) revive, así, en la invención cuáquera a través de formas aún más exasperadas: "en esta celda cerrada, sepulcro provisorio, los mitos de la resurrección toman cuerpo fácilmente" (FouCAULT, 1975: 261). Se trata del recurrente sueño benthamiano que intenta materializarse. La fuerza de esta invención no reside en los resultados, sino en su necesidad, en el ofrecerse históricamente como la única vía posible para afrontar el desorden social. Es, en efecto, el mismo principio de autoridad que reina en el proceso productivo el que asume las semblanzas de necesidad técnica: y es esta misma necesidad la que termina por presidir todas las otras organizaciones sociales, incluso el universo de la pena. Una autoridad invisible, entonces, que nace "automáticamente" del correcto funcionamiento de un organismo social que se autoregula. Incluso a costa de no lograrlo, justamente porque no es posible de otro modo.
Un juicio no muy diferente merece también la otra clásica variante del Penitentiary System. Nada de radicalmente contrapuesto al Solitary Confinement, como, en cambio, quisieron entender los reformistas de la época. Simplemente, habían cambiado las coordenadas sobre las cuales medir los objetivos de una pedagogía utilitarista: la nueva centralidad de las "máquinas que ahorran tiempo" imponía un management, un adiestramiento del hombre a la nueva racionalidad de las mismas (MOHLER, 1924-25: 330-97; JACKSON, 1927-28: 218-690). Necesidad, entonces, de poner también el cuerpo del detenido en el interior de la realidad del trabajo organizado: de allí, trabajo en común durante el día en la prisión-taller y aislamiento celular en las horas nocturnas.
Una vez más, la realidad histórica nos puede enseñar algo sólo en su dimensión metafórica. Por lo demás, aún si se quiere juzgar la efectividad de esta experiencia, se debe registrar la derrota, la inidoneidad del medio en relación al fin: la institución fundada en el principio del Sylent System nunca produjo hombres más útiles (MELOSSI, PAVARINI, 1977: 222 y ss.).

IV. DESPERTAR Y MALA CONCIENCIA
En la Europa de la segunda mitad del siglo XIX lo que reina es la multiplicación de la tipología carcelaria, un pastiche colosal de estilos y formas (DUBINI, 1986; CANNEIXA, 1968: 666 y ss.) que refleja, a través de un eclecticismo exasperado, la conciencia de la inutilidad de la respuesta carcelaria, en ausencia de una alternativa practicable. Con el transcurso del tiempo, se ha hecho ya evidente que la cárcel no reeduca, quizás ni siquiera sirve para defender la sociedad (PADOVANI, 1981: 41 y ss.). Pero esta evidencia se transforma en mala conciencia cuando se enfrenta con la imposibilidad dé "no emplear" de la cárcel: en una realidad estructural en la cual a la riqueza de las naciones se opone un ulterior empobrecimiento de amplios estratos de la colectividad, la exigencia de dramatizar las distancias sociales se satisface en las férreas leyes de la less elegibility (PAVARINI, 1976: 263 y ss.), es decir, en una disciplina social que sea capaz de valorar cualquier situación laboral, aunque sea subalterna, como "preferible" a la marginalidad social o a la criminalidad. Fuera ya de toda utopía de reintegración, la cárcel debe afirmar la función de "disuasión".
Los lugares de la pena escapan a toda sugestión de integración con la ciudad obrera, y entonces prefieren la exasperación de la originada forma panóptica en sus nuevas realizaciones "a estrella", "a cruz" para que se reafirme incluso visiblemente la función simbólica de la exclusión. Lo que reina ya en los espacios restringidos de la cárcel son sólo las exigencias de imponer una aflicción ulterior: se acentúan los criterios de separación y de aislamiento; se re-utilizan las superadas técnicas de trabajo carcelario con el único fin de agravar la eficacia intimidatoria de la pena.
En Pentoville (IGNATHIEFF, 1978: cap. 1) se introducirá el "molino humano": una rueda gigantesca movida por detenidos encadenados que subirán con fatiga una escalera móvil con el único objetivo de moler... aire; o bien, aislados en sus celdas, los internados deberán trabajar en la "bomba" haciéndola girar por lo menos diez mil veces por día si no quieren quedar sumergidos en el agua helada.

V. UN NUEVO ORDEN
La sociedad que se asoma al siglo XX encuentra en la metrópolis la representación de los efectos de un orden y de un sentido del orden social perdidos: ciudades caóticas, contenedores de hombres diferentes en costumbres, cultura, idioma y riqueza. Piénsese en la Detroit y en la Chicago de los años rugientes. Las grandes ciudades están en el centro del nuevo interés de las ciencias sociales y de las políticas de control social: la disciplina de la metrópolis (es decir, qué nuevo orden dar a la ciudad) es la estrategia por excelencia del nuevo control de la sociedad. Es significativo que esta tarea política del orden metropolitano haya sido enmarcada, en los Estados Unidos de los años veinte y treinta, dentro de una perspectiva ecológica (MORRIS, 1958), a través de un estudio capaz de describir las áreas morales en las cuales se estructura la metrópolis. En la búsqueda de dar un orden a lo que se representa como absolutamente carente de orden alguno, el lenguaje utilizado se toma prestado del de los estudios sobre la vida de las plantas. En efecto, la situación que vive la gran ciudad es la de la simbiosis, es decir, la habitual vida en común de diferentes organismos y especies dentro de un mismo habitat. A través de este modelo de interpretación se trata de dar cuenta del modo en que se estructuran los ghettos, las comunidades altamente homogéneas desde un punto de vista cultural (ANDERSEN, 1923; WHITE, 1924) que deben vivir en una relación simbiótica con otras comunidades. La tarea del "patólogo social" es, por lo tanto, la de descubrir los mecanismos y procesos a través de los cuales un equilibrio semejante puede ser alcanzado y mantenido.
En esta nueva perspectiva, se pierde irremediablemente la centralidad de las políticas que se fundaban en la exclusión social. En otras palabras, la cárcel pierde interés ya sea como objeto de análisis o como instrumento de disciplina social, e incluso como "representación" de un orden social a imponer. La cárcel muere como metáfora de orden social (MELOSSI, 1988).
La marginalidad de la cárcel se hace cada vez más manifiesta, y ello no tanto en términos de obsolescencia cuantitativa, sino más bien en su carácter cualitativamente residual en relación a las nuevas prácticas de control social. Los sujetos encerrados en instituciones segregatorias representan, ya, una minoría comparados con los que son socialmente controlados "fuera de los muros". La elección del control "en" lo social (GARLAND, 1985) se torna dominante puesto que es naturalmente capaz de ofrecerse con una potencialidad de difusión comparable sólo a su propia "invisibilidad" social. Pero la cárcel, como institución, sigue viviendo. Cada vez más se ofrece como momento de una violencia institucional insuprimible: última pero decisiva instancia para quien no quiere o no puede ser disciplinado de otro modo. Un complicado juego de cajas chinas presenta como último y escondido nudo la "cárcel dura", la cárcel que sólo debe dar miedo: para quien no quiere o no puede ser tratado con guantes de terciopelo, debe quedar bien claro que existe aún (¡y sobre todo ahora!) el puño de acero. La cárcel moderna es la pena que no transforma. Y este aspecto es suficiente para reflexionar sobre el significado de la invención de la "cárcel segura".
Es al arquitecto HOPKINS a quien se le debe el primer modelo de cárcel de máxima seguridad, con la invención de la "cárcel a palo telefónico" (HOPKINS, 1930). Otras exigencias, antagónicas a las que habían inspirado la invención benthamiana: no tanto el esquema de la ciudad apestada del siglo XVII sino el lazareto del Renacimiento; no tanto la necesidad de disciplina sino sólo la de seguridad. En "Handbook for Correctional Design and Construction" (Federal Boureau of Prisons, 1949) se presenta un proyecto ideal de institución penitenciaria de máxima seguridad comparándola con una vieja cárcel estadounidense, la de Alcatraz, considerada en aquellos tiempos como la más segura. En Alcatraz el bloque central tiene tres filas de celdas internas, todas en el mismo edificio y todas con galerías comunes. Los defectos son evidentes: falta de separación y control difícil, especialmente en caso de revuelta. En el proyecto de prisión de "máxima seguridad" todos los bloques celulares pueden ser apartados de los otros edificios; todos los bloques de las celdas están iluminados por claraboyas dispuestas entre el techo y las paredes; las galerías de vigilancia están arriba de los bloques de celdas. La idea es relativamente simple: la estructura arquitectónica debe ser un espacio fácilmente transformable en una trinchera segura para las eventuales acciones masivas de los revoltosos.
Después de un largo sueño —porque ya es claro que se ha tratado de un sueño— la cárcel que aún sobrevive, la que no logra "diluirse", revela abiertamente su falta de vinculación con lo social. Bajo todas sus formas, es lo radicalmente opuesto a la sociedad.

VI. CÁRCEL Y SOCIALIZACIÓN DEL CONTROL
Una reconocida literatura penológica está de acuerdo en afirmar la tendencia hacia la reducción de la centralidad del momento custodial en los sistemas occidentales de control social. (SCULL, 1977; GARLAND, 1985; MELOSSI, 1980: 277-362; 1988b; COHÉN, 1985a: 5-48; 1985b).
En la producción de la crisis de la cárcel, la interpretación más compartida imputa un papel determinante a la crisis de legitimación del fin especial-preventivo y de las finalidades de tratamiento de la pena (FOGEL, 1972; EUSEBT, 1991). Según otros (LEA, 1979: 217-35; MELOSSI, 1980: 277-363), en cambio, la obsolescencia de la práctica custodial debe buscarse en la transformación del conjunto de las políticas de control social, donde la supervivencia institucional ha cambiado en el interior de una estrategia más favorable a modalidades de integración que de exclusión social.
De todas formas, el momento de la detención mantiene una función insuprimible, aunque distinta, en el interior del sistema de control social: la cárcel se radicaliza como respuesta extrema con fines de incapacitación para los sujetos en relación a los cuales el sistema de control social "blando" —fundado en la integración— se demuestra un fracaso.
Este proceso se traduce en tendencias divergentes hacia una más o menos acentuada "fuga" de la respuesta custodial, acompañada por la permanencia de una resistencia custodialista cada vez más atraída por hipótesis de "máxima seguridad" para quienes —"abandonado" o "descartado" por la red de los servicios asistenciales y resocializadores— termina por ser, a causa de ello, definido como "peligroso" (DE LEONARDIS, 1985: 323-350; PITCH, 1989). Se considera implícito que entre los dos fenómenos —crisis del paradigma segregacionista y control social no segregacionista— existe una relación.
De frente a una disminución del umbral de encarcelamiento —que debe entenderse en una acepción cualitativa más que cuantitativa (RUGGIERO, 1991: 127-41; MATTHEWS, 1987: 15)— se advierte el emerger de sistemas de disciplina social "fuera de los muros" de la cárcel.
Todo esto puede definirse convencionalmente como "descarcelamiento": un proceso que se realiza en una etapa de desinstitucionalización y de socialización del control o de desplazamiento de los conflictos y de las situaciones problemáticas hacia nuevos espacios sociales de solución y de control. Este proceso pone en juego múltiples perfiles problemáticos que analizaremos en su dinamicidad.

VII. ClRCULARIDAD Y SECUESTRO
El primer perfil dinámico puede ser advertido en una perspectiva de un largo período. En él podemos registrar una significativa inversión de flujo: de una primera tendencia en la cual las políticas de control social se realizaban a través del secuestro, a una tendencia con sentido inverso en la cual las situaciones sociales secuestradas son disciplinadas en/por medio de lo social (SPITZEL, SCUIX, 1977: 265-341).
Con el nacimiento del Estado moderno asistimos a la primera etapa radical: las diferentes formas en que se manifiesta el malestar social encuentran una respuesta adecuada en el secuestro de éstas en ámbitos separados, como ya hemos visto. El lugar en el cual se efectúa este proceso "de asunción a cargo" está constituido por las múltiples instituciones totales. Multiplicidad que tenderá a crecer en relación directa con la expansión y la progresiva especifici-dad de los ámbitos normativos y de saber. Del ámbito jurídico-penal al médico-psiquiátrico, del asistencial-caritativo al higiénico-sanitario: cárceles, manicomios, hospitales, hospicios, orfanatos, lazaretos, etc. Una proliferación continua de espacios de exclusión acompaña a una proliferación de nuevos estatutos de saber. La crisis de esta práctica disciplinaria coincide con la imposición progresiva de nuevas necesidades de control, que de alguna manera se ajustan a las razones del Estado social (GARLAND, 1985; MELOSSI, 1988; DOWNES, 1988; SNARE,1972).
Urgentes necesidades que no se traducen tanto en una reducción apreciable cuantitativamente de los sujetos "secuestrados" en espacios institucionales (MELOSSI, 1988a: 13-18; 1993: 259-79; RUGGJERO, 1991: 127-41), sino en la expansión de nuevas prácticas disciplinarias en relación a un universo social cada vez más amplio. Las nuevas técnicas de control terminan por coincidir u homogeneizarse con las formas típicas a través de las cuales se ejerce la política del Estado social (CHRISTIE, 1968: 2 y ss.). Es posible que hoy asistamos a una tercera fase, de algún modo imputable a la crisis del Estado social; unas nuevas necesidades de disciplina social presionan no tanto en favor de una resurrección de la respuesta custodial, sino por un diverso empleo de lo social mismo (SCULL, 1977; DE HAAN, 1986: 157-77). Pienso en los fenómenos de re-privatización de las agencias represivas y de control social reactivo (ERICSON, MCMAHON, EVANS, 1987: 355-87), en los procesos de ghettización metropolitana (MELOSSI, 1980: 277-363), en la utilización creciente de la informática para necesidades de disciplina difusa (COHÉN, 1985b), etcétera.
Con estas tendencias, se está delineando un primer y significativo proceso. Nos parece suficiente, por ahora, haber dramatizado esta tendencia circular y haber hecho notar que es relevante sólo si la percibimos en su dimensión cualitativa.
El riesgo que no se debe correr es el que se deriva de percibir esta tendencia circular como la metáfora de la "puerta giratoria": no existe, en efecto, un retorno a las posiciones originarias; la respuesta custodial no retoma ventaja alguna, aun cuando es probable que el número de los sujetos institucionalizados aumente. En verdad, desde el punto de vista cuantitativo, el universo de los excluidos no disminuyó nunca, ni siquiera en la fase de máxima ex-pansión del Estado social (AUSTIN, KRISBERG, 1982: 374-409; MATTHEWS, 1992: 45-73). Donde se evidencia la transformación, en cambio, es en el diverso empleo de las formas de control social, en el emerger de nuevas modalidades, como así también en la refuncionalización hacia una diferente estrategia de las superstites prácticas asilares.
Por lo tanto, científicamente es útil mantener la imagen de la tendencia circular del proceso, pero teniendo en cuenta que la dimensión histórica en la cual ella se desarrolla (por lo menos tres siglos) termina por transformar radicalmente los términos mismos del proceso: tanto la institución como lo social.

VIII. DIFERENCIACIONES Y RESISTENCIAS
Dentro del proceso señalado más arriba, advertimos un fenómeno que puede ser descripto de la siguiente manera: cuanto más inadecuada se muestra la respuesta custodial y, por lo tanto,  cuanto más ventaja pierde en relación a las otras modalidades de control, tanto más se hace funcional a éstas —transformando, así, radicalmente su función originaria—. La supervivencia de las originarias modalidades de secuestro institucional se pliega funcionalmente a las nuevas estrategias de control en lo social (PAVARINI, 1978: 39-61). Este proceso puede ser representado acabadamente a través de la imagen de la "abertura a tijera" o la del juego de las "cajas chinas"; ambas metáforas muestran el despliegue de las estrategias de control social formal entre un mínimo y un máximo de coerción, en el cual la permanencia de instancias de control duro de tipo custodial se coloca en un extremo. Este proceso de diferenciación se justifica por medio del emerger mismo de necesidades de "seguridad diferenciada" (entre un mínimo y un máximo) en las políticas de control social.
Esta modalidad de diferenciación disciplinaria es funcional al proceso ya descripto de desinstitucionalización y socialización del control. En efecto, las tipologías subjetivas y las cuestiones problemáticas más directamente abordadas por las políticas de disciplina que implementaron las agencias del Estado social han sido más bien las colocadas en el extremo de la "asunción a cargo", de la "ayuda" y de la "asistencia" que en el extremo del control puro. En este contexto, la categoría de la "peligrosidad social" (entendiéndola en una acepción diferente de la positivista) ha servido para "seleccionar" la desviación misma en función de las múltiples respuestas disciplinarias (DE LEONARDIS, 1985: 323-50). Ya en este nivel de abstracción es posible dar cuenta de algunas constantes en las políticas de disciplina en el Estado social, y en particular de su propia crisis. La extensión del control social se relaciona directamente con la ampliación del Estado social. En primer lugar, lo que aumenta son las políticas de control implementadas por las agencias del Estado social; en la medida que éstas tiendan a elevarse, aumentarán, también, las situaciones problemáticas que se evidencian como un fracaso en relación a un control social no asilar. Si la boca del embudo disciplinario se agranda, consecuentemente más personas pasarán incluso por el cuello de ese embudo. De ello, una primera conclusión: la difusión de prácticas disciplinarias "blandas" implica —aunque no necesariamente— un aumento de necesidades disciplinarias "duras" (MATTHEWS, 1987).
Por lo tanto, asumiendo el papel de instancia decisiva del control social, el momento segregatorio sobrevive como polo extremo del espectro disciplinario. Termina, de este modo, por refuncionalizarse a este último (HUDSON, 1984: 4 y ss.).
Una última observación: la ideología que históricamente había legitimado la práctica del secuestro institucional (la terapia, la prevención especial, la corrección, etc.) abandona irremediablemente la institución, para transformarse en el vector que gobierna el proceso mismo de salida de las prácticas custodíales. La elección custodial se queda, por lo tanto, huérfana de todo oropel justificador: la institución total pierde toda cobertura ideológica, para justificarse en términos tecnocráticos por lo que realmente es: momento de control para quienes no pueden ser gobernados "de otra manera".
 
IX. DESPLAZAMIENTOS
El conjunto del control social formal se estructura en múltiples subsistemas, cada uno de los cuales se caracteriza por diferentes particularidades, ya sea que se lo analice en relación al grado de formalización de los procedimientos, o a los objetivos perseguidos o, en fin, que se lo relacione con los estatutos científicos que lo fundan y lo legitiman. En todo este conjunto de subsistemas disci-plinarios existe una circulación interactiva permanente, como desplazamiento continuo de situaciones problemáticas (COHÉN, 1985: cap. 5). También este proceso se caracteriza por una dinamicidad de tipo circular.
Por un lado, es posible advertir un flujo —no siempre coherente— de "salida" del sistema jurídico-penal hacia otros subsistemas disciplinarios, donde paralelamente a la existencia de una respuesta de tipo puramente represiva, se mantiene el predominio de los aspectos asistenciales, terapéuticos, compensatorios. Por otro lado, en cambio, es posible advertir una extensión progresiva de la tutela jurídico-penal en relación a "viejos" y a "nuevos" intereses. Son múltiples las razones que impulsan a la búsqueda de soluciones fuera de la respuesta puramente represiva. En primer lugar, la crisis de la respuesta de tipo custodial termina por deslegitimar la práctica carcelaria, que permanece como el ala estructural del sistema de represión penal. Pero también otras razones, no necesariamente homogéneas entre ellas: una distinta percepción social de los valores y de los intereses, instancias de racionalización, consideraciones de oportunidad.
De todos modos, es importante repetir que las tendencias favorables a la desinstitucionalización —que en la esfera del control penal llamamos "descarcelamiento" (SCULL, 1977)— favorecen, indirectamente, el proceso de despenalización, sin identificarse con éste.
Frente a esta tendencia, es posible observar una de sentido contrario, que enfatiza el dominio de lo jurídico-penal como respuesta adecuada para la valoración de nuevos intereses. La primacía de lo penal se extiende hacia diferentes frentes: por un lado, como momento central en la construcción de una cultura y de una praxis de emergencia; por otro, como instancia —más ideológica que efectiva— de "refuerzo" de disciplinas normativas administrativas, advertidas políticamente como necesitadas de una tutela especial.
La distancia que media entre estas distintas áreas de "nuevo" interés de lo jurídico-penal es más aparente que real: en efecto, ellas están homogeneizadas por un común denominador derivado de las necesidades de legitimación del sistema político. Está claro cómo el instrumento penal es de por sí inidóneo —o por lo menos, escasamente eficaz— para disciplinar realmente los intereses que se pretenden proteger o tutelar. La inidoneidad funcional respecto de los fines, se compensa luego con la especificidad del medio empleado en la urgencia política: el "medio" penal es de por sí idóneo para valorizar, a través de su primitivo y ontológico compromiso con el mundo de los valores; expresa voluntad, mando, decisión, se opone y resiste a la anarquía conflictual y a la dispersión decisional produciendo consenso o apariencia de consenso.
En consecuencia, esta tendencia al desplazamiento permanente de situaciones problemáticas hacia adentro y hacia afuera del sistema de justicia penal —hoy muy veloz— responde a un criterio funcional: esto es, incrementar cada vez más la dimensión puramente simbólica del sistema penal.

X. SÍMBOLOS Y MATERIALIDAD
Partamos desde una primera "imagen": si antes el derecho penal constituía más bien un instrumento para la protección de un orden natural, hoy se ha convertido, en el proceso de monopolización del recurso penal por parte del Estado social, en un instrumento que sirve para reforzar un orden artificial. La formación monopolista se realiza en la creación artificial de lo que es penalmente protegido, donde esto último pertenece al Estado porque él mismo lo crea artificialmente; pero este espacio, carente a menudo de toda verificación social y cultural, se ofrece cada vez más como pura "organización", como pura "reglamentación" de un determinado comportamiento social (SGUBBI, 1990). Las normas penales, estructurándose como "prescripciones técnicas", determinan "órdenes públicos tecnológicos", para usar la feliz expresión de LASCOUMES (1986: 301).
En el nivel estructural, es posible, entonces, intuir una evolución significativa. En tanto y en cuanto lo que es protegido por la norma penal se ha transformado en fin público, la misma ley penal deviene un "recurso público", que, como tal, es "objeto de intercambio político". El derecho penal se coloca entre los así llamados bienes de autoridad, es decir, aquellos bienes que, según los procedimientos del modelo neo-corporativo, son objeto de negociación entre las autoridades públicas  por una parte, y los grupos sociales organizados por la otra (Rosu, 1984).
Esta negociación de lo penal, que tiene como fin una distribución social del castigo, se desenvuelve en un contexto donde el más fuerte trata de acaparar la mayor cuota posible de este recurso público, penalizando las conductas ajenas y salvando las propias, determinando con ello —contingentemente— una distribución desigual del castigo mismo. El derecho penal se transforma en un elemento interno de los conflictos sociales: cada vez más es norma de sostén y de confirmación del poder contractual-institucional de los sujetos sociales colectivos, de los grupos de interés organizados (SAVELSBERG, 1987: 529 y ss.).
Esta distribución artificial de inmunidades y responsabilidades penales es, entonces, un aspecto de la distribución política de la riqueza social ampliamente entendida, resultado contingente del conflicto social, que ubica el castigo de manera diferente según ese mismo resultado. La definición y distribución de la criminalidad es ya sólo un "riesgo" de la competición social, consecuencia inevitable del proceso de hipertrofia del control social; este proceso define un perfil cuantitativo donde el sistema disciplinario pierde progresivainente su carácter originario de fragmentariedad para ofrecerse, en cambio, en términos totalizadores: de ser un instrumento de protección  de un orden natural (¡cuando se creía en la "naturalidad" del Mercado!) ha pasado a ser un instrumento para reforzar un orden ficticio.
La distribución desigual del castigo persigue, por lo tanto, el fin de perjudicar algunas actividades o sectores sociales, y no por cierto el de impedir las primeras o de eliminar, resocializar o intimidar los segundos; con lo cual el sistema de control social de la criminalidad se torna una modalidad de sostén y de confirmación del poder contractual-institucional de los sujetos sociales colectivos, de los grupos de interés organizados.
La criminalidad, como la penalidad, no sólo son artificiales, sino que han perdido ya toda especificidad: son sólo recursos sociales en su máxima valorización simbólica, igual que el dinero. Este proceso, así como da cuenta de las razones de la ampliación de la esfera de lo ilícito penal, también explica la poca influencia de esta dilatación en los niveles efectivos de represión. Mejor dicho: los niveles efectivos de represión no revelan casi ninguna dependencia  de la ubicación desigual de la penalidad artificial en lo social, sino más bien de la demanda social de represión —es decir, de la demanda social de mayor o menor castigo (DOWNES, 1988; MELOSSI, 1993: 259-79)—. En efecto, el mismo proceso de valorización simbólica del recurso penal libera progresivamente el ejercicio de la represión de toda otra referencia que no sea el "pánico social", o bien de cómo éste es entendido en el interior de una determinada construcción social. La dimensión cada vez más decisiva para dar cuenta de cuánto y cómo efectivamente se castiga, de la variación sincrónica de los índices de penalidad y de encarcelación es la "reacción social" a la criminalidad. O mejor dicho, cómo ésta se traduce en el vocabulario punitivo (MELOSSI, 1988a: 13-18; 1993: 259-79).

XI. INTERCAMBIO DISCIPLINARIO
Volvamos a nuestro tema: lo que hemos expuesto más arriba, ¿qué produce en el interior del sistema material del sufrimiento legal (cada vez más dinamizado por procesos de diferenciación y de desplazamiento disciplinarios)? Si es que existe, ¿cómo es la relación que se instaura entre modalidades de control duro y modalidades de control blando, entre hacer sufrir de una manera o de otra?.
Sostengo que algunas tesis interpretativas —a menudo las más compartidas— deben ser rechazadas. Por ejemplo, considero científicamente poco convincentes las siguientes afirmaciones: la socialización de los conflictos y las políticas de desinstitucionalización tienden a reducir y a suprimir los momentos de disciplina social "reforzada"; las prácticas de soft control se muestran antitéticas a las originarias del hard control; y finalmente: entre hard y soft control existe una relación de dependencia recíproca —como si fuesen vasos comunicantes— por la cual al aumento de uno de los términos corresponde, necesariamente, una disminución proporcional del otro (cfr. MAITHEWS, 1992: 45-73).
Es probable que estas tesis sean verdaderas si las relacionamos con particulares subsistemas disciplinarios o con determinadas situaciones históricas. No pueden, en cambio, asumir el papel de verdaderas leyes interpretativas de todas las transformaciones que se verifican en las políticas de control social.
En un nivel heurístico, puede resultar más útil recurrir a un modelo diferente de interpretación, que sea capaz de poner en juego incluso la variable de las relaciones entre control social formal e in-formal. Este modelo podría definirse de la siguiente manera: las formas de control social formal "blandas" se extienden reduciendo, no tanto el espacio de las prácticas de control social formal "duras", sino más bien el campo de las políticas de control social informal; por lo que las políticas sociales formales "blandas" no son alternativas a las definidas como "duras", sino sobre todo a las formas de control social informal.
Este esquema explicativo, aun en su —deseada— simplicidad, es capaz de dar cuenta de algunos fenómenos que, de otra manera, se mostrarían contradictorios entre sí o carentes de significado. Algunos ejemplos: la expansión de las formas de control social formal "blandas", a partir de las primeras décadas de este siglo, no ha sido jamás acompañada por una restricción cuantitativamente apreciable de los sujetos sometidos a las prácticas de hard control; es más: a menudo se ha verificado exactamente lo contrario. En términos estadísticos se asiste a una tendencia opuesta: el hecho de colocar muchas situaciones problemáticas fuera de la respuesta de tipo custodial se acompaña de un aumento considerable de los sujetos "encerrados" institucionalmente.
La característica de alternatividad que generalmente se atribuye a los sistemas de soft control en relación a los de hard, debe entenderse reductivamente, en el sentido de que los primeros terminan por regir sólo "apoyándose" en los segundos —a veces a través de la amenaza, otras en la efectiva aplicación—; de forma tal que si las formas de soft control se muestran inadecuadas, serán sustituidas por las de hard control. Entre hard y soft control existe, por lo tanto, una estrecha interacción que puede ser considerada como de tipo sinalagmático, como forma de intercambio disciplinario. Éste se estructura a través de una oferta disciplinaria más o menos "dura" o más o menos "blanda" frente a una demanda más o menos elevada de participación del sujeto a la actividad disciplinaria; esta demanda debe ser entendida como aceptación de la acción disciplinaria; poco importa, en cambio, si esta disponibilidad a colaborar es "sincera": incluso una simple "ficción" puede ser suficiente.
En ausencia de esta disponibilidad, que en cierta medida es el reflejo del "modo de ser" del sujeto en cuestión, resulta imposible una intervención soft; queda sólo la respuesta "dura".

XII. LAS CONDICIONES MATERIALES DE LAS ALTERNATIVAS A LA CÁRCEL
En las políticas penitenciarias el "intercambio penitenciario" constituye el fundamento de los recorridos de alternatividad a la pena privativa de la libertad. Sobre la base del "intercambio disciplinario", es posible dar cuenta críticamente de la relación que puede instaurarse entre momento custodial y alternativas a la pena de prisión.
Aun cuando sean histórica y culturalmente distantes entre sí, y estén disciplinadas en formas diferentes en los distintos ordenamientos positivos, las alternativas legales a la pena privativa de la libertad pueden ser reconducidas a algunas estrategias de fondo diferentes y, a menudo, inconciliables entre sí. Creo que, en última instancia, las razones profundas que pueden convencer de la necesidad de encontrar estas alternativas pueden ser fundamentalmente tres.
Un primer conjunto de alternativas legales está promovido por necesidades que se conectan con el paradigma clásico de la "pena justa". En una perspectiva atenta a lo que se puede llamar economía política de la pena, no todos los delitos merecen la privación de la libertad, aun cuando sea temporalmente limitada. En una concepción estrictamente retributiva, no todas las violaciones de la ley penal pueden ser pagadas con la libertad. El complejo y encendido debate, de los siglos XVIII y XIX, en torno a las penas pecuniarias refleja cuan excesivo —y por lo tanto injusto— el sufrimiento de la cárcel aparecía al pensamiento jurídico clásico.
De manera distinta, pero en igual medida, el debate decimonónico para la superación de la penas detentivas breves, demuestra una intolerancia que se relaciona más bien con un criterio de justicia retributiva que con un criterio de utilidad: el sufrimiento de la cárcel, aunque como el "mínimo de los posibles", puede exceder el límite impuesto por la debida proporcionalidad con el ilícito cometido (PADOVANI, 1981). Consideraciones aceptables de prevención general resisten esta crítica sólo en un segundo orden de razones: la pena privativa de la libertad puede ser, antes que inútil o socialmente nociva, simplemente injusta.
Ya desde los albores del derecho penal moderno, en forma "abstracta", se advierte algo distinto de la cárcel, pero, históricamente, ese algo diferente de la cárcel por necesidades de justicia se podrá realizar sólo si es posible "materialmente": por ejemplo, si las alternativas son las penas pecuniarias, sólo podrán implementarse ante una riqueza socialmente difusa.
La cuestión es diferente si se toma en consideración una pena que sea más útil que la pena privativa de libertad. Precisas razones utilitaristas son las que militan en favor de este camino hacia algo mejor que la cárcel —y no ya más justa—. La pena privativa de libertad —de alguna manera en coincidencia con su afirmación como pena dominante en la primera mitad del siglo pasado— se evidencia, inmediatamente, como un fracaso en relación a cualquier criterio de utilidad social: no retiene tanto a quien ya ha violado la ley penal, sino a quien todavía no lo ha hecho; a menudo, más que inútil, se evidencia como dañina, pues favorece la reincidencia. Debe buscarse, por lo tanto, algo diferente de la cárcel para que la pena sea socialmente más útil. Es el movimiento correccionalista —surgido de la cultura positivista— el que lleva adelante esta estrategia de alternatívidad, especialmente entre fines del siglo pasado y los primeros decenios del actual: si no es siempre posible contar con un tratamiento con fines especial-preventivos en un ambiente carcelario, se puede en cambio confiar en espacios extra-carcelarios. El momento correctivo y disciplinario, de ser intramuros, se traslada hacia fuera de los muros de la cárcel.
Pero incluso esta hipótesis diferente de alternatividad no habría sido jamás posible ni concebible si el espacio social de afuera de la cárcel no hubiese sido hegemonizado por instancias de disciplina de tipo formal: afuera de los muros, ya no existe el vacío disciplinario.  Sólo con la imposición del Estado social esta salida desde la cárcel hacia lo social —desde la disciplina intramuros hacia la disciplina extra-muros— es concebible y realizable. Aún más diferente es la cuestión sobre la elección de disponer algunas alternativas a la cárcel por necesidades de gobierno de ésta. Las exigencias de gobierno de la prisión —como de toda institución total— encuentran una satisfacción adecuada en la conocida lógica de premios y castigos. El orden, en las instituciones penitenciarias, está garantizado por la promesa o la amenaza de modular la intensidad del sufrimiento en razón de la conducta del detenido. Reducir la aflicción —convirtiendo el tiempo de la pena, o parte de él, en modalidades punitivas más livianas— puede abrir la puerta a modos de sufrir la pena de la cárcel en espacios extra-muros. Pero, una vez más, siempre bajo la condición de que fuera de los muros se haya producido históricamente una sociedad disciplinada. Esta observación, si se quiere un poco banal pero que generalmente no es tenida en cuenta, explica los fracasos catastróficos producidos en los intentos de exportar, por sugestión o hegemonía cultural, el "progreso de las medidas alternativas" a contextos socioeconómicos distantes de aquellos en los cuales este modo "dulce" de castigar ha tenido un éxito relativo.

XIII. DESINTEGRACIÓN CARCELARIA
Frente a las dinámicas ya descriptas, la cárcel tiende a desintegrarse. Múltiples son los procesos dinámicos en marcha: re-examinémolos  sintéticamente. El originario y monolítico aparato carcelario sufre un violento proceso de diferenciación (PAVARJNI, 1978: 39-61). Con ello quiero decir que el espacio carcelario, de contenedor indiferenciado de la desviación criminalizada, ha pasado a ser una estructura compleja y relativamente desarticulada. Algo que puede ser acabadamente representado a través de la imagen del "alcaulcil": un corazón interno relativamente compacto y homogéneo, cubierto por capas de hojas, las últimas de las cuales coinciden con modalidades de ejecución atenuadas como podrían ser, en los distintos contextos jurídico-nacionales, las diferentes medidas alternativas o incluso modalidades de tratamiento no estrictamente custodiales. En coincidencia con el proceso antes descripto es posible observar la descomposición del monocentrismo de la estructura carcelaria y el esparcimiento pulverizado de segmentos penitenciarios en una suerte de policentrismo institucional. El espacio penitenciario no sólo, entonces, se especifica, diferenciándose en su interior sino que, además, se descompone en varios sistemas relativamente autónomos.
Este segundo proceso no es fácilmente perceptible en el plano material, por lo menos en el contexto continental —se podría argumentar en forma diversa a propósito de las tendencias a la privatización de algunos momentos carcelarios, en marcha en los Estados Unidos (BORNA, 1986: 321-32; RYAN, WARD, 1989)—, aunque sí en el plano simbólico, en el sentido de que hoy existen contenedores carcelarios autónomos orientados hacia la disciplina de problemas sociales diferentes. Se trata, casi, de un proceso hacia atrás en el tiempo, de una tendencia opuesta al proceso de centralización administrativa de la ejecución de la pena así como ha surgido con la formación del Estado moderno. Algo que tiene que ver con un proceso de re-feudalización del momento punitivo.
Por un lado, conocemos segmentos carcelarios que tienen como función tomar a su cargo necesidades endoprocesales atípicas, concientemente establecidas para favorecer las distintas y auspiciadas formas de colaboración procesal del detenido con la autoridad judicial.
Por otro lado, se asiste a la supervivencia y refuncionalización del momento custodial como última y decisiva instancia para el mantenimiento del sistema —en expansión— de las penas y medidas sustitutivas de la pena privativa de libertad. Lo carcelario deviene ultima ratio cuando las otras modalidades sancionadoras se evidencian como un fracaso o, por lo menos, inadecuadas en el caso concreto.
Existen, luego, áreas carcelarias destinadas, en una lógica de defensa social, a satisfacer instancias de pura incapacitación (GREEMBERG, 1975: 541-80; VAN DIÑE, DÍNITZ, CONRAD, 1977: 22-32), en relación a las subjetividades consideradas refractarias a cualquier entendimiento, aunque sea mínimo, con la administración penitenciaria. Pero advertimos también circuitos carcelarios igualmente especiales utilizados para calmar algunos momentos o eventos que suscitan una particular alarma social; lo carcelario termina, así, por contener momentáneamente —y sin una voluntad punitiva determinada— algunas situaciones atípicas generalmente conectadas con la ilegalidad económica o ilegalidad de los poderosos.
Es dable observar, además, momentos de recuperación, por parte de lo carcelario, de funciones disuasorias —siguiendo el modelo del Shock System (PETERSÜN, 1973: 319-426)— en relación a algunas manifestaciones de ilegalidad antes disciplinadas en el plano institucional: pienso en la amenaza y en el encarcelamiento de los tóxico-dependientes con el fin de presentarles como más conveniente el internamiento voluntario en una comunidad terapéutica. Un fin parcialmente análogo a este último —pero con funciones más claramente definidas como de suplencia— es posible verificar en el uso de la práctica del internamiento carcelario de algunos estados de malestar psíquico que no pueden resolverse inmediatamente a través del sistema psiquiátrico. Y aún se podría continuar en la individualización de estos segmentos...

XIV. MARGINACIONES CORRECTIVAS
Si trato de tomar estos procesos dinámicos en marcha contemporáneamente, con las múltiples interacciones que ofrecen, considero que podría vislumbrar —quizás tan sólo vislumbrar— el desencadenamiento de una fuerza centrífuga que trata de alejar cada vez más del centro gravitacional de la cárcel toda instancia correctiva .y, en consecuencia, toda retórica justificadora de tipo especial-preventiva.
La obsesión correctiva se margina ya en los bordes de la cárcel, para desbordar abundantemente fuera de lo jurídico-penal. En un escenario que quiero dramatizar, me parece que la urgencia correctiva ya ha salido de los muros de la cárcel que, marginalmente, penetra aún algunos momentos de lo jurídico-penal, pero que fundamentalmente se está radicando en las nuevas (o no nuevas) prácticas de disciplina social de tipo no penal.
Los circuitos o segmentos estrictamente carcelarios ya están liberados definitivamente de toda preocupación correctiva y la misma retórica especial-preventiva ha sido abandonada por las agencias oficiales: la jurisprudencia utiliza cada vez con menos ganas el argumento del fin re-educativo de la pena para motivar la determinación judicial del castigo, prefiriendo, según el caso, motivarla en términos de defensa social, de incapacitación, etc. La misma administración penitenciaria evidencia un malestar frente a las prácticas del tratamiento, anteponiendo siempre y de todas formas las imprescindibles exigencias de seguridad y de disciplina institucional. La doctrina penal-criminológica, ya desde hace tiempo más despabilada, a menudo niega con firme decisión la función especial-preventiva, adhiriendo más fácilmente a las sugestiones de la prevención general (en la literatura penal italiana, cfr. STELLA, ROMANO, 1977) o del merecimiento de la pena (en el contexto filosófico italiano, ver, por todos, MATTHIEU, 1978), o bien termina por interpretar el fin especial-preventivo en una óptica verdaderamente ajena a todo compromiso con el tratamiento (siempre en la doctrina penal italiana, ver, por ejemplo, BRIGOLA, 1974; DOLCINI, 1979). Donde todavía permanecen resistencias —aunque sólo tímidas resistencias— de tipo correctivo (o ideologías especial-preventivas de tipo correctivo) es en los bordes o en el exterior de lo carcelario, fundamentalmente en la práctica de las modalidades ejecutivas de tipo no custodial o de custodia atenuada. Es significativo que cuanto más nos alejamos del momento puramente custodial-carcelario, en favor de una distinta implicación de las agencias de disciplina y de control social que operan fuera o al lado del momento institucional, más fácil resulta verificar —aun cuando formulada en manera diferente— la instancia y la práctica correctivas. En realidad, en la actividad rutinaria de las agencias —aun penales— descentralizadas y territorializadas de sostén y asistencia de los sujetos completa o parcialmente liberados de los circuitos segregatorios, se advierte una profunda desconfianza en las posibilidades correctivas, atribuida —ciegamente o por mala conciencia—, de vez en vez, a dificultades técnico-administrativas o simplemente económicas.
Donde, en cambio, creo poder individualizar la sede privilegiada del desplazamiento de la fe correctiva y de su práctica coherente es en el exterior no sólo de los circuitos carcelarios, sino del sistema mismo de la justicia penal (cfr. PEPA, 1992). Que quede claro que me refiero a una instancia pedagógico-correctiva en relación a tipologías subjetivas expulsadas de lo penal —definitiva o momentáneamente— y que de todas formas podrían ser tocadas nuevamente por la disciplina penal.
 
 
Fuente: Neopanopticum

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