miércoles, 30 de enero de 2013

Vandalism crime

Vandalism is an offense that occurs when a person destroys or defaces someone else's property without permission. Effects of vandalism may include broken windows, graffiti, damage to vehicles, and even damage or destruction of a person's website. The results of vandalism may be found on billboards, street signs, and building structures, as well as near bus stops, tunnels, cemeteries, and many other public spaces.

While vandalism may be considered "art" by some, it is nonetheless a crime against property that is punishable by jail time, monetary fines, or both.

What Constitutes Vandalism?
Vandalism is a broad category crime that is used to describe a variety of behaviors. Generally, vandalism includes any willful behavior aimed at destroying, altering, or defacing property belonging to another.
 
Common behaviors that may lead to a vandalism charge include:
■ Spray painting another's property with the purpose of defacing;
■ "Egging" someone's car or window;
■ Keying (or scratching) paint off of someone's car;
■ Breaking someone's windows;
■ Defacing public property with graffiti and other forms of "art";
■ Slashing someone's tires;
■ Defacing park benches; and
■ Altering or knocking down street signs;
■ Kicking and damaging someone's property with your hands or feet; and several other behaviors.
 
In addition, a person who possesses the means to commit vandalism, including possession of a drill bit, glass cutter, or other substance, may also face vandalism charges under certain circumstances (for example, a person under eighteen who carries a can of spray paint at a park or on school grounds).
 
Vandalism Laws
Vandalism is covered by state statutes, and varies by state. Some states refer to vandalism as "criminal damage", "malicious trespass", "malicious mischief", or other terms. In an effort to control the impact of vandalism, many states have specific laws that may decrease certain forms of vandalism. For example, some states have local "aerosol container laws" that limit the purchase of spray paint containers or other "vandalism tools" which could be used for graffiti or vandalism purposes.

In addition, some states have laws that prohibit vandalism to certain types of property, such as autos, churches, school property, and government facilities.

Moreover, some states have laws that prohibit specific acts of vandalism, such as breaking windows, graffiti, and using man-made substances to destroy property.

Purpose of the Law
Vandalism laws exist to prevent the destruction of property and public spaces, and may also exist to protect against hate crimes and other behavior that is directed at religious or minority groups, such as ransacking a church or synagogue, writing racist or sexist graffiti on school property, or etching a swastika in a car.
 
Penalties and Punishment
Depending on the specific state and value of the property damage, vandalism is either a misdemeanor or felony offense. Penalties typically include fines, imprisonment in county jail, or both. In addition, a person convicted of vandalism is frequently ordered to wash, repair or replace the damaged property (known as "restitution"), and/or participate in programs to clean up graffiti and other forms of vandalism. Moreover, a parent of a minor child may be ordered to pay fines resulting from their child's vandal behavior under a "parental liability" theory.
 
Related Offenses
Vandalism, on its own, is often considered a non-violent crime that generally affects ones "quality of life", but may escalate to more serious crimes typically involving juveniles including theft/larceny, burglary, drug possession, disturbing the peace, and other random acts of violence.
 
Defenses to Vandalism
Defenses to vandalism typically include circumstances that might "mitigate" or lesson the penalties, such as indifference, accident, mischief, or creative expression. Even though vandalism is a crime that generally requires completion of the act, it does not require you to get "caught in the act". You may be charged with vandalism after the fact if there are witnesses, surveillance, or other evidence that might implicate you with the crime.
 
Conclusion
Vandalism has the potential to cost states millions of dollars each year in clean-up efforts and other program costs, and may cause psychological or emotional damage to property owners as well. When a person defaces, alters, or otherwise destroys someone's property, he or she may be required to clean- up, repair, or replace the damaged property or, more substantially, face criminal penalties in the form of jail time, fines, or both.
 
Source: FindLaw

martes, 29 de enero de 2013


Ser menor y vulnerable no implicaría una doble valoración.

Casación confirmó la condena que había sido dictada por el Tribunal Oral Federal nro. 2 de Córdoba contra un imputado por trata con fines de explotación sexual en perjuicio de dos menores en grado de tentativa. Dijo que la captación si bien no se había consumado por razones ajenas a la voluntad del autor, sí había tenido principio de ejecución. También consideró que no todo menor por el hecho de serlo es de por sí vulnerable, de modo que podría aplicarse la agravante (en este caso las menores se encontraban en situación de calle ya que se habían fugado de un refugio).

“Así, tal como señaló el a quo, no todo menor de dieciocho años se encuentra en situación de vulnerabilidad en los términos del tipo penal examinado, tal como pretende la defensa al afirmar que “el concepto de minoridad encierra implícita e indefectiblemente al más específico de ‘vulnerabilidad’” (cfr. fs. 418), pues la situación de vulnerabilidad está dada por la presencia de algún factor distinto a la edad, y que coloca a la víctima en la situación de ser más propenso a prestar su conformidad para ser explotado”.

Estimó que no existía una doble valoración por el hecho de considerar la agravante de vulnerabilidad en la calificación legal y luego en la determinación de la pena, ya que si bien la mera afectación al bien jurídico protegido ya ha sido ponderado en abstracto por el legislador en relación al tipo penal en cuestión, sí puede tener incidencia como agravante o atenuante el grado de afectación a ese bien jurídicamente protegido.

En el caso, el abuso de la situación de vulnerabilidad de las víctimas del hecho por el que P. resultó condenado, constituye un elemento típico de la figura agravada en que se lo ha calificado, por referirse al medio comisivo utilizado por el autor que se aprovecha de esa situación, y la intensidad de ese abuso indica la gravedad del hecho y el mayor grado de culpabilidad del autor, circunstancias que, como dije antes, se evalúan en el momento de mensuración de la pena.

En efecto, el a quo relevó especialmente que P. se había aprovechado de la “particular situación de vulnerabilidad de las víctimas, atento el estado de abandono material y moral en que las mismas se encontraban”, en tanto intentó captar su voluntad con fines de explotación, abordándolas en la estación de ómnibus por la que ellas deambulaban desde hacía dos días, ofreciéndoles casa, comida y ropa, que era precisamente de lo que ellas carecían, dada su condición de menores fugadas de un instituto".

El Dr. Gemignani votó en disidencia porque consideró que no había habido principio de ejecución y que correspondía la absolución del imputado.

 
Fuente: Ministerio Público Fiscal

Avenimiento y mediación: ¿la pena como “objeto de negocios jurídicos”?

Por Marcelo A. Sancinetti
(*)Profesor titular de Derecho penal y procesal penal de la Universidad de Buenos Aires.
Profesor honorario de la Universidad Nacional del Nordeste.
Profesor titular de Derecho Penal y Contravencional del Instituto Superior de Seguridad Pública de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
 

I.- Se me invita a dar mi opinión acerca del cuestionamiento que se ha suscitado en la jurisdicción de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires respecto del instituto de la “mediación”, regulado en el art. 204, inc. 2, Código Procesal Penal de la Ciudad, por el cual el fiscal incita[1] a las partes a una composición u otra alternativa, para arribar a una mejor solución del “conflicto”[2]. Lo que está en discusión es si un instituto de esta naturaleza puede ser introducido por una legislatura local, como se hizo en la Ciudad, o si ello implica una modificación sustancial del régimen de la acción penal y el principio de legalidad u oficiosidad de la acción previsto en el Código Penal, y, entonces, debería ser regulado, si es que puede serlo, por el Congreso de la Nación, y no por legislaturas locales.

Agradezco la distinción de haber sido invitado a hablar de un tema semejante, pues –como se sabe–, no soy propiamente especialista en la materia, ni dominador de ningún código procesal[3]. A pesar de ello, se presume que puedo tener algo que decir al respecto, lo cual, por esa misma razón, es especialmente honrante. El problema se suscita a raíz de que, por un lado, en  la jurisdicción de la Ciudad , el instituto de la mediación opera de hecho en el nivel de investigación penal preparatoria, desembocando en decisiones de archivo que tendrían “efecto de cosa juzgada”, mientras que cuando por cualquier razón se arriba a una “citación a juicio” y el imputado brega por obtener una “solución alternativa del conflicto” que no es aceptada por el fiscal, la cuestión termina llegando a conocimiento de alguna de las tres salas en lo Penal y Contravencional, las cuales, en jurisprudencia uniforme –bien que con alguna disidencia o votos particulares de diferente fundamentación–, sostienen que la materia regulada por el art. 204, con la mediación, altera –y en forma intensa– las pretensiones punitivas del Código Penal, y, por ende, institutos del derecho común, de fondo, que no pueden quedar a merced de un criterio divergente de legislaturas locales[4]. El problema se amplía, sin embargo, por la vasta gama de casos de archivo regulada en el art. 199 del mismo Código, como, p. ej., la decisión de no perseguir a un imputado si ayuda a “esclarecer” el hecho respecto de alguien que se considera “más relevante”, en tanto aquél hubiese dado “datos o indicaciones conducentes al efecto” (art. 199, inc. f, CPP) o bien cuando, en un delito culposo, el imputado “hubiera sufrido un daño físico o moral grave que torne innecesaria y desproporcionada la aplicación de una pena” (art. 199, inc. i, CPP)[5].

Las decisiones judiciales a que he hecho referencia han sido tildadas de “resabios unitarios e inquisitivos” en una nota a fallo, escrita por el autor del Código, Luis Cevasco, quien tilda de retrógrado, en suma, un criterio que le quita a las partes la soberanía sobre su propio “conflicto”[6]. ¿Cuál es mi punto de vista al respecto?

II.- Permítaseme alterar ligeramente o drásticamente el orden del tratamiento de los problemas. El primer interrogante atañe a la cuestión del si el Estado puede, en suma –cualquiera que fuera el órgano que debiese tener la competencia para regularlo– eludir las consecuencias punitivas derivadas de la comisión de un delito, en el que la pena halle su medida según una cuantificación justa del ilícito y la culpabilidad, buscando vías alternativas por demás diversificadas: aquí una composición con la víctima; allá un juicio abreviado en el que se pacta el reconocimiento de la culpabilidad sin juicio previo, a cambio de una rebaja de ocasión; más acá aún un pacto mediante el cual un funcionario del Ministerio Público decide por sí y ante sí el archivo de las actuaciones, a cambio de algo (comoquiera que este “algo” haya de ser definido) o quizá sin obtener nada a cambio, en cualquier caso, discrecionalmente; y todavía en otra parte llegar al sobreseimiento –bajo el nombre de “archivo”– a cambio de una declaración incriminante de alguien que el Ministerio Público considera de “mayor peso” para el efecto de escenificación del proceso penal, p. ej., el jefe de una banda o cosa similar; ése es el instituto del vulgarmente llamado “arrepentido”, cuando tan sólo se trata del “testigo de la corona” (con lo que se quiere decir: que es un testigo no sólo favorable al Estado, sino también construido por él, una descripción mucho más fiel que la que se escuda detrás de la palabra “arrepentido”, que evoca las bondades de la contrición cristiana, la que aquí no hace falta para nada ni es legítimo que el Estado quiera perseguir).

Para mostrar ese último caso: la incriminación de un coimputado a cambio de una mejora procesal propia tiene numerosos déficit desde el punto de vista de su legitimación moral[7].-
En primer lugar, se busca “como prueba” los dichos de un “testigo” que tiene interés en declarar así como lo hace –e incluso se lo expresa de ese modo sin tapujos–, pues la medida del interés es la medida de una rebaja de ocasión, que en este código llega al 100%. Pero sabia regla antigua rezaba: Nemo testis in propria causa[8]. Para que él fuese creíble debería desagregarse todo interés personal en la incriminación de un tercero[9]. Dicho a modo de ejemplo, sería más verosímil –aunque no exento de mentir de todos modos, por cualquier móvil abyecto– aquel a quien se le dijera que si incrimina a un tercero se le incrementará su pena personal o al menos no se le hará ni un céntimo de rebaja, pues de otro modo no se le creería, por tener un interés personal en declarar de modo determinado. Se me dirá: entonces ¿quién va a incriminar si sale perjudicado o si no gana nada a cambio?; contesto: entonces ¿qué valor tiene que incrimine si lo hace alentado por una rebaja? ¿Cómo podría ser creído un testimonio comprado por el Estado con trueque de sobreseimiento? Además, el fiscal no atraviesa ninguna instancia judicial de control como para saber si la decisión de archivar no deriva de la promesa de una mera declaración incriminante, que puede ser falsa[10].

El segundo déficit reside en esto: el hecho cometido por el sobreseído era un hecho conminado con pena: un ilícito culpable. Pero si el participante respectivo sabe de antemano que en caso de colaborar para esclarecer el hecho obtendrá la impunidad, en tanto haya alguien por arriba de él a quien sacrificar en holocausto, el Estado terminaría alentando la conformación de grupos criminales, con tal de que cada uno no se sienta el más importante del grupo, pues, en caso de que él sea comparativamente poco importante, decaerá de hecho la conminación penal y él lo sabrá de antemano (una “dispensa de dolo” prohibida por principio en la teoría de las obligaciones, y no hay “obligación” más terminante que la que deriva de una norma jurídico-penal).

En tercer lugar, tal como ya lo habían percibido los autores de la Ilustración , nunca se podría saber si el “más relevante” no habrá sido en verdad aquel que fingió bien ser el menos importante, y, entonces, se acabaría en una “trampa cazabobos” para quien porte por azar el Sambenito de “mayor relevancia”.

Por último, la pena dejaría de funcionar como un juicio de reproche por el hecho cometido, y se convertiría en el reproche por la falta de delación de alguien “más relevante”. Pero, ¿qué podría ofrecer a cambio aquel que no supiera nada respecto de personas más “importantes”, aun cuando las hubiera habido y aunque él mismo supiese que las había? Pues, “por no saber nada del asunto” obtienes una pena, mientras que aquel que cometió acaso un ilícito mucho más grave que tú, “por poder entregarme algo a cambio”, queda impune. ¿Cómo puede justificarse este sistema?

Por si fuera poco, existe un problema de otro orden, a saber: la desigualdad de que el imputado que realmente es culpable y se declara tal, pero “esclarece” el hecho en el sentido de la inocenciade otro (en lugar de en el sentido de su culpabilidad), es decir, p. ej., que dice, e incluso aporta prueba objetiva al respecto, que cierto coimputado no tenía ninguna relación con el hecho y, por tanto, debe ser sobreseído, no recibe esa “rebaja de ocasión” –¡ni hablar de un 100%!–, a pesar de que al Estado debería serle más anhelado no punir a un inocente que castigar a un culpable.

Como lo muestra este problema, que también está regulado, aunque de otra forma, en más de una ley nacional, no sólo es discutible la cuestión del órgano legislativo competente para alterar el principio de legalidad y oficiosidad, sino también la de: bajo qué condiciones de legitimidad se puede alterar esos principios, si es que pueden serlo.

Otro ejemplo que muestra esto de modo palmario lo ofrece la Ley Penal Tributaria , que es una ley nacional, en cuyo art. 16 se permite la extinción de la acción por pago de la liquidación o determinación regulada por el organismo recaudador. Si el Estado pone en el comercio, como un bien de cambio, la acción penal, se socava la función social de la pena, cual es la misión de estabilizar la confianza en expectativas de conducta. Con la extinción por pago el Estado privilegia fines de menor importancia (ahorrar recursos fiscales) por sobre fines superiores: reafirmar la vigencia de la norma como modelo del contacto social. En soluciones alternativas limitadas a ámbitos tan específicos, la consecuencia es la de poner en duda ya la legitimidad de la pena para los delitos de ese ámbito. Pues, de esa manera, puede dudarse de si lo correcto sería que no existiera la extinción por pago o si, en cambio, la existencia de esta posibilidad demuestra más bien, al contrario, que las conductas conminadas con pena no son tan graves como se pretende, ya que son redimibles por dinero. Dicho de otro modo: la existencia de la posibilidad de extinguir por pago puede ser utilizada para fundamentar que no es legítimo prever hasta seis años de prisión por conductas cuya consecuencia penal puede ser evitada “pagando”[11]. En este caso resulta evidente cómo se desvirtúa la pena en un bien de cambio: un autor alemán lo formula así: “El Estado vende la sanción penal a cambio de dinero fiscal”[12]. ¿No es que, en suma, al que no paga, se le castiga su pobreza?

Pero existe un riesgo mayor aun en este sistema. Cualquiera sabe que en un juicio penal el acusado “lleva las de perder”. Se le proclama que goza de una presunción de inocencia, pero, de hecho, se lo trata como culpable desde el primer minuto. Si el sujeto es inocente de la imputación por defraudación tributaria, aun así podrá sentirse extorsionado a pagar la pretensión del fisco, porque muy probablemente será penado a pesar de su inocencia. Ya no son tiempos en que un sujeto quiera ir a juicio para defender su buen nombre: ¿por qué habría de poner su honor en manos de jueces?; si hay una alternativa, le convendrá recurrir a ella, así le cueste su fortuna, porque la condena se cierne de antemano sobre él con una probabilidad bastante cercana a la certeza, aunque, de hecho, fuese inocente.

Desde luego que todo esto vale también para el caso general del llamado “juicio abreviado”, denominado “avenimiento” en este Código Procesal. Que un inocente puede aceptar una pena por temor a que, en caso contrario, sea condenado a una pena mucho mayor, no es un caso excepcional en la vida práctica, sino materia corriente, “producto de los tiempos”. Doy como ejemplo el llamado “caso Casimiro”, de la Corte Suprema de Justicia de la Nación[13]. El imputado había aceptado una pena negociada por juicio abreviado, en una imputación por abuso sexual: un abuso deshonesto, sin acceso carnal. La prueba principal o única era la palabra de la víctima acusadora: una peculiaridad también de estos tiempos: un testigo único que tiene interés en la causa, a cuya declaración se le contrapone la negativa del acusado, y éste, de todos modos, sale perdiendo. Nadie explica por qué razón se le sustrae a él el principio de igualdad, y por esta vía, la presunción de inocencia, pues su palabra queda deapitada frente a la palabra de su acusadora[14], que en este caso era hija de la concubina del acusado. El hombre, naturalmente, fue condenado. Fuera de la condena quedó un caso de acceso carnal contra la misma víctima, sólo porque esta parte del hecho se había escabullido, afortunadamente, por un resquicio procesal. Por ese hecho, en efecto, el imputado no había sido intimado, ni tampoco requerida la elevación a juicio. Cuando el ya condenado hubo de ser sometido luego al procedimiento de instrucción por el acceso carnal, ocurrió que la acusadora dijo que su incriminación originaria había sido falsa; que en realidad le disgustaba la presencia del concubino de la madre, ocupando el lugar del padre[15].

Sobre esta base, el señor Casimiro intentó un recurso de revisión contra la condena por abuso deshonesto, fundado en que la acusadora había revocado su declaración incriminante, la Cámara de Casación le denegó el recurso, fundado por un lado en que el juez de instrucción de la segunda causa no tenía competencia para hacer averiguaciones sobre el hecho previo, de modo que la declaración rectificatoria no debía utilizarse: una prohibición probatoria ¡en contra del imputado!; por otro lado –y volvemos así a nuestro problema inicial– se argumentó que el acusado había aceptado su responsabilidad al negociar un juicio abreviado. Dejo de lado el primer argumento, para concentrarme en este último: allí se pasa por alto que el acusado se reconoce culpable porque, si no lo hace, le será aplicada una pena más grave. En su recurso extraordinario ante la Corte Suprema, el defensor oficial logró que la Corte revocase la decisión de la casación por arbitrariedad, y se dictara un nuevo fallo[16]. No sé cuál habrá sido la suerte final del señor Casimiro, pero es bien probable que hubiera sido inocente desde el inicio, y el sistema de “resolución alternativa de conflictos” lo haya impulsado a evitar el juicio y reconocerse culpable por abuso deshonesto, por temor a ser penado más gravemente en caso contrario. Si, en cambio, el Estado se considera autolimitado para tales rebajas de ocasión, en razón de que nadie puede ser penado sin juicio previo, y esto significa: con las garantías del debido proceso (art. 18, CN), entonces, no se puede transigir sobre la acción penal, como lo dice el art. 842 del Código Civil, y todas estas figuras decaen por su propia naturaleza, no sólo por el órgano que las establezca.

Preveo ya las objeciones de mi crítico imaginario: ¿Es que este hombre reflexiona sólo en su “laboratorio”?; ¿no ve que de este modo muchos culpables “la pasan mejor”, y, por ende, el sistema general es más beneficioso para los acusados, a la vez que el Estado logra más eficiencia punitiva y a menor costo?; ¿que sería imposible llegar a tantas condenas por la vía del “juicio justo”? A estas preguntas le añadiría yo una que mi crítico imaginario, por pudor, probablemente no se atrevería a formular: ¿es que no se da cuenta de que así fiscales, defensores y jueces ganamos el mismo peculio, trabajando menos? ¿Es que quiere hacernos esclavos del trabajo judicial en aras de la “pena justa”?

Claro que mucho de todo esto es verdad, incluso la descripción de la “reflexión de laboratorio”. Empezando por esto, como con frecuencia ocurre con una objeción adhominem, ésta es reversible, pues se puede preguntar a la inversa: ¿es que no se dan cuenta de que por estar dentro del sistema y beneficiarse de él lo convalidan?

El vicio básico, a mi juicio, de este sistema –que parece alejado de nuestro interrogante inicial, pero que le queda bien cerca– es que facilita la punición de inocentes, a la vez que incita a la disminución de la pena justa de los autores culpables.

Yo encontraría una forma de convalidar estas “penas pactadas”, siempre y cuando se previera por su parte lo siguiente: que una vez que el acuerdo punitivo fuera homologado, le quedase al acusado, ya precondenado, la posibilidad de requerir, ahora sí, un juicio justo y que, si resulta perdidoso, no se pueda aplicar en él más pena que la antes pautada. Es cierto que esto neutralizaría en gran parte la “utilidad” que se le atribuye al instituto, porque muchos acusados reclamarían el juicio posterior, anulando el sistema simplificador de la “verdad consensuada”. Pero le quedaría una utilidad residual para todos aquellos casos en que el acusado realmente se sintiera y reconociera culpable, y supiese que no tendría escapatoria en un juicio eventual, mientras que a su vez no quisiera padecer el sufrimiento extra de la llamada “pena de proceso”. La supresión de esta puesta en escena, p. ej., ante sus hijos, puede traerle muchas ventajas, y sentir él que la pena, así pautada, es una pena justa por su ilícito culpable. Sólo bajo estas condiciones sería legítima la transacción de la acción penal, aunque, por cierto, para ello haría falta una reglamentación en una ley nacional, modificatoria del art. 842 del Código Civil, porque éste no permite que la acción penal sea objeto de los negocios jurídicos; en el sentido del art. 953, CC, es un objeto fuera del comercio.

El sistema que yo propongo, con todo –que sugiero implementar ya mismo a las defensorías oficiales[17]–, apenas podría traer aparejada una negociación, porque los fiscales –sabiendo ahora de antemano que aun así se puede llegar a un juicio– tenderían a ofrecer, en el pacto, una pena más cercana a la pena justa, sin permutar la acción penal a bajo costo, como si el hecho punible abriera un mercado de “productos outlet”. En esa medida, se podría pensar que así no habría siquiera una “transacción” sobre la acción. No se puede decir lo mismo del sistema tal cual hoy funciona, coercitivamente[18]. Por cierto, la misma solución sería extensible al sistema de extinción de la acción por pago, del art. 16 de la Ley Penal Tributaria : el imputado extinguiría la acción “provisionalmente”; tras su pago, reclamaría el juicio y la extinción quedaría bajo condición suspensiva, sólo para el caso de que él resultare condenado (auto-anulándose así la condena, por quedar firme la extinción de la acción penal).

Decía muy bien Jakobs en su brillante estudio sobre desistimiento y comportamiento posterior al hecho, de 1992:
Si uno procede según los intereses, en lugar de según las categorías, el parámetro lo configura el mercado, y no la justicia. Para la contraprestación más anhelada, se paga la mayor cantidad, y, sin contraprestación, no hay ni un día de remisión de pena“[19].

En suma, primero habría que establecer si estos extravíos, de los que no había ninguno hasta hace 25 años, son posibles en un Estado de Derecho, regido por el principio de división de poderes, de la soberanía de la ley y del principio de igualdad de trato para todas las situaciones iguales. Luego discutir acerca de cuál sería el órgano competente para regularlos, si es que tales institutos pudieran ser legítimos y, en su caso, bajo qué condiciones.-

III.- A mediados de los años ´80, muy especialmente por el extraordinario trabajo que llevó adelante el colega Julio Maier con la colaboración de Alberto Binder para la redacción de su Proyecto de Código Procesal Penal de Nación[20], se hizo frecuente oír, con apoyo en fuentes europeas, que el sistema penal tal cual lo conocíamos era el producto de un Estado que le había “expropiado” al particular, a la víctima, el “conflicto” implicado por el delito. Eran épocas en que en Alemania empezaba a ser discutida la posibilidad de que la reparación o composición entre autor del hecho y víctima pudiera verse como una tercera vía, en este sentido, “alternativa”, más allá del sistema dual de penas y medidas de seguridad. Paralelamente fue desarrollándose, en especial en América Latina, la idea de que la víctima estaba en el centro del proceso penal. En alguna medida esta idea fue consecuencia de los juicios llevados a cabo por violaciones a los derechos fundamentales, cometidos especialmente en la última dictadura militar argentina, pero también en otros países. Incluso en contra de la validez de las así llamadas leyes de Punto Final y de Obediencia Debida se argumentó sobre la base del derecho inalienable de las víctimas a una persecución penal. Esos no fueron mis argumentos cuando yo reaccioné contra la validez de esas leyes, pero sí argumentaron sobre esa base los organismos internacionales, cuando éstos ligaron la invalidez de esas leyes a los derechos de las víctimas. Pero, ¿a qué se reducía ese argumento para el caso de que una víctima muerta no hubiese dejado deudos?

Esta entronización de la víctima ha tenido, a mi juicio, consecuencias nefastas para las garantías del imputado. Aquí no puedo entrar en detalles a este respecto[21].

Ahora bien, ¿es correcto pensar que el acaparamiento del problema penal por parte del Estado haya sido una expropiación, es decir, la apropiación de algo en sí privado, que el Estado hizo suyo y que le era ajeno? Tengo por equivocada esta interpretación. Es cierto que en los libros de Derecho penal, sobre todo los de corte alemán, el carácter público de la pena es explicado como el producto de una larga evolución, que se habría iniciado en una situación de “composición privada”, y que recién en torno al año 1500, especialmente tras la Constitutio Criminalis Carolina se hizo del asunto penal una cosa pública[22].

Creo que esa visión de las cosas es algo opaca. Cuál fuera la situación en Alemania en el derecho franco a inicios del siglo XVI no marca la pauta para captar el significado social de la pena, en cualquier época[23]. ¿Cuál es el elemento común que identifica a “la pena”, cualquiera que sea la época?

Si uno se imagina en un “estado de naturaleza” puro, en el sentido de Hobbes, sólo es concebible la reacción de todos contra todos: la ley de la naturaleza (más que “composición” o “venganza privada”). Esto acaba recién cuando se presupone que una norma o un conjunto de normas vincula a las personas de determinado grupo: recién allí hay una comunidad, un pueblo.

Ya en el Código de Hammurabi[24], más de 400 ó 500 años antes de que Moisés impusiera la Ley del Talión para el pueblo judío, se reconoce el principio del Talión en numerosas disposiciones, la primera de ellas en el § 3, en el que se sanciona con pena capital la falsa imputación de un delito que diera lugar a pena capital[25].

¿Por qué razón se introducía una Ley del Talión? Pues porque en el antiguo Oriente existía una práctica muy difundida, que casi era vivida como ley sagrada: la de la venganza. Pero esta costumbre se cumplía de manera tal que las venganzas eran siempre mucho más graves que las ofensas recibidas. Si un hombre mataba a otro, los familiares de éste buscaban al ofensor y procuraban matarlo a él, su mujer y sus hijos. La Biblia nos ofrece varios ejemplos de una venganza desmedida, como la reacción que habría contra el que osare matar a Caín, que lo pagaría siete veces[26]; la venganza que Lámek pide a sus dos mujeres para el caso de que él fuese matado: “Caín será vengado siete veces, Lámek lo será setenta y siete”[27]. La escena probablemente más sórdida sea la de la reacción de los hermanos de Dina, hija de Jacob, tras el rapto y violación cometidos por Siquem, hijo de Jamor. Los hijos de Jacob no dejaron nada en pie en la estirpe vecina: los varones, todos asesinados cuando se reponían del dolor de la circuncisión, ya pactada como parte de una “composición”; pequeñuelos, mujeres, hacienda, todo fue pillado o matado[28].

Por cierto, estas reacciones privadas desmedidas podrían considerarse como una constatación de que lo que decía Maier era correcto: los “conflictos” eran entonces un asunto privado. Yo no lo veo así. Estas venganzas, aparentemente privadas, eran la forma primitiva de pueblos en los que, a falta de policía que pusiera orden, se debía ejercer venganza para imponer, justamente, un ordengeneral. No hay por qué entender que eso fuese pura venganza privada, sino más bien un “asunto público”, sólo que el funcionario que ejercía la retribución era la víctima; y debía ejercer la venganza –aunque tuviese miedo de hacerlo– porque ese era también su deber frente a los demás: si no, ¿quién podría sentirse seguro? Y que esto es así lo muestra la incorporación de la Ley del Talión. Moisés da esta ley al pueblo de Israel, precisamente como parámetro de proporcionalidad. Dicho de otro modo: si tu hermano te ha sacado un ojo, no le quites los dos; que si te ha sacado un diente, no te lleves toda su dentadura. ¿Por qué podría haber normas de proporcionalidad válidas en general, respecto de un acto que fuera pura venganza privada?
Esta Ley del Talión, empero, era una recomendación dada para los jueces, no justamente una orientación de cómo obrar en la venganza privada. Los jueces, que generalmente eran legos y en ocasiones no sabían leer, necesitaban reglas prácticas. Y la Ley del Talión tampoco se aplicaba de modo literal, sino que se entendía como un mandato de proporcionalidad. Se trataba entonces de una ordenación de la pena como cosa pública, limitada por la medida del agravio externo (no había otra concepción del “daño a la vigencia de la norma”, como lesión del “contrato social”[29]): en todo caso no de una mera regulación de la venganza privada, por más que fuera venganza al fin.

Esto se ve del mejor modo en la tercera y última vez en que Moisés, poco antes de su muerte, alude a la Ley del Talión, años después de las menciones en el Éxodo[30] y en el Levítico[31]. Se lee, en efecto, en el Deuteronomio: Aquel que mata a su prójimo sin haberlo querido, sin haberlo odiado antes, p. ej., “si va al bosque con su prójimo a cortar leña y, al blandir su mano el hacha para tirar el árbol, se sale el hierro del mango y va a herir mortalmente a su compañero, ése puede huir a una de las ciudades”, dadas por Yahvéh, “y salvar su vida”[32]. “Pero si un hombre odia a su prójimo y le tiende una emboscada, se lanza sobre él, le hiere mortalmente y aquél muere, y luego huye a una de estas ciudades, los ancianos de su ciudad mandarán a prenderle allí, y le entregarán en manos del vengador de sangre, para que muera. No tendrá tu ojo piedad de él. Harás desaparecer de Israel toda efusión de sangre inocente, y así te irá bien”[33].

Esta admonición demuestra varias cosas. En primer lugar, el carácter público de la pena. No se trata de la “componenda” entre víctima y autor a espaldas de la sociedad, sino de que los ancianos de la ciudad manden a prender al autor y le entreguen al vengador de sangre, es decir, a un representante de la cosa pública, para que aquél muera. Podría no quedar ninguna víctima supérstite, en el sentido actual de la expresión, p. ej., en caso de que el muerto hubiera sido una persona sin parientes conocidos; pero esto no modifica el imperativo: “Harás desaparecer de Israel toda efusión de sangre inocente, y así te irá bien”.

Esta estructura de la frase, una expresión que comienza con una configuración aparentemente absoluta de la pena justa: en el sentido de la teoría de la retribución, pero que finaliza con una descripción de que de esta forma, ejerciéndolo así, te irá bien: prevención, no sólo demuestra el carácter público de la pena, sino el punto de contacto entre la idea absoluta de la pena justa y los fines de prevención. Si bien, en un Estado de Derecho, sólo una pena útil y necesaria es justa (un principio derivado de la Ilustración ), este principio también puede invertirse: sólo una pena justa podría ser útil y necesaria.-

IV.- ¿Cómo se relaciona todo esto con el tema para cuya discusión fui convocado?
Existe la tendencia a pensar que una teoría absoluta de la pena determinará un principio de legalidad o, mejor, de oficiosidad de la acción pública, sumamente estricto, pero que, en cambio, una visión utilitarista de la pena, sea de prevención general o especial, puede abrir la puerta a soluciones compromisorias; hacer lo más conveniente en cada caso: aquí penar, allá sobreseer, acullá transar, aunque se trate de hechos iguales, en los tres casos.-
Aquel pasaje del Deuteronomio demuestra que esa concepción no es correcta. La pena se aplica no en aras de ella misma, porque de ese modo se restablezca una justicia universal o divina, sino porque sólo de esta forma puede irle bien a la comunidad: si para cada hecho idéntico, hay una reacción idéntica.

Por ello, cuando se invoca a Platón (Protágoras) en el sentido de que ningún hombre razonable pena por el hecho de que se haya pecado, sino para que no se peque, lo que se conoce en la contraposición formulada en latín: quia peccatum est versus ne peccetur, se presenta las cosas como si la pena se impusiera con fines de prevención, y como si no importara nada la cuestión de si el hecho se ha cometido o no. Pero si de todos modos eso sigue importando, en esta medida la pena se aplicará quia peccatum est, aunque se lo haga con miras: ne peccetur.

Es verdad que uno podría representarse el Derecho Penal como completamente desprendido de la culpabilidad del autor. Es bien posible, en efecto, que la pena impuesta incluso en un juicio que cumpla con todos los requisitos formales del debido proceso, de hecho, no sea más que una teatralización de la necesidad de expiar culpas sociales por vía de un sujeto sacrificado.

Esto es lo que se conoce como “función de «chivo expiatorio»”. La imagen inicial es conocida: Yahvéh-Dios prueba la lealtad de Abraham, ordenándole entregar en holocausto a su hijo Isaac[34]. Abraham obedece y lleva a su hijo al monte del sacrificio, haciéndole cargar al propio niño la leña en la que arderá, mientras el padre lleva la lumbre. El hijo entra en dudas, porque no ve que su padre lleve ningún cordero para entregar en sacrificio. “[…] «¡Padre!», Respondió: «¿Qué hay, hijo?» — «Aquí está el fuego y la leña, pero ¿dónde está el cordero para el holocausto?»”[35].

Abraham, subjetivamente, le miente, aunque su versión, ex post, resultaría casualmente verdadera: “«Dios proveerá el cordero para el holocausto, hijo mío». Y siguieron andando los dos juntos”[36]. Cuando Abraham está a punto de inmolar a su hijo[37], un Ángel enviado por Dios lo detiene y le hace ver que se trataba de probar si era tan fiel a Dios como para semejante sacrificio. Entonces Abraham, ya detenido por el Ángel, “levantó… los ojos y vio un carnero trabado en un zarzal por los cuernos”[38]. (Se dice que allí acabaría en verdad la costumbre cananea de entregar en holocausto al primogénito. Menudo efecto humanitario habrá tenido entonces la provocación de Yahvéh-Dios a Abraham, interrumpida oportunamente por el Ángel.)

Esta estructura de la expiación de las faltas o de la conformidad a los dioses por medio de sacrificios de objetos, animales o personas, es casi uniforme en los pueblos primitivos, y, posiblemente, también en los pueblos cultos y desarrollados. Produce lo que, con Freud[39], se podría denominar un “fenómeno de identificación” muy intenso. Hay quienes piensan que el triunfo del cristianismo como religión que se expandió universalmente en occidente, por contraposición al carácter restringido de la religión judía para el pueblo de Israel en particular, deriva de que Dios-padre envía a su hijo al mundo para el perdón de los pecados, es decir, en redención del hombre[40]: “Padeció bajo el poder de Poncio Pilatos, fue crucificado, muerto y sepultado (…)”, y si bien “al tercer día resucitó de entre los muertos”, primeramente se consuma el sacrificio de Dios-padre, de su propio hijo, Jesucristo, quien antes de la pasión rogó al padre que, si era posible, apartara de él ese cáliz[41].

Esto tiene que haber resultado impresionante incluso para los pueblos nativos originarios de América, que tenían los sacrificios humanos como una parte de su propia cultura. Quien visite las cataratas del Iguazú aprenderá que las vírgenes eran arrojadas en éstas, en holocausto. ¿Cómo se sentirían esas niñas, pienso yo a menudo, y sus padres? ¿Lo vivirían como un hecho monstruoso o como un paso a la divinidad? En cualquier caso, debían de sentir pavor.

Con prescindencia de cuál sea la respuesta correcta a esa pregunta –que ha de quedar para los antropólogos– lo cierto es que enun Derecho penal con “pura y confesada estructura de chivo expiatorio”, no importaría nada en absoluto que el sujeto acusado sea inocente o culpable. La sociedad necesitaría que haya determinado número de condenados por homicidio, por robo, por violación, por narcotráfico, porque así nos iría bien.

Por supuesto que si uno asume esta perspectiva como la realmente vigente, tendría que ser bienvenida cualquier solución de medidas alternativas. Si la sociedad va a considerar expiadas sus propias culpas en apropiaciones ilícitas de bienes ajenos con que a un (supuesto) ladrón (acaso inocente) se lo impulse a hacer donaciones cada Navidad, durante 3 años –o visitar geriátricos, si no tiene nada que donar, mas al menos siempre podría comprar, p. ej., un “huevo de Pascuas”–, esa vía alternativa sería mucho mejor que aplicar pena uniforme, determinada por la ley antes del hecho de la causa, en teoría prevista para culpables.

Pero ninguna sociedad racionalista, ningún Estado de Derecho, asumiría en forma expresa que sus condenas penales no guardan ninguna relación con la culpabilidad del autor, que sólo se trata de entrega de chivos expiatorios para agradecimiento a Dios o redención de culpas, es decir, dicho en términos más modernos, que se trate de estabilizar la confianza en expectativas de conducta, a costa de cualquiera, infractor o no. Partimos de la base de que la pena, con cualquiera de sus variantes de legitimación moral, sólo se justifica demostrada que sea la culpabilidad del acusado. Que nadie nos garantice que nuestros condenados son realmente culpables es un déficit de realización de nuestra concepción del juicio justo, pero no un estado de situación que busquemos ex profeso.

V.- Actualmente en Alemania es opinión dominante la teoría de la prevención general positiva. La pena tendría la función de estabilizar expectativas de conducta. El autor del hecho pone en cuestión la vigencia de la norma: él expresa, a la manera de Hegel, que la norma no vale para él (porque si la considerase vigente para él, no cometería el hecho). Él produce así un daño a la vigencia de la norma. La reacción contrafáctica de la sociedad con la pena marca para todos que la norma sigue vigente como parámetro del comportamiento correcto; que la sociedad se halla en lo correcto; el delincuente, en lo erróneo. Este mensaje de comunicación y respuesta se hace a costa del infractor. Esta teoría, actualmente muy extendida, es defendida, con matices de detalle, por autores muy distintos, como Jakobs, Hassemer, Frister.
Pero era también una idea muy anterior al nacimiento de la expresión “prevención general positiva”. El propio von Liszt argumentaba sobre la misma base. Cito textualmente su “Programa de Marburgo”, de 1882: “Al delincuente debe retribuírsele según su valor para el ordenamiento jurídico; su valor jurídico reside en la desviación del equilibrio de las fuerzas que determinan la vida estatal, en la conmoción del ordenamiento jurídico. Conforme a ello, la retribución consiste en la reconstitución del equilibrio, en el aseguramiento del orden jurídico. (…) La pena de protección es, por tanto, la pena retributiva, bien entendida. La contradicción entre el quia y el ne es presunta. O dicho más extensamente: represión y prevención no son contrarios (…). Si el delito significa lesión del orden jurídico estatal, si la pena es protección del orden jurídico estatal, entonces no son los círculos sociales, sino el Estado, quien debe estar investido del poder de castigar”[42].

Y modernamente expresa Frister algo equivalente:
“La pena es una reacción de la generalidad contra la lesión del interés público en la validez de la norma jurídica infringida por la comisión del delito. Por tanto, el Derecho penal no regula una relación jurídica entre personas privadas, sino una injerencia de la autoridad del Estado en los derechos del individuo, que sucede en interés público”[43].

Si bien esta teoría tiene resonancia a una “idea absoluta” de la pena, vista más de cerca no se trata de una justificación absoluta –es decir, que la pena se legitime en aras de ella misma–, sino por la función social que le cabe cumplir: afianzar las expectativas de conducta.

De todos modos, que esto dé el fundamento y legitimación de la pena, no dice nada aún acerca de cómo debe estar configurada la pena, ni sobre su forma de ejecución. Desde el punto de vista de la composición de los fines de la pena (utilidad) con su naturaleza (represión) surge a la vista que, según el momento de la perspectiva: conminación, imposición, ejecución, prevalecen distintos aspectos. En la conminación penal sigue prevaleciendo la prevención general; en la imposición de la pena, la idea de que sólo la pena justa puede brindar un parámetro; en la ejecución de la pena, tienen que prevalecer los fines de prevención especial. Por ello, cuando el art. 5, párr. 6, de la CADH dice que “las penas privativas de libertad tendrán como finalidad esencial la reforma y la readaptación social de los condenados”, sólo dice eso, es decir, que una vezimpuesta la pena, debe perseguirse ese fin, pero, por sí solo, ese precepto no aporta la justificación del castigo, que se halla en un paso previo.

Según todo esto, parecería incorrecto, al menos a primera vista –adopto aquí provisionalmente reflexiones de Guillermo Orce , para objetarlas luego en cierta medida–, la idea de la pertenencia del “conflicto” a la víctima, como fundamento de la posibilidad de un arreglo privado o cuasi-privado con el autor. La víctima sin dudas es la dueña de ciertos derechos que se vieron menoscabados por el delito (su libertad, su integridad corporal, etc.), pero no puede disponer del daño público del delito, ya que éste, con seguridad, no le pertenece. No puede disponer de la necesidad de reorientación que implica y supone la pena para el resto de los que no intervinieron en ese delito, ni como autor, ni como víctima. Ante el robo cometido contra X, todos los que no son X necesitan saber si esa norma sigue vigente; para eso, el Estado tiene que poder penar sin importar el perdón de X. Eso parece imponerse si se parte del fin de la resocialización. Pues es difícil de entender por qué el perdón o el acuerdo reparador de la íctima de una agresión sexual deberían implicar la falta de necesidad de resocialización como medio para lograr la evitación de conductas similares en el futuro.

A pesar de que estas máximas, de la pluma de Orce, y que, en principio, yo comparto, suenan muy bien, parece contra-intuitivo que tal estrictez en el carácter público de la pena estatal pueda ser llevada tan lejos. Aunque el punto de partida es correcto, creo que deben ser atemperadas algunas consecuencias.

VI.- Si nadie ve como irrazonable que la acción penal por un delito contra la integridad sexual sea dependiente de instancia privada, también podría verse como razonable que la víctima pudiera revisar su primer impulso a iniciar la acción penal y volverse contra sus propios actos. En ciertos contextos y para ciertas personas, ver ejecutada una pena en su ofensor puede constituir un dolor muy intenso. Esto puede darse especialmente en los delitos contra la integridad sexual. Pero, posiblemente, no sólo en éstos. ¿Podría la víctima, entonces, volver a bloquear el interés público que “no le pertenece”?
De hecho, el proyecto originario de lo que luego fue la ley 25.087, que reformó el Título III del Libro Segundo del Código Penal, concerniente a los delitos contra la honestidad (hoy: Delitos contra la integridad sexual), y que entró en vigencia en 1999, había suprimido completamente la excusa absolutoria del matrimonio, prevista en 1921. Siendo yo, por entonces, asesor, en la Cámara de Diputados de la Nación , y no pudiendo evitar que ese proyecto fuera sancionado, pude hacer algunas sugerencias[44]. Me limitaré ahora a la excusa absolutoria del matrimonio. Yo concedía que había algunas razones plausibles para su restricción o condicionamientos, porque en ciertos contextos sociales, parecía darse el caso en que una mujer le rogase a su hija estuprada que se casara con su propio concubino, a fin de que la familia no perdiera su manutención. Pero, ¿qué pasaría en los casos en que la relación de estupro se diese en el contexto de una verdadera relación de pareja en gente de un prematuro ejercicio de su vida sexual? El delito de estupro es un puro delito de peligro abstracto. No hay ninguna certeza de que una mujer vaya a sufrir un daño por una relación sexual prematura; más bien al contrario, es posible pensar el caso de que una mujer llegue a su menopausia con la sensación de que la única relación sexual exitosa que ha tenido ocurrió al inicio de su vida sexual, a los 14 años. Pero, como pauta general, es correcta la idea de que la sociedad procure desalentar el contacto sexual prematuro –aun cuando, a su vez, lo impulsa por innumerables vías, en el mercado de bienes[45]–. Esto se produce en los delitos de peligro abstracto –como es el del estupro–, mediante una presunción general de peligro: la conducta queda “tabuizada” como incorrecta, como algo que debe-no-ser[46]. Pues muy bien; pero ¿qué pasará si dos años después esa pareja quiere casarse? –le preguntaba yo a la entonces diputada Carrió, que tildaba de “machista” cada acotación mía–. ¿Tendrá la mujer, primero, que visitar a su novio en la prisión? Esta objeción fue la que originó la incorporación de la actual excusa absolutoria del art. 132, que es propiamente una vía de “avenimiento”, una “composición entre autor y víctima”, formulada, por cierto, de manera extravagante (pero yo, en su formulación concreta, no tuve ninguna incidencia).

El texto finalmente sancionado no está para nada bien configurado, desde mi punto de vista, pero acaso sea mejor eso, que haber suprimido toda posibilidad de composición entre víctima y autor (pensando especialmente en el estupro, más que en casos de abuso por violencia), sobre todo para los casos de verdadero “enamoramiento de las partes” –por más que no corresponda a los jueces juzgar sobre este aspecto–.

Doy este ejemplo para mostrar que la realización del carácter público de la pena formulado a ultranza nos conduce, a veces, a una encrucijada. Especialmente en casos en que el consentimiento de la víctima habría podido tener efectos de haber sido dado al momento del hecho, tendría que tener alguna relevancia el hecho de que la víctima prestase un “acuerdo” o “dispensa” de modo retroactivo. Sin embargo, fuera del caso del matrimonio aceptado en forma completamente libre –supuesto en el que los demás podrían ver el hecho del pasado más bien como “un accidente”, recobrándose por sí sola la vigencia de la norma–, el “avenimiento” con la víctima (art. 132, CP) sólo debería conducir a la disminución de la pena, no a su supresión. Porque, para los demás, tendría que seguir siendo relevante que un violador no pueda purgar su infracción con una buena indemnización, cuando el deber de resarcir lo tendría de todos modos por vía del Derecho Civil[47].

Con esto vuelvo a la idea originaria de Maier. ¿Qué ocurrió entretanto en Alemania con la idea del resurgimiento de la víctima, del valor de la composición entre autor y víctima, de la que se hablaba en los años ´80?

El tema fue discutido por una bibliografía casi inabordable, por lo mismo que esta cuestión toca al núcleo básico de la esencia y fines de la pena, toca, por así decirlo, a la identidad de una sociedad.

Ocurrió que en el año 1994, tras mucho debate, se llegó a una fórmula de compromiso por la cual se incorporó en el Código Penal alemán el § 46 a , el cual, para los casos de composición entre autor y víctima o de reparación del daño al estado anterior, o bien incluso si el autor hiciera tan sólo “esfuerzos serios” por repararlo, prevé una atenuación general de la pena, bien que de carácter “facultativo” para el tribunal; pero si el delito es de criminalidad leve o media, es decir, si su pena máxima no supera el año de prisión o 360 días multa, el tribunal puedeeximir de pena[48].

Más allá de esto, el comportamiento posterior al hecho siempre fue un elemento a tener en cuenta en la dogmática de la determinación de la pena, aun antes de entrar en vigencia este parágrafo particular.

La base para la legitimación de la regla del § 46 a suele formularse así: En la medida en que los esfuerzos por reparar el daño y recomponer la situación de la víctima, en aquellos casos en que hay un lesionado particular, pueda ser visto por los demás como un reconocimiento del autor a la vigencia de la norma, este comportamiento posterior al hecho puede facilitar la reorientación social en favor de la confianza en la vigencia de la norma. En esta medida, se le reconoce cierta legitimidad[49].

Yo creo que esta explicación es engañosa, porque, si así fuera, ya las indemnizaciones del Derecho civil producirían la estabilización de las expectativas de conducta, y, entonces, el pago de una indemnización siempre neutralizaría la pena. Ahora bien: si la pena se agotase en la indemnización del daño, acaso con un “interés justo”, al infractor empedernido siempre le convendría quebrantar la norma a su gusto, pues, a lo sumo, pagaría una indemnización. En los delitos contra el patrimonio, esto sería fatal ¿Por qué habría de abstenerse el ladrón de robar o el estafador de estafar, si en caso de ser descubierto sólo tendría que resarcir el daño?

No entraré en los detalles de la discusión del § 46 a StGB. A cambio de ello, ofrezco reproducir algunas opiniones.

Ante todo, doy la respuesta que recibí recientemente del colega Helmut Frister, a mi pregunta relativa a qué opinaba él de la idea de Roxin de la “reparación” o “restauración al estado anterior” como una 3.ª vía alternativa a las penas y medidas de seguridad, y a la de si el Estado podía prescindir de pena sólo por el hecho de que la víctima o el Ministerio Público cerraran “un contrato” con el autor sobre la relevancia de su delito. ¿Es acorde a la moral y al derecho una solución de esa índole en un Estado de Derecho?

Frister contestó: “La categorización de la restauración del bien como «tercera vía» del sistema del Derecho penal estuvo de moda durante mucho tiempo, pero no ha logrado imponerse. Yo mismo la consideré una expresión que induce a error, si no incluso un fraude de etiquetas. Aun la manera en que lo formula Roxin no puede modificar en nada que la restauración del bien está en el núcleo de la indemnización del daño del Derecho civil y, entonces, en sustancia, es una renuncia a la sanción jurídico-penal. Una renuncia de esta índole podrá ser tolerable en delitos leves, pero yo comparto las objeciones según las cuales, bajo la etiqueta, que suena linda, de la restauración del bien, se practica un procedimiento de venta socialmente selectivo. Todo esto se discute actualmente sobre todo como problema del Derecho procesal penal, lo cual se ha agravado aun más, actualmente, en Alemania, por el hecho de que desde la primavera del año pasado [léase: marzo de 2009] se ha regulado legalmente los acuerdos en el proceso penal”[50].

Por su parte, a una pregunta similar sobre el problema, el por mí venerado Günther Jakobs me respondió: “En lo que se refiere a la composición autor-víctima, nosotros tenemos, como Ud. sabe, una disposición vigente en el Código Penal (§ 46 a , StGB). Esto no es moderno, pero está de moda. No considero la disposición como una catástrofe, por dos razones: primero, el Derecho Penal no puede ir desviado del espíritu de la época, y, segundo, la compensación que produce el autor es un reconocimiento de la validez de la norma y, entonces, de cualidad pública (!). Considero mucho peor la participación de los querellantes, que entienden que pueden abusar del proceso penal para escenificarse como víctimas. Una solución sería: En caso de agresiones a la integridad corporal o a la libertad, el fisco asume la indemnización (que él puede repetir del autor), y de este modo la víctima tendría que quedar «fuera» del proceso”[51].

El hecho de que Jakobs comience diciendo que “no le parece una catástrofe” le hace pensar a uno que de todos modos no le parece una regla propiamente acertada (aunque esto mismo no surge de su texto). Mi escepticismo acerca de que la indemnización pueda tener un significado mayor que el que le corresponde por el Derecho Civil ya fue puesto de manifiesto. Tampoco me seduce la idea de que uno deba ceder al “espíritu de la época”, aunque sea inevitable que una época torcida difícilmente produzca un derecho recto[52]. Más interesante aun es la anatematización de la intervención de los querellantes, esa escenificación del papel de víctimas llorosas que se hallan en el centro del escenario, y la propuesta de Jakobs de que la asunción de la indemnización por parte del Estado pueda desinteresarlas del asunto en el que se debe discutir la “cosa pública”[53].

Por último, cito aquí la opinión de Köhler, expresada en su Manual:
De la alternativa: Reparación del daño
Concepto y crítica
”Bajo la reparación ulterior puede ser entendida en parte la indemnización del daño del Derecho privado, en parte una conducta moral-autónoma del autor, especialmente un esfuerzo por «reconciliarse» con el lesionado, restablecimiento de la paz jurídica. Las prestaciones autónomas pueden tener efecto atenuante, en casos límite de delincuencia leve también conducir a la eximición de pena. Pero es insostenible afirmar que la reparación del daño es una alternativa de sanción autónoma. La sentencia que obliga a reparar el daño como tal no puede modificar en nada el componente de lesión general del hecho punible; procesalmente se trata de un anexo al proceso penal («procedimiento por adhesión») posiblemente conveniente, pero no de un componente parcial constitutivo. La coerción a «esforzarse», contenida en una sanción autónoma, de restablecer las cosas al estado anterior, lesiona el presupuesto de que una prestación moral debe ser autónoma y carece, por ello, de valor atenuante de la culpabilidad y de la pena. Bajo la presión de la persecución penal y de una sanción más grave que está en expectativa, no se puede hablar de una «voluntariedad», claramente es, también, una contradicción sistemática con el presupuesto de voluntariedad jurídicamente análogo del desistimiento de la tentativa. — La concepción según la cual la reparación del daño, conforme sea su medida, podría bastar incluso en caso de delitos graves, recorta demasiado el hecho punible a un conflicto privado y yerra el aspecto de lesión general del Derecho Penal (público).

”[…] Por ello, también la idea, que confunde Derecho penal y moralidad, de una «reconciliación organizada» mediante instituciones públicas debe ser juzgada con claro escepticismo”[54].

Como resulta de esa exposición, sumamente convincente a mi juicio, y entrando ahora al fondo de la cuestión, es decir, con prescindencia del órgano legislativo que incorpore soluciones “de mediación”, con coerciones a pagar, pedir disculpas, reconciliarse y “ser bueno” con el sujeto que se auto-proclama como “la víctima”, el restablecimiento de las cosas al statu quo ante no tiene nada que ver con un sustituto de la pena pública y encierra los mismos riesgos de coerción que los institutos del arrepentido, pago de la deuda fiscal, juicio abreviado, etc., acaso de gravedad menor, pero sustancialmente errados. Si ello se restringe a ámbitos de muybaja criminalidad, acaso pueda soportarse como algo que no llega a ser una “catástrofe”, y que puede simplificar la labor de muchos a bajo costo. Pero seguirá rigiendo que esto tiene una cuota de “conveniencia” sólo presuponiendo que el autor sea culpable; el inocente que es obligado a tratar con abogados y psicólogos de institutos públicos que lo instan a reconciliarse con quien lo quiere querellar, ha de vivir esto como pura humillación.-

VII.- Para ir cerrando mi exposición y tomando una posición definida sobre la pregunta inicial, señalo que reglas de esta naturaleza están tan en la base del sistema social, atañen tanto a la identidad de una sociedad, que es manifiesto que forman parte del derecho de fondo, del derecho común, que no pueden introducirse en forma divergente mediante reglas locales, aun cuando muchos otros códigos de procedimientos, no sólo el de la Ciudad de Buenos Aires, contienen reglas que vulneran la legalidad y oficiosidad de la acción penal regulada en el Código Penal y la proscripción de la transacción de la acción penal prevista en el Código Civil. Que en Alemania se haya introducido los acuerdos sobre la pena en el Código Procesal Penal no demuestra nada, porque ambos códigos, el penal material y el procesal, son competencia del mismo órgano legislativo, y con el mismo alcance territorial de toda la República Federal.

Ilustraré mi conclusión con otra narración de mi época de asesor legislativo. Durante el tiempo en que Bernardo Quinzio fue senador, se discutió en el Senado un proyecto de “ley de arrepentido”, que impulsaba por entonces el gobernador Duhalde y algunos medios de comunicación. Los legisladores adeptos –no adictos, adeptos– a Carlos Menem estaban, en general, en contra de este proyecto. Yo desconocía el trasfondo político de la cuestión, como me sucede generalmente. Pero para mí era inadmisible aceptar una figura como ésa. Le dije entonces al senador Quinzio que si él votaba en favor de ese proyecto yo tendría que renunciar. Él me contestó: “Cuando Ud. entró acá dijo que emitiría siempre su propia opinión. Pero el legislador soy yo, y yo también soy independiente; de manera que voy a hacer lo que a mí me parezca correcto. De todos modos, en este punto creo que coincido con su opinión”[55]. Lo cierto es que ese proyecto fue rechazado. La propuesta de los duhaldistas fracasó en el Senado. Pero Duhalde logró que se deslizara algo similar a la figura del arrepentido (“testigo de la corona”), en el Código Procesal Penal de la Provincia de Buenos Aires[56], bien que de modo tan incorrecto, desde el punto de vista de las competencias, como está introducido en el art. 199 del Código Procesal Penal de la Ciudad. Algo que altera la medida de la pena o incluso su imposición misma no se puede regular de distinto modo según cada legislación local. Como tampoco podrían haber sido anuladas las leyes de Punto Final y Obediencia Debida por medio de una ley local, si es que eran “anulables” por ley.

Cuento un segundo episodio similar. En ese mismo año 1997, como asesor del senador Bernardo Quinzio , yo había estado formulando un proyecto de ley con una extensa fundamentación, que, por un lado, aumentaba la pena de los delitos imprudentes de todas las figuras culposas del Código Penal, pero, por otro, se introducía también una serie de casos de atenuación general de la pena, para numerosas hipótesis, entre las cuales se hallaba el error de prohibición evitable, la imputabilidad disminuida, el comportamiento posterior al hecho de carácter excepcional, la posibilidad de que la pena prevista para el delito violara, en el caso concreto, el principio de proporcionalidad, y aun también el caso en el que el autor del hecho sufriera un daño material o moral de consideración por la propia comisión del delito (este es el llamado caso de la poena naturalis[57]).

El proyecto fue presentado por los senadores Quinzio (PJ) y Agúndez (UCR), ambos de la provincia de San Luis, y había obtenido el beneplácito de toda la Comisión de Asuntos Penales del Senado, incluida en ella la actual presidenta de la Nación , a excepción del voto del senador Yoma, quien tejió una operación de prensa con un periodista del diario “ La Na ción”, por un lado, y diversos periodistas de televisión, por otro, para bloquear completamente el proyecto. Creo que habría sido la reforma más significativa de la parte general del Código Penal, si hubiera sido sancionada –pero, claro, yo era el redactor del proyecto–. Carlos Creus, sin embargo, dijo precisamente eso en un dictamen dirigido a la Co misión. Pero los medios de comunicación pesan más que las ideas ilustradas. Si bien la entonces senadora Fernández de Kirchner expresó ante el senador Quinzio –autor oficial del proyecto– que eso “tenía que ser una maniobra de Menem”, que el proyecto tenía que salir igual, etc., etc., lo cierto es que los (demás) legisladores se inhibieron –por decir poco– ante la reacción de los medios de comunicación. Éstos decían –poco menos– que con tales reducciones de pena se daría “la libertad a los violadores”, cuando sólo se estaba previendo una reducción de la pena para casos de menor cuantificación del ilícito y la culpabilidad u otras circunstancias que legitimaban una atenuación.

Ahora bien, nuestro proyecto fracasó en el Senado. ¿Habrían podido incorporarlo sus autores, si hubieran tenido el “poder local” suficiente, por vía del Código Procesal Penal de cada provincia o al menos del de su propia provincia? De hecho, los institutos especialmente atacados por aquel entonces por la prensa son los que están previstos diversificadamente en los casos “de archivo”, y en parte también en la “mediación”. Porque bajo la expresión “comportamiento posterior al hecho de carácter excepcional” podían caer diversas manifestaciones de la conducta asumida por el autor después del hecho. En todo caso, se trataba de una atenuación de la pena, no de una impunidad, como se hace ahora en este código local.

Por último, señalo un problema que no es menor en la configuración de este Código Procesal Penal de nuestra Ciudad, y es el hecho de que el fiscal pueda decidir por sí y ante sí, de modo discrecional, si pondrá en marcha la acción penal, si la tirará a la basura o si la venderá al mejor postor. Así obraba el procureur du Roi en el Ancienrégime, con lo que quiso terminar el pensamiento de la Ilustración ¿Quién controlaría que esa discrecionalidad no sea fuente de corrupción? Su origen ya lo es: quebranta la legalidad del Derecho. El art. 274 del Código Penal conmina con pena “al funcionario público que, faltando a la obligación de su cargo, dejare de promover la persecución y represión de los delincuentes”. ¿Cómo podría un código procesal anular la obligación de promover la acción penal precisamente del Ministerio Público?[58]

Incluso sobre el más honesto de los fiscales siempre pendería la duda, al menos a los ojos del hombre de la calle –que sufraga su sueldo con el pago de impuestos–, de que si a éste le ha tocado ir a juicio será porque no ha sabido regirse bien en este ámbito “de los negocios”, pero que, seguramente, el fiscal “tenía su precio”.

VI.- Resumo mis conclusiones:
a) La cuestión propiamente discutida en la jurisdicción de la Ciudad, relativa a si las así llamadas formas “alternativas de solución del conflicto” pueden ser reguladas en el Código Procesal local o deben serlo en una ley de fondo, me parece de respuesta evidente: es una cuestión de fondo; los argumentos de las sentencias respectivas son autosuficientes en este punto, aunque creo haber dado otros argumentos paralelos o convergentes.-
b) En apariencia, se podría discutir si las salas de la Cámara tenían competencia para declarar la nulidad del instituto de la “resolución alternativa”, cuando sólo recurría el imputado. Pero esa apariencia engaña. Allí no se trataba de declarar una inconstitucionalidad más allá de los límites del recurso. Los respectivos recurrentes reclamaban la aplicación de un remedio alternativo al juicio, que, en instancia anterior, les había sido denegado –cualesquiera que hubieran sido las razones–, y les requerían a los jueces de alzada que les otorgaran ese remedio alternativo. Entonces, la cuestión de la validez constitucional del remedio reclamado era un presupuesto a analizar antes de proceder a concederlo. Por ende, el recurso de cada uno ponía en juego, para el caso concreto, la validez constitucional de la norma en que se pretendía fundar el derecho.-
c) Ahora bien, buena parte de los institutos regulados en el Código Procesal Penal de la Ciudad tampoco serían válidos, a mi modo de ver, incluso si fueran legislados por una ley nacional.-
d) Ya como principio, no es “retrógrado” declarar asunto público lo que es propiamentepúblico. Para lo “negociable”, las partes ya tienen el fuero civil y comercial, que regula los objetos que sí están en el comercio.-
e) Ciertamente, para los delitos leves, una solución indulgente, no punitiva, no es esencialmente censurable, pero eso es así en la misma y justa medida en que tales infracciones podrían ser lisa y llanamente desincriminadas por el legislador y convertidas acaso, si fuera necesario, en contravenciones al orden. Toda decisión al respecto, sin embargo, en la medida en que el hecho siga siendo subsumible en un tipo penal, es competencia del Congreso de la Nación, al menos en tanto éste no abra un campo de soluciones de “atenuación” o “eximición” de pena, reglamentadas legalmente.-
f) Para casos de verdadera “insignificancia”, en sentido estricto, eso sí podría ser resuelto directamente por leyes locales, en la misma y justa medida en que, por vía de interpretación, se pueda llegar a sostener que el hecho insignificante del caso no hubiera llegado a realizar el tipo penal, interpretado éste “correctamente”. Una decisión de esa índole, sin embargo, debería ser sometida a decisión judicial y no quedar a merced del Ministerio Público[59].-
g) No hay ningún axioma cuyo contenido pueda identificar el “principio acusatorio” con una discrecionalidad absoluta del Ministerio Público para “jugar a los naipes” con la acción penal, es decir, dejar sustraído, precisamente a ese órgano, de lasujecióna la ley[60]. Al contrario, fue el ideario de la Ilustración acabar con la imagen del procureur du Roi del antiguo régimen, pues en sus manos quedaba el poder de perseguir precisamente como a él se le ocurriese, sin atenerse a un principio de igualdad.-
h) Las soluciones “de mediación” reguladas en muchas provincias argentinas, es decir, en violación al principio de legalidad y oficiosidad de la acción penal, son, desde el punto de vista de su propio funcionamiento, censurables bajo muchos aspectos, y a lo sumo podrían tolerarse para delitos leves –si el Congreso de la Nación habilitase por ley a que las provincias regularan la forma de arribar a esas soluciones– y como una solución más propia de lo que hay que sufrir por los tiempos de moda, que porque eso tenga un fundamento sólido de Filosofía moral.-
Esta ponencia, por cierto, padece de una “dosis de optimismo”. La idea de que uno viviese aquí en un “Estado de Derecho” es más bien lo que ha quedado de las antiguas ilusiones de otros tiempos, de generaciones de juristas frustradas en sus ideales de justicia. Un Estado en el que su presidente –absorbiendo al Senado– puede derrocar una Corte entera, o bien a la mayoría de sus miembros, para designar los suyos, y luego reducir el número de los que integran el tribunal, para que todo quede bien “cerrado”; un Estado que les escatima a los Estados provinciales que lo integran los recursos económicos que les corresponden, para aleccionar a los gobernadores disidentes; un Estado que primero legisla sobre jubilaciones privadas, instando a la gente a ahorrar para su jubilación ulterior, para luego arrebatarle su dinero con “fines públicos” (y acaso ni siquiera a tales fines); un Estado en el que las elecciones se mudan de fecha para que el gobierno “pierda por menos”, más allá de “mostrar como candidatos” a personas que, se sabe de antemano, no asumirán su cargo, pero que se presupone que “captarán más votos” que aquel que a la postre lo asumirá; un Estado que se permite así fuese en una sola jurisdicción un procureur du Roi, que decida por sí y ante sí a quién perseguirá penalmente y a quién no; un país en el que cualquiera se siente con derecho a peticionar sobre la base de cerrarle el paso al vecino, cortar rutas y puentes, avenidas, calles y plazas, mientras el Estado se retira de su función de ser garante del orden general, impulsando a una regresión al antiguo Oriente (venganza privada a título de interés público); en fin… un Estado que evoca permanentemente la idea de San Agustín, de que “una sociedad desorganizada es una gran banda de ladrones”, ese tal Estado, pregunto: ¿cómo podría aspirar a tener normas que “se hallen vigentes” y cuyo quebrantamiento individual ponga en cuestión su “vigencia”? ¿Cuáles normas? Si todo es anómalo, posiblemente ninguna regla sea válida. Renace así algo similar al “estado de naturaleza” y todos “pueden” contra todos. Si la sociedad se asume a sí misma de ese modo, es decir, no como sociedad, sino como amontonamiento de personas que se quitan los derechos unas a otras, ya pierde sentido la estabilización de normas de conducta que de todos modos sólo un grupo de personas reconoce como vinculantes. En un tal caos sólo restaría “la mediación de todo”. La pregunta de si podríamos soportar una auto-declaración de quiebra definitiva del patrimonio jurídico y valorativo del Estado no se puede responder aquí. Pero si la respuesta fuese afirmativa, ya todo quedaría “al margen de la ley”.-
Este trabajo presupone que el Estado de Derecho fuese en sí “recuperable” y no hay por qué pensar que la desazón tenga que ser eterna.-

 
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Notas
[1]La ley usa el verbo “invitar”, pero, por las razones que se desprenderán del siguiente discurso, se trata de algo más intenso que una “invitación”.
[2]Me atengo a la terminología “sociologizante”, que está de moda, con la cual, empero, se pierde de vista aquello de lo que se trata jurídicamente: de la comisión de un delito, esto es: del quebrantamiento de una norma fundamental para la convivencia social (si no fuera fundamental, su infracción no debería constituir delito, sino ser rebajada a contravención o pasar a integrar lisa y llanamente la “libertad de obrar”).
[3]De todos modos, lo que aquí está principalmente en juego no es el artículo tal o cual de un código, sino la asunción de una posición básica ante las funciones del Estado.
[4]Véase, p. ej., las siguiente sentencias: Sala I, causa 45.966-02-CC/09, “Incidente de nulidad en autos «González, Pedro, s. infr. art. 183, daños, CP»”, sent. del 29/5/2009; Sala II, causa 23.694-00-CC/2008, “Valdez, Víctor Gustavo, s. infr. art. 1 de la ley 13.944, apelación”, sent. del 14/12/2009; Sala II, causa 22.323-01-CC/2008, “Incidente de apelación en autos «Leguizamón, Gustavo»”, sent. del 29/6/2009; Sala III, causa 44.832-01-00/09, “Incidente de Nulidad en autos «Acevedo, Roberto Miguel y Furchini, Norma Alejandra s. infr. arts. 96 y 183 del CP»”, sent. del 29/9/2009.
[5]Con esto se quiere regular un caso de poena naturalis, que, para Kant, no podía alterar la poena forensis, pero, en general, el pensamiento penal moderno acepta como causal de disminución si no de la culpabilidad, sí de la necesidad de la pena. Mas, de concedérsele efectos a la poena naturalis (como debería ocurrir, si bien en el Código Penal, y más bien en el marco de la atenuación que de la eximición), no tendría por qué estar limitada a los delitos imprudentes (ejemplo: el autor pone una bomba en un atentado, en el que pierde dos extremidades, mientras que sus metas políticas han fracasado y el destinatario salió además ileso), ni tampoco estaría justificada en cualquier caso de delito imprudente, por el mero hecho de que no hubiera dolo. Ejemplo: el padre que conduce el automóvil llevando siempre a su hijo de 4 años en el asiento delantero y sin ninguna seguridad adicional, pese a los ruegos de la madre que le viene diciendo desde tiempo atrás que debe ubicar al niño en el asiento trasero y con los recaudos adicionales de seguridad adecuados, probablemente no merezca siquiera una atenuación de la pena, por doloroso que fuese su pesar al causar la muerte del niño en un accidente en el que aquellas deficiencias fueran relevantes, dada la gravedad de su imprudencia, su desprecio a la seguridad del prójimo y los oídos sordos a los ruegos de la mujer, que tendría su propio derecho a insinuarse como particular damnificada. Que por el momento estos casos no sean de competencia de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires es un déficit de los tiempos; pero en algún momento sus tribunales tendrán cedida toda la jurisdicción que le corresponde a la Ciudad. El propio Código Procesal Penal de la Ciudad ha sido concebido para el caso de que esto llegara a ocurrir.
[6]Cevasco, Resabios unitarios e inquisitivos en fallos judiciales, “El Dial”, 10/8/2009.
[7]Ya en este sentido, Sancinetti, Observaciones críticas sobre el proyecto de ley de tratamiento privilegiado al “testigo de la corona” (¿“arrepentido”?)- Ponencia ante el Senado de la Nación, en “Cuadernos de Doctrina y Jurisprudencia Penal”, año III (1997), n.° 7, pp. 791 ss.
[8]Cito según el diccionario de Liebs: Lateinische Rechtsregeln und Rechtssprichwörter – Zusammengestellt, übersetzt und erläutert von Detlef Liebs ([Reglas jurídicas y aforismos latinos, reunidos, traducidos [al alemán] y explicados por Detlef Liebs), 5.ª ed., C. H. Beck, 1991, letra N, n.º 82: “Nadie es testigo en causa propia. Quien es parte en un proceso o participa de cualquier otro modo no puede aparecer en ella como testigo, sino que debe proceder como parte, o bien como acusador o acusado. Dig. 22, 5, 10 (Pomponio) […]”. Hoy, en principio, ya no rige.
[9]“La veradera medida de su credibilidad no es otra sino el interés que tenga en decir o no decir la verdad”; así, Beccaria, Dei delitti e delle pene, al cuidado de Piero Calamandrei, Firenze, Felice Le Monier, 1945, § VIII, pp. 198 s. Cf. la versión española de Beccaria, De los delitos y de las penas, de Francisco Tomás y Valiente, Aguilar, Madrid, 1969, VIII, p. 86 s.
[10]El Código ni siquiera se esfuerza por limitar el “esclarecimiento” merecedor de la impunidad al aporte de “indicios objetivos”, por más que en el caso éstos provengan de una “declaración”. Al contrario, parecería que se conforma con un “esclarecimiento” derivado de “las palabras mismas”.
[11]Tomo este párrafo casi de modo literal de un memorándum personal que preparó Guillermo Orce , a mi pedido, antes de dar la conferencia que dio lugar a este texto. Véase también Orce/Trovato, Delitos tributarios, Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 2008, pp. 268 ss.; parcialmente coincidente, con otras referencias, Orce, Función de la pena y delitos tributarios, en Montealegre Lynett (coord.): Derecho penal y sociedad, Universidad Externado de Colombia, 2007, t. II pp. 215 ss.
[12]Kummer, en: Wabnitz-Janovsky (ed.), Handbuch des Wirtschafts- und Steuerstrafrechts, Múnich, 2004, p. 1209 (tomo la cita a partir del memorándum de Orce, cit. en nota precedente).
[13]“Fallos C.S.”, t. 329, p. 5310 (con disidencias de los jueces Argibay y Lorenzetti, que proponían aplicar el art. 280, CPCCN).
[14]Al respecto, extensamente, Sancinetti, Acusaciones por abuso sexual: principio de igualdad y principio de inocencia - Hacia la recuperación de las máximas: “Testimonium unius non valet” y “Nemo testis in propria causa”, en “Revista de Derecho Penal y Procesal Penal”, Abeledo-Perrot, junio 2010.
[15]Claro que la mujer podría haber mentido esta segunda vez, y haber sido cierta la incriminación originaria. En materia de delitos sexuales se está operando con un sistema infalseable para la defensa: se considera un indicio de veracidad de la declaración incriminante el hecho de que la acusadora se mantenga firme en varios momentos de su incriminación (“indicio de perseverancia”), pero al mismo tiempo se sostiene que en “caso de retractación”, en razón de que ésta puede deberse a los efectos negativos que la denuncia puede haberle causado a la propia acusadora, se parte de la base de que, en principio, la retractación es la corroboración del abuso, y los peritos usan esta fórmula con “todo rigor científico”. El acusado se enfrenta así a un barrera impermeable: si la acusadora insiste en la incriminación tiene que ser verdad lo que ella dice (“porque nadie insistiría tanto si no dijera la verdad” [?]); si ella se desdice, miente en la retractación. Sobre todo esto, cf. mi trabajo cit. en nota precedente.
[16]El fundamento normativo invocado por la Corte era, a mi juicio, incompleto. Había, sí, arbitrariedad en la decisión recurrida; pero, por encima de ello, estaba comprometida una cuestión constitucional, a saber: a) En primer lugar, que el tribunal recurrido suponía aplicar una prohibición probatoria contra el imputado, sólo en razón de que el juez de instrucción hubiera indagado “de más”; dado que una declaración rectificatoria de la mujer habría valido en cualquier parte, p. ej., si se hubiera hecho ante un escribano o ante cualquier tercero que luego diese noticia de esta referencia, había ya una violación al derecho a ser juzgado con las “debidas garantías” (art. 8, párr. 1, CADH), en el hecho de considerar que el juez instructor se hubiera “excedido” al investigar; esto no podía perjudicar al imputado (no se trataba, p. ej., de que el acusado hubiera obtenido una declaración veraz, pero por medio de aplicación de tormentos). b) La invocación de que la pena previa hubiera podido ser obtenida por una vía coercitiva, tal como lo demostraban los hechos –en tanto la declaración rectificatoria de la mujer hubiera sido veraz– ya ponía en crisis la legitimidad del procedimiento por el cual había sido penado inicialmente el señor Casimiro, de modo que había un agravio constitucional implicado en su intento de revisión, bloqueado por el tribunal de casación. Pues el acusado estaba diciendo: “no es tan sólo que yo tenga una prueba posterior al juicio, sino que ésta demuestra que mi reconocimiento de culpabilidad pretérito se basó en coacción estatal”.
[17]La implementación sería del siguiente modo. Tras la homologación de un acuerdo sobre la pena (“juicio abreviado”, “avenimiento”), el defensor plantearía la inconstitucionalidad de haber sido coercitivamente invitado a una negociación sobre la pena justa, que el acusado ha aceptado por no quedarle más remedio, si no quería estar expuesto a un tratamiento más agresivo por parte del Ministerio Público en el juicio. Ahora viene a requerir el “juicio justo”, es decir, “con las debidas garantías”, mas sin que sea posible que le fuese aplicada, en caso de resultar condenado, una pena más grave que la ya homologada. Pues esta queja debería clasificarse como recurso, sujeto a la garantía de proscripción de reformatio in peius. Me refiero en el texto sobre todo a los “defensores oficiales”, antes que a “cualquier defensor”, porque aquéllos tendrían la posibilidad de producir un “giro en masa” del tratamiento del problema. (Los abogados particulares apenas tendrían peso institucionalmente, pero siempre podrían hacerlo por su defendido en el caso concreto.)
[18]Orce ha objetado (memorándum cit.) que aunque a él le parece inmoral y contrario a Derecho el “pacto sobre la pena”, éste no podría ser declarado inconstitucional en contra del interés del acusado; según él, eso podría fundarse sólo en una visión paternalista. Contesto: no hace falta invocar las garantías del imputado para contradecir su voluntad, basta con constatar que el Estado carece de facultades para pactar sobre la pena; se trata de un acto de nulidad absoluta, que nadie puede homologar. También la sociedad misma tiene derecho a la “pena justa”. La idea de que no podría haber ninguna declaración de inconstitucionalidad en contra del imputado, por un lado sería incompatible, p. ej., con la declaración de inconstitucionalidad de las leyes de Punto Final y de Obediencia Debida (cuya invalidez, al menos originariamente, los tribunales podrían haber hecho sin ninguna duda). Por otro lado, no hay ninguna máxima cuyo contenido imponga que el acusado pueda beneficiarse de los actos ilícitos. Al contrario, la parte final del art. 953 CC dice, con razón, que “los actos jurídicos que no sean conformes a esta disposición, son nulos como si no tuviesen objeto”.
[19]Jakobs, Rücktritt als Tatänderung versus allgemeines Nachtatverhalten [Desistimiento como modificación del hecho versus conducta posterior al hecho de carácter genérico], en ZStW, t. 104 (1992), p. 82 ss., esp. p. 86 (hay versión española de Enrique Peñaranda Ramos en Jakobs, Estudios de Derecho Penal, Civitas, Madrid, 1997, pp. 325 ss., esp. p. 328).
[20]A pesar de las observaciones críticas que seguirán en el texto respecto de la visión “ius-privatista” del Derecho penal antiguo, acoto que Julio Maier , cuando preparaba su proyecto de Código Procesal, y pensando en la posibilidad de prever una regulación para situaciones en que operasen reglas derivadas de un “principio de oportunidad”, se dirigió a la comisión que por entonces se había creado para la revisión y reforma del Código Penal, en razón de que quería saber si esta comisión tenía prevista alguna forma de flexibilizar el principio de legalidad u oficiosidad de la acción pública. Según su relato, que recuerdo bien, tal comisión reaccionó mal a su interrogación, como si la pregunta fuese una suerte de tendencia al condicionamiento del trabajo de esa comisión. Pero Maier refería que él tan sólo quería saber si habría alguna regulación al respecto, porque, sin esa modificación, el Código Procesal no podía introducir ninguna regulación de esa índole. Al menos hasta ese momento, entonces, Maier pensaba como la mayoría de los integrantes de las salas de la Cámara en lo Penal, Contravencional y de Faltas de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, y en el mismo sentido en el que se discurrirá aquí. En cambio, más allá de la discusión sobre las competencias, él sí se mostraba jubiloso, al menos por entonces, de que el Estado pudiera decidir a discreción en el nuevo país que se avecinaba. Hoy como ayer –como se mostrará– yo estoy completamente en contra de esa posición. Y hasta donde yo recuerdo de mis primeros años de amistad con Julio Maier , antes del advenimiento de la democracia, él era devoto del principio de legalidad y oficiosidad.
[21]Dicho brevemente: si la víctima está en el centro, padecen las garantías del acusado, justamente porque sus intereses pasan a quedar en la periferia. Como consecuencia de ello, los vientos de moda fueron favorables a la creación de las más diversas “Organizaciones No Gubernamentales”, que so pretexto de superar la corrupción estatal, acaso la hayan multiplicado. En el Derecho Penal en particular esto condujo a la existencia de asociaciones que reclamaron el derecho a constituirse en querellantes o particulares damnificados a título propio, con tal suerte que el acusado hoy debe enfrentarse con frecuencia a una pluralidad de acusadores: el Estado, la víctima, la asociación de víctimas cercanas al caso, la asociación de víctimas alejadas del caso –pero que de todos modos se insinúan con un interés–, otra asociación de víctimas contrarias a las otras dos y con las cuales compite acaso por obtener subvenciones de organismos internacionales (o nacionales), pero que igualmente tiene algo que decir contra el acusado, etc., etc., mientras que hasta hoy –aunque algunos abogados soñamos con alcanzar esta meta– no se ha creado ningún organismo no gubernamental que defienda por sí, es decir, a título propio, los derechos y garantías difusas de todos los imputados, incluso en contra de la opinión del imputado del caso concreto. ¿A qué queda reducido hoy el “principio de igualdad de armas” si el acusado tiene que defenderse de una multiplicidad de acusaciones, que con frecuencia sostienen configuraciones distintas del hecho objeto de acusación, calificaciones jurídicas distintas, e interpretaciones contrapuestas de los testimonios y demás medios de prueba que acreditarían, según la perspectiva de cada acusador, el hecho objeto de acusación y de una manera diferente? El acusado queda entonces como el rey David frente a Goliat, pero sin tener de su lado el respaldo de Yahvéh-Dios que David sí tuvo (Libro Primero de Samuel, 17, 1-57).
[22]En el Manual de Helmut Frister (Strafrecht, AT, 4.ª ed., Múnich, 2009, n.º m. 1/4), se lo expresa así: “La naturaleza jurídico-pública de la pena no es una obviedad, sino el resultado de una larga evolución del Derecho. La lesión de los derechos de un hombre por parte de otro hombre se convirtió en un asunto público recién en virtud de que, en la sociedad, surgiese un poder de señorío que no sólo le impuso a los hombres obligaciones en beneficio del señor mismo (p. ej., impuestos y prestaciones laborales), sino que también pretendió regular de modo vinculante, en pro del bienestar general, la convivencia de los hombres entre sí. Una comprensión tal del Estado moderno se impuso definitivamente en Alemania recién en la temprana Edad Moderna (en torno al año 1500). En correspondencia con ello, recién desde entonces la punición de infracciones del Derecho es entendida, básicamente, como un asunto público. Anteriormente, la clase y alcance de la reacción contra una infracción del Derecho dependían, en mayor o menor medida, de la voluntad de la víctima. En el Derecho franco, incluso el homicidio doloso podía ser purgado, en parte, pagándole a los parientes un «precio del hombre» („Wergeld“)” (con cita de Rüping/Jerouscheck, Grundriss der Strafgeschichte, 5.ª ed., 2007, n.º m. 8/11).
[23]Esto no debe entenderse en el sentido de un demérito del autor de este texto hacia la obra citada en nota precedente (ni hacia los autores citados por Frister: dos prestigiosos historiadores del Derecho). Al contrario, el autor considera el Manual de Frister como una de las obras generales más interesantes de las que han aparecido en Alemania en los últimos años, y, por ello, se ha aplicado a traducirla por completo, lo que espera ver realizado en un producto final, en breve. Lo que se quiere decir enseguida en el texto es que la reacción particular puede verse ya como hecha “en interés público”, en una sociedad organizada insuficientemente. De hecho, en un mensaje posterior a mi conferencia, Frister me respondió: “Ud. tiene razón, seguramente, en que también ya antes en otras partes de Europa y del mundo hubo ordenamientos jurídicos que consideraban la pena como un asunto público. En esa medida, el n.º m. [1/4, v. nota precedente] induce a error”.
[24]Cf. la edición del Código de Hammurabi, con Estudio preliminar, traducción y notas de F. Lara Peinado, Tecnos, Madrid, 1986, y los numerosos parágrafos que se inspiran en la Ley del Talión, en el índice de materias, p. 227: §§ 3, 4, 116, 127, 136, 196, 197, 200, 202, 210, 219, 229, 230-232, 235-237, 245, 263.
[25]Sobre el significado de la venganza, la Ley del Talión, y su relación con el tabú de la sangre y el mito del disvalor de resultado en Derecho Penal, cf. Sancinetti, El pensamiento de la Ilustración y el llamado “principio de lesividad”, lección de investidura al título de doctor honoriscausa por la Universidad de la Cuenca del Plata, de próxima aparición.
[26]Génesis, cap. 4, vers. 13-15.
[27]Génesis, cap. 4, vers. 23, 24.
[28]Génesis, cap. 4, vers. 25-29.
[29]Al respecto, cf. Sancinetti (según referencias de nota 25), con extensas transcripciones del pensamiento de Filangieri.
[30]Éxodo, cap. 21, vers. 23-25.
[31]Levítico, cap. 24, vers. 19-22.
[32]Deuteronomio, cap. 19, vers. 4, 5.
[33]Deuteronomio, cap. 19, vers. 11-13. Estrictamente, esa no es la última referencia sobre la Ley del Talión, pues, inmediatamente, bajo el mismo capítulo se prescribe “El talión: Vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie” (al final del cap. 19, 21), tras las admoniciones contra el testigo que declara falsamente (19, 16-21), y tras sentar la regla general de que “un solo testigo no es suficiente para convencer a un hombre de cualquier falta o delito” (19, 15), exigiéndose dos o tres para que esté “firme la causa”.
[34]Génesis, cap. 22, vers. 1-19.
[35]Génesis, cap. 22, vers. 7.
[36]Génesis, cap. 22, vers. 8.
[37]Génesis, cap. 22, vers. 10.
[38]Génesis, cap. 22, vers. 13.
[39]Me valgo de la versión española de Freud, Obras completas, trad. de L. López-Ballesteros y de Torres, Madrid, 1973, t. III, Psicología de las masas y análisis del yo, 1920-1921, lug. cit., pp. 2563 ss., esp. 2585 ss. Agradezco las continuas reflexiones sobre esta problemática que debo al psiquiatra Dr. Ricardo Roveta, en quien me inspiro en lo que sigue, así como también en buena parte de lo ya dicho.
[40]Por supuesto, con lo que digo en el texto no espero ni pretendo cometer una blasfemia, sino tan sólo presentar una hipótesis antropológica que me ha sido sugerida en diversos diálogos y ligada también al peso de nuestra tradición judeo-cristiana: la hipótesis de por qué es tan cara a la imagen del hombre la idea del Cristianismo, que por lo demás es el credo al que yo pertenezco. Ello no dice nada, en fin, contra las verdades de fe.
[41]Mt., cap. 26, vers. 30.
[42]Cf. v. Liszt, La idea de fin en el Derecho penal, trad. de E. Aimone Gibson, Edeval, Valparaíso, 1984, pp. 128, 129, 131. Se trata de la versión española del conocido “Programa de la Universidad de Marburgo” (Discurso de rectorado leído en 1882): Marburger Universitätsprogramm, reeditado al año siguiente como Der Zweckgedanke im Strafrecht, en ZStW, t. 3 [1883], pp. 1 ss.
[43]Frister, Strafrecht, AT, 4.ª ed., Múnich, 2009, n.º m. 1/3.
[44]Primeramente, como asesor del por entonces (1998) diputado Bernardo P. Quinzio, que en gran parte compartía mis puntos de vista, propuse que se reintrodujera la expresión “acceso carnal” para la violación en sentido estricto, pues en la versión del proyecto originario la violación quedaba definida como “la introducción de cualquier elemento en cualquier cavidad”: así, un grisín, puesto por un muchacho, “en razón de los nervios”, en la boca de su invitada en la cena de la primera cita, en contra de su voluntad expresa, cuando ésta le decía: “no como carbohidratos, porque cuido mi línea” (tensa ella también en la cita), pasaba a estar en la misma situación de quien introduce el órgano viril (al menos en tanto el joven depositase en el grisín cierta “cuota de libido perceptible externamente”). Sólo por ventura se pudo mantener el núcleo de la descripción típica originaria. Tampoco era apropiado elevar la edad de la víctima de estupro de 15 a 16 años, cuando el inicio sexual actual –como regla general– es anterior al que se daba en 1920. Al mismo tiempo había un proyecto de Graciela Fernández Meijide que, a la inversa, proponía reducir la edad límite del estupro a 14 años, lo que demostraba que era preferible mantener el límite originario inalterado; mucho menos lo fue –en contra de lo que se cree– la sustitución de “mujer honesta” por “persona de cuya inmadurez sexual se aprovecha el autor en razón de su mayor edad, preeminencia u otra circunstancia”, y ampliándose el estupro a las “formas de abuso” de lo que hoy son los párrafos segundo y tercero del art. 119. En el proyecto originario ni siquiera se hablaba de un sustituto de la “honestidad de la víctima”, es decir, que la mera edad inferior a 16 años de uno de los sujetos de la relación incriminaba al partner de esa relación. Ante mi observación de que ello tendría límites de incriminación indeseables, se introdujo ese “aprovechamiento de la inmadurez” –mientras que yo seguía rogando por que se dejase todo como estaba: sencillo y claro (hoy: complejo, oscuro y desproporcionado)–. Y al sustituirse “mujer” por “persona” (para el “varón con varón” y “mujer con mujer” siempre había existido la forma: “corrupción”), y ser “vago el núcleo de la acción”, la mujer pasó a ser posible sujeto activo de un abuso sexual con un joven de 15 años “cumplidos por demás”, aunque la relación sexual hubiera sido consentida. Esto ¡nunca había constituido delito! Es que el significado psicológico del aprovechamiento de la inexperiencia sexual de una niña de 14 años por parte de un sujeto de 20 es muy distinto al efecto que puede quedar en un muchacho de 14, de quien se enamora su maestra de inglés, también de 20, habiendo en todos los casos consentimiento. ¿Cómo pasaba a ser delito, esto último, para el siglo XXI?
[45]Dicho tan sólo a modo de burdo ejemplo, un niño de 8 ó 9 años puede informarle a sus padres sobre lo que aparece en internet si uno escribe “www.lesbis.com”.
[46]Por ello, lo que se dice en algunos votos de la sentencia de la Corte Suprema de Justicia de la Nación en el caso “Arriola” sobre los delitos de peligro abstracto importa una sensible confusión de las categorías.
[47]Después de mi exposición en las jornadas a las que se hace referencia en la nota inicial con asterisco, el siguiente expositor, Alfredo Pérez Galimberti, Trelew (con quien el autor, más allá de las críticas que siguen, guarda lazos de amistad), pasó a hablar de las creaciones de la legislación local de la Provincia del Chubut, en la que se incorporan soluciones de mediación, maravillosas, según las ideas de moda. Entre otras cosas, él habló de la importancia de que, además de la reparación del daño, el autor del hecho le pida perdón a la víctima, lo que efectivamente se lograba en estos procesos de “mediación”, a pedido de la víctima. Sin embargo, ninguna autoridad estatal puede incidir en que el ciudadano acusado le pida perdón a nadie, porque exigir “actos de contrición” no entra en las competencias estatales (en contra de mi punto de vista, empero, se hallan las posiciones que en Alemania exigen, además de la reparación del daño, la reconciliación entre autor y víctima, que fue la iniciativa parlamentaria de la fracción del SPD [Partido Social-demócrata de Alemania]; véase Lackner/Kühl, Strafgesetzbuch mit Erläuterungen [Código Penal alemán, con explicaciones], 23.ª ed., Beck Verlag, Múnich, 1999, p. 346, com. § 46 a , StGB, n.º m. 3). Estas “penas” de “pedir perdón” lesionan la autonomía ética del hombre. Con ello, se retorna a lo realmente criticable de una función que cumplieron las penas absolutas: buscar “expiación”. Me mantengo, pues, en la posición de que el Estado carece de facultades para hacer de “maestra de escuela ante la disputa entre dos niños”: ¿se llegaría también por esta vía a exigir la “expiación” de las faltas de la mala conciencia? Por lo demás, el imputado puede no sentir ninguna culpa interior, sobre todo si, en su recta conciencia, él es inocente, pero no quiere exponerse a un juicio en el que “llevará las de perder”, y simulará sus “disculpas” sólo porque, de otro modo, le iría peor (hipocresía). En este sentido dice Köhler: “Deben ser consideradas en forma crítica, además, las penas o elementos punitivos que desembocan en coacción en ámbitos de la autonomía religiosa, moral, pragmática. Como ejemplo más antiguo puede valer la coacción a ejercitaciones religiosas en la prisión. Más actuales son los elementos punitivos (p. ej., la carga para obtener la condena condicional) que exigen acciones morales como el disculparse ante la víctima del hecho, el esforzarse por «compensar el hecho», entre otras. Con prescindencia de que al respecto sólo se da una coerción, carente de sentido, a ser hipócrita, el concepto de pena excluye, por principio, invadir coercitivamente la actitud moral, religiosa. El autor sólo tiene que padecer la negación proporcional de su libertad externa como equivalente del hecho, mientras que su auto-determinación moral tiene que permanecer libre de todo intento de coacción directa, aun respecto de la «elaboración» autónoma de la consecuencia de la pena en arrepentimiento o modificación de su actitud” (Köhler, Strafrecht, AT, Springer, Berlín et al., 1997, p. 592, la negrita y bastardilla es mía). Pérez Galimberti también mencionó el caso en el que una mujer, cuyo ex - marido la habría violado, fue a reclamar que no se le hiciera a él ningún juicio criminal, porque, a ella, su encierro no le serviría de nada, mientras que ella necesitaba que él siguiera manteniendo a los hijos y, además, si él llegaba a ser condenado a prisión, al salir de ésta, él la mataría, final que ninguno de los funcionarios intervinientes podía asegurarle que no ocurriese. Pérez Galimberti veía muy conveniente y elogiosa la decisión que ellos habían tomado de que el hombre, efectivamente, quedase en libertad a pesar de la violación (según esta actitud asistemática, bastaría con que el acusado mismo y por sí solo amenazase de modo verosímil con matar a la víctima al salir de prisión, para tener que proceder a su liberación –debo esta acotación a José Béguelin–). Si este “pedido” no se puede clasificar, como yo creo, ante esas circunstancias, bajo la fórmula extravagante del art. 132, CP (en todo caso, tómeselo como presupuesto), entonces, suponiendo que el hombre hubiera sido culpable o que al menos pesase sobre él una sospecha fundada, su liberación ocurrió en violación de la ley y a un costo de interés público muy alto. El expositor acotó que luego no supieron nada de cómo evolucionó la situación entre “las partes”. Lo determinante es que el autor del hecho queda reafirmado en su proclama de que la norma que prohíbe abusar sexualmente del prójimo, y más aun si concurre acceso carnal, no regía para él (en el caso, él, en efecto, tuvo razón): un daño a la vigencia de la norma, que la mujer no podía redimir. Formulo ahora una hipótesis drástica: supóngase que, tras este “acuerdo”, el autor hubiera violado nuevamente a la misma mujer en su primera oportunidad e, incluso, empleando una violencia tal que resultara la muerte de la víctima. Es pura “ejercitación intelectual”; pero: ¿cómo se sentirían estos “mediadores” en caso de tal desenlace? Este interrogante, sin embargo, no deja de ser un “golpe bajo”: lo esencial no es cómo hayan terminado las cosas (en la variante opuesta: podrían volver a “enamorarse”). Si entramos en la lógica del interés individual, la mujer asumía incluso el riesgo de una matación anticipada (así visto: eso era “cosa suya”). Lo determinante, antes bien, es que aquí no está en juego tan sólo la lógica del interés individual, sino que el interés público queda pagado en moneda de quiebra. Aun así, yo estaría dispuesto a admitir un sistema –si el Código Penal así lo diseñase– en el que, en los delitos cuya acción sea de instancia privada –casos que podrían llegar a ampliarse con relación a la situación actual–, la instancia pudiese ser revocada por la víctima, al menos dentro de cierto plazo –en razón de que “lo hubiera pensado mejor”, de que “no sepa si se animará a declarar en el juicio”, de que “piense de pronto que quizá provocó equívocamente al autor”, etc.–. Pero con la lógica del argumento anterior, incluso en caso de una tentativa de homicidio, la mujer habría podido ir a pedir la subsistencia de la manutención, antes que la prisión; pero lo que a ella le “interese más” no debe marcar la pauta para el resto de la comunidad. Pérez Galimberti también elogió la “solución” que se le encontró a un caso en el que el autor habría cometido un robo con un cuchillo. Si no se eliminaba el elemento “arma” de la subsunción, la pena terminaba siendo “muy alta”. Ellos –si es que yo entendí bien el relato– “dejaron de lado el cuchillo”, para poder llegar a una “solución”. Pero esto no es más que quebrantamiento del Derecho. Si se tratase, p. ej., de un homicidio con alevosía, ¿se “dejaría de lado” la alevosía para llegar a una “solución más cordial”, mientras el acusado, p. ej., le pida “disculpas a la viuda”? Por último, Pérez Galimberti mencionó como un gran avance que la nueva legislación local mencione a “la víctima” muchas más veces que lo que era mencionada en la legislación local anterior. Esto es un error. Si el juicio penal se realiza para establecer si el autor es culpable o no, y se respeta la presunción de inocencia, hay que partir de la base de que ni siquiera se sabe si hay una víctima o no la hay. La palabra “querellante” identifica mejor aquello de lo que se trata: de alguien que dice ser víctima, pero que quizá no lo sea en absoluto. La contraposición supuestamente moderna entre “víctima-victimario”, al inicio del proceso, presupone una presunción de culpabilidad.
Nota adicional: Tras la publicación originaria de este artículo, el 11/6/2010, un colega de la Provincia del Chubut me señaló que el caso de "la violación de la ex - mujer" arriba discutido, si es que se trata del mismo caso y la memoria no le fallaba a mi interlocutor, fue concluido por la vía del avenimiento del art. 132 CP; y que las razones principales aducidas por la mujer no eran las de la manutención y el riesgo ulterior de ser matada, sino la de no querer que el padre de sus hijos estuviese en prisión, siendo ella muy religiosa. Además --me señaló-- se fue cauto en asegurar, con un asesor en asuntos de familia, que la mujer no estuviera cediendo a una presión indebida del ex - marido. Ante este cuadro, yo debería hacer decaer mi crítica anterior, que apuntaba a un caso de circunstancias diferentes: cualesquiera que hayan sido las razones, si realmente era aplicable el art. 132 CP, entonces, el caso estuvo bien resuelto por la vía de un avenimiento previsto en la ley de fondo. Uno puede considerar criticable la formulación de este artículo, pero de ninguna manera puede considerarlo inválido. Y su existencia se correspondería con mi propuesta de que, de algún modo, la acción de los delitos dependientes de instancia privada pudiera ser revocada por el interesado al menos durante cierto lapso, etc. Dicho brevemente: así explicado el caso de la "violación de la ex - mujer", la solución no habría violado ninguna norma constitucional. Subsiste, sin embargo, en estos casos, un déficit en el interés público, pero acaso haya que aceptar esta consecuencia como un "sacrificio razonable" en ciertas hipótesis.
[48]“§ 46 a. Composición víctima-autor. Restauración del daño. El tribunal podrá atenuar la pena, conforme al § 49, párr. 1, o bien eximir de pena, si el autor no se ha hecho merecedor a una pena privativa de libertad mayor a un año de prisión o pena de multa de hasta trescientos sesenta días multa, cuando él:
”1. en el esfuerzo por lograr una composición con el lesionado (composición autor-víctima), ha restaurado su hecho completamente o en una parte preponderante o se ha esforzado seriamente por su restauración, o bien
”2. en un caso en el cual la restauración del daño ha requerido de él considerables prestaciones personales o una renuncia personal, indemnizó a la víctima completamente o en una parte preponderante”.
En principio, la decisión de “eximir de pena” (“prescindencia de pena”) no implica absolución, sino condena: se declara el ilícito y culpabilidad, pero a la vez la innecesariedad de una imposición efectiva de la pena respectiva, por los efectos del comportamiento posterior al hecho. Ahora bien, “dado que la disposición fundamenta la posibilidad de aplicar el § 153 b, StPO [Ord. Proc. Penal], ella amplía la posibilidad de practicar la compensación-autor-víctima ya en el procedimiento de investigación preparatoria” (cf. Lackner/Kühl, StGB, p. 347, § 46 a , StGB, n.º m. 8). El § 153 b, StPO, dice: “Prescindencia del requerimiento. Sobreseimiento. 1) Si se dan los presupuestos bajo los cuales el tribunal podría eximir de pena, entonces, el Ministerio Público podrá, con aprobación del tribunal que fuera competente para la audiencia principal, prescindir del requerimiento de la acción pública. 2) Si el requerimiento ya ha sido elevado, entonces, el tribunal podrá sobreseer el proceso hasta el comienzo de la audiencia principal, con la aprobación del Ministerio Público y del acusado”. Acoto, por último, que los presupuestos de aplicación, los límites de legitimación y demás, del § 46 a , son objeto de intensas controversias, y, por el momento, esa regulación es considerada una solución provisional. Aquí sólo se puede informar sobre el marco general de la disposición, no entrar en los detalles de la discusión en torno a ella.
[49]Cf. Frister (Strafrecht, AT, n.º m. 1/6): “En tiempos recientes hay incluso cierta tendencia a orientar nuevamente la punición jurídico-penal con mayor fuerza a los intereses de la víctima. Esto se muestra del modo más claro en la posibilidad, creada en el año 1994, de atenuar la pena o, en delitos de escasa gravedad, de eximir totalmente de punición, si el autor ha restablecido las cosas, ante la víctima, al momento anterior, o al menos se ha esforzado seriamente por restablecerlas (§ 46 a , StGB). A esta regulación le subyace la idea de que el autor, por medio de su esfuerzo por restablecer las cosas ante la víctima, puede dar reconocimiento, a la vez, a la vigencia de la norma jurídica infringida y, por medio de ello, eliminar o al menos atenuar también el interés público en la punición de la infracción del Derecho [aquí el autor cita lo siguiente: «Al respecto, con mayor detalle, Roxin, AT 1, n.º m. 3/72 ss.; Freund/Garro Carrera, ZStW, t. 118 (2006), pp. 77, 83 ss., ambos con otras referencias»]. De este modo, si bien, en principio, no se afecta la separación entre pena del Derecho público y resarcimiento del daño del Derecho privado, los efectos prácticos de esa distinción se relativizan de modo bien considerable” [aquí cita: «Para una crítica básica de esta evolución, cf. Noltenius, GA, 2007, pp. 518, 523 ss.»].
[50]Mensaje de Frister del 31/5/2010. Nótese que se trata del mismo autor y de una opinión suya sobre el mismo problema que él presenta en su Manual en el n.º m. 1/6 (véase nota precedente). En general, si uno puede dialogar con un autor particularmente acerca de un mismo punto que él haya tratado en un libro de estudio, podrá obtener una opinión algo más “incisiva” que la que surge de su obra escrita. En el comentario de Lackner/Kühl, ya cit., se lee: “La compensación autor-víctima y la reparación del daño no son una pena. Pero si bien no configuran una «tercera vía en el sistema de sanciones» (así Roxin, Baumann-FS, p. 243, en relación con el Proyecto Alternativo [WGM]), sí es un medio de reacción autónomo, que haría superflua la pena o la atenuaría (opinión dominante; para la composición autor-víctima, de otro modo, Schild, Geerds-FS, p. 157, que percibe en su configuración una pena en sentido propio)”.
[51]Mensaje de Jakobs del 29/5/2010. La aclaración “no considero la disposición como una catástrofe” hace pensar que, en principio, la visión intuitiva tendría que tender a eso. Sólo con un “esfuerzo de prestidigitación” parece que uno pudiera “conformarse”.
[52]El “espíritu de la época” no tiene por qué marcar la pauta de qué sea lo correcto. Es por demás llamativo que en la época de los “juicios contra brujas” había autores que criticaban el sistema “de raíz”. De los muchos casos de esa índole (véase al respecto, Becker/Riedl/Voss [comp.], Hexentribunal – Beiträge zu einem historischen Phänomen zwischen Recht und Religion [Tribunal de brujas – Contribuciones sobre un fenómeno histórico entre Derecho y Religión], Sankt Ulrich Verlag, Augsburg, 2001, pp. 297 ss.: Lucha doctrinal de la época en torno a la persecución de las brujas), cito aquí tan sólo el del jurista Johann Georg Goedelmann, que primeramente argumentó contra aquellos procedimientos, en el sentido de que violaban en absoluto las reglas vigentes de la ordenanza de los tribunales de pena capital del emperador Carlos V. Pero la opinión dominante no lo siguió. Entonces él escribió otra obra (Tractatus de magis, veneficiis et lamiis, recte cognoscendis et puniendis), en la que ofreció un estudio sobre “cómo se reconoce a las brujas y su correcta punición”, con el que logró una cierta acogida (cf. lug. cit., esp. pp. 302 s.). Es posible que el caso de Goedelmann demuestre que con actitudes “transaccionales” algo “se puede lograr”, pero seguramente él tenía razón en su obra originaria: todo era inválido, lo que sólo sería reconocido mucho tiempo después, tras un “cambio de época”. Visto a la distancia, la posición asumida por todos los autores que se pronunciaban en contra de la corriente general (lug. cit., pp. 297 ss.) tiene un valor histórico testimonial determinante. En todo caso, cuando se discute sobre “lo correcto” no hay por qué rendirse ante la opinión de la mayoría. A lo sumo, se podrá reconocer que ésta no se modificará al menos por cierto tiempo.
[53]Con todo, esto tiene también su riesgo. Si la víctima queda totalmente apartada del proceso penal, en muchos casos el Ministerio Público puede no satisfacer verdaderamente el interés público, por el que la víctima acaso velara mejor. Jakobs reflexiona en el marco de una sociedad (la alemana), en la que el respeto a la norma, la sujeción a la ley, tiene valor para la mayoría de sus integrantes. Este no es el caso general en una sociedad como la nuestra.
[54]Köhler, Strafrecht, AT (cit.), pp. 669 s. (véase las expresiones concordantes de mi parte en nota 46).
[55]Esta frase es, aproximadamente, de agosto de 1997. Tengo la impresión de que el senador Quinzio empleó en ese giro el “tuteo”, aunque en general nos tratábamos “de Ud.”. Por no poder asegurar por completo el uso de aquel giro, me decido en el texto por el que allí se lee.
[56]Aludo al art. 86, CPPPBA. Este texto es más amplio y no está circunscripto al “testigo de la corona”, que en todo caso caería bajo la formulación general “arrepentimiento activo de quien aparezca como autor”. Incluso se podría decir que, en razón de que, en principio, es contrario a la regla “nemo tenetur” que el comportamiento posterior al hecho a tener en cuenta en la medición de la pena sea el “comportamiento procesal” –pues esto coacta al acusado a reconocerse culpable (en sentido similar: Ziffer, Lineamientos de la determinación de la pena, Ad-Hoc, Buenos Aires, 2.ª ed., 1999, pp. 171 ss.)–, el “arrepentimiento” que se puede tener en cuenta es el comportamiento en pro del restablecimiento de las cosas al estado anterior; pero, como quiera que se la interprete, lo cierto es que esta formulación del código local, con prescindencia de que corresponda al Código de fondo, no está tan pecaminosamente concebida como lo estaba el proyecto de 1997 (véase al respecto mi trabajo cit. supra, nota 7). Todas las otras causales abarcadas por el art. 86, CPPPBA, a saber: “reparación voluntaria del daño, la solución o morigeración del conflicto originario o la conciliación entre sus protagonistas” son causales en sí correctas como para motivar la atenuación de una pena –y en casos extremos, de gran valor de la conducta y escasa criminalidad del hecho originario, acaso también lo serían para una “eximición”–. Pero es evidente que estas son causales propias del régimen de la individualización de la pena, correspondientes al régimen común del Código Penal (arts. 40, 41, CP, muy magros en sus contenidos). En el texto relataré enseguida cómo hice un intento (fracasado) de que se legislara en una dirección similar, en 1997, el código de fondo (Proyecto de “Régimen de la responsabilidad penal por imprudencia e imputabilidad disminuida”, de los senadores Quinzio-Agúndez). Nótese además que el art. 86 cit., dice que esas causales deberán ser tenidas en cuenta al: 1) ser ejercida la acción penal; 2) seleccionar la coerción personal, 3) individualizar la pena en la sentencia, 4) modificar, en su medida o en su forma de cumplimiento, la pena en la etapa de ejecución. Al menos los puntos 1 y 3 son evidentemente propios del Código de fondo. Respecto de la coerción personal urge hallar una regulación general nacional que reglamente la Convención Americana de Derechos Humanos respecto de bajo qué condiciones es legítimo el encarcelamiento preventivo y hasta qué punto. Finalmente, sobre los riesgos de que el “comportamiento procesal” sea evaluado en la medida de la pena reparo en lo siguiente: al acusado se le dice que puede guardar silencio, pero si en la sentencia se valora como atenuante que “ha confesado”, a quien no confiesa se le dice que se le aumentará la pena (respecto de la situación que tendría si confesara). Sobre eso se pueden hacer muchas variaciones (cf. Ziffer, lug. cit.). Los “principios” están por encima de las soluciones de ocasión.
[57]Véase supra, nota 5.
[58]El argumento que, ocasionalmente, se oye decir, según el cual primero habría que establecer si el código local respectivo impone esa obligación como para establecer recién luego si está realizado el tipo respectivo, es decir, que el argumento del texto encerraría una petitio principii, es erróneo. Si el argumento fuera correcto, el código local podría no imponer esa obligación en el 100% de los delitos, y hacer todo discrecional. Pero si, según un código local, la promoción de la acción penal fuera siempre discrecional, en una tal provincia quedaría derogado el art. 274 CP, lo que ninguna provincia podría hacer; mas la invalidez de la norma respectiva no se reduce por el mero hecho de que la discrecionalidad sea menor al 100%: en la medida en que la acción sea discrecional sin habilitación del código de fondo, la discrecionalidad será contraria a la Constitución (en la misma medida en que un código local no puede modificar la imposibilidad de hacer transacciones sobre la acción penal, establecida en el art. 842 CC). Por ello, es correcto el argumento tradicional, que las ideas “de moda” quieren desconocer, en el sentido de que de ese precepto deriva el principio de legalidad y oficiosidad de la acción penal, en tanto el delito dé lugar a la acción pública o esté promovida la instancia, si es de instancia privada. En el sentido de que la introducción del principio de oportunidad sin habilitación del código de fondo es contraria a la Constitución , con un estudio comparativo y otros argumentos, cf., por todos, de la Fuente /Salduna, Principio de oportunidad y sistemas alternativos de solución del conflicto penal. La inconstitucionalidad de su regulación provincial, en “Revista de Derecho Procesal Penal”, Rubinzal-Culzoni, 2008-2, La actividad procesal del Ministerio Público Fiscal-III, pp. 69 ss.
[59]Las conclusiones e y f, que no se hallaban en el texto originario, fueron incorporadas como producto de una pregunta formulada por el fiscal de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires Luis Duacastella, y ulterior discusión, extendida fuera del marco de las jornadas, realmente nutritiva para mí. Ciertamente, la solución de la conclusión f puede conducir a un círculo vicioso en casos extremos; pues si el fiscal ni siquiera considera subsumible en un tipo penal la conducta del caso, ¿cómo llegaría a someterla a decisión judicial? El texto presupone que el fiscal advierte el carácter dudoso de la cuestión, es decir que, prima vista, la conducta sí se subsume formalmente en el tipo legal.
[60]Esta conclusión fue agregada en razón de cierta confusión de categorías que se hallaba en la base de la presentación de algunos de los expositores de estas jornadas. Por otra parte, ya me había sido sugerida por alguno de mis interlocutores, en las discusiones previas a la redacción del trabajo –los que no se limitan, estrictamente, a los dos mencionados en la nota inicial con asterisco–.