miércoles, 2 de enero de 2013

Violencia delictiva, inseguridad urbana. La construcción social de la inseguridad ciudadana

Por: Juan S. Pegoraro
Docente e investigador del Instituto de Investigaciones Gino Germani, Facultad de Ciencias Sociales (UBA).
 
 
En el ámbito colectivo, el aumento de la delincuencia en la Argentina existe como dato de la realidad y como dato emocional. En los años 90 la brecha entre ambos tendió a acentuarse, motivada en los valores culturales neoliberales, las reformas económicas y las apelaciones políticas de los funcionarios y dirigentes. El nuevo «enemigo» social es el delincuente, un sujeto híbrido y demonizado, aunque sin embargo no comete delitos a la manera «profesional» sino que tiene hábitos de cazador-recolector. Como telón de fondo, la grave corrupción que ha invadido los organismos y poderes oficiales no ayuda a encontrar soluciones basadas en la profundización de los derechos ciudadanos.
 
En los últimos 20 años en los países occidentales, y en Argentina en la década de los 90, se instala el fenómeno de la inseguridad personal, expresado en el aumento de los delitos violentos, y que aparece con la crisis del Estado de bienestar y en el marco de la aplicación de políticas económicas neoliberales. La presencia cotidiana de estos hechos abrió el debate sobre las políticas penales y sobre la capacidad del sistema penal de anular o reducir las conductas delictivas y resolver la inseguridad personal. La violencia delictiva no es ninguna novedad en la historia de la sociedad humana, pero en esta década aparece diferenciada de otras anteriores, en las que predominaba una violencia de signo político, que definía dos bandos por momentos claramente identificados con el poder económico-político, por un lado, y los sectores subalternos por otro. Singularmente, aquella violencia política se manifestaba en Argentina en el marco de una sociedad menos desigual que ahora, y con una expansión firme del acceso a bienes primarios y secundarios de vastos sectores de la población, con bajos índices de desempleo, con aumento de la seguridad social, con muy buenos índices de educación y salud, planes de vivienda y desarrollo urbanístico relativamente extensos. Es cierto que ese «Estado social» en Argentina era mucho menos de «bienestar » que el existente en los países desarrollados o posindustriales, pero de todas maneras visto 30 o 40 años después no deja de llamar la atención el grado de conflictividad político-social (tanto real como ideológico o simbólico) que contenía, a tal punto que frecuentemente el sistema institucional democrático y republicano era interrumpido o condicionado por el estamento militar que creía ver en peligro el orden social. Desde la posguerra y hasta 1983, el país se repartió por mitades los años de gobierno autoritario –de los militares– y democrático –de los civiles. Basta agregar además que los gobiernos civiles fueron jaqueados sin pausa y condicionados por las fuerzas militares, que durante todo ese periodo fueron el poder real que «protegía» la vida civil del país  de la inseguridad del «orden interno». Así, los militares definían ampliamente el carácter delictivo de las conductas de los ciudadanos, incluyendo en ellas la que llamaban «delincuencia subversiva» y considerando así natural su «respuesta» para tutelar la sociedad.

Pero promediando los años 80 y principalmente en los 90, la cuestión de la inseguridad se expresa con otras características. La historia fue dejando paso a la reducción o neutralización de la conflictividad violenta entre partidos, grupos políticos o sectores sociales, paralelamente al crecimiento del número de delitos y de la violencia interpersonal. Además, esta violencia aparece de manera simultánea a otra violencia de carácter más social, en el sentido de más extensa y profunda, que podríamos llamar económico-social y que se revela en indicadores estadísticos que muestran los efectos de la exclusión, la marginación, el desempleo, el desamparo social, o sea la inseguridad que se ha producido como resultado de la aplicación del modelo económico neoliberal. Esto último es empíricamente comprobable a partir de indicadores de la distribución regresiva de los ingresos y un fuerte aumento de la desigualdad social, sumado al crecimiento de los índices de pobreza y de indigencia que muestran que, ahora, más de una tercera parte de la población (13 millones de personas) vive debajo de la línea de pobreza. Paralelamente, se produjo el empobrecimiento del otro tercio de la población, y así podría afirmarse que el modelo económico social vigente solo incluye al tercio restante. Esto es, sin duda, el resultado de un proceso de violencia social que si bien no ha sido ejercido por medios físicos ha producido un cambio regresivo en la estructura de la pirámide social.

Desde mediados de los años 70 y coincidiendo con el golpe militar de 1976, se fue produciendo el deterioro de los ingresos del 80% de la población argentina, que exhibe actualmente la mayor desigualdad de su historia: el 20% más pobre, que en 1974 recibía el 6,4% y recibió el 4,6% durante la hiperinflación de 1989 –un momento coyuntural en el reparto de ingresos–, ahora, 10 años después, posee el 3,9% mientras el 20% más rico alcanza el 55,2% de participación en los ingresos. La descripción de la estructura de ingresos en Argentina, conforme a los datos del Indec (Instituto Nacional de Estadísticas y Censos de agosto de 1999), nos permite señalar las bases reales para diseñar una política de seguridad de la ciudadanía en su conjunto. Otros datos de la estructura social según un informe del Sistema de Información, Monitoreo y Evaluación de Programas Sociales, muestran que hay más de 13 millones de pobres y, de ellos, 3,5 millones en la indigencia y con una tasa de desempleo de alrededor de 15%; por otra parte, más del 25% de la población económicamente activa (PEA) se encuentra subocupada. Además, con base en la Encuesta Permanente de Hogares del Indec, sobre 2.027.000 jóvenes (de entre 15 y 24 años) en Buenos Aires y Gran Buenos Aires, 413.612 abandonaron la educación y no consiguen trabajo. Entre los hogares más pobres el desempleo juvenil llega al 50%; o sea el 28,6% de los jóvenes entre 15 y 24 años vive en hogares pobres con ingresos inferiores a 480 dólares mensuales; y algo más: los jóvenes entre 20 y 24 años que no estudian ni trabajan llegan al 24,8%. En suma en el área metropolitana de la ciudad de Buenos Aires hay más de 400.000 jóvenes en esta situación. Y otro dato para considerar en este crecimiento de la violencia interpersonal asociada a los delitos es la relación entre hurtos (sin violencia) y robos (con violencia) en la que se han visto involucrados menores en el conurbano bonaerense. El gráfico muestra cómo se va ampliando la brecha entre robos y hurtos en los que se involucra a menores.

 
 
Por otra parte hay que considerar que el fenómeno de la inseguridad está ampliamente extendido (aunque con intensidad diversa) en las sociedades occidentales. Y las respuestas o soluciones a este fenómeno no son demasiado novedosas. Un dato objetivo para ello es el aumento de la población encarcelada, que si en la década de los 70 en los países europeos era de alrededor de 50 por cada 100.000 habitantes, ahora excede el 100/100.000 y llega a más del 600/100.000 en Estados Unidos, que tiene dos millones de personas en prisión y otras 3.500.000 bajo diversas formas de control penal. En el caso argentino, el aumento de la población carcelaria llega hoy a más 100/100.000.
 
 
 
Como decíamos, en los últimos 20 años el aumento de los delitos interpersonales se ha transformado en un hecho cotidiano en las sociedades occidentales, y el miedo al delito y la sensación de inseguridad asociada a tal aumento da como resultado la representación social que de ella se construye y construimos. En efecto, el miedo al delito se nutre de las representaciones imaginarias que tenemos tanto del delito como de los delincuentes, que generalmente son producidos por los medios de comunicación en cuanto seleccionan y amplifican casos paradigmáticos. Pero también en el campo intelectual por medio de gran parte de investigaciones de signo positivista se reproduce este imaginario simbólico estereotipado de una delincuencia tremendamente peligrosa y amenazante asociada al robo con violencia, realizado por jóvenes marginales y pobres o ligados a patologías biológicas o sociales. La mayoría de los trabajos de investigación criminológica se refieren a este tipo de delincuencia que es la que produce más miedo al delito y por lo tanto también reproduce y reifica la idea de que ésta es la delincuencia, quedando fuera de sus análisis la delincuencia ligada al poder, al delito y al crimen organizado o los delitos económicos, crímenes que muestran la falacia del paradigma positivista que asocia la delincuencia a la pobreza (Aniyar de Castro). Pero no puede negarse que el miedo al delito interpersonal está actualmente incorporado a la cotidianidad de la vida moderna y tiene implicancias para la vida democrática más allá de la realidad o de la objetividad del fenómeno. Por ello el sentido común reclama explicaciones causales de este fenómeno, y como sabemos, la ansiedad que produce desecha tanto razonamientos complejos y relaciones entre diversas causas, como requiere alguna receta mágica que conjure el miedo. Así se trata de encontrar una causa principal, que aunque resulta insatisfactoria promueve políticas más punitivas satisfaciendo la idea de venganza que está presente desde siempre en el sistema punitivo (Durkheim; Girard).

Por otra parte, es necesario destacar que las políticas penales tienen continuidades y cambios: por un lado su columna vertebral sigue siendo la política represiva, pero por otro en la última década asistimos a ciertos cambios tanto en sus respuestas simbólicas como en las prácticas del gobierno y de las agencias de control social-penal, que implican diferentes formas de responder o no a las conductas delictivas. En efecto, en la década de los 90 se reformaron en la Argentina, además del Código Penal, el código de procedimientos de la provincia de Buenos Aires, la administración de justicia con la implantación de los tribunales orales, se designaron jueces de ejecución de sentencia, se nombró al Procurador Penitenciario, se proyectaron planes de ayuda social a sectores vulnerados, se dictó una nueva ley con el Plan Penitenciario Nacional con énfasis en la rehabilitación del interno y un régimen alternativo de cumplimiento de condena (salidas de trabajo, transitorias, etc.) y además se convocó a la ciudadanía («a la comunidad», como se le llama) para que participe en la lucha contra el delito. El aspecto del núcleo duro de la política penal no solo puede verse en el aumento de la población encarcelada sino también en las víctimas que produce el sistema represivo producto de la explícita declaración de guerra al delito (que en 1992 significó un incremento desorbitado del presupuesto policial para la compra de armas de puño, ametralladoras e itakas), como la muerte de terceros ajenos a un hecho delictivo producto de la decisión de cazar a los delincuentes a cualquier precio. Pero también en el fusilamiento de aquellos que son sospechados de haber cometido un delito y que pertenecen a sectores desprotegidos social y económicamente, y que son muertos por las fuerzas policiales sin que medie un enfrentamiento.

Según los datos recogidos por organismos defensores de derechos humanos existen constancias de que desde 1984 hasta 1996 hubo 262 casos de homicidio de las fuerzas policiales. Pero a partir de este último año las cifras a manos de la policía son las siguientes: 1997: 120 (10 personas muertas por mes); 1998: 89 (7,4 de promedio mensual); y 1999: 134 (11 personas muertas por mes)1.

 
 
El cuadro muestra no solo la cantidad de muertos y heridos sino la relación entre estas dos variables, tan distinta cuando las víctimas son civiles que cuando son agentes de la policía, relación que también ha sido mostrada en los anteriores Informes del CELS. Es necesario aclarar que no existe en la legislación argentina la pena de muerte, aunque, como sugiere el cuadro, no es óbice para que de alguna manera exista en la realidad.

A partir de los años 90, y en especial desde mediados de la década, el discurso oficial en la Argentina fue considerando los límites de la eficacia del sistema penal para revertir el miedo al delito que manifestaba la ciudadanía. Pero en la realidad la respuesta estatal ha sido fundamentalmente la apelación a la instancia simbólica ofrecida por el sistema penal, el incremento de la represión policial con ejecuciones encubiertas y la apelación al encarcelamiento; en suma, al núcleo duro del sistema de control social penal.

Paralelamente, atrapado el Estado en su proceso de desestatización abandonó lo que sostenía formas tradicionales de integración social, como es el control legal del mercado de trabajo. Su desregulación dejó libradas a las fuerzas realmente existentes en la sociedad, o sea el poder empresarial, sumiendo la vida del asalariado en la precariedad e incertidumbre laboral. Y paralelamente se fue deslizando un discurso en el cual se reconocía de manera implícita que el Estado solo no podía hacerse cargo de controlar y prevenir el delito, y para ello necesitaba la ayuda de la ciudadanía, en especial de la «comunidad».

El problema del aumento del delito
Decíamos que el delito, y en particular el miedo al delito, se ha instalado en la vida social y transformado en una referencia obligada de la vida cotidiana; una fase rutinaria de la conciencia moderna que los medios de comunicación abonan todos los días. Prueba empírica de ello es el aumento del centimetraje y la frecuencia de las noticias sobre los hechos delictivos (DNPC). Con respecto a las mediciones, sabemos que los registros oficiales de los delitos cometidos no dan cuenta de la realidad del fenómeno en general (Pavarini 1995a) y debemos mirarlos con desconfianza aunque sin desestimarlos. Es cierto que gran parte de los delitos no se denuncia; constituyen lo que se llama «la cifra negra». Pero también es cierto que los hechos denunciados y registrados muestran una firme tendencia ascendente año tras año.

De manera que el tema de la inseguridad ha pasado a ocupar un espacio considerable en los medios de comunicación y según las encuestas se ha transformado, junto al desempleo, en los dos problemas más importantes para la población. Se pueden distinguir dos tipos de inseguridad: la inseguridad objetiva o sea la probabilidad de ser víctima de un delito, probabilidad que debe relacionarse con el tipo de delito y por lo tanto con variables como edad, género, vivienda, trabajo, rutinas personales, pertenencia a una clase o sector social, etc. La consideración de estas variables puede establecer, con cierto grado de objetividad, la probabilidad de ser víctima de determinado tipo de delito, que no necesariamente se refleja en el miedo a ser víctima de un delito que manifiestan los entrevistados y que se denomina inseguridad subjetiva producto de la construcción social del miedo asociado a diversos factores, en especial las noticias escritas o visuales que recogen los medios de comunicación. El desamparo institucional y social crea condiciones específicas para el temor de ser víctima (ya no la probabilidad), asociada a la difusión de noticias periodísticas, radiales y televisivas de situaciones delictivas extremadamente crueles y violentas (como por ejemplo una toma de rehenes y la muerte de asaltantes y rehenes por parte de la policía). Pero también produce miedo el involucramiento de la policía en homicidios, tráfico de drogas y armas, corrupción, etc. Dentro de este panorama el Estado por un lado pretende legitimarse con el recurso del uso simbólico de la ley penal y de un endurecimiento de la respuesta penal concreta, y por otro es evidente el fracaso (por el aumento de las conductas delictivas) de tales políticas; esto no hace más que potenciar o realimentar la sensación de inseguridad. En suma, si el Estado y la ley penal no protegen a la ciudadanía se abre el camino a la búsqueda de otros medios, uno de ellos es la «defensa personal» (como la compra de armas) y las empresas de seguridad privada.

No obstante, la respuesta punitiva tiene el atractivo de presentarse como la única que puede reducir a la delincuencia basándose en el hecho contundente de que mientras los delincuentes permanezcan encerrados están incapacitados de cometer delitos. Como señala un editorialista estadounidense2, «la gran mayoría de los criminales condenados rara vez quedan del lado de adentro de la cárcel. En 1989, las tres cuartas partes de todos los criminales condenados estuvieron en libertad vigilada. Dentro de los tres años después de conocido el veredicto, casi la mitad de esos delincuentes en libertad condicional tuvo que ser puesto de nuevo entre rejas debido a que cometió un nuevo delito –lo que significó una nueva víctima– o se convirtió en prófugo». Por lo tanto, sostiene, «las prisiones salvan vidas». Y de esta tesis saca una conclusión esclarecedora de su posición: «El hecho de que se triplicara la población carcelaria desde 1975 hasta 1989 redujo la posibilidad de delitos violentos en 1989 en casi 400.000 asesinatos, robos, violaciones y agresiones violentas ». Con esta forma de pensar se entiende que actualmente existan alrededor de dos millones de presos en las cárceles norteamericanas (y casi otros cuatro millones bajo el sistema penal con formas alternativas a la prisión): casi 700 por 100.000 habitantes, la tasa más alta del mundo en el país que se ofrece como modelo institucional a imitar. Esta política penal avanza sobre los derechos y garantías de los ciudadanos exhibiéndose como una política de «defensa social», la cual representa el valor máximo al que se someten, en la realidad, otros derechos individuales (Baratta1986; Ferrajoli). Por otra parte, «la mano dura» que preconiza esta política con sus exabruptos y amenazas, tiene el efecto de hacer correr a todo el campo de análisis hacia la derecha. De este modo, sectores garantistas tienden a declinar posiciones ante una opinión pública ganada por un debate que se presenta como una disyuntiva que requiere de alineamientos excluyentes: derechos de los ciudadanos o derechos de los delincuentes.

Paralelamente este debate obtura una discusión necesaria, aunque compleja, sobre las causas de la delincuencia. La necesidad de una respuesta rápida y concreta que calme la ansiedad brindando certezas, aunque sean solo simbólicas, hace que los funcionarios y el estamento político en general respondan con el discurso del endurecimiento de las leyes, el fin de las excarcelaciones, la construcción de más cárceles, la extensión de las penas, etc. Quien fuera secretario de Seguridad del anterior gobierno de Carlos Menem (1989-1999), Miguel Angel Toma, lo decía con estas palabras: «Hoy a los argentinos nos quieren hacer creer que unos pocos violentos y marginales tiene más derecho que la mayoría de la población, que inerme, vive un virtual arresto domiciliario mientras que en las calles de encuentran a sus anchas transgresores, inadaptados, prostitutas y travestis»3. La selectividad del funcionario para identificar a los causantes de la inseguridad es paradigmática: transgresores, inadaptados, prostitutas y travestis. Esto es coherente con el uso histórico de la herramienta penal que necesita de chivos expiatorios (Girard) y se descarga contra aquellos que son considerados «desviados sociales» aunque objetivamente no sean los causantes de la inseguridad.

Sobre la inseguridad objetiva y la subjetiva se ha instalado otro debate, como el cuestionamiento de las instituciones o agencias de control penal (poder policial, judicial, penitenciario) que en todas sus instancias se encuentra en una fuerte crisis de legitimidad, en primer lugar por el fracaso en demostrar a la ciudadanía que alcanza los objetivos que se propone, en este caso reducir la delincuencia, y en segundo lugar debido a los escándalos de corrupción.

Tanto jueces como policías de alto rango y altas autoridades del Servicio Penitenciario están  involucrados en graves acontecimientos que, además, exceden el carácter meramente delictivo individual: el asesinato del periodista José Luis Cabezas, el atentado contra la Embajada de Israel, o la bomba contra la sede porteña de la AMIA (Asociación Mutual Israelita Argentina) con un saldo de más de 80 muertos, por citar los casos más resonantes.

Las consecuencias del aumento de la inseguridad
En países europeos, en especial Francia e Inglaterra, la política penal ha sido, desde la posguerra muy claramente, un abanico de políticas que junto a las represivas y penales incluye otras de amparo social que buscan mitigar los efectos de la economía de mercado y tratan de incluir a sectores en riesgo de ser vulnerados. Las políticas neoliberales han sido aplicadas con diferente intensidad y extensión y también con «acompañamientos». Pero no ha sido el caso en la Argentina, donde la política represiva ha estado acompañada solamente por una política de exclusión social. La política, y en especial el discurso de «mano dura» –la traducción argentinizada de «law and order»– no se abandonó y por el contrario se ha colocado como eje de la política penal y últimamente ha logrado, por lo menos en el plano electoral, una gran aceptación.

En las elecciones de octubre de 1999, en la provincia de Buenos Aires (con la tercera parte de la población del país), el gobernador electo Carlos Ruckauf basó su campaña en el discurso de «meter balas a los delincuentes». Una vez en funciones, nombró como secretario de Seguridad a un militar, el coronel retirado Aldo Rico, uno de los llamados «carapintadas» que se alzaron contra el el gobierno de Raúl Alfonsín.

Sin embargo lo sintomático es que el delito no baja, pese a que se vienen endureciendo las leyes penales en especial para conceder la excarcelación o la libertad provisoria. Incrementando las facultades policiales los índices delictivos crecen y la sensación de inseguridad se acrecienta con el agravante de que va acompañado de un discurso antidemocrático, como si las libertades políticas y la protección de los derechos ciudadanos produjeran los delitos violentos y la inseguridad.

En el seno del Estado, y en especial en los profesionales de la política, la reflexión sobre este fenómeno está atrapada en la lógica de las respuestas efectistas y demagógicas necesarias para dirigirse a un electorado que requiere soluciones tranquilizadoras. Pero en el campo de las ciencias sociales se requiere abordar este fenómeno social más allá de una simple suma de conductas individuales para no quedar atrapado en las posiciones reduccionistas de los funcionarios de gobierno o de los penalistas, que acuden al derecho penal como un talismán capaz de resolver este fenómeno complejo. Obviamente, los talismanes son la fuerza del deseo pero no la realidad (Freud). Además esta década del 90 ha incluido un cambio importante, como la convocatoria a la «comunidad» para participar en las políticas de seguridad. Si el Estado en décadas pasadas aparecía como un «represor» de la sociedad civil y era impensable que convocara a la ciudadanía a participar en políticas que teóricamente eran de su ámbito exclusivo, a mediados de los 90 se instaló en la agenda de la lucha contra el delito la convocatoria a que participara en ella la ciudadanía. Así como en los 70 fue la «guerra a la subversión » ahora en los 90 los enemigos son los delincuentes y por lo tanto se ha declarado la «guerra al delito».

Pero la «genealogía» (Foucault 1992) de las nuevas políticas de seguridad tiene una complejidad tal que no puede reducirse a una mera respuesta al crecimiento de la violencia delictiva. No se trata de un «descubrimiento» sino del resultado de diversos factores, algunos contradictorios y conflictivos. Por ello puede decirse que estas políticas de seguridad son una construcción social: no es una condición necesaria para las nuevas políticas de seguridad el aumento de la violencia delictiva, ya que a lo largo de la historia fue enfrentada principalmente con las fuerzas represivas del Estado, en especial la policía y en casos especiales o extremos las fuerzas militares. Por lo tanto debemos agregar en las consideraciones del caso que los programas de seguridad urbana que se han puesto en marcha coinciden con la aplicación de políticas neoliberales, que en este plano proponen descentralizar, responsabilizar a cada uno (Rose) y hacer participar a la comunidad o a la ciudadanía en diversas acciones para la prevención del delito. Por ello puede afirmarse que las nuevas políticas de seguridad que se han puesto en marcha en la última década principalmente en la ciudad de Buenos Aires, tiene que ver en gran medida con las nuevas tecnologías de gestión de la política social que tiende a una mayor mercantilización de las relaciones sociales y a la «des-gubernamentalización del Estado» y hacia una «desestatalización del gobierno», cuestión relacionada con la mutación del concepto de lo social. En especial ello se expresa en una nueva concepción de lo que debe hacer un funcionario público, que si antes pasaba por realizar servicios para la ciudadanía, las políticas del neoliberalismo conservador, reestructurando el lugar de lo público y de lo privado, han hecho ahora que ese mismo funcionario técnico o político tenga otras «nuevas obligaciones»: privatizar, mercantilizar, adjudicar, y manejarse con parámetros de competitividad, calidad y demanda de los clientes-usuarios.

El aumento de la conflictividad delictual
No obstante que las estadísticas oficiales son poco confiables, puede afirmarse un crecimiento firme y acumulativo de los hechos delictuosos registrados por la Policía y reportados a la Justicia. Entre 1970 y 1990 se duplicaron las denuncias. Duplicación que ahora se repite, pero en solo una década, de 1990 a 1999. El gráfico siguiente muestra comparativamente hechos delictuosos y condenas en el periodo 1971-1999. Aunque llama la atención que el número de sentencias condenatorias no se haya elevado en 30 años (y esto abre un interrogante sobre el sistema judicial) ni siquiera se sigue el ritmo de las denuncias. No obstante vale aclarar que estos datos no son comparables, ya que en la gran mayoría de los delitos denunciados (en especial contra la propiedad) el autor no es identificado y por lo tanto no se llega a un proceso judicial.
 
 
 
La seguridad y la inseguridad
Tal como decíamos, en la última década se desarrolló un abanico de políticas que fueron anunciadas para enfrentar al nuevo enemigo social, la delincuencia, incluyendo de manera especial al tráfico de drogas. Los cambios en las  políticas de seguridad abarcaron el Código Penal, el de Procedimiento Criminal, la ley de Organización de los Fiscales Judiciales, de Penalización de Tráfico y Tenencia de Drogas, a la policía bonaerense y la Federal, al régimen carcelario con un nuevo plan nacional, y la participación de la ciudadanía en estas políticas. El núcleo duro de la política sigue asentado en el principio de la defensa social y por lo tanto en la relegitimación simbólica del recurso penal como principal medio para enfrentar la cuestión de la inseguridad personal. Esta relegitimación simbólica del recurso penal tiene como correlato las representaciones colectivas de la delincuencia, acotada a las conductas individuales que atentan ya sea contra la persona o contra sus bienes cercanos. Esa representación de la delincuencia es confirmada por las agencias del control social penal, atrapadas en la lógica de la impostergable «realización de sus fines» y también por la mayoría de los estudios en el medio académico promovidos por el Banco Mundial o el BID, y también por instituciones locales o regionales que no cejan en reificar a la delincuencia común y omiten, en general, referirse a los delitos de la autoridad o de los poderosos (Pegoraro).

Por otra parte, el concepto de seguridad es un concepto «vacío» en el sentido de que su significado depende del imaginario que poseen de ella grupos sociales, como vecinos, profesionales, militares, empresarios, padres de familia. Cada uno tiene un concepto de «seguridad» no necesariamente similar. Dicho concepto es complejo, por cuanto la seguridad como respuesta a la inseguridad debe considerar diferencias de género, de tipos de delitos, de edad, estatus económico, lugar de residencia, y también de conductas «indeseables» denominadas «incivilidades». Por otra parte, en Argentina la seguridad estuvo ligada al orden político más que al penal de los delitos comunes. Así se pusieron en práctica durante varias décadas políticas de seguridad referidas a la «seguridad nacional» o a la «seguridad interna» identificando como enemigo al activista político. Así, las cárceles contenían pabellones para los presos «comunes» y para los «políticos».

Se sabe que es imposible conocer con precisión la cantidad de delitos que se cometen, la delincuencia real, solo se puede conocer la delincuencia aparente, es decir la criminalidad que es descubierta y denunciada. Las fuentes de información sobre la cantidad de delitos son principalmente las estadísticas policiales, las judiciales y las encuestas de victimización. Pero estas fuentes no revelan, ni pueden hacerlo, la delincuencia real, hecho que agrega otras dificultades para el conocimiento cierto de este tema y pone de manifiesto la improvisación de las políticas penales: la información policial sobre la cuantificación de los delitos es inconfiable porque solo registra los hechos denunciados, y además las diferentes comisarías construyen la información de manera errática y por necesidades contingentes. Las estadísticas judiciales agregan datos sobre las sentencias, pero dependen de la policía en cuanto es la encargada de elevar las causas a tribunales. Por su parte las encuestas de victimización son un medio para detectar la cifra real de delitos y ponen de manifiesto el elevado número de hechos no denunciados; pero tampoco son totalmente fiables, ya que la forma de la pregunta y la representación imaginaria y social influye en la respuesta. Además, delitos como los económicos requieren de encuestas de carácter cualitativo para su detección (Sutherland).

Por lo tanto si bien se debe tener especial cuidado al comparar tales fuentes, permiten una verificación sobre ciertas tendencias. Es claro que hay delitos más identificables y cuantificables que otros, como el homicidio, el robo de autos o el robo de viviendas de sectores medios y altos, (estos últimos condicinados para el cobro del seguro), pero el robo o el hurto, principalmente cuando no tienen una gran entidad son escasamente denunciados. En suma, la cantidad de hechos delictivos sigue siendo una incógnita aunque las encuestas de victimización permiten acercar una medición más objetiva para considerar la «sensación de inseguridad» de los habitantes de la ciudad de Buenos Aires –la que condiciona la respuesta o reacción represiva por parte de las agencias de control social. En la medida en que la sensación de inseguridad es mayor, la respuesta se hace más contra la delincuencia, se endurece y tiende a limitar los derechos y garantías al supeditarlos al «éxito» de la lucha contra el delito. A esto colaboran en gran medida la «corporación» política, que supone que su gestión depende de esta cruzada contra el delito y se compite así a ver quién se pone más duro o quién propone una medida «mágica» para resolver el problema (Proyecto Citta Sicure, informe 1997).

Los límites del sistema penal
Un supuesto básico para analizar el sistema penal luego de tantos años de aplicación con altos niveles de violencia –como la duplicación de la población carcelaria en la última década–, es reconocer sus límites. Claro que éstos pueden ser leídos como un fracaso, por un lado porque la ley penal (y su función preventiva) está neutralizada por una realidad social hecha de desigualdades crecientes y de morales débiles, y por otro porque los castigos que aplica no alcanzan para evitar las compulsivas demandas de la sociedad consumista.

Recordemos el análisis de Foucault (1976): el fracaso del sistema penal exhibe una utilidad aprovechada por el sistema social en su conjunto, ya que la política penal resulta en realidad una «gestión diferencial de los ilegalismos» y no la represión de todos ellos. La utilización de la mano de obra delincuente en múltiples tareas de servicios por la policía y por instituciones gubernamentales (matones, rompe-huelgas, crimen del poder, participación en los robos, manejo de la prostitución, tráfico de drogas, tráfico de armas, etc.) ha acompañado la historia, por lo que el asombro frente a esto es también un producto de una construcción social que logra hacer funcionar selectivamente la memoria neutralizando aquello que puede cuestionar el funcionamiento del orden social.

Por otra parte, es justo reconocer que el sistema penal (y sus subsistemas) no puede reducir los índices de violencia social que genera el sistema (exclusión, desempleo, desigualdad, etc.) porque no ha sido creado para ello, y porque el sistema penal tampoco puede resolver los casos «políticos»4: aquellos casos que trascienden aspectos «comunes» en tanto problemas delictivos inherentes al ejercicio del poder o poderes. Recordemos cuando Bobbio5 se refiere a los «poderes ocultos» existentes en la vida democrática y que hasta ahora no han podido ser neutralizados. Y frente a la delincuencia organizada el sistema penal también se presenta con una consistente debilidad, originada no solo en su debilidad política sino también en cuestiones complejas como la dificultad de su encuadre legal (Zaffaroni 1995a). Además, siendo la delincuencia una construcción social, con representaciones simbólicas o imaginarias, el papel principal se reserva para la delincuencia común (Guemureman)6.

Convengamos que si bien en el comportamiento humano funciona una norma legal prohibitiva, la motivación de la conducta depende más de otras dimensiones, como la promoción de objetivos personales, las metas sociales, la facilitación o el acceso a medios para tales metas, las interacciones sociales y demás lazos que hacen posible la vida en sociedad. El sistema penal carece de capacidad para lograr la integración social porque no puede, por sí solo, fijar las metas sociales y generar las motivaciones que hagan a las personas más probas y más piadosas o solidarias. La integración social tiene formas no homogéneas y está generada por el sistema económico-social-político, que en el capitalismo produce riquezas como un arsenal de mercancías y bienes y al mismo tiempo exclusión, miseria, desigualdad, degradación social y ruptura de los lazos de solidaridad y de los vínculos no mercantiles. Esto último también ha producido el quiebre del control social informal que realizaban hasta la crisis del Estado de bienestar instituciones como la familia, la escuela, los clubes de barrio, la Iglesia, las bibliotecas vecinales, con una fuerte capacidad de socialización de los individuos alrededor de valores como la solidaridad, la piedad, la honestidad y el trabajo. Las políticas de seguridad tenían como eje y como resultado la «prevención del delito» por medio de las formas de socialización en la época de la «afiliación salarial» (Castel), que confinaban al delito común a una actividad más bien marginal. Pero este «orden» fue puesto en crisis por el nuevo orden mundial liderado por el capitalismo financiero (Chomsky). Ahora el núcleo duro de la política penal que se suponía la última ratio del ejercicio del poder se encuentra ante la presencia masiva de los inútiles para el mundo7, o sea, individuos que no pueden socializarse-integrarse porque no tienen cabida en la sociedad de mercado.

Toda política de prevención se basa en la creencia de que los individuos comparten los mismos valores y que solo algunos desviados pueden cometer actos contrarios a la ley. Pero la degradación social también ha producido la desprofesionalización de la delincuencia: un entrevistado8 dice que los delitos violentos son obra de nuevos «chorros» (ladrones) sin cultura de chorros, de jóvenes «barderos». Las características de los hechos delictivos que describen los medios muestran que son producto de personas que salen sin plan alguno (la policía los denomina «al voleo») y sin preparar su delito. Se les podría decir cazadores y recolectores urbanos –y por ello la mayoría utiliza la violencia.

Frente a este diagnóstico puede haber distintas lecturas sobre las conductas delictuales de estos vulnerados y marginados: aquellas que se conmueven y compadecen del espectáculo de la miseria y buscan la forma de que se practique un «capitalismo humanista» –que hasta ahora y no obstante las exhortaciones es contrario a la naturaleza de este sistema social–, y otra lectura, populista, que podría ver al fenómeno delincuencial como una estrategia de «resistencia política» creyendo ver que más que apropiarse de bienes, esos actos significan cuestionar el derecho de propiedad –es en esta medida que algunos políticos tratan de subversivos a estos actores marginados. Sin embargo, se trata en el fondo de una táctica económica de sobrevivencia, ya que si bien piensan que deben ser satisfechas de alguna forma sus necesidades en la sociedad de consumo, no hay indicadores para que identifiquen colectivamente al orden social como la causa de su marginación. Y además, porque gran parte de la violencia que desatan se proyecta sobre el mismo ámbito social de exclusión y marginación como una «pandemia» de violencia en las villas o guetos (Vacquant 1997; Auyero). Ante este hecho novedoso de la desprofesionalización delictual, no hay política de prevención penal posible como no sea desarrollar políticas sociales que tiendan a recrear los lazos sociales de integración. ¿Es posible hacer una lectura no sobre los vulnerados y marginados sino desde ellos? Recordemos que Engels («La situación de la clase trabajadora en Inglaterra») señalaba que la primera forma de revuelta del proletariado moderno contra la gran industria era la criminalidad. Creo que el significado real de esta expansión del delito violento ligado a los pequeños ilegalismos (Foucault 1976; 1978) (aunque sean violentos) necesita ser explorado. Queda así abierto un tema que implica un fuerte desafío intelectual y moral en esta época, y que ante el fracaso de las políticas penales puede reducirse a una pregunta: ¿qué quiere decir, socialmente, la actual magnitud del delito violento?

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Notas
1. Datos del archivo de Correpi (Coordinadora contra la Represión Policial e Institucional, Buenos Aires).
2. A.M. Rosenthal: «La Policía y las cárceles» en La Nación, 5/2/94; y «Las cárcles salvan vidas» en ídem, 17/2/94, Buenos Aires.
3. Miguel A. Toma: «Sin seguridad no hay libertad» en Clarín, 22/6/99, Buenos Aires.
4. Como el asesinato de José Luis Cabezas, la masacre de la AMIA, la voladura de la  Embajada
de Israel, la mafia del oro, el tráfico de armas, el lavado de dinero, la voladura de Río Tercero entre otros cientos de casos en los últimos años.
5. Norberto Bobbio: El futuro de la democracia, Plaza & Janes, Barcelona, 1985.
6. Es interesante que las representaciones «oficiales» de la delincuencia estén internalizadas en estudiantes de sociología o ciencia política. En encuestas realizadas todos los años en la carrera de Sociología, un 80% de los estudiantes al describir su representación del delito lo refieren a robos, homicidios y violaciones. Silvia Guemureman: «Las representaciones del delito», material de la Cátedra Delito y Sociedad, Facultad de Ciencias Sociales-UBA, Buenos Aires, 1999.
7. Robert Castel: La metamorfosis de la cuestión social, Paidós, Buenos Aires, 1997. Dice  Castel que «... la actual cuestión social consistiría hoy en día, de nuevo, en la existencia de‘inútiles para el mundo’, supernumerarios y alrededor de ellos una nebulosa de situaciones signadas por la precariedad y la incertidumbre del mañana, que atestiguar el nuevo crecimiento de la vulnerabilidad de masas» (p. 465).
8. Diario Página 12, 2/5/99.
 
 
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Fuente: NUEVA SOCIEDAD, N° 167

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