martes, 8 de enero de 2013

Reducción de daños, seguridad y tráfico de drogas ilícitas

Por: R Damián Zaitch R
Doctor en Ciencias Sociales y docente en Willem Pompe Institute for Criminal Law and Criminology, Universidad de Utrecht, Países Bajos.
Resumen: El argumento central de este trabajo es que las políticas de reducción de daños solo pueden convertirse en una verdadera alternativa al prohibicionismo si poseen un carácter integral y se aplican consistentemente no solo en el nivel del consumo sino también en el de la producción y sobre todo tráfico de drogas ilícitas. Una política de reducción de daños aplicada al tráfico de drogas genera mayores niveles de seguridad personal y pública. En la primera parte de esta contribución se analizan sistemáticamente los daños sanitarios, sociales, económicos, políticos y culturales producidos alrededor del tráfico de drogas ilícitas. Luego se reseñan algunos principios e intervenciones concretas de reducción de daños en dicho campo, planteando finalmente el interrogante de cómo avanzar en la expansión de tales intervenciones.


Introducción
A pesar del creciente apoyo social y político frente a las políticas e intervenciones de reducción de daños hacia los consumidores de drogas (Rileyy O’Hare 2000; Calvet 2002) y, en menor  medida, hacia los productores de plantas ilícitas (Henman 1993; Metaal et al 2006), el tráfico de drogas ilícitas sigue siendo considerado por sociedades y Estados como un campo propicio donde llevar adelante intervenciones represivas. Ya sean de tipo penal, policial, administrativo o militar, estas intervenciones pretenden básicamente reducir la oferta, incautar sustancias y/o capturar traficantes. Cabe preguntarse si se trata de políticas o tendencias conciliables o no. Los discursos, pero sobre todo las prácticas dominantes en materia de drogas ilícitas a nivel local, nacional o global, parecen combinar ambas posiciones como si fueran realmente complementarias o incluso compatibles. Cuando se analizan dichas prácticas en lugares y contextos tan dispares como Estados Unidos, Holanda, la Argentina, Suecia, Irán, Bolivia o China, aparece claro que no es ya el prohibicionismo, sino la combinación selectiva de prohibicionismo/represión del tráfico con reducción de daños/ayuda social y sanitaria al consumidor, lo que realmente caracteriza el régimen mundial dominante en materia de drogas ilícitas. Con mayores o menores niveles de reconocimiento discursivo, formalización jurídica e intervención institucional, y desde agendas políticas diametralmente opuestas, existe un amplio consenso de que ambos enfoques serían necesarios para distintos actores o niveles del mercado.


Reducido al mundo del consumidor, el enfoque de reducción de daños ya forma parte de las prácticas oficiales dentro del marco prohibicionista, no ya como una alternativa crítica sino como un instrumento complementario, y en muchos casos legitimador, de la guerra a las drogas librada en los niveles de tráfico y consumo.

Que muchos de los defensores del enfoque de reducción de daños sobre los consumidores de drogas –un grupo dispar que incluye desde funcionarios de todo calibre, presidentes de Estado de izquierda y derecha, hasta prácticamente todos los operadores de salud en el campo– pidan o implementen más represión para los “narcotraficantes”, se fundamenta en algunos supuestos que merecen un análisis crítico. En primer lugar, en una idea abstracta de “justicia” y un reconocimiento de víctimas y victimarios: consumidores y productores en el tercer mundo serían los sujetos más vulnerables, las víctimas del problema –para ellos, reducción de daños– mientras que los traficantes, actores más poderosos, serían sus victimarios –para ellos, represión–. De más está decir que, en la práctica concreta, ni los consumidores más vulnerables son los que reciben más reducción de daños, ni los sujetos más poderosos en el tráfico, muchas veces actores legales, son los destinatarios de las penas más duras.

Otro supuesto para legitimar políticas de “doble vía” es que los tres campos de producción, tráfico y consumo de drogas constituirían mundos social y geográficamente separados. Sin embargo, se trata de tres campos íntimamente relacionados entre sí a través de la economía global (Romaní 2005). Las diversas conexiones existentes entre ellos –en términos de actores, de mercados, e incluso de superposición geográfica– hace que en muchos casos las políticas sean contradictorias o que las repercusiones en un campo se hagan sentir inmediatamente en los otros. Así, por ejemplo, muchos de los “consumidores-traficantes” de crack y heroína en las calles de Rotterdam se ven excluidos de los programas que dispensan metadona y heroína. Otro ejemplo es el de las favelas brasileñas o villas miseria argentinas, en las que todo intento de reducir los daños alrededor del uso de pasta base en esos barrios choca abiertamente con las políticas de guerra militar y policial frente al tráfico en dichos territorios. En tal sentido, las políticas frente al problema de las drogas deberían tener un carácter integral y no contradictorio si quieren abandonar el terreno de la política simbólica. En tercer lugar, muchas de las prácticas que combinan represión y reducción de daños manejan la dicotomía “consumidor enfermo” (en general del Norte) versus “traficante delincuente” (en general del Sur). En dicho paradigma, el enfermo y el delincuente son tratados simplemente como dos versiones de un comportamiento social patológico: para uno, la ayuda; para el otro, la represión. Incluso desde visiones liberales o progresistas que conciben al consumidor de drogas como un sujeto activo y un ciudadano responsable con derechos, se ha aceptado en muchos casos no problematizar la cuestión de las políticas frente al tráfico por un problema puramente político: según el caso, no comprometer votos, ni apoyos políticos, ni ayudas financieras para los programas de reducción de daños.

Finalmente, la idea de reducción de daños aplicada solamente al consumo supone en primer lugar trabajar con una noción de daño reducida al plano “psico-socio-sanitario” en un nivel micro, y en segundo lugar supone creer que los daños más graves relacionados con las drogas ilícitas y sus políticas se concentran en ese nivel. Un rápido repaso de la vasta investigación empírica de los últimos 30 años sobre las políticas frente a la producción, el tráfico y los mercados de drogas, dejan ver que es allí donde se presentan y generan daños sociales enormes (micro y macro) de mucho mayor alcance y envergadura que los existentes alrededor del consumo. Siguiendo un argumento esbozado por Nicholas Dorn hace algunos años (Dorn 2002), el punto central de esta contribución es que, dentro del marco global prohibicionista, existen espacios, voluntades e incluso intereses desde las mismas agencias de control para avanzar hacia políticas e intervenciones frente al tráfico de drogas que se guíen por los principios de la reducción de daños.

La primera parte de este trabajo tratará de reseñar los daños ocasionados alrededor del tráfico de drogas. Este ejercicio es indispensable si luego se quiere avanzar planteando algunos principios generales y propuestas concretas de intervención que extiendan la filosofía de reducción de daños al tráfico de drogas. El trabajo se cierra con una breve reflexión de cómo avanzar en dicha dirección.


Los daños del tráfico y de sus políticas
Desde una perspectiva criminológica, el “tráfico de drogas ilícitas” es una noción sumamente amplia que incluye el enorme abanico de prácticas, transacciones y actores involucrados entre los niveles de producción y consumo de drogas ilícitas. No es aquí el lugar de caracterizar la compleja naturaleza de los mercados de drogas, sobre la que existe una vasta literatura empírica y teórica (e.g. Pearson y Hobbs 2001; Zaitch 2002; Thoumi 2002; Dorn et al. 2005; Van Duyne y Levi 2005). En una reflexión sobre los daños y las políticas alrededor del tráfico es, sin embargo, importante realizar algunas distinciones en al menos tres aspectos: el nivel de mercado, la naturaleza económica de los actores y el estatus legal de las empresas involucradas. Respecto del mercado, podemos hablar de tres niveles importantes: importación-exportación, distribución mayorista y venta minorista al consumidor final (en algunos contextos conocida como microtráfico). Aunque en muchos casos esta separación es simplemente analítica, se trata de tres niveles con políticas e intervenciones específicas y con daños potenciales de distinto calibre. Otra distinción importante que debemos hacer es entre empresarios –jefes, personas que invierten capital y corren riesgos financieros– y empleados –profesionales o no que, en distintas modalidades de (sub)contratación, cumplen órdenes sin invertir capital. Esta diferenciación entre empresarios y empleados será crucial a la hora de implementar políticas de reducción de daños, que incluso pueden apuntar a subcategorías especiales como los correos o mulas, o los grandes jefes a nivel de exportación. Finalmente, el tercer aspecto a mencionar refiere al carácter de legalidad de las empresas involucradas: en el tráfico de drogas encontramos empresas ilegales (redes informales, empresas fachada, etc.) y empresas legales (empresas farmacéuticas, de transportes, bares, restaurantes, etc.). Resumiendo, podemos visualizar en la figura 1 el tráfico de drogas ilícitas como las transacciones entre los distintos tipos de niveles, empresas y actores mencionados.



Teniendo en cuenta entonces que se trata de un amplio campo de actores, transacciones y posibles intervenciones, no es extraño encontrar muchos tipos de daños alrededor del tráfico de drogas. Como se verá más adelante, estos daños son el resultado de la naturaleza ilegal del negocio, y no del tráfico de drogas per se. Alrededor del negocio ilegal encontramos daños a la salud y a la seguridad personal, daños sociales de diversa índole, daños económicos, políticos y culturales.



Daños a la salud y la seguridad personal
Con toda certeza, tanto en los países industrializados como en la periferia, mueren anualmente muchas más personas por actividades relacionadas con el tráfico de drogas ilícitas que las que lo hacen por consumir dichas sustancias o como víctimas de quienes las consumen. En algunos países como México, Colombia o Brasil se trata de varios miles de muertos por año (Rubio 1999; Silva Iulianelli et al 2004; Freeman 2006), y en muchos países de la UE la violencia letal relacionada con el tráfico de drogas representa un buen porcentaje de todos los homicidios producidos. A la lista de muertes violentas hay que sumarle un número probablemente mayor de heridos graves y leves, con lesiones de todo tipo.




En primer lugar, una cantidad importante de las muertes son producidas por (o contra de) las acciones militares o policiales de represión o castigo, es decir, por la acción armada directa del Estado. Aquí se incluyen los muertos en enfrentamientos o persecuciones, en ejecuciones legales (pena de muerte) o extrajudiciales (paramilitarismo, escuadrones de la muerte, “limpiezas”), en enfrentamientos bélicos o en atentados contra las autoridades.

En algunos países existe una compleja relación entre narcotráfico y conflicto armado interno (Vargas Meza 2005). Lógicamente, los muertos tienden a aumentar en momentos o países con mayor represión policial-militar frente al tráfico de drogas, o con mayor relación del tráfico con grupos armados.

En segundo lugar, una parte sustancial de las muertes y lesiones se produce en guerras o disputas internas por el control de mercados y territorios (turf wars), ya sea a nivel de exportación, distribución mayorista o venta minorista. En tercer lugar, dada la ausencia de regulación estatal y de eventuales sanciones legales por incumplimientos de contratos, una parte de las muertes en el tráfico de drogas ilícitas se produce en los llamados “ajustes de cuentas” entre traficantes. Dichos “ajustes”, eufemismo que de alguna manera legitima y neutraliza su condena social, se producen en general entre empresarios y/o empleados ilegales que cooperan o compiten entre sí. Finalmente, otra parte de las personas que mueren o sufren lesiones en el contexto del tráfico son víctimas del “juego sucio” (robos, reap-deals) tan tentador en negocios no regulados con ganancias extraordinarias (Zaitch 2002).

Tanto las guerras territoriales o de mercados, los ajustes de cuentas y el juego sucio en el tráfico de drogas, tienden a aumentar en momentos y contextos de gran fragmentación del mercado, aumento de la represión, mayor competencia, y disminución de la confianza tanto entre traficantes como de la sociedad en el Estado (deslegitimación institucional) (MacCoun y Reuter 2001). Como se observa en la figura 2, tanto los victimarios como las víctimas de estas muertes violentas son las autoridades, los empresarios ilegales y sus empleados, mientras que dentro de las víctimas también se cuentan personas ajenas al tráfico como familiares, amigos, vecinos o transeúntes.



Es importante, señalar que el hecho de que la mayoría de las víctimas tengan relación directa con el tráfico (autoridades y traficantes) reduce la condena social, indignación moral y eventual identificación con estas víctimas. Mientras que en el caso de las autoridades dichas muertes se presentan como “daños colaterales” o se justifican con el “deber cumplido”, las reacciones sociales frente a la muerte de un traficante o sus subalternos son en general positivas (“un traficante menos”) o justificantes (“lo merecía”, “es el precio a pagar”, etc.).

Pero la lista de muertes no termina allí. El tráfico de drogas ilegales es, además, una actividad laboral altamente riesgosa que genera un gran número de muertos y lesionados de manera indirecta. Piénsese en la cantidad de “accidentes” laborales durante la ejecución de las operaciones, incluyendo muertes de correos por intoxicación, muertes y lesiones en accidentes automovilísticos y caídas, suicidios en la cárcel, y todos los muertos y heridos provocados por razones ajenas al negocio con las armas de fuego de los traficantes y policías antidrogas.

Finalmente, el tráfico de drogas ilegales se caracteriza por la presencia de una amplia gama de violencias interpersonales de tipo físico y psicológico, no solo dentro del negocio sino también de los actores involucrados con su entorno familiar y social. Estas incluyen secuestros, amenazas, chantajes, explotación laboral, abusos sexuales y violencia familiar.


Daños sociales
La existencia del tráfico de drogas ilícitas y su represión genera daños que  van más allá de los individuos involucrados y sus entornos sociales, y que afectan de lleno a la sociedad en su conjunto. En primer lugar, debe destacarse el creciente desarrollo de formas locales y globales de delincuencia “organizada” en prácticamente todo el mundo (Fijnaut y Paoli 2004, Fernández Steinko 2008). Dichas formas de delincuencia, ya sea para organizar y financiar operaciones internacionales de exportación, importación y distribución de drogas, ya sea para la protección de la distribución y venta local en determinados barrios, han logrado integrar el negocio de drogas ilícitas con otros negocios y actividades legales e ilegales, incluyendo el tráfico de armas, la explotación de recursos naturales, la industria del turismo y la construcción o el mercado financiero. Puede afirmarse que la existencia del tráfico de drogas ilícitas ha beneficiado y fortalecido todo tipo de grupos o redes mafiosas en muchos países, desde Italia, Rusia o México hasta Brasil, Afganistán o Nigeria. Estas redes mafiosas están en muchos países integradas por miembros de las fuerzas de seguridad, dada su ventaja comparativa para organizar y administrar mercados ilegales.



Junto a la delincuencia organizada, el tráfico de drogas genera o estimula una gran cantidad de delitos comunes conexos de distinta índole, incluyendo robos de coches, falsificación de documentos y robo de identidad, robo de armas y fraudes varios.

La venta minorista callejera de drogas ilícitas, práctica visible en los centros degradados y los barrios marginales y periféricos de las ciudades, ha contribuido también a aumentar la inseguridad urbana objetiva (cantidad de delitos e incivilidades) y subjetiva (percepciones y emociones) en los territorios donde se venden drogas. En algunos casos, dichas áreas son controladas por traficantes y policías. En otros, el Estado, las instituciones y los servicios públicos se han retirado y la degradación urbana es evidente. En tal sentido, la venta minorista callejera de drogas ilícitas ha fomentado la pérdida de espacios públicos (plazas, esquinas, barrios) a través de su abandono, privatización o hipercontrol a través de cámaras y seguridad privada (Davis 1990).

En muchos casos, los exportadores, distribuidores o vendedores de drogas pertenecen a grupos nacionales, étnicos o inmigrantes que poseen, por una u otra razón, ventajas comparativas para participar en algunos lugares y niveles del mercado ilegal (Paoli y Reuter 2008). A pesar de los muchos estudios empíricos que relativizan la homogeneidad del componente étnico y problematizan la noción de cultura (Bovenkerk et al. 2003), tanto los medios de comunicación como las agencias de control penal trabajan, en el campo del tráfico de drogas, con generalizaciones sobre “mafias étnicas”. El resultado es la criminalización y estigmatización colectiva de grupos sociales, ya se trate de determinadas minorías étnicas, nacionalidades o subculturas, que vienen presentadas como grupos peligrosos o potenciales focos de riesgo. Otro daño social importante provocado por la existencia del tráfico de drogas ilícitas es el sobredimensionamiento, colapso o ineficacia de las agencias de control penal. Independientemente de los costos económicos y políticos que se mencionan más adelante, la decisión de asignar una enorme cantidad de recursos humanos, logísticos y económicos al “combate” del tráfico, supone en muchos casos relegar otras áreas de intervención o prioridades a un lugar secundario, generando altos costos sociales. Es decir, dados los recursos limitados de cuerpos policiales y de instancias judiciales, los casos y expedientes “antinarcóticos” saturan y reducen la capacidad del sistema penal de perseguir otros delitos más graves como el tráfico y la tenencia ilegal de armas, la violencia doméstica o los delitos contra el medio ambiente, solo para nombrar algunas áreas donde las instituciones de control son lentas o inefectivas. Cárceles superpobladas de pequeños y medianos traficantes de drogas, en su mayoría empleados, implican en muchos casos nuevas formas de gestión interna (Nuñez Vega 2007), mayor hacinamiento, más sufrimiento durante la ejecución de la pena y menores posibilidades de tratamiento personal y reinserción social.

Finalmente, en muchos casos la lucha contra el tráfico de drogas ilegales se utiliza en realidad como instrumento selectivo para sancionar o controlar determinados gobiernos, regiones o barrios, es decir, para definir determinados grupos como social o políticamente peligrosos (Christie 1993). Ejemplos de ello son la reciente “descertificación” de Venezuela y Bolivia por parte de los Estados Unidos, la militarización de algunas favelas en Río de Janeiro, o la creciente presión contra los coffee-shops en Holanda como arma para combatir el malestar de los jóvenes marroquíes por un lado y la “oleada” de turistas de drogas por el otro.


Daños económicos
Muchos economistas han demostrado los distintos efectos negativos que genera la existencia del mercado de drogas ilícitas (MacCoun y Reuter 2001; Thoumi 2002; Van Duyne y Levi 2005). En primer lugar, digamos que la industria de las drogas ilícitas genera ganancias extraordinarias que, al no pagar impuestos, permisos o multas, se distribuyen en la sociedad de manera mucho más desigual que en otras industrias y actividades legales. Es decir, el tráfico de drogas ilícitas incrementa la desigualdad social (y entre países) al concentrar riqueza en algunas manos, sectores o centros financieros. A pesar de que en algunos casos ofrece una perspectiva de ascenso social (muchas veces temporal) para desocupados o trabajadores no calificados, en general el negocio ilegal supone una enorme transferencia de recursos de los usuarios (que pagan precios altísimos), los productores (que venden a precios bajísimos) y de la sociedad en su conjunto (al no recaudar impuestos el Estado) hacia algunos empresarios ilegales exitosos (sobre todo a nivel de exportación-importación y distribución mayorista), sus protectores (policías corruptos, políticos de toda índole) y la enorme gama de empresarios legales que se enriquecen directa o indirectamente con el narcotráfico (turismo, construcción, bienes raíces, bancos, etc.). Como ejemplos pueden mencionarse la concentración de tenencia de la tierra en Colombia por parte de narcotraficantes, la pobreza estructural de los cultivadores de coca y opio en Colombia y Afganistán, la constante captación de “dinero sucio” en los centros financieros off-shore y el enriquecimiento sostenido de policías y militares corruptos en varios Estados de México. Al enriquecimiento ilícito y la evasión impositiva, hay que sumarle la fuga de capitales (legales e ilegales) generados en o por países periféricos, hacia países centrales y centros financieros más sólidos.



En el nivel local, la presencia notable del negocio ilegal y de traficantes con grandes sumas de dinero en efectivo genera una distorsión de precios en otros productos y mercados legales. Ejemplo de ello son los booms inmobiliarios (con aumento del precios de las propiedades) en zonas o barrios apetecidos –ya sea para vivir o para invertir– por los empresarios ilegales, o los precios desproporcionadamente altos de los alimentos en zonas que exclusivamente producen coca u opio.

A pesar de que la economía ilegal de las drogas mantiene una relación simbiótica con muchísimos mercados y negocios legales, en general aportando capital y utilizando de estos infraestructura y recursos humanos (Passas 2002), las empresas ilegales promueven en general el cortoplacismo, el consumo de bienes de lujo, la mentalidad rentista o la especulación financiera, y no por ejemplo el desarrollo sostenible o la inversión productiva a largo plazo (Thoumi 2002). Finalmente, a estos daños económicos hay que sumarles los enormes costos financieros, medidos en billones de dólares anuales, que los Estados (y por ende las sociedades) destinan de una u otra forma a la represión y el control del tráfico de drogas ilegales. La lista es interminable e incluye presupuestos de organizaciones y burocracias internacionales (UN, EU, World Bank, ONGs, etc.), de casi todos los ministerios nacionales del mundo (sobre todo de defensa, justicia, interior, exterior y economía), y de gobiernos  regionales y locales de toda índole. Solamente los costos financieros del encarcelamiento masivo de presos por drogas en los Estados Unidos ascendía a mediados de los noventa a más de 8 billones de dólares anuales (Bewley-Taylor et al, 2005). Dado que, más allá de pequeños logros puntuales, algunos desplazamientos y muchas operaciones políticas de tipo simbólico, estas enormes inversiones no han evitado el crecimiento sostenido del tráfico internacional de drogas ilegales en los últimos 30 años, explica en parte el carácter opaco, cuando no secreto, de dichos costos o destinos presupuestarios.


Daños políticos
La existencia del tráfico de drogas ilegales tiene implicaciones negativas para la construcción o el mantenimiento del estado democrático y social de derecho, y de sus instituciones políticas. En primer lugar, las ganancias extraordinarias generan en el mejor de los casos corrupción y cohecho de funcionarios públicos. La corrupción, a veces individual, a veces estructural y generalizada, funciona como un mecanismo de protección y regulación del negocio, e involucra en mayor o menor medida a prácticamente todos los organismos del poder ejecutivo, legislativo y judicial (e.g. Godson 2003; Fijnaut y Paoli 2004; Freeman 2006; Fernández Steinko 2008). Dichos casos incluyen aportes para campañas políticas o la corrupción policial y aduanera generalizada en muchos de los países de producción y tránsito. En el peor de los casos, hecho bastante común en contextos de violencia con Estados débiles, descentralizados o poco transparentes, la colusión con el Estado toma la forma de una participación directa de agentes y funcionarios en el negocio, desde militares y policías hasta aduaneros o agentes secretos. Piénsese aquí en la participación de la CIA en el tráfico de heroína durante la Guerra Fría, de militares en países como México o Birmania, o de cuerpos policiales en Brasil o Nigeria.



En segundo lugar, altos niveles de corrupción generan al mismo tiempo impunidad selectiva de los actores más poderosos y criminalización exacerbada de los individuos más vulnerables –que actúan como chivos expiatorios– promoviendo en la sociedad todo tipo de sentimientos de injusticia e impotencia, reacciones de indignación moral y una deslegitimación institucional generalizada. Dichas formas de deslegitimación se manifiestan en apatía política, desconfianza en la policía y el poder judicial, y en algunos casos en la emergencia de grupos paraestatales armados que operan al margen del estado de derecho. Tal es el caso de guerrillas, milicias, grupos paramilitares o “señores de la guerra” que protegen o participan activamente en el tráfico de drogas ilícitas (Vargas Meza 2005), o de las actividades de cuerpos de elite y servicios de inteligencia estatales que operan en el campo de la ilegalidad de manera autónoma y secreta (McCoy 1991; Labrousse 2003).

El tráfico de drogas, definido en muchos casos como un problema de seguridad nacional, se presenta entonces como un campo propicio para la violación de derechos humanos y libertades civiles por parte de las agencias (para)estatales de control. La politización de la “lucha contra el narcotráfico”, la construcción de “enemigos de guerra” y la aplicación de la “excepcionalidad penal” –evidente en el reiterado uso de métodos ilegales de investigación policial, en las ejecuciones sumarias, en el uso de tortura, coacción o extradición selectiva, o en las medidas contra el lavado de dinero son hechos que terminan minando las bases del estado democrático y social de derecho. En otras palabras, la existencia del negocio ilegal y la ilusión de combatirlo policial y militarmente promueven en general soluciones autoritarias o irrespetuosas de principios constitucionales o garantistas básicos (Christie 1993). Esto lo saben muy bien los abogados de los grandes traficantes de drogas, que muy frecuentemente logran absoluciones o drásticas reducciones de pena por las innumerables violaciones de forma y contenido en las operaciones policiales y procesos penales antidrogas. Finalmente, otro efecto político negativo es el desarrollo de la así llamada “narcodiplomacia”, es decir, la incorporación de la cuestión del tráfico de drogas ilícitas como tema central en la agenda política tanto de organismos multilaterales como de las relaciones bilaterales entre Estados. Dicha narcodiplomacia, extremadamente explícita en el caso de las políticas de los Estados Unidos y la Unión Europea hacia países productores (Colombia, Afganistán, Bolivia, Marruecos, Holanda), de tránsito (países del Caribe, México, Turquía, Rusia, África Occidental, etc.), o lavadores de dinero (Suiza, Bahamas, Aruba, etc.), distorsiona las relaciones internacionales entre países generando toda clase de restricciones, sanciones, condicionamientos y trueques políticos, siempre en detrimento de las naciones menos poderosas. El tráfico también aparece como tema central en muchos conflictos políticos entre países vecinos, en general como manifestación de crisis políticas internas (Bélgica-Holanda, Argentina-Bolivia), o de conflictos políticos históricos o poscoloniales irresueltos (Estados Unidos-México, España-Marruecos, Colombia-Venezuela, Holanda-Curazao).


Daños culturales
Si el tráfico de drogas ilícitas genera daños a la salud, sociales, económicos y políticos, también deja marcas indelebles en las prácticas y valores culturales de las sociedades donde se manifiesta. Algunos autores sostienen incluso que se trata de un proceso circular en el que determinados patrones culturales son a la vez causa y consecuencia del desarrollo del tráfico de drogas en una determinada región o país (Thoumi 2002).



Las prácticas sociales de los traficantes de drogas y de los policías antinarcóticos están, por ejemplo, firmemente arraigadas en universos masculinos (Ovalle y Giacomello 2006), reproduciendo y reforzando en general todo tipo de prácticas hegemónicas patriarcales, violencias sexuales y explotaciones de la mujer. Ejemplos de ello son el uso frecuente de mujeres vulnerables como correos de drogas, el reclutamiento de reinas de belleza como símbolos de estatus de los traficantes, la articulación de traficantes y policías con el mercado de la prostitución (como clientes, proxenetas o empresarios), o las distintas violencias físicas y psicológicas contra las mujeres cercanas a los actores del negocio, incluyendo el femicidio. Lejos de promover la emancipación de mujeres –y hombres–, el tráfico de drogas ilícitas y su combate fomentan formas tradicionales de dominación masculina basadas en el poder de la fuerza física y la mercantilización de las relaciones sociales.

La perspectiva (y en algunos casos acumulación) de enormes ganancias rápidas promueve además, tanto entre empresarios, empleados, facilitadores y toda la red social de familiares, amigos y vecinos alrededor, prácticas materialistas basadas en la reificación del dinero y el éxito individual, la ostentación, el despilfarro y el hiperconsumo. En sociedades donde uno vale por lo que tiene y no por lo que es, donde las elites dominantes reproducen su poder económico sin tener que trabajar, y donde la única alternativa para la mayoría es el trabajo duro y rutinario por una escasa remuneración, la quimera del dinero “fácil” o “mágico” de la droga aparece como una oportunidad interesante para muchos tanto “arriba” como “abajo”. Los actores “exitosos” del negocio ilegal devienen modelos sociales en sus comunidades o grupos, extendiendo estos patrones culturales a los sectores no vinculados al tráfico. En ciertos casos, los traficantes de drogas se convierten en héroes populares, íconos mediáticos o mitos urbanos dentro de las culturas juveniles alternativas. Pero en la mayoría de los casos estimulan nociones de éxito individual a cualquier costo, de falta de solidaridad, de mentalidad especulativa y de esnobismo consumista. En tercer lugar, al tratarse de un mercado ilegal no regulado donde la supervivencia es una mera cuestión de poder, capacidad y fuerza física, puede decirse que el tráfico de drogas promueve la “ley del más fuerte” como principio regulador de la sociedad (Thoumi 2002). Resumiendo, en la Figura 3 [página 14] se visualizan los distintos tipos de daños provocados alrededor del tráfico de drogas ilícitas.


La reducción de daños en el tráfico de drogas
A diferencia de lo que sucede en el nivel de consumo, donde una parte de los daños y riesgos presentes están ligados a la naturaleza misma de las sustancias y la forma en que se consumen, todos los daños mencionados arriba alrededor del tráfico de drogas se relacionan exclusivamente con el hecho de que se trata de mercados ilegales no regulados, en otras palabras, son un producto directo de las políticas que ilegalizan determinadas sustancias y criminalizan a quienes las producen y venden. Cabe suponer que de tratarse de un mercado legal y regulado con márgenes de ganancia normales como tantos otros, dichos daños no existirían o no superarían los provocados en otros mercados farmacéuticos o de agro-comestibles legales. En tal sentido hay que enfatizar el carácter falaz del discurso oficial que atribuye los daños al tráfico de drogas en sí mismo y por los que justamente es necesario actuar con severidad. Son justamente esas actuaciones las que generan los daños.




No se trata, como también muchas veces se sugiere desde ámbitos oficiales, de daños colaterales, secundarios o “necesarios” frente a unos beneficios cualitativa y cuantitativamente superiores. Los supuestos beneficios de las políticas (mayor felicidad para la mayoría, menor tráfico y uso de drogas, menos muertos, más justicia, reapropiación de las ganancias ilegales privadas por parte del estado, etc.) pertenecen, frente a la evidencia de los últimos 30 años, al campo de la ficción, la retórica política y la ideología. Sin embargo, hay que distinguir entre los daños –o nivel de daños– provocados por la mera ilegalización, es decir, por tratarse de un mercado ilegal no regulado por el estado, con ganancias extraordinarias que no aportan impuestos, de aquellos daños –o nivel de daños– causados por las políticas, medidas e intervenciones concretas a nivel global y local implementadas por la vasta cantidad de instituciones “antidrogas”, en especial por las agencias de control penal. Esta distinción es fundamental para pensar en una política de reducción de daños en el nivel del tráfico de drogas. Es decir que, a pesar de que la prohibición de drogas es global (a través de las convenciones internacionales y las legislaciones nacionales), existen enormes diferencias entre países, regiones o ciudades en las políticas implementadas (tanto frente al tráfico como frente a otros temas conexos) que explican en gran parte la diferente magnitud de los daños provocados en uno u otro lugar. Por ejemplo, a pesar de que el tráfico de drogas está criminalizado globalmente, algunos países ejecutan traficantes y otros no, algunos países imponen penas de 10 años a pequeños correos y otros solo los reenvían al lugar de origen, algunas instancias buscan capturar o extraditar “Mr Bigs” mientras que otras prefieren incautar más sustancias o confiscar bienes y dinero sucio. Esta diferenciación se verifica también en el hecho de que otros mercados ilegales como el de la prostitución o la venta de objetos robados no generan niveles de daño comparables con los que existen en los mercados de drogas ilícitas (MacCoun y Reuter 2001).

El argumento que se plantea aquí es que existen políticas o intervenciones que, aun operando dentro del marco prohibicionista global, pueden reducir drásticamente muchos de los daños mencionados arriba. A continuación, se presentan algunos principios o ejemplos concretos de políticas e intervenciones de reducción de daños en el campo del tráfico de drogas.

La premisa central es que las políticas en el campo del tráfico de drogas ilícitas deben tener como objetivo principal, y no como objetivo secundario o subsidiario, evitar y reducir los daños provocados por la ilegalidad del negocio y por las distintas intervenciones. Para ello es  necesario que cada institución, agencia u organismo que crea políticas e implementa medidas evalúe a priori por un lado la magnitud y naturaleza de los daños existentes, y por el otro los posibles daños que pueden ocasionar dichas políticas e intervenciones, para poder evitarlos. Como se dijo, dichos daños varían enormemente según el lugar, el nivel del mercado y el tipo de política o medida implementada, por lo que dichas evaluaciones siempre tendrán un carácter espacio-temporal acotado. Sin embargo, es posible pensar en principios e intervenciones concretas teniendo en cuenta la lista de daños expuesta más arriba.


Reducir la violencia
En primer lugar, todas las políticas, estrategias, medidas e intervenciones policiales y judiciales deben tener como objetivo central y primario la reducción de la violencia, es decir, la cantidad de muertos, lesionados, “accidentados” y víctimas de todo tipo de violencias físicas y psicológicas incluyendo violencia sexual, secuestros o amenazas. En tal sentido, la preservación de la salud, integridad y seguridad física de las personas, sin importar si ellas son autoridades, empresarios o empleados ilegales, o personas ajenas al negocio, debe siempre prevalecer por sobre otros posibles objetivos como los de incautar sustancias, capturar traficantes o desmantelar redes criminales. Las fuerzas de seguridad antinarcóticos deben por lo tanto abstenerse de participar en operativos riesgosos, campañas militares, guerras rurales o urbanas, u operaciones de persecución, infiltración u observación que pongan en peligro la vida de cualquier persona. En situaciones de peligro inminente, como en los casos de secuestros, amenazas o ajustes de cuentas, las intervenciones deben simplemente abocarse a prevenir o resolver los delitos violentos, y poner las drogas en un segundo lugar. En algunos casos, puede pensarse en estrategias para aislar o alejar traficantes de zonas residenciales o evitar sangrientas persecuciones. En otros casos en que los muertos y heridos son un producto de la “no injerencia” (deliberada o no) de las autoridades, se pueden considerar intervenciones más activas, tempranas o proactivas para evitar nuevos hechos de violencia. Para ello es necesario que las agencias de control no solo cooperen más estrechamente con agentes de salud, sino que consoliden ellos mismos los principios de reducción de daños, característicos de los operadores sanitarios como principios vertebradores de actuación cotidiana. Un ejemplo interesante al respecto viene de Holanda y refiere a las medidas a tomar con los correos de drogas capturados en el aeropuerto de Schiphol con bolas de cocaína en sus estómagos. Como se sabe, la apertura de una de estas bolas puede ser letal para quien las transporta y muchos “boleros” mueren por año in itinere o salvan sus vidas milagrosamente con operaciones de urgencia.



Con el objetivo primario de salvaguardar la salud de los correos, se han instalado en el aeropuerto facilidades sanitarias especiales para que, en caso de detener a un bolero, se pueda proceder inmediatamente, previo escaneo, a remover las bolas de cocaína o a trasladarlo de urgencia a un hospital. Otros ejemplos ya existen en las estrategias policiales europeas frente al tráfico callejero (Dorn y Lee 1999; Maher y Dixon 1999). Para poder proteger la salud e integridad física de personas acusadas de traficar con drogas es necesario en primer lugar reconocerlas como víctimas o al menos como una población en riesgo, cosa que las agencias de control (y la sociedad en su conjunto) se resisten a hacer. Puede pensarse aquí en programas o medidas especiales de protección y ayuda a víctimas vulnerables de la violencia del tráfico, incluyendo vendedores callejeros, pequeños correos, mujeres violentadas, poblaciones marginadas y todo el entorno familiar y social de policías y traficantes en la línea de fuego. Una política de reducción de daños en este campo debe estar además signada por una agresiva política de control y reducción de armas, en especial de armas de fuego. Es éticamente inaceptable que la incautación de drogas tenga prioridad sobre la incautación de armas, y que, como generalmente ocurre en la realidad, la policía confisque armas de fuego de traficantes como una cuestión secundaria y casual en el marco de operaciones centradas en decomisar drogas y detener individuos. Existen sin embargo muchos intereses que no ven con buenos ojos la transformación de la “guerra contra las drogas” en una “guerra contra las armas” (Ruggiero 1999). Finalmente, otros ejemplos de intervenciones tendientes a reducir la violencia incluyen medidas judiciales y procesales sobre la ejecución de penas (condiciones penitenciarias, etc.), programas sociales de autoridades locales en determinados barrios o centros “calientes”, o la desmilitarización de las respuestas, tanto en el nivel local como internacional.

Finalmente, se puede también pensar en medidas o programas concretos, sobre todo desde las propias organizaciones o movimientos sociales, para proteger (o alejar) a menores de edad tanto del tráfico de drogas ilícitas como de los traficantes más profesionales y poderosos. Algunas de estas iniciativas ya existen en muchos de los barrios marginales de Latinoamérica, con programas que incluyen la promoción de deportes, grupos de teatro o hip-hop político, con resultados muy positivos (Dowdney 2003). También es posible pensar en programas especiales para traficantes menores de 21 años.


Garantismo, derechos humanos y proporcionalidad
Un segundo principio rector de las políticas de reducción de daños en el ámbito del tráfico debe ser la estricta aplicación de los principios garantistas penales y procesales generales (Ferrajoli 1995), reconocidos, al menos formalmente, por muchos Estados que criminalizan el tráfico de drogas. El tráfico de drogas ilegales no puede ser utilizado para declarar estados de excepción o emergencia, ni como campo para experimentar con prácticas (para)policiales o militares que vulneren derechos humanos y libertades individuales y colectivas reconocidos internacionalmente (Del Olmo 2003, Freeman 2006). El uso extendido de la tortura en las investigaciones, o de las ejecuciones legales (pena de muerte) o ilegales (limpiezas sociales, “enfrentamientos”) debe ser firmemente combatido y censurado no solo por la sociedad civil, sino por las propias agencias de control penal. Junto con el principio de legalidad y de respeto por los derechos humanos, las penas y sanciones por delitos de tráfico de drogas deben introducir o reconocer, basándose en los principios de proporcionalidad y de oportunidad, diferencias respecto al tipo y cantidad de sustancia y a la situación individual de los procesados. Muchos países no hacen, ni siquiera en la práctica, una distinción tajante según el tipo y la cantidad de droga a la hora de sancionar traficantes. Aunque la diferenciación entre drogas duras y blandas es política y químicamente bastante objetable para aquellos que propugnan a largo plazo una normalización de todas las drogas (Escohotado 1989), existen buenas razones para impulsar, al menos como primer paso, una despenalización del comercio de algunas sustancias como la hoja de coca en Latinoamérica, el opio en algunos países asiáticos y el cáñamo (marihuana y hachís) en casi todo el mundo (Henman 1993; Nadelmann 2007). Es decir, dependiendo del lugar y el contexto político, se puede avanzar sacando de la esfera criminal la comercialización de algunas sustancias, convirtiendo traficantes en empresarios legales. Tal es el caso, por ejemplo, de los dueños de coffee-shops en Holanda, y de muchos cocaleros bolivianos cuyos cultivos han sido legalizados. Lo mismo puede decirse respecto de la cantidad de drogas traficada y la vulnerabilidad de los traficantes como criterio de intervención. La mayoría de los traficantes encarcelados en el mundo son actores relativamente vulnerables capturados con cantidades pequeñas de drogas: vendedores de calle, contrabandistas y distribuidores medianos.

Las actuaciones penales deben guardar un principio de proporcionalidad (y justicia) priorizando a los actores más poderosos y violentos, en general a la sombra de grandes cargamentos, y dejando de lado actores menores y pequeñas cantidades de droga. Puede incluso pensarse en la discriminalización del microtráfico o del contrabando “hormiga”, como se ha planteado en algunos lugares como Holanda, Ecuador o la Argentina, donde ya se advierte la voluntad política de no llenar las cárceles de pequeñas “mulas”. En el nivel judicial y penitenciario, es menester implementar medidas (ya sea a través de cambios legislativos o procesales) que reduzcan la enorme cantidad de presos por drogas en el mundo. Ello es posible mediante la despenalización, o eventualmente la imposición de penas alternativas, de correos y transportistas y de muchos vendedores finales.


De la interdicción al monitoreo
Otra forma de reducir los daños es implementando políticas y medidas que pongan el énfasis y los recursos en monitorear o controlar de cerca los mercados y actores del negocio, sin necesariamente intervenir punitivamente incautando drogas, capturando traficantes o desarticulando redes o empresas ilegales. La incautación de drogas en contextos de aumento o estabilidad de la demanda simplemente funciona como un impulso dinamizador de la producción de drogas, mientras que la captura de narcotraficantes y organizaciones asegura el recambio inmediato de actores volviendo el control más difícil e inefectivo, introduciendo más riesgos y por ende más violencia. En vez de fomentar la rotación de actores y el desplazamiento de las transacciones, las agencias de control deberían concentrarse en prácticas de monitoreo sistemático.



Dicho monitoreo debería ir dirigido a conocer de cerca a las personas involucradas, identificar y controlar los lugares donde se realizan las transacciones, reconocer desarrollos y nuevos actores, obtener información sobre precios y pureza de las drogas y, por sobre todo, prevenir o actuar con rapidez en casos de violencia. Estas prácticas ya existen en todos lados como parte de las estrategias policiales, pero en general se basan en operaciones encubiertas y de corto plazo, preparatorias para el “gran golpe” o como acciones tácticas de la guerra. Lo que aquí se plantea es convertir estos monitoreos en elementos centrales y estructurales de las intervenciones, hacerlos más transparentes, involucrando instancias de la sociedad civil, y solo intervenir ante la posibilidad de prevenir o resolver delitos violentos, o de confiscar bienes y dinero. La acumulación, circulación y en algunos casos apertura de información acerca del tráfico puede conllevar un efecto mucho más positivo y duradero que el provocado por permanentes golpes policiales, por ejemplo en términos de desplazamiento, reacomodación y fragmentación del mercado. El abandono de la guerra y su reemplazo por enfoques de control policial más de gestión, un hecho en algunos ámbitos europeos a determinados niveles del mercado (Dorn y Lee 1999), no debería sin embargo implicar una despolitización del problema ni guiarse por objetivos internos como los de recuperar o mantener presupuestos y financiaciones.


Contra la fragmentación, las impurezas y los precios altosLa represión real o “irrupción” de los mercados de drogas ilícitas, sobre todo en el nivel local, genera por un lado más fragmentación (más dispersión, más prácticas secretas, más desconfianza), y por otro tiende a mantener altos los precios y bajos los niveles de pureza, sobre todo en el nivel minorista. En la práctica, otros factores como la fluctuación de la oferta y la demanda son mucho más importantes en el desarrollo de precios y purezas. Sin embargo, las políticas represivas tienen al menos como objetivo crear desconfianza entre los actores, aumentar los precios para disminuir la demanda, y bajar la pureza para volver las drogas menos atractivas. Allí donde se cumplen estos tres objetivos de las políticas oficiales, tienen, como ya se explicó más arriba, consecuencias negativas: mercados más violentos por el aumento de la competencia, mayores ganancias para los traficantes, y peores condiciones para el consumidor final. 


Las políticas e intervenciones de reducción de daños respecto del tráfico deberían perseguir los objetivos contrarios. En primer lugar, no permitir que el negocio se fragmente (y se haga invisible) generando más competencia y conflictos, fomentando la movilidad y permanente rotación de actores, y en definitiva aumentando los niveles de violencia. Para ello es necesario el monitoreo y control de lugares y actores, y la tolerancia selectiva de los que generan menos violencia. La situación ideal son mercados con pocos actores centrales que compiten en forma pacífica, donde ninguno crece al punto de poner en jaque (militarmente o a través de la corrupción) a las instituciones democráticas del estado de derecho. Las intervenciones deben entonces desmantelar monopolios privados pero al mismo tiempo no permitir que la competencia aumente demasiado. En muchos casos puede pensarse en un sistema de licencias o permisos ad hoc para determinados (pequeños) traficantes que cumplen con determinados requisitos como no ejercer violencia, generar molestias o incurrir en otros delitos. Este sistema ya existe por supuesto en todos lados desde que existen los mercados ilegales de drogas, pero en tal caso el criterio central utilizado para otorgar estos permisos es el pago de comisiones e impuestos ilegales (corrupción). Se trata entonces simplemente de cambiar los criterios para el otorgamiento de dichas “licencias”, dado que como veremos la lucha contra la corrupción es fundamental en cualquier política de reducción de daños.



En segundo lugar, y aquí las políticas de reducción de daños en el tráfico se superponen con las pensadas para el consumo, un objetivo debería ser mejorar la pureza y calidad de las sustancias, facilitar y aumentar la transmisión de información durante las transacciones, e impedir o disminuir el fraude. La represión de las transacciones dificulta la información, aumenta el riesgo de fraude y juego sucio, e incrementa así los niveles de violencia. Al aumentar la calidad o mantener estables los niveles de pureza, y hacer más transparentes las transacciones, no solo se reducen los daños del consumo, sino también los niveles de violencia y juego sucio en el tráfico. Puede pensarse aquí en controles de calidad ad hoc, nuevamente a través del monitoreo sistemático que tolere la transacción en sí, el favorecimiento de determinados traficantes y la intervención directa en caso de fraude, niveles bajos, o cambios bruscos de pureza.

El tercer objetivo debería ser el de la normalización de los precios, o mejor dicho de los márgenes de ganancia de los traficantes, dado que existe una relación directa entre niveles de violencia y ganancias extraordinarias, como bien lo muestra no solo la comparación entre marihuana y cocaína, sino también toda la evidencia histórica sobre violencia alrededor de la extracción y apropiación de recursos naturales valiosos. Los precios bajos atraen por un lado a nuevos actores capaces de invertir sumas de dinero más pequeñas pero que se conforman con ganancias más modestas, mientras que expulsa o ahuyenta a aquellos más codiciosos que pretenden grandes beneficios. En realidad, el control de precios en un mercado ilegal es de por sí un oxímoron, y solo una legalización del mercado resolvería el problema de la regulación estatal, el control de precios y el pago de impuestos.


De la lucha contra el lavado al pago de impuestos
Es obvio que una de las tareas de las políticas de reducción de daños respecto del tráfico es combatir el enriquecimiento ilícito, pero cabe preguntarse si las estrategias antilavado van realmente al corazón del problema. Casi todos los datos y estudios empíricos sobre el tema muestran los magros resultados obtenidos en los últimos 15 años por las políticas contra el lavado de dinero, sobre todo en lo que se refiere a la reapropiación y confiscación de bienes ilegales obtenidos por tráfico de drogas (Thoumi 2002; Van Duyne y Levi 2005; Naylor 2007; Fernandez Steinko 2008). Existe acuerdo en que a pesar de haberse dificultado el lavado a través de las instituciones financieras tradicionales, los objetivos más promisorios de “pegar donde duele”, es decir, de desplumar grandes traficantes para sacarlos del juego y amedrentar a otros, y de recuperar partes significativas de las ganancias extraordinarias de las drogas, no se han cumplido por diversas razones. Los recursos de investigación son limitados e ineficientes, nuevos métodos de lavado (más complejos pero también más simples e informales) quedan fuera de los controles, los intereses económicos ligados a circulación de capitales pesan demasiado, y es muy difícil obtener pruebas que vinculen los bienes acumulados con el tráfico de drogas. En realidad, una parte enorme de las ganancias de la droga jamás se “lava”, sino que ingresa en la economía formal de manera natural a través del consumo de bienes y servicios. Además, las medidas antilavado vulneran en muchos casos principios básicos de privacidad, etc. Algunos autores incluso plantean que el lavado de dinero en sí no parece ser el problema, sino más bien el tipo de instituciones, mercados y comportamientos especulativos que lo alimentan.



Naylor ha planteado de manera magistral la necesidad de mover de la lucha contra el lavado de dinero a la lucha contra la evasión impositiva y la fuga de capitales (Naylor 2007). Aplicado este principio al tráfico de drogas, las políticas deberían por un lado dirigirse a imponer gravámenes a los empresarios legales e ilegales que obtienen ganancias ilegales con el tráfico de drogas. Es decir, y esta es una práctica ya conocida por las oficinas de impuestos en otros ámbitos de la economía informal o ilegal (vendedores ambulantes, prostitución y muchos otros servicios o mercados sin registro de transacciones), el estado debería, una vez identificado un traficante (no necesariamente capturado o procesado), calcular sus ganancias brutas y simplemente cobrarle impuestos a las ganancias (o perseguirlo penalmente por evasión impositiva). Incluso el gravamen de una única transacción importante puede generar impuestos del orden de los cientos de miles de euros.

Dicha práctica recaudadora debería extenderse a su vez a todos los actores y empresas legales que obtienen ganancias del tráfico, por ejemplo a través de la contratación de servicios, no declaradas en sus balances legales. De nuevo, un ejemplo proviene de Holanda, donde la oficina de impuestos tasa a los coffee-shops calculando sus ventas de drogas blandas, sin exigirles recibos por la marihuana comprada o vendida. Parece además más fácil investigar ganancias, calcular impuestos y probar evasión fiscal, que investigar, probar y fundamentar la confiscación de bienes privados.

Por otro lado, hay que pensar en intervenciones que eviten que los “dineros calientes” generados en países periféricos o pobres no se fuguen hacia los centros metropolitanos y financieros del primer mundo más seguros, incrementando la desigualdad entre naciones (Fernandez Steinko 2008). Las medidas contra la huida de capitales (huida básicamente ligada a la evasión impositiva de capitales de origen legal) requieren transparencia, controles públicos de los flujos económicos y sobre todo una voluntad política de los países del Norte o de organismos multilaterales financieros o de control como la GAFI.


Tolerancia cero frente a la corrupción
Una de las grandes causas y consecuencias negativas del tráfico de drogas ilícitas es, como se explicó más arriba, la corrupción individual y colectiva de funcionarios públicos. Reducir o acabar con la corrupción debe ser un objetivo central de las políticas, pues con corrupción generalizada es imposible implementar cualquiera de las demás medidas o intervenciones de reducción de daños. Las intervenciones para reducir la corrupción, sobre todo la corrupción militar, policial o aduanera ligada al tráfico de drogas, incluyen reformas en los planes de estudio, purgas masivas en algunos casos, profesionalización, formación de cuerpos especiales de control interno, desburocratización institucional y aumento de la transparencia en procedimientos, aumento de salarios, premios y ascensos para policías honestos, programas de protección y ayuda para quienes denuncian casos de corrupción y severas penas o desprestigio profesional para aquellos involucrados en el negocio ilegal. También pueden jugar un papel importante en la lucha contra la corrupción los gobiernos locales, el poder judicial, las organizaciones no gubernamentales y de base, y los medios de comunicación independientes. Demás está decir que ética y funcionalmente tiene mucho más sentido e impacto desmantelar una red de policías corruptos o una aduana paralela que cualquier organización criminal dedicada al tráfico de drogas. Junto a las políticas contra la corrupción, las agencias de control deben además implementar medidas que aumenten la legitimación del estado y sus instituciones de cara a la sociedad.


La recuperación del espacio público
Si el tráfico de drogas minorista callejero deteriora barrios y convierte espacios públicos (plazas, calles, esquinas, viviendas sociales) en lugares prohibidos o abandonados, las políticas de reducción de daños deben perseguir la recuperación y defensa de esos espacios como lugares de uso público y social. Lo que en muchos casos sucede es que las políticas represivas de tolerancia cero “extirpan” los focos “infecciosos” privatizando dichos espacios. Plazas que se cercan y cierran al público, calles con cientos de videocámaras o viviendas sociales que se derriban para construir tiendas o apartamentos lujosos son solo algunos ejemplos. Desde una perspectiva distinta, la recuperación del espacio público supone que las agencias de control trabajen con la comunidad (asociaciones civiles, de vecinos, asambleas, comerciantes, escuelas, etc.) y los gobiernos locales. Estos deben canalizar las iniciativas y demandas sociales, generando y financiando proyectos específicos que neutralicen los efectos negativos del tráfico local de drogas. Incluso se puede pensar en involucrar a los propios vendedores de drogas (con códigos de conducta, o tareas concretas) en el mejoramiento de los espacios en los que operan. En tal sentido, la recuperación del espacio público puede no significar un sinónimo de la erradicación del tráfico (que en realidad generalmente se traslada a un nuevo foco problemático) sino la respuesta concertada de varios actores e instituciones, para garantizar las necesidades de la comunidad y reducir daños.


Adiós a las políticas simbólicas
Finalmente, las políticas de reducción de daños respecto del tráfico de drogas deben superar el carácter simbólico que ha caracterizado a la mayor parte de las intervenciones antidrogas en los últimos 30 años (Christie 1993; Ferrajoli 1995; Ruggiero 1999). Dicho carácter simbólico es el resultado del alto contenido ideológico y moral de las “cruzadas” antidrogas, cruzadas que en general  son políticamente redituables al combinar un alto grado de retórica populista, la masiva financiación de una gran casta de expertos, funcionarios y operadores de la “captura y la incautación”, y operaciones concretas efectistas con gran cobertura mediática. En el ámbito del tráfico, se trata en general de políticas “belicistas” que se rigen por dicotomías simples (consumidor-traficante, amigo-enemigo, etc.). Como bien señala Nils Christie, la guerra a las drogas funciona como un tranquilizante social y genera “integración” a través de la construcción de “enemigos apropiados” (Christie 1993).

Pero dado que los daños descriptos arriba son bien concretos y tangibles, también lo deben ser las políticas de reducción de daños. Las medidas e intervenciones que pretendan reducir daños deben ser capaces de medirlos, y se las debe juzgar y evaluar por sus resultados reales en términos de mejoras concretas. Si se considera el tráfico de drogas un problema social más, y no una fuente de legitimidad política, las intervenciones y medidas en dicho terreno deberían ser instrumentales y mantener un perfil bajo sin buscar más exposición en los medios que otras políticas públicas destinadas a aumentar el empleo, mejorar el medio ambiente o evitar la violencia de género. Al menos, la captura y la incautación no deberían ser el centro de la noticia, sino la cantidad de daños reducidos o evitados en la operación. Si las políticas, medidas e intervenciones no reducen los daños, deben cambiarse pragmáticamente como se hace por ejemplo en el terreno de la accidentalidad vial. Esto no debe significar la despolitización del problema: desde ya uno de los obstáculos más importantes para poder avanzar es el de las voluntades políticas.


¿Cómo avanzar?
Es poco realista pensar que las políticas de reducción de daños sobre el tráfico encontrarán, al menos a corto plazo, un eco positivo en instancias internacionales como la ONU, la UE, en el seno de organismos como la GIFE o Europol, o a nivel de muchos gobiernos nacionales. No hay que pensar estas políticas como un programa global para aplicar en todas partes, basadas en una legitimidad internacional a través de convenciones o tratados. Hay que pensar más bien en una amplia gama de intervenciones puntuales, ad hoc y flexibles, que van de “abajo” hacia “arriba”, muy distintas dependiendo del contexto local, el tipo de mercado de drogas y la situación política e institucional de cada país. Por ejemplo, tanto los daños como las políticas y medidas prioritarias para aplicar en México, Holanda o España difieren enormemente, incluso en el nivel regional o local dentro de cada uno de estos países.



En muchos ámbitos, es la policía la mejor posicionada para detectar daños y tomar la iniciativa en plantear nuevas intervenciones y medidas, o abandonar las que no dan resultados. Esto es posible por ejemplo en contextos con bajo nivel de corrupción policial, con cuerpos policiales profesionales y descentralizados. En otros casos, el rol protagónico les puede caber a los fiscales (en contextos donde gozan de gran discrecionalidad ligada al principio de oportunidad), los jueces (en países con tradición garantista y constitucional, y/o con policías corruptas) o a las autoridades penitenciarias (en lugares con gran cantidad de presos por drogas). Puede pensarse, en algunos países, en el papel central de las Cortes o Tribunales Supremos o Constitucionales, o de tribunales especiales para casos de narcotráfico. Y aun en otros casos, el papel protagónico le cabe al poder ejecutivo (nacional o local) y sus ministerios, allí donde las relaciones de fuerza lo permitan. Cooperando con estas agencias, otras instancias son también fundamentales en la formulación e implementación de las políticas sugeridas arriba: municipalidades, direcciones impositivas, aduanas, hospitales y otros operadores sanitarios, y por supuesto el sector privado ligado al tráfico de drogas, personas y dinero. Finalmente, por ejemplo en el caso de las intervenciones sobre el tráfico callejero en zonas residenciales o en la recuperación de espacios públicos, es imprescindible la participación de la comunidad a través de organizaciones de vecinos, centros barriales, comercios, escuelas o asociaciones de usuarios.

Es un error pensar que se trata de un enfoque novedoso. Las prácticas de monitoreo o los procedimientos para evitar muertos o heridos forman parte del trabajo rutinario de casi todas estas agencias e instancias, que tienen gran experiencia y saber acumulados. El desafío es expandir y convertir dichas prácticas en el objetivo central de las intervenciones antidrogas, aun cuando éstas tengan un carácter provisorio y no oficial.

Los mayores avances pueden lograrse primero en ámbitos locales o nacionales donde ya domina el enfoque de la reducción de daños en el nivel del consumo (muchos países de la Unión Europea y América Latina) o donde la magnitud de los daños es tan grande (países productores o exportadores como Colombia, México, Afganistán, Bolivia o Brasil) que hasta las propias instancias oficiales buscan caminos alternativos a la guerra estéril y devastadora (Nadelmann 2007).

El avance de las políticas se debe ir concretando entonces como una serie de reformas a corto plazo dentro del marco prohibicionista global, impulsadas a veces por alianzas sociales amplias, a veces por operadores técnicos. Sin embargo, para que dichas intervenciones no solo terminen “humanizando” la guerra, ellas deben darse paralelas a una estrategia más global y de largo plazo para cambiar las convenciones internacionales de drogas, cambio que solo es posible si en la práctica concreta la represión y la guerra dejan lugar a intervenciones más racionales que prioricen la reducción del sufrimiento humano por sobre todas las cosas.


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