jueves, 18 de julio de 2013

La Cuestión Criminal (14/57)

14. La síntesis lombrosiana: un bicho diferente
La tendencia a deducir caracteres psicológicos a partir de datos físicos u orgánicos se remonta a un viejo tratado de “fisiognomía” atribuido falsamente a Aristóteles y recobró fuerza en el Renacimiento. El origen de este supuesto saber se halla en un prejuicio bastante absurdo, que comienza con la clasificación y jerarquización de los animales. El ser humano les atribuyó a los animales virtudes y defectos humanos y conforme a éstos los clasificó y jerarquizó: el perro fiel, el gato diabólico, el burro torpe, el cerdo asqueroso, etc. Realmente, los animales son como son y nunca se enteraron de estas valoraciones; al parecer se limitan a tener un concepto un tanto pobre de los humanos, pero eso es otro problema. Así fue como los humanos coronaron “rey” al oso, que aparece en numerosos escudos (incluso en el de Madrid), hasta que fue destronado por obra de los eclesiásticos que descubrieron (quién sabe cómo) que tenía inconducta sexual, que no sé en qué consiste porque por prudencia nunca se lo pregunté a ningún oso, puesto que no parece gustarles que uno se meta en su vida privada (en especial después de visitar Canadá, donde por todos lados hay cartelitos “Take care with the bears”). Lo cierto es que lo reemplazó el león, a quien presumo con sanas costumbres sexuales, ero que tampoco me atreví a indagar.  Una vez establecidas estas clasificaciones humanas de los animales, hubo quienes pensaron que por la semejanza de algunos humanos con ciertos animales se los podía caracterizar psicológicamente. El juego no podía ser más infantil: primero clasificaron a los animales con rasgos humanos y luego atribuyeron a los humanos los rasgos que antes habían puesto en los animales. Eso mismo se hace en la esquina, donde los muchachos, sin pretender fundar ninguna ciencia, clasifican a los que tienen pinta de caballo, de burro, de zorro, etc.

No obstante la simpleza, Gian Battista Della Porta en el siglo XVII y Johann Caspar Lavater en el XVIII escribieron hermosos tratados llenos de bonitos grabados con los que sostuvieron esta nueva “ciencia” de la “fisiognómica”, provocando una largo debate en el que incluso participó nada menos que Goethe.

En el siglo siguiente –en 1876– Lombroso dio a luz la primera edición de L’uomo delincuente, en la que afirmaba que por los caracteres físicos se podía reconocer al “criminal nato” como una especie particular del género humano (“specie generis humani”). La criminología –que en su tiempo se llamaba “antropología criminal”– se ocupaba, por ende, de un objeto biológico diferenciado, lo que llevó a algún extremista a sostener que era una rama de la zoología. ¿Cómo explicaba al “criminal nato”? Por su semejanza con el salvaje colonizado, aduciendo que las razas salvajes eran menos evolucionadas que la raza blanca europea. En su tiempo se afirmaba que en el seno materno se sintetiza toda la evolución, desde el ente unicelular hasta el ser humano completo (se decía que “la ontogenia resume la filogenia”). El “criminal nato” era producto accidental de una interrupción de este proceso, que hacía que en medio de la raza superior europea naciese un sujeto diferente y semejante al colonizado. Era, pues, un blanco que nacía mal terminado, sin el último golpe de horno y, por tanto, era un colonizado. Los caracteres “atávicos” que lo asemejaban al colonizado le daban rasgos “africanoides” o “mongoloides” (parecidos a los africanos o a los indios). Al igual que los salvajes, no tenían moral, pudor y, además, eran hiposensibles al dolor (para que lo sientan había  que darles más fuerte), lo que se verificaba porque se tatuaban. Me imagino el terror de Lombroso en una playa actual, rodeado de criminales natos. Es bastante claro que Lombroso estaba infiltrado de claros elementos estetizantes. En su tiempo los colonizados eran feos y malos, porque habíamos hecho algunas diabluras, como fusilar a Maximiliano en México, parar la flota en el Paraná, echarse a los franceses en Haití, etc. Nuestros tipos humanos contrastaban con la blanca belleza europea protegida del sol mediante sombrillas y encorsetada. La fealdad y la maldad siempre van asociadas; en los raros casos en que lo bello es malo, por lo general se trata de una belleza diabólica, del tipo de Dorian Gray.

Hoy sabemos que la policía selecciona por estereotipos y que éstos se forman a través de la comunicación en base a prejuicios en los que juegan un rol fundamental los valores estéticos, siguiendo la regla de asociar lo feo a lo malo. En definitiva se reproduce el mecanismo de la “fisiognómica”: se define lo “feo”, se le asocia lo “malo” y se acaba seleccionando lo “malo” mediante lo “feo”. La ingenuidad de los positivistas los llevó a asombrarse con la “intuición” de los artistas al describir o pintar el crimen, cuando en realidad éstos habían definido los estereotipos conforme a los cuales se seleccionaba a los criminalizados por “feos”, o sea, por parecidos a los colonizados. Abundan tediosos libros positivistas sobre “criminales en el arte”.

En ediciones posteriores la obra de Lombroso se acompaña con un volumen o “Atlas” con fotografías y dibujos de delincuentes, todos presos o muertos, por supuesto. Basta mirar esa enorme colección de caras feas para convencerse de que esos sujetos no podían andar mucho tiempo sueltos por una ciudad europea sin que la policía los prendiese, pues parecían todos salidos de los dibujos de “malvados” de los folletines de costumbres. El error de Lombroso consistió en creer que esa fealdad era causa del delito, cuando en realidad lo era de la prisionización, pues de haber sido lindos no hubiesen estado en el “Atlas”, como Jack de Londres, al que cabe presumir que por lindo no daba en el estereotipo y nunca lo pudieron meter preso. En definitiva, Lombroso –que era un observador meticuloso– nos legó la mejor descripción de los estereotipos criminales de su tiempo. Pero no sólo se ocupó de los criminales, o sea, de los mal terminados, sino también de los que avanzaban más allá de lo esperado, o sea, de los “genios”, al punto que se empeñó en conocer a algunos, como Tolstoi. Tanto él como Max Nordeau escribieron libros sobre el “hombre de genio”; este último advertía en dos gruesos volúmenes acerca del peligro del “genio loco o degenerado”, en cuya categoría incluía a Oscar Wilde, haciendo leña del árbol caído. No conforme con esto, Lombroso se ocupó también de los disidentes y escribió sobre los delincuentes políticos y sobre los anarquistas.

La verdad es que la criminología lombrosiana parecía un gran elogio de la mediocridad: no había que parecerse a los colonizados, pero tampoco sobresalir mucho en inteligencia y creatividad ni disentir demasiado. Para completar el cuadro, tampoco dejó en paz a la mujer. Al igual que los inquisidores, la consideraba de menor inteligencia que el hombre, pese a que afirmaba que eso se compensaba con su mayor sensibilidad. La menor representación en el delito la atribuía a la existencia de un “equivalente” del delito en la mujer, que era la prostitución. Todo esto lo desarrolló en un libro escrito junto a su yerno –el historiador de Roma, Guglielmo Ferrero– con el título La mujer delincuente, prostituta y normal.


 
Por, E. Zaffaroni

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