martes, 30 de julio de 2013

La Cuestión Criminal (16/57)

16. Los crímenes de la criminología racista: campos de exterminio y eugenesia
Nadie crea que estamos hablando de una historia lejana y menos de un divertimento consistente en recordar disparates. Estamos hablando del poder planetario y de los genocidios cometidos en su avance y, por ende, nos estamos adentrando en el meollo central de los derechos humanos que desemboca en nuestros días. Siempre el dominio mundial jerarquizó a los seres humanos y consideró inferiores a los colonizados. Esto pasó con el colonialismo del siglo XV en adelante y luego con el neocolonialismo desde el siglo XVIII en más. Lo que hemos expuesto fue la ideología racista dominante en el neocolonialismo, de la cual formaba parte la criminología positivista biologista, pero el marco en que ésta se inserta venía de mucho más lejos. En tiempos del viejo colonialismo también hubo racismo, aunque no con discurso científico. Más aún: también hubo un racismo pesimista al estilo de Gobineau y otro optimista al de Spencer, aunque parezca increíble. Pese a que durante la colonia nadie discutía que éramos inferiores, el punto central era si el Apóstol Tomás había llegado o no a América. Si había venido caminando sobre las aguas –o por las piedras– y había traído el mensaje y nuestros originarios lo habían despreciado, éramos herejes y, por tanto, materia de los tribunales eclesiásticos. Si no había llegado, éramos simples infieles y, por tanto, sometidos al príncipe cristiano cuya misión era adoctrinarnos. En el primer caso habíamos caído, en el segundo no habíamos llegado. Exactamente lo mismo del posterior racismo, sólo que con otro discurso y reflejando una lucha entre el poder eclesiástico y monárquico. Bibliotecas enteras se escribieron sobre esto y los más increíbles datos se tomaban como prueba en torno de la leyenda de Tomás de América, registrados por nuestros antropólogos pioneros: cruces prehispánicas, pisadas petrificadas, etcétera.


El racismo del neocolonialismo con su reduccionismo biologista no podía menos que terminar muy mal. Mientras se lo usó para legitimar el poder del dominio colonialista y controlar a las clases molestas de los países centrales, fue funcional; pero estalló cuando se lo usó para legitimar un poder punitivo sin limitaciones dentro de la misma Europa y por una potencia a la que se consideraba en la punta de la civilización. Era inevitable que sucediese, y sucedió. El formidable instrumento de poder policial vertical que legitimaba ese racismo no era ejercido en toda su amplitud en la Europa controlada por las clases dominantes tradicionales. Pero cuando Europa quedó arrasada después de la Primera Guerra Mundial (1914- 1918) y los aliados no vieron nada mejor que cobrarle a Alemania deudas que no podía pagar, humillaron y desestabilizaron a la frágil República de Weimar, abriendo el espacio político para un cabo extra-sistema; un grupo de desaforados nacionalistas radicalizados tomó el vértice de un Estado desde mucho antes conformado por corporaciones fuertemente verticalizadas, que no hizo más que pasar a ejercer el poder punitivo fuera de toda la prudencia y legitimado por idéntico discurso.

Los nuevos conductores nazistas que tomaron en su mano el poder punitivo lo usaron para homogeneizar el frente interno, inventando un nuevo Satán (enemigo), y elevar al máximo el verticalismo social, con el objeto de preparar a la sociedad para la colonización de todo el planeta, siguiendo la lógica de que la verticalización siempre anuncia una colonización. Por loco o irrealizable que haya sido el proyecto final, ese objetivo rompió con la relativa prudencia de las clases tradicionales y, como el discurso positivista no se había preocupado por fijarle límites, siguió sirviendo de legitimación un poder punitivo desenfrenado. El nacional-socialismo alemán no inventó ideológicamente casi nada sobre la cuestión criminal sino que usó lo que habían inventado otros; tampoco tuvo un discurso criminológico original, pues para encubrir sus masacres se valió del que dominaba desde hacía mucho.

Cuando se parte de que el ser humano es un ente puramente biológico, que estando mejor construido está destinado a usar a los otros humanos que salen defectuosos o pertenecen a series con menor sofisticación, no es nada difícil concluir que estos últimos pueden ser destruidos si obstaculizan a los más perfeccionados en su tarea de construir a otros aun mejores.

El aniquilamiento de todas las razas inferiores y molestas es casi un corolario necesario de ese punto de partida. También lo es que no vale la pena mantener presos a los fallados internos que causan problemas a los aparatos más perfeccionados. No menos coherente resulta la eliminación de los que cuestan muchísimo dinero en los manicomios y asilos. Más aún, se explican estas consecuencias cuando esos recursos se consideran necesarios para sostener a los perfectos que ofrecen su vida en las trincheras en pos de la conquista del planeta. Por ende, resulta claro que los campos de concentración, de trabajo forzado y de exterminio, han sido legitimados con racionalizaciones provenientes del racismo positivista. Justamente, cuando al final de la Segunda Guerra ya nadie pudo desentenderse con la mano en la cintura de lo que sufrían pueblos lejanos o los subalternos muy distantes de sus barrios, porque acababa de pasar en la casa del vecino o incluso en la propia, el paradigma cambió rápidamente. A eso se debió la Declaración Universal de 1948, que anunció el cambio de paradigma en el plano mundial. La guerra y la Shoá fueron el prolegómeno de la Declaración, pues sin las atrocidades nazistas el discurso racista hubiese seguido deslizándose por el planeta y jamás se hubiese formulado semejante declaración ante el concierto mundial. Su mismo texto parece elemental e ingenuo si no se la contextualiza como un cambio de paradigma que procuraba enterrar al del racismo hasta entonces dominante. Hay una historia que corresponde a la criminología del apartheid, pero que pocas veces se recuerda, ampliamente demostrativa de que el nazismo no inventó nada en el plano ideológico, que fue inmensamente perverso, pero al mismo tiempo ínfimamente creativo; sólo quizás un poco ingenioso. Hubo un capítulo anglosajón de la criminología positivista que fue el prolegómeno del uso nazista del reduccionismo biologista aplicado al control social represivo, que casi se ha borrado de los manuales corrientes de criminología y que suena a un mal recuerdo, pero que es menester rememorar, en particular en nuestro tiempo que, como veremos más adelante, no está falto de peligrosos rebrotes de biologismo criminal. Por regla general, cuando se menciona la esterilización forzada de delincuentes y de deficientes real o supuestamente hereditarios, la contaminación de la sangre con razas inferiores, la prohibición de matrimonios interraciales o mixtos y otras aberraciones semejantes, inmediatamente se evoca al nazismo. Es verdad que el nazismo se valió de todo esto con singular empeño, pero no debemos olvidar que no lo inventó sino que lo copió del mundo anglosajón, pergeñado en los papeles en Gran Bretaña, pero llevado a la práctica hasta extremos inadmisibles en los Estados Unidos muchos años antes que en Alemania. Nos estamos refiriendo a una palabra que hoy causa miedo y nadie usa, pero que estuvo en boga en buena parte del siglo pasado: la eugenesia. Los médicos norteamericanos habían rechazado la tesis lombrosiana del criminal nato pero, al estudiar su población penal, encontraron lo que era obvio que hallarían: personas más débiles que la media y con menor cociente intelectual. Desde comienzos del siglo XX, Alfredo Niceforo, en Italia, había verificado que las pretendidas causas biológicas no eran más que defectos de alimentación en la primera edad. Una generación mejor alimentada es más fuerte y, además, más linda; la fortaleza y la belleza nunca son producto de la miseria. Además no es raro que en la población penal haya algunas personas con menor nivel de inteligencia; no se debe a que eso condicione el delito sino a que son más torpes y, por ende, están presos por tontos. Pero los iluminados médicos norteamericanos dedujeron otra cosa y no faltó un investigador de dudosa seriedad (Henry Goddard) que aplicó unos tests cuestionables, y en 1913 incluso publicó un libro sobre una supuesta familia Kallikak, de delincuentes por generaciones, con lo que pretendía verificar la herencia de las taras condicionantes de la criminalidad. Por cierto, se duda de la existencia misma de esa familia. Con estos antecedentes no era difícil llegar a la conclusión de que no había criminales natos, pero que la criminalidad era resultado de taras físicas y mentales en su mayoría hereditarias.

Unos treinta años antes, Francis Galton, que fue un inglés poco equilibrado, primo de Darwin y que consideraba que la genialidad de éste y de él mismo provenía de un ascendiente común, largó sus estudios de medicina y se dedicó a las matemáticas, comenzando a contar todo lo que en el mundo se podía contar, hasta afirmar que las sociedades creaban a los genios en razón directa con la reproducción de sus seres más perfectos o superiores. Entre sus disparates, Galton dijo haber calculado el número exacto de genios que habían producido los griegos, e inventó una ciencia para el mejoramiento de la raza que bautizó con el nombre de eugenesia. Pero Galton era, con todo, un tipo prudente. Su ciencia era una especie de religión que aconsejaba o desaconsejaba matrimonios, pero no pretendía hacer nada por la fuerza sino convencer acerca de las bondades de seguir sus consejos. Por eso su eugenesia se considera positiva.

Cuando los libros de Galton cruzaron el Atlántico,  se encontraron en un terreno diferente. Por un lado con la pretendida verificación de los médicos acerca de taras hereditarias causantes del delito; por otro con una sociedad muy compleja en que los habitantes originarios se hallaban rodeados de extraños con los que no se mezclaban. Estos extraños eran en primer lugar los afroamericanos liberados hacía pocas décadas y que no habían logrado mandar a Liberia ni establecer en México, para sacárselos de encima, pero que ni el propio Lincoln consideraba norteamericanos. A ellos se sumaban los grupos de inmigrantes europeos que pretendían obtener mejoras sociales y predicaban el socialismo y el anarquismo; y, para colmo, por el sur, los mexicanos. El ambiente intelectual estaba dominado por libros de escandaloso racismo nórdico casi idéntico a la novela nazi de Rosenberg. Un pretendido científico llamado Madison Grant sostenía que era necesario evitar la reproducción de los criminales, enfermos y locos, y esperar a que murieran; pero también de los individuos de razas inferiores. Su discípulo Stoddard advertía sobre el peligro del avance de la gente de color en el mundo.

La popularidad de estos racistas y sus vínculos políticos con algunos presidentes decidieron la política migratoria de esos años, que rechazaba a los de razas inferiores y privilegiaba a los nórdicos, calificada por Adolf Hitler como la única racional en Mein Kampf. Cabe recordar que las obras de estos buenos muchachos fueron usadas en Nürenberg por los defensores de los genocidas nazis para pretender probar que sus conductas respondían a teorías científicas que no les eran propias.

Era claro que el terreno estaba preparado para dejar de lado los pruritos del inglés Galton y pasar de su eugenesia positiva  una negativa, impuesta y radical. Para qué esperar a que la gente se convenciese, si era posible hacerlo antes?

Además, ¿cómo convencer a los inferiores? Conforme al proyecto de Grant, en un siglo, la humanidad podía librarse de todos los inferiores. La batuta de este movimiento la tomó un veterinario que demostró ser un muy buen recolector de financiadores, que rápidamente convenció a la Fundación Carnegie, a la viuda del magnate Harrison y a la Asociación de Criadores (de animales, claro). Incorporó a su campaña a personas famosas, como el Premio Nobel Alexis Carrel, sujeto poco equilibrado que pretendía que el gobierno estuviese a cargo de la Corte Suprema (toda similitud con la Argentina de 1943 es coincidencia) y terminó al servicio del vergonzoso régimen de Vichy. Davenport tuvo como asistente a un personaje llamado Harry Laughlin; ambos fueron piadosamente ignorados durante la guerra por sus oscuros contactos con los médicos del nazismo y murieron antes del fin de ésta. Al parecer, el intercambio de información científica con los médicos malditos fue intenso y hasta se supone que proporcionaron apoyo financiero para los primeros laboratorios de eugenesia alemanes, incluso el del maestro del tristemente famoso Josef Mengele. Davenport le disputó la presidencia de la Asociación Americana de Antropología nada menos que a Franz Boas, cuya mano se negaba a estrechar porque era judío.

El daño que causaron fue enorme, pese a que Galton primero y su discípulo Pearson después denunciaron su campaña como anticientífica y desconocieron cualquier vínculo con estos delirantes (lo que demuestra que sólo estaban un poco locos). No podría afirmar hoy si lo de Davenport fue una gran estafa, una maniobra de trepadores alucinados, de místicos racistas o una mezcla de todo eso. o cierto es que lograron que en 1907 se sancionase en Indiana la primera ley de esterilización forzada, que fue copiada en la mayor parte de los estados norteamericanos en los años siguientes. En función de esas leyes se esterilizó a muchos miles de oligofrénicos, epilépticos, sordomudos, indios, ciegos, delincuentes, enfermos mentales, etcétera. La Suprema Corte validó la constitucionalidad de esas leyes de esterilización forzada con el voto del juez Oliver Holmes Jr., que ya no era ningún junior y que se dice que fue uno de los ministros más pensantes de la historia de esa Corte; es posible, pero cabría preguntarse si lo hacía bien. No se conformaron con las leyes de esterilización sino que, siguiendo al viejo Morel, prohibieron los matrimonios entre afroamericanos y blancos con numerosas leyes estaduales. Nuevamente la brillante Suprema Corte legitimó estas leyes con el argumento de que no eran discriminatorias porque no prohibían el matrimonio, dado que lo autorizaban entre los afroamericanos, respondiendo al lema antes sentado en su jurisprudencia de iguales pero separados, o sea, el apartheid. Sin mucho apuro declararon la inconstitucionalidad de esas leyes apenas en 1957.

Creo que con esto queda suficientemente fundada la razón de estas explicaciones, que muestran dónde fue a dar y qué horripilantes consecuencias tuvo el pretendido progresismo positivista, que extraía su matrícula de pensamiento avanzado de su capacidad para asustar a párrocos de pueblo, pero que no era más que una pensamiento reaccionario y potencialmente genocida.


 
Por, E. Zaffaroni

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