viernes, 26 de julio de 2013

La Cuestión Criminal (15/57)

15. La estela del positivismo biologista
Podemos deducir las consecuencias de la criminología positivista sintetizada por Lombroso en cuanto a  nosotros: si la prisión estaba destinada a los “atávicos” blancos en los países colonialistas, porque éstos se parecían a los salvajes, cabe pensar que los territorios colonizados eran grandes prisiones, o sea, campos de concentración inmensos. Si lo pensamos tiene su lógica: el “Arbeit macht frei” (“el trabajo libera”) escrito sobre el portón de Auschwitz, es una consigna que podría provenir de todo el colonialismo en la forma de “trabajen, que así aprenden y llegarán a ser libres como nosotros” (suponemos que con la cabeza más grande, obviamente en perjuicio de otros atributos).
 
Por otra parte, el positivismo criminológico con su atavío de ciencia chocaba frontalmente con el neotomismo fosilizado de los discursos confesionales y así obtenía patente de pensamiento progresista, pero sus consecuencias prácticas eran mínimas: un historiador uruguayo –José Pedro Barrán– afirma que no había problema en el matrimonio entre una niña católica de comunión diaria y un médico agnóstico o ateo, porque lo que para ella era pecado para él era antihigiénico. Por eso se adecuaba perfectamente a los intereses de nuestras oligarquías regionales, que no podían menos que dispensarle una calurosa acogida. En la Argentina fue Luis María Drago quien divulgó tempranamente las tesis lombrosianas en una conferencia titulada “Los hombres de presa”, publicada luego en versión italiana con prólogo del propio Lombroso. Tan impactante fue el positivismo en la Argentina que no sólo lo acogieron las cátedras de todo el país –incluyendo la de Córdoba– y se invitó a Lombroso a visitarnos. No vino por razones de salud, pero en el centenario vino Enrico Ferri, que era su discípulo jurista.

Por ese entonces, Ferri era un prominente socialista italiano y sus correligionarios argentinos fueron a recibirlo con entusiasmo. Apenas desembarcado, Ferri afirmó que no se justificaba el socialismo en un país no industrializado, provocando una polémica con Juan B. Justo, mientras disfrutaba de la compañía de lo más granado de nuestra oligarquía y pronunciaba sus conferencias con singular éxito. Ferri como penalista sostenía que la pena debía tener la medida de la peligrosidad que, lógicamente, a falta de un “peligrosímetro”, medían a “ojímetro”. El juez se convertía en un policía más. La dogmática jurídica era una “abstrucidad tudesca” y las garantías procesales un prejuicio metafísico. El determinismo monista de Ferri era radical: todo estaba mecánicamente determinado, no había libertad alguna. El delincuente era para Ferri un agente infeccioso del cuerpo social al que era menester separar, con lo que convertía a los jueces en leucocitos sociales. El filósofo Martin Buber ridiculiza esto imaginando un diálogo en que el procesado alega ante el juez que no tiene la culpa porque está determinado al delito, a lo que el juez le responde que él está determinado a condenarlo. Aunque el propio Ferri pretendía compatibilizar esto con Marx, nunca lo logró y –quizá cansado de intentarlo– hacia el fin de su vida terminó aceptando una senaduría de Mussolini. La prédica positivista en nuestro país hizo escuela y José María Ramos Mejía patologizó a buena parte de nuestros próceres en su famoso libro La neurosis de los hombres célebres, en que incluía al Dr. Francia, lo que motivó que Lombroso, que no reparaba mucho en esos detalles, considerase argentino al famoso paraguayo.

Cabe acotar que Lombroso incurrió en otros errores a nuestro respecto, como afirmar que los incendios de la Boca amenazaban extenderse a Montevideo, o recoger de las memorias de Garibaldi que nuestros hábitos carnívoros eran causa de la frecuencia homicida. También dijo que en Mendoza la población se bañaba desnuda en el río, lo que motivó la rectificación de Drago en defensa del pudor de las damas mendocinas. La tesis de la degeneración tuvo amplia repercusión entre nosotros. Carlos Octavio Bunge publicó en 1903 Nuestra América, un libro que no tiene desperdicio por su racismo en la línea de Morel. Mucho más tarde, en 1938, Francisco De Veyga publicó un libro titulado Degeneración y degenerados. Miseria, vicio y delito, en que parecía advertir que si no se hacía nada por contener la degeneración, los degenerados nos iban a superar. A juzgar por el tono del libro, creo que siete años después habría considerado verificada su teoría en la Plaza de Mayo, como años antes lo habían manifestado quienes se escandalizaron porque el pueblo desató los caballos del coche del presidente Yrigoyen para llevarlo hasta la casa de gobierno. Un senador nacional en esos años publicaba un opúsculo con el título de Chusmocracia. Cabe aclarar que años antes De Veyga había estado obsesionado con la homosexualidad masculina y escribió considerables disparates al respecto. Los criminólogos positivistas se dedicaron a recorrer prostíbulos y otros antros de la época y concibieron el concepto de “mala vida”. Se escribieron libros sobre la “mala vida” en Roma, en Madrid, en Barcelona y, como no podía faltar, también en Buenos Aires. Este lo publicó en 1908 Eusebio Gómez (destacado profesor de derecho penal de la UBA), con un prólogo de José Ingenieros que no tiene desperdicio por su ampulosidad biologicista. Allí desfilaban prostitutas, fulleros, rateros, religiosos, curanderos, gays, etc. Respecto de los últimos Gómez afirmaba que extrañaba la edad media. Como resultado de estas andanzas nada santas, los positivistas proponían leyes de “estado peligroso predelictual”, o sea, que si se sabía que quien andaba en la “mala vida” habría de desembocar en el delito, lo más natural era detectarlo antes y meterlo preso. ¿Para qué esperar a que hicieran algo? Para obviar algunas formalidades le cambiaban el nombre a la pena y la llamaban “medida”, de modo que nadie podría objetar que se imponían penas sin delito. Unos años después Pepe Stalin diría que la pena de muerte no era pena, sino la máxima medida de defensa social. Famosos profesores extranjeros vinieron a apoyar esta luminosa idea que, por suerte, chocó contra el decidido rechazo de Yrigoyen; no así de Alvear, que remitió algunos proyectos que por fortuna no tuvieron sanción.

Si extremamos el planteo, el mismo delito no era más que un “síntoma” de la peligrosidad y, por lo tanto, tampoco tendría mucho sentido tener una parte especial del código penal como catálogo cerrado, porque siempre podían aparecer nuevos “síntomas”, e incluso podía pensarse en suprimir la mentada parte especial. Si bien nadie sostuvo eso en la Argentina, no faltó quien lo propusiese en otro lado, lo que demuestra que no hay disparate que no pueda prender en esta materia. En efecto: Nikolai Krylenko –destacado jurista soviético, revolucionario y magistrado– hizo un proyecto de código penal sin parte especial que no se sancionó, pero en las purgas de 1938 fue fusilado por traidor trotskista después de un juicio expeditivo de 15 minutos. De cualquier manera, el positivismo criminológico se enfrentaba con un gravísimo problema, que era la “naturalidad” misma del delito. No podía negar que se criminalizaba por decisión política y que lo prohibido cambiaba de tiempo en tiempo y de sociedad en sociedad. A salvar ese escollo se dedicó otro jurista  italiano seguidor de Lombroso y Ferri, que fue el barón Raffaele Garofalo, inventor del “delito natural”. A ese efecto publicó una Criminología en 1885, que merece ser leída con atención, porque es un manual que expone con increíble ingenuidad las racionalizaciones a las peores violaciones de derechos humanos imaginables.

Entre otras cosas, dice que el delincuente es el enemigo interno en la paz, como el soldado enemigo lo es en la guerra; prefiere la pena de muerte a la perpetua, porque es más piadosa y elimina el riesgo de fuga; afirma que hay pueblos degenerados que cumplen en lo internacional el mismo papel que los criminales natos en lo nacional, y otras muchas que no tienen desperdicio. Sería una lectura recomendable para solaz del “Tea Party”, los europeos antiextracomunitarios y los argentinos antibolivianos, entre otros muchos.

¿Cómo construía Garofalo su “delito natural”? Mezclando al ferroviario Spencer nada menos que con Platón (aclaro que hubo mezclas peores). Afirmaba que con la civilización avanzaba en refinamiento de los sentimientos de piedad y justicia, alcanzando su más alto grado en Europa, por supuesto, que se expresaba en la protección a los animales. Escribía esto mientras los sicarios de Leopoldo II mutilaban negros porque no les traían suficiente caucho. Pues bien: para Garofalo el “delito natural” sería la lesión al sentimiento medio de piedad o de justicia imperante en cada tiempo y sociedad. Así construía un cuadro de valores y subvalores lesionados en el que colocaba a los distintos delitos. El resultado era algo así como un Platón en bruto. No todos los positivistas aceptaron de buen grado este platonismo a la spenceriana. Pedro Dorado Montero, por ejemplo, fue un personaje singular, profesor de Salamanca, positivista pero al mismo tiempo un anarquista moderado, que meditaba aislado en su refugio castellano. Rechazó la tesis de Garofalo, afirmando que no había ningún “delito natural”, sino que el estado definía arbitrariamente los delitos, pero como había hombres determinados a realizar esas conductas, lo que el estado debía hacer era “protegerlos” en instituciones a las que éstos pudiesen acudir pidiendo ayuda. Por supuesto que nadie siguió a Dorado y ni por asomo se le ocurrió a alguien materializar las curiosas instituciones que proponía y con las que pensaba cambiar el derecho penal por un “derecho protector de los criminales”. Es bastante obvio que el positivismo criminológico desembocaba en un autoritarismo policial que se correspondía con un elitismo biologicista. No sólo legitimaba el neocolonialismo, sino también la represión de las clases subordinadas en el interior de las metrópolis colonialistas. Las elites de esas sociedades temían a su insubordinación y perseguían a los disidentes “agitadores”. El propio Garofalo escribió un libro titulado La superstición socialista. Más temor aún inspiraban las reuniones públicas: las “multitudes”. El recuerdo de la Comuna de París era imborrable. Fue precisamente un autor francés quien sobresalió en el tema y cuyos escritos en general son también un buen reservorio de disparates antidemocráticos: Gustave Le Bon, autor de la famosa Psicología de las multitudes.

Para Le Bon, en la multitud se neutralizaban las funciones superiores del cerebro y dominaba la “paleopsiquis”. En otras palabras –y aunque no lo expresaba de ese modo–, la multitud hacía surgir en cada uno al “criminal nato”, atávico, regresivo, salvaje. Como era demasiado increíble sostener que todo el pueblo sumergido estaba compuesto de criminales natos o salvajes, Le Bon encontró la forma de explicar que cuando actuaban en multitud se convertían en eso por efecto de la misma masa humana.

Hubo otros positivistas preocupados por las multitudes y entre ellos resalta Scipio Sighele, que publicó un libro titulado Los delitos de la multitud. El resultado práctico fue que varios códigos penales incluyeron disposiciones acerca de delitos cometidos por las multitudes, responsabilizando a los líderes. El hecho de que Le Bon, Sighele, el propio Lombroso y otros, invariablemente ejemplificaban con los líderes de la Comuna de París y que los códigos penales centrasen su atención punitiva en los líderes de multitudes, muestra a las claras el miedo de las clases hegemónicas por la “chusma reunida”.

Como puede verse, el positivismo restauró claramente la estructura del discurso inquisitorial: la criminología reemplazó a la demonología y explicaba la “etiología” del crimen; el derecho penal mostraba sus “síntomas” o “manifestaciones” al igual que las antiguas “brujerías”; el derecho procesal explicaba la forma de perseguirlo sin muchas trabas a la actuación policial (incluso sin delito); la pena neutralizaba la peligrosidad (sin mención de la culpabilidad) y la criminalística permitía reconocer las marcas del mal (los caracteres del “criminal nato”). Todo esto volvía a ser un discurso con estructura compacta alimentado con los disparates del nuevo tiempo histórico.


 
Por, E. Zaffaroni

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