martes, 20 de agosto de 2013

El crimen organizado y la violencia en México: una perspectiva comparativa.

Por, Phil Williams

En años recientes, las organizaciones dedicadas al tráfico de drogas en México se han destacado por su violencia y brutalidad. Los ya cotidianos encabezados sobre decapitaciones, asesinatos de civiles, desintegración de cadáveres en baños de ácido y eliminación sistemática de miembros de los cuerpos policíacos y del ejército han creado casi un sentimiento de nostalgia hacia “los buenos tiempos” del narcotráfico en México, cuando la violencia era contenida gracias a acuerdos y códigos de conducta tácitos entre los traficantes, en los días en que el gobierno se mostraba permisivo en lugar de confrontacional, y la violencia se colaba a cuentagotas hacia las vidas de los ciudadanos. En contraste, la violencia durante los tiempos recientes se ha tornado tan invasiva, que muchos comentaristas han argumentado que México se encuentra a punto de convertirse en un Estado fallido.1


Algunos observadores han intentado, también, dar con nuevos conceptos para explicar lo que está sucediendo. Entre ellos se encuentra John Sullivan, quien argumenta que la violencia en México sólo puede ser conceptualizada como una “insurgencia criminal”.2 Aunque el argumento que aquí se presenta afirma que los nuevos términos son innecesarios, una mirada más cercana al análisis realizado por Sullivan sugiere que no sólo es uno de los observadores más astutos con los que cuenta Estados Unidos a la hora de abordar la expansión de la violencia en México, sino también que reconoce lo intrincado de la situación y lo difícil que resulta encasillar a estas realidades complejas dentro de una categoría. En la medida en que las dinámicas estratégicas y operacionales de la violencia se han desarrollado de manera novedosa, los actos violentos se han vuelto cualitativamente diferentes a los cometidos en el pasado. Bajo su punto de vista, sobre esto se debe reflexionar bajo un nuevo entendimiento conceptual.

Otros observadores, sin embargo, en lugar de enfrascarse en las complejidades, han regresado al viejo concepto de “narco-terrorismo”, un término poco útil y carente de valor explicativo, pero política y emocionalmente poderoso. En esta lid, el General Barry Mc Affrey, quien solía ser el zar antidrogas, publicó un reporte tras una visita a México en diciembre de 2008, en donde concluía que “México no está enfrentándose a la criminalidad peligrosa: está luchando por sobrevivir contra el narco-terrorismo”.3 Debido a la posición y experiencia de Mc Affrey, estas declaraciones fueron dotadas de una credibilidad considerable, a pesar de que son tan poco útiles como engañosas. Más recientemente, algunos analistas han ido más allá y argumentan que México está sufriendo de actos de terrorismo y que Estados Unidos debe de reconocerlo y actuar en conformidad.4 Bajo este punto de vista, han habido suficientes ejemplos de ataques estilo terrorista como para justificar dicha designación, y el fracaso de hacerlo de manera oficial es el resultado de las cortas miras de la burocracia y del recato diplomático.5

Un impulso tal es entendible, pero erróneo. En su mayoría, los sucesos que acontecen en México no son terrorismo, sino violencia del crimen organizado llevada a nuevas profundidades. En algunos lugares, como Ciudad Juárez, la violencia puede ser entendida en términos de anomia y la degradación en las normas de comportamiento que ésta conlleva. Además, la violencia proveniente de la falta de leyes no es lo mismo que la violencia terrorista, y confundir la una con la otra no le hace bien ni al análisis, ni al establecimiento de políticas públicas. Esto no debe leerse, sin embargo, como una invitación a minimizar el reto que presentan las tendencias y los acontecimientos en México. Es claro que la situación es seria, y no se puede negar que la violencia emparentada con la droga se ha tornado en una grave amenaza para la seguridad y la estabilidad en todos los niveles de la sociedad y la política. Aun así, muchas discusiones sobre el tema son “ahistóricas” en relación a México y ajenas a experiencias relevantes de otros países y su relación con el crimen organizado. No ofrecen una perspectiva comparativa que vaya más allá de argumentar que el país está atravesando por un periodo de “colombianización”, otra etiqueta que ignora la mezcla única de violencia criminal y política en Colombia, y la ausencia de ésta última en México. Frente a estos antecedentes, el presente análisis busca alcanzar cuatro objetivos. Primero, se argumenta que aunque los niveles de violencia son variables, el fenómeno es inherente al crimen organizado. En dicha conexión, aquí también se sugiere que el tráfico de drogas mexicano siempre ha estado asociado con la violencia. En México, la violencia relacionada con las drogas dista mucho de ser algo nuevo. Segundo, se exploran las maneras en que la violencia generada por el tráfico de estupefacientes aumentó durante las presidencias de Vicente Fox y Felipe Calderón, y se sugiere que los cambios en los contextos político y económico, combinados con las estrategias gubernamentales y de aplicación de justicia para atacar a los cárteles, crearon las condiciones para una escalada de violencia. En la tercera parte, el análisis identifica paralelos entre la violencia del tráfico de drogas en México y la que nace del crimen organizado en otros países. La cuarta  sección asevera que mucho de lo que sucede puede considerarse como unaviolencia que es fruto de la ausencia de ley, que resulta más estremecedora y más difícil de combatir que la vertiente terrorista.


Crimen organizado y violencia
La violencia relacionada con las drogas en México ha presentado un crecimiento enorme en la última década. Es importante reconocer, empero, que el tráfico de drogas mexicano siempre ha sido brutal. Desde sus inicios, la industria de la droga en Sinaloa ha tenido cualidades violentas, materializadas en balaceras frecuentes. Luis Astorga ha descrito de forma vívida la manera en que los cultivadores de opio en Sinaloa que bajaron a las ciudades “comenzaron a utilizar los bares y los vecindarios en los que vivían como campos de batalla. Por esa razón, durante la década de los cincuenta, la prensa de Culiacán, la capital de Sinaloa, describía a la ciudad como ‘un nuevo Chicago con gángsteres en sandalias’”.6 A menudo, las manifestaciones de agresividad eran encendidas de manera espontánea por el consumo de alcohol y enervantes. Conforme creció la industria, sin embargo, y a medida que la cocaína se consolidó como el producto más importante de entre los que movían las organizaciones mexicanas, la violencia se tornó más sistemática. La rivalidad entre los traficantes líderes a menudo parecía tener las características de una rivalidad sanguínea, y la violencia llegó a ser brutal. También es necesario explorar la antipatía entre Félix Gallardo, por un lado, y Héctor Palma y el Chapo Guzmán, por el otro. Esto, para destacar ejemplos de actos brutales y gratuitos. En lo que con frecuencia es descrita como una venganza orquestada por Félix Gallardo, la esposa e hijos de Palma fueron asesinados. La cabeza de la mujer le fue enviada en una caja.7 Además, ya en la década de los ochenta los traficantes estaban dispuestos a poner en su mira a oficiales y agentes del orden. Incluso el personal de Estados Unidos dejó de ser inmune, y en febrero de 1985 Enrique Camarena, un a
gente de la dea norteamericana, fue secuestrado en Guadalajara.


Posteriormente fue torturado y asesinado. En octubre de 1985, unos traficantes de marihuana asentados en la selva de Veracruz mataron a 22 policías, aunque no está claro si éstos querían arrestarlos o robar la mercancía. Los periódicos de la época describieron al suceso como “la peor masacre de agentes de policía en los tiempos modernos”.8 En los noventa, la violencia fue más abierta. En 1993, el Cardenal Juan José Posadas Ocampo fue acribillado en el aeropuerto de Guadalajara cuando la Organización Arellano Félix y la pandilla 30th Street Gang, de San Diego, intentaron sorprender al Chapo Guzmán. A inicios de 1994, fue asesinado el candidato del pri a la presidencia, Luis Donaldo Colosio Murrieta, si bien cualquier vínculo de este evento con el crimen organizado es especulativo.

En agosto de 1997, después del fallecimiento de Amado Carillo durante una operación de cirugía plástica, la violencia explotó en Ciudad Juárez. Conocido como “El señor de los cielos” debido a su preferencia por mover la cocaína por vía aérea, Carrillo Fuentes había mantenido una posición dominante en el creciente negocio de la droga en México. Su muerte desató una escalada de la violencia, ya que sus rivales se enfrentaron entre sí para controlar sus negocios. El 3 de agosto de 1997, cuatro traficantes abrieron fuego en un restaurante, liquidando a tres hombres y dos mujeres e hiriendo a otras cuatro personas.9 Mientras emprendían la retirada, también mataron a un policía. Lo sorpresivo fue la naturaleza pública de los asesinatos.

Como lo indicó un observador norteamericano, “aunque era común el ajuste de cuentas entre los narcotraficantes, rara vez se había colado hacia los lugares públicos”.10 Aunque en 1997 tales eventos eran poco usuales, después se tornaron lugar común.

En otras palabras, el tráfico de drogas en México jamás llegó a ser la industria tranquila que en ocasiones se menciona. La edad de oro guarda ese brillo únicamente en retrospectiva y cuando se le compara con los niveles de violencia actuales, mucho más elevados. Aunque “los buenos tiempos” no presentaban la violencia excesiva de hoy, distaban mucho de ser pacíficos y armoniosos. Nada de esto debería de sorprendernos. La violencia está inserta en la naturaleza misma del crimen organizado, sin importar que los delincuentes estén involucrados en las drogas, otros tipos de tráfico, o crímenes más localizados como la extorsión y el secuestro. De hecho, la importancia intrínseca de la violencia para las actividades ilícitas se ve reflejada en la inclusión de prácticas agresivas y coerción en casi todas sus definiciones.

Numerosos factores explican por qué esta conexión entre el crimen organizado y la violencia es tan natural como inevitable. En primera instancia, los criminales operan fuera de la ley y, por lo tanto, no pueden esperar que el poder hobbesiano inscrito en el Estado o Leviatán establezca y ejerza reglas para arbitrar disputas o para protegerlos de las amenazas impuestas por sus muy ambiciosos rivales. De hecho, muchos de los miembros de organizaciones criminales aún viven en un “estado natural” en donde la vida es espantosa y brutal y, para muchos de ellos, corta. Como apunta Vadim Volkov, en este ambiente las organizaciones criminales son muy similares a los Estados en el sistema internacional.11 No existe una autoridad máxima a la que puedan acudir en pos de protección. Para cubrir esta carencia, tienen que depender de la autoayuda. Desafortunadamente, en ocasiones los otros perciben estas medidas preventivas como una amenaza. En otras palabras, las organizaciones criminales se enfrentan a un dilema agudo en términos de seguridad: en éste, las acciones tomadas como defensa en contra de los enemigos, aunque necesarias para evitar asaltos hostiles, también son amenazantes por naturaleza. Como con los Estados, entre las organizaciones criminales la inseguridad camina a sus anchas, pues se lidia con los rivales potenciales con sospecha y hostilidad. Además, hay usos tanto ofensivos como defensivos de la violencia, que puede ser empleada para retar y dar un giro al status quo, o para mantenerlo y con él seguir disfrutando de cierta posición o rango.

Si existe un paralelo obvio entre las organizaciones criminales y los Estados dentro del concierto internacional, también se presenta un parangón igual de fascinante entre las organizaciones criminales y los barones de la Edad Media. Aquí se presenta una real paradoja. El mundo criminal, como los negocios ilícitos, ha respondido con entusiasmo al modernismo, y ha explotado las oportunidades brindadas por la globalización; en otros rubros, se ha mantenido firmemente medieval. Los líderes de la delincuencia son como barones medievales: con frecuencia se ven enfrascados en luchas de poder y en alianzas endebles caracterizadas por defección y traiciones frecuentes. En la Edad Media la violencia entre los barones era un elemento cotidiano, normal, y así se mantuvo hasta el nacimiento del Estado westfaliano, que reclamó el monopolio del uso legítimo de la fuerza. Esto ofrece una perspectiva que es ignorada por las teorías contemporáneas que arguyen que la unión de la violencia criminal de alta intensidad con la guerra de baja intensidad es una característica distintiva del siglo xxi.12 ¿Acaso lo que se retrata típicamente como encarnaciones postmodernas y altamente novedosas de violencia, en realidad se encuentra enraizado en antecedentes medievales y patrones de comportamiento fincados en la tradición? Otro motivo de esta centralización de la violencia es que en el mundo criminal, ser adepto a ésta es una forma crucial de capital social. En cierto modo, es una variante del liderazgo carismático de Weber, pero aquí el carisma se define por la rudeza, los pocos escrúpulos y una reputación establecida conforme a los usos violentos. Estas cualidades son importantes en términos de liderazgo interno, especialmente para mantener la disciplina, y en términos de competencia con otras organizaciones criminales. Si en los delincuentes líderes se detecta una falta de decisión y vileza, muy posiblemente serán enfrentados por rivales internos o externos. Incluso cuando se ha establecido una reputación por habilidad o crueldad en el uso de la violencia, a menudo no hay respiro. Mantener esta reputación es transcendental, y es algo que no ofrece cabida a la compasión o la mesura.

Las dificultades son aún mayores cuando el problema no es ya de estatus, sino de sucesión. Ciertamente, la herencia en el mundo criminal es siempre problemática y debatible. Cuando, por cualquier razón, el liderazgo establecido es removido, sobreviene la turbulencia y un repunte de los actos de agresión. En casos excepcionales, claro está, existen líneas de sucesión bien establecidas. En la mayoría de las ocasiones, empero, el arresto o asesinato de un líder, o la simple muerte por causas naturales, crea un vacío de poder en el que los posibles sucesores –que pueden ser parte de la organización criminal o una banda opositora que intenta imponerse sobre un enemigo débil– intentan demostrar quién es, por así decirlo, el tipo más rudo de la cuadra. Si consideramos que la facilidad en el uso de la violencia trae consigo una ventaja competitiva, ésta es particularmente visible si no hay líneas de sucesión legítimas. Lo que se vive es la lucha de poder de un gabinete político, pero materializada en las calles y callejones, donde la fuerza, y no lo sutil, es lo que marca las reglas. Fueron las luchas de sucesión las que hicieron tropezar a los feudos de los barones e incluso a las monarquías a lo largo de la Edad Media y ya pasado ese periodo histórico.

La otra dimensión del crimen organizado es, por supuesto, su carácter emprendedor. Es por esto que la descripción de Vadim Volkov de los criminales rusos como “emprendedores violentos” es tan apropiada.13 En efecto, la violencia es inherente en ciertas actividades realizadas por las organizaciones criminales, siendo la extorsión la más obvia. El secuestro es también algo que involucra a la fuerza física en la fase de abducción; después, está la amenaza del uso de la fuerza para matar a la víctima si no se paga el rescate. El tráfico de humanos, que en ocasiones involucra más al engaño que a la coerción, depende, a final de cuentas, del uso de la violencia para el control de las víctimas, quienes se ven forzadas a trabajar o a involucrarse en el comercio sexual. Aunque no todo el tráfico de drogas está asociado con la violencia, es común que se le asocie con la agresión extrema para proteger o promover cargamentos, rutas y el reparto del mercado.

La implicación de todo esto es que el uso de la violencia por las organizaciones criminales tiene muchas similitudes, sin importar dónde se presente. Aun así, hay variaciones muy importantes en términos de alcance y escala que no pueden ser ignoradas. Dichas variantes dependen del contexto político y económico en el que se inscriba el crimen organizado, en la fortaleza del Estado, los incentivos y premios para el comportamiento criminal, y los procesos de expansión y contracción del mercado. Es en esta conexión que el ambiente político y económico en México, de naturaleza cambiante, ha contribuido a un alza significativa de la violencia en el país.


La expansión de la violencia en México
Durante largo tiempo, el involucrarse en el negocio de la droga en México ha sido una fuente de enormes riquezas para algunos y un medio de subsistencia para otros. En la Sierra Madre, por ejemplo, al cannabis se le conoce desde hace años como la siembra que reditúa.14 Además, el país sufre de grandes inequidades y disparidades en la distribución de la riqueza. Para aquellos que no pueden desarrollarse en la economía formal, la de la droga ofrece una alternativa, y para los que demuestran una habilidad notable para el crimen, una escalera para la movilidad económica y social.15 Las oportunidades se tornaron muy lucrativas en la década de 1980, ya que México asumió un rol protagónico en el tráfico de drogas en América Latina. En un sentido, esto fue una consecuencia no prevista de los esfuerzos de prohibición de Estados Unidos, que hicieron mucho más difícil que las organizaciones de tráfico colombianas enviaran cocaína a través del Caribe.


Cuando los narcotraficantes colombianos comenzaron a moverse a través de México, se percataron de que el envío era más difícil de lo anticipado, en gran medida debido que a las redes de corrupción y crimen que unían a los traficantes y a los poderosos estaban ya formadas, y era difícil ingresar a ellas. Las barreras de entrada eran demasiadas. Como resultado, los traficantes colombianos optaron por apoyarse en intermediarios mexicanos. El pago en cocaína era una práctica a la alza. Otros dos factores ayudaron a elevar el rol de los mexicanos. Primero, la industria del tráfico en Colombia adquirió una estructura más horizontal y dispersa luego del desmantelamiento de grandes organizaciones en Medellín y Cali. Segundo, la lección aprendida tras el derrumbamiento de los conglomerados fue que mantenerse fuera del alcance de la ley estadounidense era valioso. Si los mexicanos querían asumir la parte más arriesgada del negocio, qué mejor. En consecuencia, aunque Colombia se mantuvo como el principal productor y abastecedor de cocaína, se dio una reestructuración fundamental de la industria de este narcótico, en la que las organizaciones mexicanas se mudaron de la periferia al centro, y de ser mensajeros a convertirse en la fuerza dominante en la parte más lucrativa en la cadena de valor en la Unión Americana. Los pagos en especie ayudaron a las organizaciones mexicanas a hacerse de un pedazo cada vez mayor del mercado norteamericano. La migración a gran escala de mexicanos hacia Estados Unidos, tanto legal como ilícita, también tuvo un impacto, ya que amplió la base comunitaria en la que los traficantes podían operar eficazmente. A menudo, el crimen organizado ha seguido diásporas o patrones migratorios, y el tráfico de drogas mexicano no fue la excepción. El resultado del creciente dominio de las organizaciones mexicanas en los mercados de Estados Unidos, sin embargo, fue que el negocio se tornó incluso más lucrativo. A su vez, esto provocó un cambio significativo en las estructuras de incentivos para el uso de la violencia en la República Mexicana: había que proteger y promover el mercado obtenido.

Otro factor entra a colación: con la creciente importancia de las organizaciones mexicanas en los mercados de Estados Unidos, el control de las rutas estratégicas y las bodegas diseminadas a lo largo de la frontera se convirtió en un elemento crítico. La cocaína traída a México se reparte y se mueve hacia la frontera norte, donde se acumula para su contrabando hacia el país vecino. Esto, aunado al sistema de carreteras norteamericano, ha dotado de una importancia estratégica sin precedentes a varias ciudades en el lado mexicano. En consecuencia, la pelea por el dominio de estos centros urbanos también ha sido intensa. En 2006, el punto de contención clave era Nuevo Laredo. Con Cárdenas Guillén, el líder de la organización de tráfico del Golfo, en prisión, Guzmán y sus aliados efectuaron una acción similar en Ciudad Juárez, que por largo tiempo había sido dominada por la familia Carrillo Fuentes. Tijuana también fue testigo de los altos niveles de  violencia cuando la disminuida organización de los Arellano Félix recibió un reto de Sinaloa y subsecuentemente sufrió una poco digna crisis de sucesión en la que Guzmán apoyó a una de sus facciones. En los primeros meses de 2010, se dio una batalla campal en las ciudades fronterizas de Matamoros y Reynosa, en Tamaulipas. Una vez más, esto parece ser una manifestación del mismo tipo de lucha por el control estratégico de rutas y ciudades, aunque, en esta ocasión, los cárteles del Golfo y de Sinaloa, junto con La Familia Michoacana, pusieron a un lado sus diferencias para combatir a Los Zetas, sobre quienes se habla más adelante.

Esta competencia intensiva por el control territorial ha estado acompañada por lo que se podría catalogar como una carrera armamentista interorganizacional, en la que los cárteles buscan aumentar su habilidad para imponer la fuerza. Todo indica que el innovador clave en este rubro fue Osiel Cárdenas Guillén, quien a finales de los noventa se vio involucrado en una lucha de poder por el control del cártel del Golfo. Reclutó a unos treinta miembros de la Armada y la Fuerza Aérea mexicanas, tanto en activo como retirados (se les conocía como Gafes y Gaifes). Este grupo, al que después se nombraría Los Zetas, trajo un nuevo nivel de sofisticación y experiencia en el uso de la violencia dentro de las organizaciones de tráfico de estupefacientes en el país. No debería de sorprender que Los Zetas hayan sido imitados y emulados (aunque nunca superados) por organizaciones rivales que crearon sus propios brazos de coerción y protección para poder emparejar la situación. En otras palabras, la creación de Los Zetas marcó un gran paso en la militarización de la competencia entre organizaciones delictivas rivales. Este proceso se ha visto ensanchado por el alto nivel de deserciones en el ejército mexicano, algo que los cárteles apoyan en su propaganda. Aunque es difícil obtener cifras concretas, se puede presumir que la deserción entre los policías también ha ido en aumento. Los bajos salarios, combinados con el alto riesgo, hacen que este trabajo sea cada vez menos atractivo. Por el contrario, si los policías y soldados enfrentan cada vez más riesgos en contra de su vida y tienen una baja remuneración, podrían pasarse al lado del tráfico, donde la relación riesgo/recompensa es más provechosa.

Otra forma de analizar la militarización del negocio de la droga en  Méxicoes sugerir que los contratistas militares privados han emergido en el país de la misma manera que en la Unión Americana. La diferencia clave radica en que en México los contratistas no son empleados por el gobierno, sino por los cárteles. En ambos casos, empero, los empleadores han tenido que enfrentarse a problemas de control y responsabilidad. Los contratistas militares privados ponen sus intereses por encima de los de su empleador, ya sea un gobierno o un cártel. De hecho, Los Zetas rompieron con el cártel del Golfo y se transformaron en lo que Samuel Logan definió como la Organización Zetas.16 En 2010, enfrentamientos entre miembros de Los Zetas y sus antiguos empleadores añadieron una nueva dimensión a la violencia. Irónicamente, los remanentes del cártel del Golfo, hasta ese momento enfrascado en una pelea encarnizada con Sinaloa, se aliaron con éstos, sus antiguos adversarios, para luchar contra sus otrora matones. La cualidad medieval de esta redistribución de alianzas es difícil de exagerar. Aun así, no es única. Incluso antes de que se desatara el conflicto entre el cártel del Golfo y Los Zetas, la organización de Beltrán Leyva, que había actuado como el ala golpeadora en los esfuerzos por tomar el control de Nuevo Laredo, rompió con el Chapo Guzmán y empezó a luchar al lado de sus ex enemigos. Aunque los asesinatos y encarcelamientos de varios de los hermanos Beltrán Leyva debilitaron a la organización de manera significativa, el acto de deserción puede ser parte de un patrón generalizado en que los expertos en los usos de la violencia se volvieron cada vez más asertivos y retaron a sus antiguos socios o jefes.

Si la creciente disponibilidad de expertos de la violencia –y el empuje de éstos para adquirir mayor autonomía y mayores recompensas por el ejercicio de sus habilidades– ha contribuido a lo grave de la situación en México, esto ha sido facilitado e intensificado por la cada vez mayor disponibilidad de armamento sofisticado. Muchas de las armas utilizadas por los cárteles mexicanos y su personal son adquiridas en convenciones de armas en Estados Unidos a través de compradores fantasma. Otros flujos, sin embargo, provienen de países en América Central, donde las armas se desbordan luego de décadas de guerra civil. Sea cual sea la fuente, la disponibilidad de sofisticadas armas de alta velocidad y de municiones, junto con especialistas en su uso, ha permitido a los traficantes de drogas tener mayor capacidad ofensiva que la policía y presentar retos tácticos y operativos aún mayores al ejército mexicano.

El antagonismo entre las organizaciones también vive un auge. Los cárteles rivales se han visto enfrascados en una creciente espiral de violencia alimentada no sólo por la competencia en el ámbito de los negocios, sino también por el machismo y la sed de venganza. Muchos de los cárteles tienen elementos que son familia entre sí, y el asesinato de parientes le da a la violencia un matiz  emocional que genera enemistades y un deseo de venganza que se extiende por años y hasta décadas. La hostilidad entre Guzmán y los hermanos Arellano Félix, por ejemplo, duró veinte años. Aunque su origen puede seguirse hasta el rompimiento de Palma y Guzmán con Félix Gallardo, y se intensificó con el control de los Arellano Félix sobre Tijuana y la imposición de impuestos de tránsito sobre otras organizaciones de traficantes que querían mover su mercancía a través de la ciudad, también fue una rivalidad muy personal apuntalada por el asesinato de parientes en ambos lados.

La intensificación de la violencia en México durante la última década también es reflejo de un cambio en el contexto político, ya que el gobierno pasó del consentimiento e incluso colusión con el tráfico de droga, a una actitud más confrontacional. El hecho de que el pri perdiera el monopolio del que había disfrutado por 70 años dio por terminada una relación cercana que se había desarrollado entre los traficantes y ciertos segmentos de la élite política tanto a nivel nacional, como al nivel de los ejecutivos estatales.

La transferencia en el nivel ejecutivo fue acompañada por un cambio fundamental en la política estatal: Fox, y a mayor grado Calderón, buscaron disminuir el poder e influencia política de las organizaciones de traficantes. En cierta manera, entonces, México sufre de la violencia producto de la transición: los acuerdos se han derribado y han sido reemplazados por una rivalidad abierta entre el crimen y el Estado. En este escenario, los ataques por parte de los  cárteles en contra de jefes de policía, servidores públicos y soldados están pensados como una forma de presionar al Estado para que evite la confrontación y reestablezca un espacio en que las organizaciones delictivas puedan gozar de un alto grado de impunidad. Aunque estos ataques retan a la autoridad del Estado, no califican como insurgencia; y la violencia –aunque cada vez cobra más vidas de familiares de las víctimas y de inocentes– rara vez ha sido dirigida directamente contra civiles. En contraste, la muerte de la población por parte de terroristas no es un efecto secundario de sus actos violentos, sino la esencia misma de éstos.

Con un gobierno menos permisivo era inevitable que los enfrentamientos entre los traficantes y los cárteles se volvieran más frecuentes. Aún así, podría abrirse una discusión en torno a si la estrategia que el gobierno ha empleado en contra de las organizaciones de tráfico de drogas también ha incitado a que se eleve la violencia entre éstas. En parte, esto es reflejo del hecho de que mientras más se presione a las organizaciones, mientras mayores sean sus limitantes y menores las ganancias, más intensa se torna la competencia. Pero hay otra dimensión que debe considerarse, sobre la que ha vertido luz el análisis seminal que Richard Friman realiza sobre cómo las estrategias de amputación, decapitación y eliminación llevadas a cabo por las fuerzas de la legalidad, crean, en mayor o menor grado, “cadenas de vacío”.17 Una estrategia de decapitación exitosa, por ejemplo, puede dar pie a una cadena de vacío dentro de la organización, y hacer de ésta un objetivo más atractivo para sus rivales. Mientras más largas sean estas cadenas de vacío y mayores las incertidumbres sobre sucesión interna o reemplazo externo, más intensa será la competencia y, por ende, mayor el nivel de violencia. En ciertas ocasiones, el debilitamiento de una organización desata la voracidad de otros grupos que buscan eliminarla y reemplazarla. La eliminación de una organización por parte de la fuerza pública crea perturbaciones aún mayores en el mercado, y sus integrantes luchan por llenar el vacío de una manera intensa, competitiva y voraz. El punto clave, sin embargo, es que una estrategia gubernamental que ataca a las principales organizaciones de traficantes de manera secuencial en lugar de consecutiva, y crea debilidades asimétricas, contribuye, en el corto plazo, a la formación de picos en el incremento de la violencia. También conduce a acusaciones de favoritismo y parcialidad en la selección de los objetivos. La expansión de la violencia en la República Mexicana nace también del crecimiento de los mercados al pormenor en el interior del país, y lo que parecen esfuerzos para controlarlos en distintos niveles. De hecho, México ha sufrido un destino similar al de otros territorios “puente” y se ha transformado en consumidor. Aunque algunos analistas han dado poca importancia a esto, es claro que incluso en ciertos destinos turísticos como Acapulco la violencia gira, en parte, alrededor de la competencia por el control  local de los mercados. En Juárez, entidad que está sujeta a una lucha de alto nivel entre las organizaciones rivales, se presenta otra capa de violencia a nivel menudeo.

Según reportes, esta ciudad cuenta con unos 25,000 puntos de venta de  drogas.18 Un número cada vez mayor de pandillas de jóvenes también tiene ingerencia en el asunto. En algunos casos, los adolescentes han sido reclutados y entrenados por los cárteles importantes; en otros, simplemente han formado grupos delictivos que operan en niveles más bajos.

Todos estos factores ayudan a explicar el crecimiento de la violencia relacionada con las drogas durante los sexenios de Fox y, de manera más dramática, de Felipe Calderón. En 2006, México presentó un estimado de 2,221 muertes relacionadas con el tráfico de drogas. La prensa sugiere que el número llegó a 2,561 en 2007. El crecimiento al año siguiente fue aún más drástico: la cantidad de asesinatos se duplicó.19 La cifra que la mayoría de los diarios mexicanos manejaban al final de 2008 era 5,260, aunque un estimado de 6,756 realizado por el Zeta de Tijuana es posiblemente más acertado, aunque aún es bajo. Al final de 2009 había divergencias similares: Reforma reportaba 6,578, El Universal 7,724 y Milenio 8,281.20 Según informaciones que se filtraron de un reporte clasificado del Gabinete de Seguridad Nacional presentado al Senado de la República a mediados de abril de 2010, la mayoría de estos estimados eran conservadores, ya que 8,928 personas fueron asesinadas en 2009.21 Lo que es más, el gobierno acepta que desde que Calderón emprendió su ataque en diciembre de 2006, un total de 22,743 personas habían sido asesinadas hasta mediados de 2009.22 De éstas, 20,868 fueron víctimas de atentados directos, 160 murieron en los ataques y 1,715 perecieron durante las balaceras.23 Aunque se ha enfatizado que 90 por ciento de los muertos eran criminales, los números tuvieron un impacto considerable; eran mayores, en razón de miles, que los estimados de la mayoría de los diarios. Además, no se avizoraba un respiro –el reporte hacia notar que 2,904 personas habían sido ya ajusticiadas en crímenes violentos en los primeros meses de 2010.24 Incluso si damos por hecho que estos números más elevados son resultado de mejor información y análisis del gobierno mexicano, la subida es impactante. Paradójicamente, el hecho de que la mayor parte de la violencia se concentre en las ciudades de Juárez en Chihuahua, Culiacán en Sinaloa y Tijuana en Baja California, es a la vez reconfortante y altamente inquietante. Lo limitado del rango geográfico en que se dan las matanzas es reparador en la medida en que pone en duda a los que afirman que se vive una epidemia de violencia en todo el territorio nacional. A lo mucho, la epidemia está menos esparcida de lo que generalmente se considera. La intensidad o concentración de la violencia en ciertas localidades, sin embargo, denota la incapacidad del gobierno para contenerla y reestablecer el orden y la seguridad en algunas regiones del país. La otra dimensión de la violencia tiene su origen en la resistencia de los traficantes contra el gobierno, así como los actos de castigo en contra de éste. Los asesinatos de jefes policíacos, miembros del ejército y servidores públicos son cada vez más numerosos, aunque siguen representando entre 5 y 10 por ciento del total de homicidios relacionados con la droga. Si el reto lanzado al Estado es menos grande a cómo generalmente se retrata, el asesinato, en mayo de 2008, de Edgar Millán, Jefe de la Policía Federal, revela la falta de respeto hacia las autoridades federales, y aún más de los estados y municipios. No es inconcebible, por ende, pensar que el reto se intensificará. Sin embargo, hasta ahora la mayor parte de la violencia ha sido más parecida a los enfrentamientos entre los cárteles de Medellín y Cali en Colombia, o a las riñas entre los jamaiquinos en Estados Unidos, que a actos de insurgencia o terrorismo. El resto es un intento por parte de los cárteles de proteger su espacio de operación de la presión gubernamental; no puede considerarse como una “insurgencia criminal” o un “Estado luchando por sobrevivir contra el narco-terrorismo”. Al mismo tiempo, hay algunos ejemplos de lo que parecen ser actos de terrorismo dirigidos hacia la población. Cuando se lanzaron granadas hacia una multitud en Morelia el 15 de septiembre de 2008 y el saldo fue de ocho personas muertas y varias heridas, parecía que éramos testigos del inicio de una campaña terrorista emprendida por algunas organizaciones de traficantes. En retrospectiva, parece que éste no ha sido el caso. Aunque más civiles han muerto víctimas del fuego cruzado o como resultado de confusión de identidades, hasta ahora el ataque de Morelia permanece siendo una anomalía y no un precursor.

El incidente provocó una condena generalizada: incluso algunos narcotraficantes se deslindaron públicamente del hecho y ofrecieron recompensas para capturar a los responsables. Es incierto en qué medida esto fue un esfuerzo para virar las acusaciones. La reacción pública, sin embargo, fue de estupefacción. En reconocimiento de ésta, los cárteles, muchos de los cuales están insertos en las comunidades locales, parecen inclinados a evitar ataques indiscriminados de esta naturaleza. Aún así, la creciente crueldad es estremecedora. La selectividad y precisión de la violencia y el cuidado que se le daba a su implementación parecen ser cosa del pasado. Es cada vez más frecuente que entre las víctimas se encuentren los familiares del objetivo original, o incluso civiles. Ya no se salvan las mujeres y los niños y, según una evaluación, desde el inicio de la administración de Vicente Fox 600 menores han “muerto en balaceras entre traficantes de drogas o supuestos criminales, y las autoridades”.25

En diciembre de 2009, parie ntes de un marino que había fallecido en una operación en contra de Arturo Beltrán-Leyva fueron asesinados en su hogar. Aunque fue un castigo extendido por la eliminación de Beltrán-Leyva, los blancos fueron personas que no tenían responsabilidad o involucramiento alguno en el negocio de la droga. De manera similar, el ajusticiamiento de 13 adolescentes y dos adultos durante una fiesta en Juárez el 31 de enero de 2010 parece haber sido un caso de localidad errónea e identidades equivocadas, pero esto también es evidencia de un acercamiento sin cuidado y arrogante ante el uso de la violencia.26 Como tal, este acto sugiere que una de las tendencias más serias en México es el surgimiento de la violencia antisocial. Antes de explorar esto a más profundidad, sin embargo, es pertinente subrayar los paralelos entre el fenómeno del crimen organizado en México y en otras geografías.


México desde una perspectiva comparativa
El crimen organizado y el tráfico de drogas en México guardan muchas características distintivas provenientes de la cultura, la política y la cercanía del país con Estados Unidos, que ha resultado ser una maldición geográfica. Existen, sin embargo, similitudes tanto en el contexto como en el modus operandi, lo que sugiere que los acontecimientos en México son parte de un patrón más generalizado del crimen y no requieren ni de la imposición de  caracterizaciones simplistas como el narco-terrorismo, ni de nuevos conceptos como el de insurgencia criminal. En la primera década del siglo xxi, el crimen organizado en México guardó muchas similitudes con su contraparte rusa de los años 1990. El colapso de la Unión Soviética y el Partido Comunista removió mecanismos de control político y social que habían permitido que una élite se beneficiara del crimen organizado a la vez que mantenía los niveles de violencia bajo control. De hecho, la debilidad del Estado ruso en los noventa dio cabida al florecimiento del crimen organizado, mientras que el cambio hacia una economía de mercado ofrecía oportunidades sin precedente para los delincuentes de espíritu emprendedor. El resultado fue la formación de lo que frecuentemente se denomina “el salvaje Este”.27 Como se sugirió anteriormente, la pérdida del control monopólico por parte del pri en México tuvo un efecto menos dramático, pero similar. En ambos casos el proceso se vio  acompañado por una subida en los índices de violencia. En Rusia durante los años noventa, fue común que la violencia se diera en forma de asesinatos por encargo. Los vory-v-zakone, o líderes criminales tradicionales, se enfrentaron a una nueva especie de criminales, más emprendedores, y la competencia se desató entre los grupos étnicos (en especial de eslavos contra habitantes del Cáucaso). Así, organizaciones rivales pelearon por el dominio de sectores de la economía, así como de instalaciones industriales.
Las organizaciones criminales ponían la mira sobre sus rivales, es decir, todo aquel que significara una amenaza u obstáculo (desde políticos reformistas hasta periodistas o policías honestos). En ocasiones los grupos mataban ellos mismos, y a veces contrataban a sicarios. El narco mexicano se ha comportado de manera similar, ejecutando a periodistas, policías de bajos y altos rangos, miembros del ejército y de grupos rivales. En este rubro, la violencia criminal y las ejecuciones por encargo en ambos países fueron instrumentales y resultaron ser una continuación (tanto proteccionista como expansiva) de sus negocios ilícitos por otros medios.  Otro paralelo es el cada vez mayor involucramiento de especialistas de la violencia. En Rusia, tras la caída de la Unión Soviética, un exceso de expertos en la violencia contribuyó de forma significativa tanto al crecimiento del crimen organizado, como a la incidencia de la violencia asociada con éste.28 En el resto del bloque soviético se dieron dinámicas similares, a la par que las agencias de inteligencia y el ejército se volvieron más pequeños. El desmembramiento del ejército ba’atista en Irak tuvo un efecto similar, aunque en ese caso los especialistas de la violencia, ya desempleados, se involucraron también en una insurgencia.29 Una diferencia fundamental es que en México los profesionales de la violencia no se encontraron de pronto desempleados, no se les presentó el crimen organizado como la única opción; más bien desertaron del Estado. Aún así, la infusión de emprendedores impetuosos en la mezcla, que trajo un inevitable incremento en la violencia, tiene paralelos en otros lugares y no carece, en definitiva, de antecedentes.


El crimen organizado ruso en la década de 1990 y su contraparte contemporánea en México comparten otras similitudes. Para Rusia el periodo se caracterizó por la transición y el caos. La violencia se convirtió en la norma entre las organizaciones criminales y dentro de ellas: las esferas de influencia eran disputadas y la cohesión interna de muchos grupos se tornó limitada. Las fracturas y los rompimientos se traducían en el asesinato de miembros de la asociación delictiva. Los cárteles mexicanos han experimentado un periodo de turbulencia similar, marcado por una competencia intensificada que trae consigo rompimientos internos, deserciones y cambios de lealtad. En ambos casos, el gobierno y los esfuerzos por aplicar la ley pueden haber contribuido, sin querer, a esta volatilidad aumentada. También hay una diferencia radical que refleja la naturaleza más personal de los asesinatos en México. A menudo se establecía que en Rusia los homicidios por encargo eran un asunto de negocios, no personal; en México la ejecución de miembros de organizaciones rivales parece ser motivado por antipatías personales y no por consideraciones meramente comerciales. El rompimiento entre Guzmán y la familia Beltrán-Leyva, por ejemplo, se volvió muy personal luego de que uno de los hermanos Beltrán-Leyva fuera arrestado y el hijo del Chapo Guzmán muriera en consecuencia. En este sentido, la violencia criminal en México es similar a la de los clanes albanos, que se distinguían tanto por sus lazos de sangre, como por existir fuera de la ley. También guarda paralelos con los sangrientos conflictos entre las familias ‘Ndrangheta en Calabria, que en 2007 condujeron al asesinato de seis miembros de uno de estos clanes en Duisburg, Alemania. Aún así, el fenómeno no es nuevo en México. En un interesantísimo análisis del vacío de ley en la Sierra Madre, por ejemplo, un periodista británico notó cómo en algunos poblados el machismo, los lazos filiales y los actos de violencia a menudo crean un ciclo de venganza y represalia que se extiende por años e incluso décadas, y que es difícil detener.30

También existen paralelos con las organizaciones criminales en Italia. Una de estas similitudes es la sofisticación del armamento empleado por los delincuentes. Como se sugirió anteriormente, los criminales y traficantes mexicanos están muy bien armados. A inicios de los noventa, se realizó la misma observación sobre los grupos delictivos sicilianos. El juez Falcone inició su libro sobre la mafia con un capítulo sobre la violencia, y anotó que mientras la mafia tenía “una preferencia por las armas de cañón corto en lugar de las escopetas tradicionales… para operaciones más difíciles y complejas utilizan armas extranjeras, como Kaloshnikovs, bazucas y lanzadores de granadas, sin mencionar los explosivos”.31 También mencionó que los cadáveres eran disueltos en barriles con ácido.32 El autor bien se podría estar refiriendo a la violencia en México, aunque el grado de sofisticación es más grande hoy que hace dos décadas.

Otro paralelo entre el México contemporáneo y la Italia de los años 1990 es que en ambos países la relación cercana, cariñosa, entre el gobierno y el crimen organizado fue rota. Es cierto: a inicios de los noventa, la mafia siciliana atacó al Estado italiano como respuesta de lo que los criminales percibían como una traición al compromiso a largo plazo con los Cristianos Demócratas, acuerdo en que el partido proveía de protección a cambio de apoyo electoral. Los juicios de alto revuelo y las acciones de magistrados como Falcone y Borsellino provocaron un sentimiento de queja y un deseo de venganza contra un Estado que no había cumplido con su parte del trato. La venganza se manifestó con los asesinatos de estos magistrados, que se dieron en el marco de una campaña terrorista mayor que tuvo como blanco a civiles inocentes y algunos de los monumentos históricos de Italia.

Esta campaña de terror ha estado ausente en México. Las explosiones con granadas ocurridas en Morelia en septiembre de 2008, que pudieron haber marcado el inicio de una racha tal, al final fueron un hecho aislado. Aunque podría ser un factor más pronunciado en un futuro, el ataque al Estado mexicano, aunque significativo, no es tan abierto como lo fue en la experiencia italiana a inicios de los noventa.

Nada de lo que he escrito pretende negar que el crecimiento del crimen organizado en México es mucho más elevado que sus contrapartes. Por ejemplo, una comparación de los índices de asesinatos en Campania, el terruño de varios de los clanes de la Camorra, con varios estados de la República Mexicana, arroja que Sinaloa (la demarcación con el mayor índice de asesinatos), presenta 19.3 homicidios por cada 100 mil habitantes, mientras que Campania presenta 1.6.33 Aún así, es pertinente enfatizar que los niveles de asesinatos en México por cada 100 mil habitantes están cayendo, aunque el porcentaje de muertes violentas relacionadas con el tráfico de drogas se incrementa de manera significativa.

Un observador reportó que “el nivel de asesinatos en México ha caído comparado con la década pasada… en 2008, el año más reciente del que se cuenta con datos, 12 de cada 100 mil personas era víctimas de este crimen. En 1997 sumaban 17. A finales de los ochenta, la cifra se acercaba a los 20”.34 El mismo reporte destaca que el índice de asesinatos en México durante 2008, de 12 por cada 100 mil habitantes, era menor que el de Brasil (25), sólo un tercio del de Colombia en 2009 (35) y poco más que un quinto del de Venezuela en 2008 (58).35 De hecho, en la lista de países violentos en América Latina, México permanece a mitad de la tabla.

Esto, por supuesto, no dice mucho de los puntos en que se concentra la violencia. Por ejemplo, Nuevo Laredo, que se convirtió en un centro de rivalidad entre los cárteles, presentó 180 asesinatos en 2006, aunque este número cayó a 55 en 2008.36 Para entonces, sin embargo, mucha de la violencia  se había mudado a Juárez, que en 2009 era descrita como la ciudadmás peligrosa del muno.37 Aunque los índices de asesinatos en Juárez (los estimados marcaban 191 por cada 100 mil habitantes) son mucho menores que los que se registraban en Medellín, Colombia, durante la segunda mitad de la década de 1980, cuando la cifra se disparó a 400 por cada 100 mil habitantes, el incremento ha sido dramático y atemorizante.38 Además, no es sólo el nivel de violencia sino el grado de brutalidad de las decapitaciones y las ejecuciones masivas, el empleo generalizado de la tortura, y la subida en el número de civiles inocentes ejecutados en las calles, lo que ha generado un sentimiento omnipresente de miedo e inseguridad.39 La otra tendencia, bastante estremecedora, consiste en la presencia cada vez más constante de los adolescentes en el negocio de la droga. Según un estimado, unos 726 jóvenes, “de entre 15 y 17 años de edad, fueron asesinados porque eran o gatilleros, o mujeres” al servicio de los cárteles.40 La violencia relacionada con la droga en México no puede explicarse a cabalidad bajo los términos del mercado –competencia intensiva entre los cárteles, oferta de especialistas en la violencia, etcétera–, o en términos racionales (mejorar o proteger la posición estratégica en el negocio). Hay una dimensión adicional de irracionalidad cuando la violencia se vuelve una forma de vida que tiene poco propósito más allá del fortalecimiento de aquellos que quieren perpetrarla y no tienen lazos verdaderos con una estrategia de negocios racional, pensada. Esto se entiende mejor, tal vez, en términos de anomia o ausencia de ley, que se ha presentado con mayor obviedad en Juárez que en cualquier otra localidad. El primero en desarrollar el concepto de anomia fue Emile Durkheim; subsecuentemente fue refinado por Robert Merton.41 Más recientemente, Nikos Passas ha explorado la relevancia de la noción de criminalidad.42 A pesar de sus diferencias a la hora de abordar las causas de la anomia, todos coinciden en que involucra la degeneración de las reglas y normas, así como la gestación de comportamientos que no están limitados por las nociones estándar de lo que es aceptable. En efecto, la anomia involucra un colapso de la ética y el comportamiento. 

Para Durkheim, esto se presenta, típicamente, como resultado de una crisis en la sociedad o una especie de transición en que las limitantes legales son removidas: como resultado, las normas e inhibiciones que guían el comportamiento son desechadas. Merton, por el contrario, considera que la anomia es el resultado de una división entre las aspiraciones y la disponibilidad de oportunidades para satisfacer las expectativas, y que deviene en perversión social y criminalidad. En otras palabras, la caída de la normas y estándares de comportamiento alimenta la expansión del crimen, tanto el organizado como el desorganizado. De hecho, comúnmente involucra un rechazo a la moralidad y a la decencia, acompañado de una buena disposición para enfrascarse en formas de comportamiento por lo general reprensibles. La descripción aguda y estremecedora que Charles Bowden hace sobre la violencia en Juárez concuerda plenamente con la noción de anomia, y tiene elementos tanto del énfasis que hace Merton sobre la crisis en la sociedad, como de su conceptualización de un vacío entre las aspiraciones y los medios para alcanzarlas.43 Ambas, en cierta medida, nacen de las expectativas que se crearon en Juárez tras la firma del Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá. Se pretendía que Juárez se transformara en una ciudad modelo en que las maquiladoras brindarían nuevas oportunidades de empleo. Y así fue, en cierta medida, pero las ganancias resultaron limitadas.

Además, eventualmente esos empleos se mudaron a China, donde la mano de obra es aún más barata. La dislocación económica y social se recrudeció con la recesión económica global. De hecho, Bowden argumenta que Juárez fue una de las víctimas de la globalización y de los sueños que se tornaron amargos, que terminaron significando lo que él llama “el colapso de la ciudad”, ya que “17 por ciento de las casas han sido desatendidas, hay 116 mil viviendas abandonadas. Al menos 100 mil empleos han desaparecido de las fábricas como resultado de la recesión. La mitad de los adolescentes en Juárez no tienen ni un trabajo, ni van a la escuela. Lo que presenciamos es una desintegración de la sociedad”.44 La brecha entra las expectativas y la realidad se hizo tan grande que muchos de los habitantes de la urbe se pasaron de la economía legal al negocio de la droga, que además de ser importante en términos de contrabando hacia Estados Unidos, lo es también en el mercado local. Bowden estima que si consideramos los puntos de venta al menudeo que se esparcen por la ciudad, el negocio de la droga es probablemente la principal fuente de ingreso en Juárez.45 Aunque Bowden no emplea el término de violencia producto de la anomia, apunta que el marasmo de conducta cubre a los políticos y burócratas, al crimen organizado, a los gatilleros, a los asesinos en serie, a los que cometen violencia doméstica y a las agresiones perpetradas por el ejército y la policía. Después de ejercer un cuidadoso recuento de la violencia, Bowden concluye que la interpretación común que culpa de ésta a la intensificación de la competencia entre los principales cárteles, es demasiado simplista. Aunque no lo pone en estos términos, el análisis que Bowden hace sobre la niebla de la guerra –con toda su complejidad, confusión, desconcierto y ambigüedad moral– es tan aplicable a la guerra de las drogas en México, como a conflictos militares más tradicionales. Sugiere que a pesar de los cientos de homicidios nadie parece entenderlos, sin importar la cantidad de hechos y detalles disponibles.46 En pocas palabras, “los asesinatos abrumaron a las explicaciones sencillas”.47

Este argumento es poderoso. La mayoría de las explicaciones que se elaboran en este texto para abordar la crecida de la violencia en el caso mexicano, enfatizan la racionalidad y el cálculo. La disección emprendida por Bowden, sin embargo, sugiere algo más siniestro e incontrolable que sobrepasa la competencia entre negocios ilícitos. Bajo su perspectiva, la violencia no es el medio para lograr un fin económico, sino un canal para afirmar el carácter y la identidad. El acto de matar, tenga o no sentido, otorga un sentimiento de poder a aquellos que están aislados o no tienen derechos. El machismo, la identidad y la comunicación confluyen al tiempo que los asesinatos más cruentos se convierten en la norma. En parte por el efecto de intimidación que crean, en parte porque en sí mismos son una fuente de satisfacción y robustecimiento del sentimiento de poder. El resultado es que “la violencia está ahora entretejida con la comunidad y no tiene un objetivo único, o motivo único, o un botón para apagarla y encenderla”.48 Podemos concluir que México ha presentado todas las condiciones para una “tormenta perfecta” de violencia relacionada con el tráfico de drogas: un Estado fuerte que se debilitó cuando intentó reafirmarse; el desmoronamiento de patrones de complicidad, tácitos y en ocasiones abiertos, entre servidores públicos y traficantes; una estrategia de gobierno y de uso de la fuerza que atacó a blancos estratégicos secuencialmente, no de manera consecutiva, lo que creó nuevas oportunidades y mayor turbulencia en el mundo criminal; un énfasis en la familia y la cultura del machismo que transformó la competencia de negocios en vendettas personales. Poco de lo que ha sucedido en México en términos de violencia y crimen organizado es nuevo o ajeno. El que la violencia extensiva asociada con las los cárteles y organizaciones criminales en México tenga precedentes y paralelos en otros países, sin embargo, no debe ser motivo de autocomplacencia. En el análisis final, Sullivan tiene razón: el panorama en su conjunto es nuevo y por ende requiere de nuevas conceptualizaciones. Aquí la conclusión apunta, empero, a que el problema es la anomia. En efecto, si, como argumenta Bowden, “nadie puede descifrar quién controla la violencia, y nadie puede imaginar cómo puede detenérsele”, las perspectivas en México son aún más desalentadoras que si estuviéramos ante una insurgencia criminal o bajo la sombra del narco-terrorismo.49


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Notas:
1 Ver Joel Kurtzman, “Mexico’s Instability Is a Real Problem”, The Wall Street Journal, 16 de enero de 2009. Disponible en:
http://online.wsj.com/article/SB123206674721488169.html
2 Ver, por ejemplo, John P. Sullivan y Adam Elkus, “State of Siege: Mexico’s Criminal Insurgency”. Disponible en: smallwarsjournal.com/blog/journal/docs-temp/84-sullivan.pdf
3 Ver “General Barry McCaffrey: Mexico Trip Report”, disponible en:
http://smallwarsjournal.
com/blog/2008/12/general-barry-mccaffrey-mexico/
4 Malcolm Beith, “Are Mexico’s Drug Cartels Terrorist Groups?”, Slate , 15 de abril de 2010.
Disponible en:
www.slate.com/id/225099
5 Ibid.
6 Luis Astorga, “Drug Trafficking in Mexico: A First General Assessment”, Management of
Social Transformations – most Discussion Paper No. 36. Disponible en:
http://www.unesco.org/ most/astorga.htm
7 Sebastian Rotella, Twilight on the Line. Nueva York: Norton, 1998.
8 Elaine Shannon, Desperados. Nueva York: Viking, 1988. La mención de la masacre está relegada a una nota al final, en la página 740.
9 John Sharp (Interventor de Asuntos Públicos de Texas), “Line of Fire”, Bordering the Future,
julio de 1998. Disponible en: at
http://www.window.state.tx.us/taxinfo/taxforms/96-599/chap10.pdf
10 Ibid.
11 Vadim Volkov, Entrepreneurs of Violence: The Use of Force in the Making of Russian Capitalism.
Ithaca: Cornell University Press, 2002.
12 Ver Robert J Bunker (ed.), Narcos over the Border. London: Routledge, 2010.
13 Volkov, op. cit.
14 Richard Grant, God’s Middle Finger: Into the Lawless Heart of the Sierra Madre. Nueva York:
Free Press, 2008.
15 Esta es una variación de la “escalera de movilidad social” de Bell. Ver: Daniel Bell, “Crime as an American Way of Life: A Queer Ladder of Social Mobility”, The End of Ideology. Cambridge: Harvard University Press, 1953.
16 Samuel Logan, “Los Zetas: Evolution of a Criminal Organization”, isn Security Watch,
Zurich. Disponible en:
http://www.isn.ethz.ch/isn/Current-Affairs/Security-Watch/ Detail/?id=97554&lng=en
17 Richard Friman, “Forging the vacancy chain: Law enforcement efforts and mobility in criminal economies”, Crime, Law and Social Change, Vol. 41 No. 1, febrero de 2004 pp.53-77.
18 Charles Bowden, Murder City. Nueva York: Nation Books, 2010.
19 Una fuente útil en este rubro es: Drug Violence in Mexico: Data and Analysis from 2001-2009, publicado por el Justice in Mexico Project de la Universidad de San Diego. Disponible en:
www.justiceinmexico.org/resources/pdf/drug_violence.pdf
20 Ver Ibid.
21 “Classified Report: 22,743 Dead in Mexico Drug War”, Latin American Herald Tribune,
10 de mayo de 2010.
22 Ibid.
23 Ibid.
24 Ibid.
25 “Recent Arrests of Minors in Tabasco Crimes Worry Authorities”, México: Minors Arrested in Tabasco Linked with Organized Crime, Open Source Center, FEA20100415003897 - OSC
Feature - El Liberal del Sur abril 12 de 2010.
26 Jo Tuckman, “13 teenagers shot dead as gunmen burst into party in Mexico border city”,
The Guardian, 1 de febrero de 2010.
27 Seymour M. Hersh, “The Wild East”, The Atlantic, junio de 1994. Disponible en: www.
theatlantic.com/past/issues/94jun/hersh.htm
28 Federico Varese, The Russian Mafia: Private Protection in a New Market Economy. Nueva York: Oxford University Press, 2005.
29 Ver: Phil Williams, Criminals, Militias and Insurgents: Organized Crime in Iraq. Carlisle:
Strategic Studies Institute, 2009. perci30 Grant, op. cit.
31 Giovanni Falcone, Men of Honor, the Truth about the Mafia. Londres: Fourth Estate, 1992, p. 3.
32 Ibid. p. 7.
33 James Creechan, “Gomorrah and Me xican Cartel Violence: Is the Gomorra more Violentthan Mexican Drug Cartels?”. Disponible en:
www.essex.ac.uk/ECpR/standinggroups/crime/ documents/GomorraMexicanCartelViolence.pdf
34 Alyson Benton, “Just how dangerous is Mexico?”, Foreign Policy, 12 de mayo de 2010.
Disponible en:
http://eurasia.foreignpolicy.com/posts/2010/03/16/just_how_dangerous_is_mexico
35 Ibid.
36 John Burnett, “Nuevo Laredo returns to normal as violence slows” National Public Radio, 23 de enero de 2009.
37 Nick Allen, “Mexican city is ‘murder capital of the world’”, Daily Telegraph, octubre 22 de 2009.
38 El número 191 se obtuvo de: Jo Tuckman y Ed Vullamy, “Mexico’s drug wars rage out of control”, The Guardian, 24 de marzo de 2010. Sobre Medellín ver: Alejandro Gaviria, “Increasing Returns and the Evolution of Violent Crime: The Case of Colombia”, Universidad de California en San Diego, Economics Working Paper Series 98-14, Departamento de Economía, UC San Diego.
39 Tim Johnson, “In Mexico’s Ciudad Juárez, murder is a way of life”, Miami Herald, 12 de mayo de 2010.
40 “Recent Arrests of Minors in Tabasco Crimes Worry Authorities” Mexico: Minors Arrested in Tabasco Linked with Organized Crime, Open Source Center, FEA20100415003897 - OSC
Feature - El Liberal del Sur abril 12 de 2010
41 El análisis se encuentra en la página de Durkheim y Merton en la Universidad Middlesex, Londres. Disponible en:
www.mdx.ac.uk/WWW/STUDY/yDurMer.htm.
42 Nikos Passas, “Global Anomie, Dysnomie, and Economic Crime: Hidden Consequences of Neoliberalism and Globalization in Russia and Around the World”, Social Justice, Vol. 27, No.
2, 2000, pp. 16-44.
43 Bowden, op. cit.
44 “How Juarez became Murder City,” U.S.-Mexico Immigration News Stories. Disponible en:
http://usmexico.blogspot.com/2010/03/how-juarez-became-murder-city.html
45 Bowden, op. cit.
46 Bowden, op. cit.
47 Bowden, op. cit.
48 Bowden, op. cit.
49 Bowden, op. cit.

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