miércoles, 14 de agosto de 2013

La Cuestión Criminal (19/57)

19. El parto sociológico
La vieja criminología etiológica de médicos y abogados languidecía en los rincones de nuestras facultades de derecho, pese a la buena fe de muchos de sus expositores, que no lograban acercarse al fenómeno desde la perspectiva del grupo humano y menos del poder. De vez en cuando espolvoreaban su olla con un poco de sal social, con afirmaciones un tanto socialistas (cuando se abre una escuela se cierra una cárcel, y otras semejantes), pero ignoraban a criminales que nunca pasarían por una cárcel y habían frecuentado muy buenas escuelas. La delincuencia seguía siendo para ellos la que veían en la prisión o en la crónica policial, aunque de vez en cuando se les escapaba la contradicción en que caían.


Si bien la cuestión criminal siempre fue un tema central para quienes ejercieron o disputaron el poder, esto no lo podía explicar una criminología de médicos y abogados. Pero por suerte hay saberes que se ocupan del comportamiento humano y exceden bastante el limitado campo de esos especialistas, de modo que otros avanzaban por un camino diferente, observando los fenómenos desde el plano social. Nunca faltaron los que lo hicieron desde este atalaya diferente, pero fue precisamente a partir del análisis de la cuestión criminal que fue tomando forma y terminó obteniendo patente académica una nueva ciencia: la sociología. Todo comenzó cuando entre 1830 y 1850 dos personajes –el belga Adolph Quetelet y el francés André- Michel Guerry– llamaron la atención acerca de las regularidades en la frecuencia de los homicidios y los suicidios.

Quetelet vivía haciendo cálculos actuariales para las compañías de seguros, pero inventaba toda clase de cosas y, entre ellas, fue el fundador del observatorio astronómico de Bruselas, lo que no deja de ser original, porque la capital belga tiene el cielo nublado la mayor parte del año.

Guerry era un abogado que se enamoró de las estadísticas y llamó a estas regularidades estadística moral, en tanto que Quetelet buscaba un nombre para su ciencia. Cuando se quiere obtener jerarquía de ciencia para algún saber existe la tendencia a acercarlo a la física (esto hoy se llama fisicalismo) y como Quetelet no era ajeno a esa tendencia, no tuvo mejor idea que llamar a lo suyo física social. Pero no era el único que quería fundar una física social, pues en Francia Augusto Comte andaba en lo mismo y se enfadó mucho con Quetelet, afirmando que le robó el nombre a su ciencia, por lo que decidió rebautizarla como sociología. Gracias al plagio nos salvamos de estar rodeados hoy de físicos sociales. En verdad, Comte fue sorprendido por la irrupción del belga, porque sus ideas son producto de otra historia. La empresa de Comte fue precedida e impulsada por los reaccionarios (Louis de Bonald, Joseph de Maistre, Edmund Burke) que consideraban que la Revolución Francesa era un episodio criminal y antinatural en contra de la historia y que después de la derrota del díscolo Napoleón y de la Santa Alianza (alianza de cabezas coronadas para mantenerse pegadas al cuerpo) volvían a la carga reafirmando que la sociedad es un organismo y jamás puede admitirse el disparate del contrato. Si la sociedad es un organismo, se supone que debe haber una ciencia que estudie las leyes naturales de éste. Pero los reaccionarios eran nostálgicos del medioevo y apelaban a argumentos de derecho divino, lo que estaba pasado de moda en tiempos en que despuntaba la ciencia como única garantía del saber. Además, los críticos del orden social –los llamados socialistas utópicos– con los que confrontaban los reaccionarios, eran tan o más organicistas que ellos. En esas condiciones, era obvio que a alguien se le habría de ocurrir la idea de responderles desde la misma perspectiva conservadora y organicista, pero conforme al signo de los tiempos, es decir, con una ciencia de la sociedad: eso lo hizo Comte.

El gran mérito de Comte es haber dado impulso a una ciencia de la sociedad libre del lastre religioso, pero desde el punto de vista ideológico hubiese podido tomar unos vinos con los reaccionarios sin mucho problema en el plano práctico. Como nadie puede verificar que la sociedad sea un organismo, la voluminosa obra de Comte –publicada a mediados del siglo XIX– presuponía un dogma gratuito. Aunque parezca mentira, se fundó una ciencia sobre una premisa anticientífica o no verificable. Conforme a ese dogma, el organismo social tenía sus leyes, por ende debía ser gobernado por quien las conociera, o sea, por los sociólogos. Por eso le enmendaba la plana a Platón postulando algo parecido a un sociólogo- rey (un tecnócrata social). Esto lo explicaba por la ley de los tres estados por los que habría pasado la  humanidad: el teológico (primitivo), el metafísico (los iluministas) y –finalmente– el científico (adivinen con quién: con Comte). Otro más tenía ganas de sentarse en la punta de la flecha del tiempo. Además, por humanidad se entendía a la raza blanca (a la que pertenecía Comte), pero no a todas las personas de esa raza, sino sólo los hombres (Comte también lo era), porque a las mujeres había que mantenerlas en estado de perpetua infancia, para sostener la célula básica de la sociedad: la familia.

Dada la importancia de las jerarquías para sostener el orden social, miraba con simpatía a la sociedad de castas de la India. Como si esto fuese poco, tampoco renunciaba a un componente místico e inventó una nueva religión con toda su liturgia en que el Gran Ser era la humanidad e integraba una trinidad con el Gran Medio (espacio del mundo) y el Gran Fetiche (la tierra). Es curioso, pero las ideas de Comte prendieron en Brasil a la caída del Imperio y los militares fundadores de la República velha las tomaron tan en serio que incorporaron a la enseña nacional el lema Ordem e progresso. No paró allí la cosa, sino que incluso hubo un templo comtiano en Rio de Janeiro, lo que prueba que no es nueva la generosidad de nuestro continente en la importación de disparates. Es bastante sabido que Comte no gozaba de muy buena salud mental y que al compás de sus desilusiones amorosas intentaba suicidarse arrojándose al Sena. Es obvio que si hubiese vivido cerca del Riachuelo no hubiese inventado la sociología. Por regla general, las historias de la sociología señalan como fundadores a Comte y a Spencer, de quien ya nos ocupamos y vimos que del otro lado del canal de la Mancha compartía la concepción organicista y también se acomodaba en la punta de la flecha civilizatoria.


 
Por, E. Zaffaroni

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