miércoles, 21 de noviembre de 2012

Psicopatología y delincuencia. Implicaciones en el concepto de imputabilidad

Por: Mª del Carmen Núñez Gaitán/Mª José López Miguel
Universidad de Sevilla
 
 
La enfermedad mental ha sido un factor asociado tradicionalmente a la delincuencia pues existen determinados comportamientos criminales que pueden relacionarse o atribuirse a anomalías mentales. La psicopatía es una de las alteraciones con frecuencia halladas entre los delincuentes reclusos según numerosas investigaciones. Las características de este trastorno de la personalidad nos llevan a profundizar en el concepto de imputabilidad y las consecuencias que ello tiene en el marco legal y penitenciario. No obstante, la cuestión no está aún resuelta, pues la distinción entre psicopatía y trastorno antisocial de la personalidad, del que suele considerarse sinónimo, no se realiza cuando se establece el diagnóstico de estos individuos, lo que incide negativamente en la elección de las estrategias de intervención más eficaces para su tratamiento, dado que parecen hacer referencia a dos realidades algo diferentes.
 
La enfermedad mental ha sido un factor asociado tradicionalmente a la delincuencia pues existen determinados comportamientos criminales que pueden relacionarse o atribuirse a anomalías mentales. Según Rey y Plumed (2004) esta relación entre ley y enfermedad mental ha sido objeto de un intenso debate histórico, fruto de la presión que clases sociales más desfavorecidas ejercían sobre la naciente burguesía, lo que creó una conciencia de peligro que la sociedad debía controlar mediante las instituciones penales. En algunos casos se ha llegado a afirmar que existe una correlación inversa e invariante entre el número de pacientes en hospitales psiquiátricos y el número de presos; tal afirmación se llegó a denominar Ley Penrose y explicaba en parte lo que Abramson (1972) denominó “criminalización de la enfermedad mental”. No obstante, es preciso tener en cuenta que no todo criminal o delincuente es un enfermo mental, ni todo enfermo mental comete actos delictivos, pues aunque exista un diagnóstico clínico debe existir una relación de causalidad con el acto (Sánchez Gutiérrez, 2000). O, como afirman Garrido y López (2006), que alguien desafíe los principios esenciales que regulan nuestra vida social, forjados a lo largo de siglos, no es una prueba o una razón suficiente para pensar que sean locos, enfermos o degenerados.
 A pesar de los numerosos estudios llevados a cabo para relacionar la delincuencia y los trastornos psicopatológicos, no pueden extraerse conclusiones definitivas, entre otras cosas porque muchas de tales investigaciones se han realizado con delincuentes privados de libertad, circunstancia que puede favorecer la aparición de ciertos trastornos mentales, como alteraciones emocionales, trastorno límite de la personalidad y trastornos disociativos (Luberto, Zavatti y Gualandri, 1997). La mayor parte de personas con alguna alteración psicopatológica no comete delitos o su comportamiento no es violento, pero la probabilidad de que esta circunstancia se produzca es mayor entre las personas con problemas de salud mental que entre aquellos que no los tienen (Silver, Felson y Vaneseltine, 2008). Así, aunque el porcentaje de psicóticos no es más alto entre la población encarcelada que entre la población no encarcelada, bien es cierto que suelen ser más violentos los que se hallan en la primera situación (Laajasalo y Häkkänen, 2006; Walsh, Buchanan y Fahy, 2002); otras alteraciones psicopatológicas frecuentemente diagnosticadas entre delincuentes presos son trastornos de conducta y trastorno por déficit de atención con hiperactividad (Sheerin, 2004; Van Wijk, Blokland, Duits, Vermeiren y Harkink 2007), los trastornos de personalidad (trastorno de la personalidad antisocial y/o psicopatía ) y por estrés postraumático, estos últimos más frecuentes entre la población reclusa que entre la población general (Goff, Rose, Rose y Purves, 2007); los trastornos del estado de ánimo también son más frecuentes entre la población reclusa, con una morbilidad mayor entre las mujeres; aunque el porcentaje más alto de trastornos mentales en la población ingresada en prisión son aquellos relacionados con el consumo de drogas (Brink, 2005; Esbec y Gómez-Jarabo, 1999).

Por otra parte, y según Sánchez Bursón (2001), un gran número de enfermos mentales crónicos terminan en prisión porque no acuden a centros asistenciales que les proporcionen la asistencia adecuada. Estos pacientes generalmente son marginados y excluidos sociales que carecen de recursos económicos, con un predominio absoluto de hombres frente a mujeres, con edades comprendidas entre los veinticinco y los cuarenta años, y un nivel cultural muy bajo (en muchos casos analfabetos). Esto, en muchas ocasiones, ha suscitado una gran polémica, apareciendo el concepto jurídico de imputabilidad del delito. Tal concepto tiene su origen en dos planteamientos derivados de la escuela aristotélico-tomista: la capacidad de entender y la libertad volitiva, o lo que es lo mismo, que una persona tenga la capacidad sustancial de apreciar la criminalidad y lo injusto de su conducta (sepa lo que hace) y la capacidad de dirigir su actuación conforme a dicho entendimiento (sea libre para hacerlo o no). Es decir, el ser humano antes de actuar, realiza un proceso intelectivo entre diversas posibilidades, escogiendo libremente una de ellas.

Así, ya a inicios del siglo XX Dorado Montero (1989) consideraba que muchos de los tenidos por terribles criminales no han sido más que anormales, deficientes, locos, incapaces, débiles de espíritu y, por lo tanto, más necesitados de tratamiento terapéutico que del rigor penal al que se les sometía. Son numerosos, pues, los errores judiciales cometidos que podrían haberse evitado si los jueces hubieran podido discernir las perturbaciones mentales que padecían los correspondientes reos. Por este motivo, cuando aparece el concepto de locura moral se convierte en un excelente instrumento teórico para psiquiatras y médicos legistas a la hora de determinar el grado de responsabilidad penal del criminal, a pesar de la dificultad de su diagnóstico, pues no presentaba delirio como síntoma y el individuo que la padecía tenía la apariencia de una integridad mental perfecta (Huertas, 2004). Sin embargo, y esto se verá corroborado un siglo más tarde por diferentes estudios, añade también Dorado Montero (1989) que existen muchos locos en libertad que pueden dar salida a sus inclinaciones criminales, cuando las tengan, y que, de hecho, cometen frecuentes delitos. Tanto es así, según Huertas (2004), que algunos médicos y muchos juristas se opusieron en su momento a considerar que determinadas enfermedades mentales podían cursar con episodios de furor o crisis violentas llegando en algunos casos a ser la única manifestación de la enfermedad, lo que haría que tales actos criminales pudieran ser interpretados como el acto irresponsable de un loco; es decir, se oponían a que se tratara al crimen como enfermedad y al delincuente como loco.

Se producirá un importante cambio conceptual respecto a la relación entre crimen y locura: el concepto de responsabilidad/irresponsabilidad del individuo que comete un acto delictivo será sustituido por el de peligrosidad social (probabilidad de que el sujeto reincida), con el que se pretende tranquilizar tanto a juristas como a la opinión pública de que ciertos delincuentes no puedan beneficiarse de informes psiquiátrico-forenses que demuestren, por el diagnóstico de un trastorno mental, su responsabilidad atenuada (Hardie, Elcock y Mackay, 2008). Por lo tanto, es importante conocer el grado de libertad moral con el que se comporta un individuo al transgredir la ley, es decir, si se le puede considerar ‘peligroso o temible’ (Campos, 2004; Huertas, 2004). En la actualidad, nuestro código penal no define lo que es imputable ni lo que es alteración o anomalía, aunque, jurídicamente hablando, la imputabilidad es la aptitud de una persona para responder de los actos que realiza, y, dada su base psicológica, comprende el conjunto de facultades psíquicas mínimas que debe poseer un sujeto autor de un delito para ser declarado culpable del mismo. Se trata de conceptos normativos que serán fijados por un juez, si bien éste será ayudado mediante un acto de valoración (Sánchez Gutiérrez, 2000), por lo que no puede suponerse la mayor peligrosidad del enfermo mental frente al individuo no enfermo. La comunicación entre los profesionales de la salud mental resulta clave para adecuar los criterios que serán útiles a la justicia (Taylor, 2008). Así, conocer las causas, circunstancias o motivos que pueden originar la no responsabilidad-inimputabilidad de un sujeto que comete un delito se convierte en uno de los temas más complejos para la psicología forense, no sólo porque determinar tal circunstancia sea un problema ya en sí misma, como afirma Fernández-Ballesteros (2006), sino también por las consecuencias que sobre terceros pueden tener las decisiones adoptadas por los expertos peritos.

En el artículo 20 del Código Penal español (Gimbernat y Mestre, 2007) se enumeran las causas que restringen o anulan la imputabilidad, algunas de las cuales son las siguientes:
1. Ser menor de 18 años: serán responsables con arreglo a lo dispuesto en la Ley de Responsabilidad del Menor.
2. La persona que al cometer el delito no pueda comprender la ilicitud del hecho o actuar según esta comprensión, a causa de anomalía o alteración psíquica. El trastorno mental transitorio no exime cuando haya sido provocado con el fin de cometer el delito o cuando se debería haber previsto su comisión.
3. Estado de intoxicación plena por consumo de drogas durante la comisión, siempre que ese estado no haya sido provocado para cometerlo; asimismo, el que se encuentre en estado de abstinencia que le impida comprender la ilicitud del hecho o actuar según esa comprensión.
4. Alteración de la conciencia de realidad por alteraciones de la percepción desde el nacimiento o la infancia.

Por su parte, las circunstancias que atenúan la responsabilidad criminal son las expresadas en el caso anterior cuando no concurran todos los requisitos necesarios para eximir de responsabilidad. De este modo, toda anomalía o alteración que afecte a la inteligencia o a la voluntad, así como cualquier estado temporal de anulación o perturbación de la conciencia afectarán la imputabilidad. Pero, en base a esta consideración, hay otras alteraciones psíquicas que quedan fuera, por ejemplo, las que afectan a la percepción, memoria, afectividad, pensamiento, conciencia, y que influyen negativamente sobre el comportamiento sin que por ello se alteren ni la inteligencia ni la voluntad. El motivo de esta exclusión es la descripción del psicópata, con la inteligencia y la voluntad intactas, pero frío, calculador y cruel en sus actos y que, según la legislación española, es imputable.

Esto, lógicamente, tiene sus repercusiones legales. Así, cuando un individuo psicópata comete un delito (circunstancia que sólo tiene lugar en algunos casos, y no en todos), éste, dado que es imputable, y por lo tanto responsable penalmente del mismo, ingresa en un centro penitenciario en el cual la intervención que se hace sobre él es similar a la que se lleva a cabo con cualquier otro interno imputable pero no con características psicopáticas. En estos casos el objetivo está claro y no es otro que la reducción del crimen a través del incremento del castigo, especialmente el encarcelamiento, ya que incapacitar a los criminales por el encarcelamiento prevendrá que cometan nuevos delitos (Bhatí, 2007; Piquero y Blumstein, 2007; Sweeten y Apel, 2007). Esto supone que el tratamiento efectuado sobre el sujeto psicópata no es el adecuado para esta patología, en cuya etiopatogenia están implicados factores familiares, sociales, biológicos, de personalidad, relacionados con el aprendizaje, etc., los cuales no son abordados, en su totalidad, por programas de tratamiento de esta índole. A medio camino estaría la imputabilidad atenuada para los individuos psicópatas que cometen delitos, siendo los requisitos para la misma los siguientes (Garrido y Beneyto, 1993):
1. Psicopatías graves o profundas en base a su condición e intensidad.
2. Relación causal demostrada entre el trastorno y el delito cometido.
3. Demostración de que la psicopatía disminuye la inteligencia y/o la voluntad del individuo de forma clara.
 
Por lo que otra opción propuesta es el ingreso del delincuente psicópata en un centro psiquiátrico penitenciario, tras ser declarado semimputable, desde luego, y así poder ser tratado. Pero esta solución tampoco es satisfactoria, ya que los psicópatas suelen mostrar un comportamiento irregular y conflictivo en este tipo de instituciones, además de diferir de manera ostensible del resto de individuos ingresados en un psiquiátrico, cuyas patologías van más en la línea de las alteraciones del pensamiento y la percepción; así, la semimputabilidad posee ciertos inconvenientes, como sería el hecho de que el individuo pase un corto período de tiempo en prisión y, en muchos casos, sin un tratamiento adecuado.

Por otra parte, los diferentes tratamientos en prisión pueden tener un efecto indeseado y, como afirma Jones (2007), relacionarse con otros delincuentes de caracerísticas similares puede tener efectos adversos al darle la posibilidad al psicópata de aprender cómo delinquir de forma más eficaz.

Es decir, y en vista de las propuestas anteriores, para intervenir sobre un psicópata de manera moderadamente eficaz sería necesario diseñar programas específicos para este trastorno (Livesley, 2007), llevados a cabo por profesionales especializados y en un contexto diferente al que existe en un centro penitenciario o un hospital psiquiátrico (Hornsveld, Nijman y Kraaimaat, 2008). En este sentido, lo más adecuado sería el internamiento en un centro especializado, de máxima seguridad, de forma que pudiera tener la oportunidad de someterse a un tratamiento que realmente le permitiera obtener una mejoría de su problema (Hogue, Jones, Talkes, y Tennant, 2007; Howells y Day, 2007; Howells, Langton, y Hogue, 2007).

No obstante, la cuestión no está aún resuelta, pues a todo lo comentado es preciso añadir que la distinción entre psicopatía y trastorno antisocial de la personalidad, del que suele considerarse sinónimo, no se suele realizar cuando se establece el diagnóstico de estos individuos. Dicho de otro modo, se emplean indistintamente el término “psicopatía” y “trastorno antisocial de la personalidad” para referirse a un mismo problema, cuando en realidad se trata de dos situaciones diferentes. En este sentido, los diagnósticos suelen realizarse en función de los criterios establecidos para el trastorno antisocial de la personalidad (APA, 2002), y que se muestran en la tabla 1, los cuales están describiendo más a un delincuente que a un psicópata (de ahí que los índices de prevalencia en prisión se disparen).
 
Criterios para el diagnóstico del trastorno antisocial de la personalidad
A. Un patrón general de desprecio y violación de los derechos de los demás que se presenta desde la edad de 15 años, como lo indican tres (o más) de los siguientes ítems:
1. Fracaso para adaptarse a las normas sociales en lo que respecta al comportamiento ilegal, como lo indica el perpetrar repetidamente actos que son motivo de detención.
2. Deshonestidad, indicada por mentir repetidamente, utilizar un alias, estafar a otros para obtener un beneficio personal o por placer.
3. Impulsividad o incapacidad para planificar el futuro.
4. Irritabilidad y agresividad, indicados por peleas físicas repetidas o agresiones.
5. Despreocupación imprudente por su seguridad o la de los demás.
6. Irresponsabilidad persistente, indicada por la incapacidad de mantener un trabajo con constancia o de hacerse cargo de obligaciones económicas.
7. Falta de remordimientos, como lo indica la indiferencia o la justificación del haber dañado, maltratado o robado a otros.
B. El sujeto tiene al menos 18 años.
C. Existen pruebas de un trastorno disocial que comienza antes de la edad de 15 años.
D. El comportamiento antisocial no aparece exclusivamente en el transcurso de una esquizofrenia o un episodio maníaco.

 
Sin embargo, la psicopatía, además de estas características mostradas en la tabla 1 y que, por otro lado, describen al individuo que presenta trastorno antisocial de la personalidad, muestra un síntoma que no contemplan las clasificaciones actuales de los trastornos mentales, esto es, su incapacidad para establecer relaciones afectivas con los demás; es decir, se estaría hablando de un déficit en la afectividad y en las emociones, cuyo origen es multicausal. En resumen, en la psicopatía la principal alteración se centraría en la personalidad del individuo, mientras que en el trastorno antisocial de la personalidad se concedería más importancia a las conductas desviadas, es decir, se centraría en conductas observables (Blair, 2003).

Por lo tanto, sí sería posible considerar imputable a un individuo que ha cometido un delito y que diagnosticado de trastorno antisocial de la personalidad y, consecuentemente, debería ingresar en prisión, mientras que en el caso del delincuente que presenta los criterios que describen a la psicopatía, independientemente de que se le considere imputable, semimmputable o inimputable, debería ser internado en un centro que ofrezca garantías sobre la aplicación de tratamientos acordes a este problema.
 
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Fuente: Revista Electrónica de Ciencia Penal y Criminología

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