miércoles, 5 de junio de 2013

La Cuestión Criminal (10/57)

10. ¿Contractualismo socialista?
Si bien es verdad que la línea que deriva de Hobbes fue más funcional para la actitud política del despotismo ilustrado y la de Locke para la del liberalismo político de las nacientes clases industriales urbanas, allí no terminaron las cosas. El contractualismo daba para todo, de modo que no faltó una versión socialista. En efecto: todos conocemos al revolucionario francés Jean Paul Marat, que editaba el periódico El amigo del pueblo, como figura denostada por todas las corrientes de la historiografía fascista de ese país, que prefieren santificar a Charlotte Corday, que fue la mujer que lo apuñaló al sorprenderlo en la bañera; puede decirse que murió por no preferir la ducha. Muchos años después Lombroso estudió el cráneo de la Corday y dijo que tenía la fosa occipital media, o sea que era una criminal nata. Pero dejando de lado bañeras y cráneos, lo cierto es que Marat escribió también un Plan de legislación criminal. Lo hizo antes de la Revolución, cuando andaba necesitado de dinero en su exilio suizo, por lo cual se presentó a un concurso cuyo premio se dice que financiaba Federico de Prusia (der Grosse, como le decían, pero no porque fuera gordo). Marat era médico y veterinario, hacía experimentos con la electricidad y muchas otras cosas, pero no era jurista. Su plan parte de la base de que el talión es la pena más justa, pero afirma que fue establecida en el contrato social cuando se repartió equitativamente el poder entre todos, pero que luego unos se fueron apropiando de las partes de otros y, al final, unos pocos se quedaron con la de la mayoría. En estas condiciones, para Marat el talión dejaba de ser una pena justa, pues sólo lo era en una sociedad justa, que había desaparecido. Por ende, al igual que Spee un siglo y medio antes, afirmaba que el juez que en esta sociedad imponía una pena de muerte era un asesino.

Es obvio que no le dieron el premio a Marat, sino a dos desconocidos alemanes a quienes la historia ha olvidado (o, mejor, nunca ha registrado), pero que se quedaron con el dinero y a Marat sólo le restó la fama posterior de su Plan, reeditado en francés varias veces y en castellano en 1890 (con traductor anónimo) y en Buenos Aires hace unos diez años. Los derechos de autor de estas reediciones ya no los pudo cobrar Marat, que había muerto en la bañera muchos años antes. No siempre la fama coincide con el éxito económico, por cierto. Hacia 1890 hubo un juez francés de convicciones republicanas, en una pequeña comarca (Chateau- Terry), que sin citar a Marat aplicaba su lógica, con gran escándalo de sus colegas provenientes del imperio de Napoleón III (Napoleón el pequeño o el gotoso), que cargados de birretes y togas leían sólo el código pero ignoraban la Constitución. Era el buen juez Maganud o Presidente Magnaud, cuyas sentencias fueron famosas en toda Europa y merecieron comentarios entre otros de Tolstoi. Cuando se discutió en el Senado nuestro Código Penal de 1921, había un senador socialista –Del Valle Iberlucea–, que intervino en la discusión y consiguió que en la fórmula sintética (hoy desbaratada por las enmiendas Blumberg y otros adefesios) se incluyera como criterio la mayor o menor dificultad para ganarse el sustento propio necesario o el de los suyos. En la nota correspondiente del Senado se cita expresamente al juez Magnaud. Antes las leyes penales se hacían con más cuidado y más neuronas y hasta los conservadores aceptaban conceptos socialistas.

Volviendo al contractualismo y a Marat, lo cierto es que éste era muy funcional a la clase de los industriales en ascenso, pero sus posibilidades eran demasiado amplias. Por debajo de esa clase quedaba la mano de obra industrial que se iba concentrando en las ciudades, donde aún no había capacidad para incorporarla al sistema de producción, tanto en razón de su falta de entrenamiento como por la insuficiencia de la acumulación de capital productivo. Esto hacía que en un espacio geográfico reducido se acumulase la incipiente riqueza y la mayor miseria, con los conflictos que son de imaginar. El contractualismo se volvía un poco disfuncional a la categoría que lo había impulsado como discurso hegemónico y la misma posibilidad de que fuese usado para legitimar programas socialistas mostraba sus riesgos. El disciplinamiento de los utilitaristas no parecía suficiente y el contractualismo mostraba sus ribetes riesgosos. Nos vamos aproximando a un cambio más profundo del discurso criminológico, en que el contractualismo, después de un máximo esfuerzo de legitimación hegemónica de la clase industrial –o de deslegitimación de la participación del subproletariado urbano– habrá de dar lugar a una brusca caída del contenido pensante de la criminología y del derecho penal, que coincidirá –justamente– con la consagración de ésta como saber académicamente autónomo. Pero eso ya es otra historia, mucho menos luminosa y más trágica.

 
Por, E. Zaffaroni

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