lunes, 10 de junio de 2013

La Cuestión Criminal (11/57)

11. No todos son “gente como la gente”
El contractualismo era un marco (hoy se llamaría un “paradigma”) dentro del que se daban todas las posibles variables políticas, desde el despotismo ilustrado hasta el socialismo, o sea, desde el meticuloso Kant con su puntualidad hasta el revoltoso Marat calmando sus urticarias en la bañera. Por ende, también podía convertirse en algo peligroso para la propia clase que lo impulsaba, que defendía la igualdad, pero que también empezaba a distinguir entre los más y los menos iguales, a medida que no sólo se iba considerando a sí misma la mejor y más brillante de Europa, sino de todo el planeta. Los pensadores de la cuestión criminal no podían ser insensibles a los temores del sector social al que debían su posición discursiva dominante y, en consecuencia, comenzaron a adecuar su discurso a la exigencia de no correr el riesgo de deslegitimar el poder punitivo necesario para mantener subordinados en el interior a los indisciplinados y fuera a los colonizados y neocolonizados. En esta tarea académica pueden distinguirse dos momentos, que fueron 1) el hegelianismo penal y criminológico y 2) el positivismo racista.

El primero fue un máximo esfuerzo –altamente sofisticado– del pensamiento idealista, en tanto que el segundo rompió con todo y se desprendió de toda racionalidad. Cualquier filósofo diría que acercar el hegelianismo al positivismo racista es una aberración, y no dudo de que desde su perspectiva estará en lo cierto, porque aproxima un discurso finísimo, que suena como una sinfonía, con otro que más bien evoca el griterío de una serenata de borrachos destemplados en la madrugada. No me cabe duda alguna al respecto, pero no se trata de una analogía en cuanto al nivel de elaboración pensante de los discursos –que no admite comparación–, sino en lo que hace a la similar utilización política de ambos pensamientos por parte de los penalistas y criminólogos.


Aclaro que ni siquiera pretendo comprender a Hegel. Además, estoy seguro de que no soy el único que no lo entiende acabadamente, a juzgar por los kilómetros de estantes de libros escritos acerca de su pensamiento. Todos sabemos que es un filósofo bastante difícil, que terminó de escribir uno de sus libros más complicados (la Fenomenología del Espíritu) mientras bombardeaban la ciudad, porque lo presionaba su editor. Como no era sordo –a diferencia de Beethoven–, es posible que su prosa haya sufrido algunos sobresaltos. Lo que sí entiendo son algunas cosas que escribió Hegel con claridad y, en especial, lo que los juristas y criminólogos le hicieron decir. Respecto de esto último, tampoco afirmo que hayan interpretado bien a su mentor, lo que interesa poco aquí, dado que lo que nos atañe es la forma en que lo proyectaron sobre (o lo estrellaron contra) la cuestión criminal.

Los ideólogos de la cuestión criminal que lo invocaron partían de la afirmación hegeliana de que el “espíritu” avanza dialécticamente. Aunque es obvio, cabe aclarar que el “espíritu” o “Geist”, no era ningún fantasma, sino el espíritu de la humanidad como potencia intelectual. En casi todas las historias de la filosofía se califica a Hegel como un “racionalista”, pero debemos advertir que para él la razón era algo dinámico, una suerte de motor, y no un simple modo o vía de conocimiento.

El avance se daba en la historia dialécticamente, o sea, “triádicamente”, por tesis, antítesis y síntesis. En esta última las dos anteriores desaparecían y se conservaban, pues estaban “aufgehoben”, participio pasado de un verbo un tanto misterioso. Había, pues, un momento de “espíritu subjetivo” (tesis) en que el ser humano alcanzaba la autoconsciencia y con ella la libertad, contrapuesto a otro del “espíritu objetivo” (antítesis) en que dos libertades se relacionaban y, finalmente, ambos se sintetizaban en el “espíritu absoluto”. A nosotros nos basta con los dos primeros, porque el derecho pertenecía en este esquema al momento “objetivo”, pues era en ese plano que se relacionaban los seres libres. Dejando de lado lo complicado que esto parece, lo cierto es que su consecuencia práctica es que quien no tiene autoconsciencia no es libre y no puede pasar al momento objetivo, o sea, que su conducta no es “jurídica”. Más aún: los hegelianos sostenían que la conducta “no libre” no era conducta para el derecho. Por ende, los criminólogos y penalistas concluían fácilmente que los seres humanos se dividen en “no libres” y “libres” y el derecho era patrimonio de estos últimos. Pues bien: cuando un “no libre” lesionaba a otro no cometía un delito, sino que operaba sin ninguna relevancia jurídica, porque no realizaba propiamente una conducta. Por el contrario, sólo podían cometer delitos los “libres”, que eran quienes realizaban conductas. El efecto práctico era que a los “libres” se les retribuía con penas proporcionadas a la libertad con que habían decidido el hecho, o sea, con límites; en tanto, a los “no libres” que causaban daños sólo se los podía someter a “medidas” de seguridad, que no eran penas y, por lo tanto, no admitían la medida máxima de su culpabilidad o libertad, sino únicamente la del peligro que implicaban para los libres. Extremando las consecuencias, nuestros colegas hegelianos pretendían tratar a los “no libres” de forma más o menos análoga a un animal fugado del zoológico, al que es necesario contener. Si bien no lo expresaban  de este modo, para entendernos es mejor decir lo que creo que pensaban. ¿Quiénes eran los “no libres” para los penalistas hegelianos? Ante todo los locos, pero también los delincuentes reincidentes, multirreincidentes, profesionales y habituales, porque con su comportamiento demostraban que no pertenecían a la “comunidad jurídica”, o sea, que no compartían los valores de los sectores hegemónicos. Los “no libres”, en definitiva, eran los que no podían considerarse “gente como uno” o “gente como la gente”, sino sólo tipos peligrosos. Por supuesto que tampoco eran libres los salvajes colonizados. Hegel era absolutamente etnocentrista, lo que queda demostrado por lo que escribió en sus Lecciones sobre la filosofía de la historia universal. Por un momento –pido perdón– rompo mi costumbre de no transcribir ni aburrir con citas. Tomo el libro (traducción de José Gaos, edición de 1980) y leo que nosotros seríamos el producto de indios inferiores en todo y sin historia (página 169), de negros en estado de naturaleza y sin moral (177), de árabes, mestizos y aculturados islámicos fanáticos, decadentes y sensuales sin límites (pág. 596), de judíos cuya religión les impide alcanzar la auténtica libertad (354), de algunos asiáticos que apenas están un poco más avanzados que los negros (215) y de latinos que nunca alcanzaron el período del mundo germánico, ese “estadio del espíritu que se sabe libre, queriendo lo verdadero, eterno y universal en sí y por sí” (657). Era natural que Hegel considerase que los latinoamericanos no teníamos historia sino “futuro”, pues para él nuestra historia comenzaba con la colonización, que nos había puesto en el mundo; el pasado de los pueblos colonizados no era nada, por ajeno al avance del “espíritu”.

Cuando uno es muy joven suele idealizar más de la cuenta a los grandes maestros y, por cierto, recuerdo una anécdota que viene a cuento de lo que estamos hablando. Una mañana en la Plaza de las Tres Culturas de México, en Tlatelolco, algunos años antes de los dramáticos asesinatos de 1968, escuché afirmar a un afamado jurista que era “europeo y europeizante” y que no comprendía a las culturas prehispánicas “porque no entraban en Hegel”. Por supuesto que disminuyó notablemente mi admiración por el renombrado hombre de leyes, puesto que aunque mi ignorancia juvenil era muy considerable –y no porque ahora la haya reducido mucho–, me alcanzaba para preguntarme si estaría equivocado Hegel o las culturas prehispánicas por haber existido. Pero volvamos a lo nuestro. Por cierto, Hegel no había obtenido buenas notas en geografía, porque hacía nacer el Río de la Plata en la cordillera. También afirmaba que nuestra independencia obedecía a un error de los ibéricos, que se habían mezclado con los indios, a diferencia de los ingleses, que eran mucho más astutos porque en la India evitaron mezclarse y de ese modo no producían una raza mestiza con amor a la tierra. Cabe deducir que para Hegel nuestra independencia era obra de la incontinencia sexual de los españoles y portugueses. Gandhi lo hubiese desconcertado, pues al no tener la India ninguna raza mestiza con los ingleses, no hubiese debido conocer el amor a la tierra ni independizarse. Tampoco aquí sé si estaba equivocado Hegel o Gandhi. Sigamos. La idea que Hegel tenía de América Latina provenía claramente de Buffon, que escribió muchos tomos de historia natural mientras cuidaba los jardines reales. ara este conde jardinero éramos un continente en  formación, como lo probaban los volcanes y los sismos (suponemos que ahora diría que Islandia está en formación). Como las montañas corrían al revés (es decir de Norte a Sur en vez de hacerlo correctamente, de Este a Oeste, como en Europa), cortaban los vientos y todo se humedecía pudriéndose; por eso había muchos animales chicos y ninguno grande y todo lo que se traía se debilitaba, incluso los humanos. Para Buffon, en América toda la evolución estaba retardada. El etnocentrismo de Hegel legitimaba el colonialismo y abría el camino de los “grandes relatos” con centro en Europa. Combinado con lo que decían los criminólogos que lo invocaban para el control de los sumergidos europeos, resultaba un esquema muy adecuado para los intereses de la clase que se iba acercando a la hegemonía: la pena con límites quedaba reservaba a los de esa clase o a quienes se les parecían; a los “diferentes” (locos, patibularios y “molestos”) que no eran libres, como no realizaban conductas humanas, se los sometía a penas sin límites a las que se rebautizaba como “medidas”. En cuanto a los territorios extraeuropeos poblados por salvajes, podían ser ocupados porque eran peligrosos para el “espíritu” y, además, colonizarlos era el modo de introducirlos en la historia, de llevarles el “espíritu”.

Es claro que el “espíritu hegeliano” avanzaba en la historia como dominación colonial en lo planetario y al mismo tiempo como dominación de clase en lo interno. Más que un espíritu parecía un monstruo que arrasaba con todo en su avance masacrador y que, además, a los sobrevivientes los arrojaba a la vera de su camino de expoliación mundial: indios, negros, árabes, judíos, latinos, asiáticos, etc., o sea, a todas las culturas que no alcanzaban la claridad de Hegel, que se sentaba complacido en la punta de la flecha de la historia, posición por cierto harto incómoda. Pero todo esto seguía siendo “idealismo”, o sea que para Hegel el poder punitivo se explicaba por una vía deductiva, que no admitía ninguna verificación en el plano de la realidad. Al igual que el meticuloso Kant, su legitimación no se contaminaba con ningún dato del mundo real.

Eso lo había visto claramente el viejo Kant, que sabía sobradamente que en cuanto introdujese alguna información del mundo en que todos vivimos, se le caía la estantería. Hegel varió muchas cosas respecto de Kant, entre otras nada menos que su concepto de “razón”, pero en esto siguió el mismo camino, sólo que por vía de pura lógica: para Hegel el delito era la negación del derecho; la pena era la negación del delito; como la negación de la negación es la afirmación, la pena era la afirmación del derecho. Y punto.

Todo esto era muy elaborado, permanecía en el plano del idealismo filosófico y, al promediar el siglo XIX, resultaba demasiado abstracto frente a lo que estaba sucediendo en un mundo que cambiaba con celeridad.
 
 
Por E. Zaffaroni


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