jueves, 20 de junio de 2013

La Cuestión Criminal (12/57)

12. El salto del contrato a la biología
En la segunda mitad del siglo XIX la clase en ascenso había llegado al poder. Los nobles empobrecidos habían casado a sus vástagos con los de los industriales, comerciantes y banqueros y éstos se habían refinado y los nietos se adornaban con los títulos de los abuelos nobles, mientras los castillos y palacios se restauraban y volvían las recepciones suntuosas con mujeres y hombres encorsetados.


Al mismo tiempo los indisciplinados aumentaban sus molestias. Los acontecimientos europeos de 1848 y sobre todo de 1871 –la Comuna de París– eran alarmantes para la nueva clase hegemónica. No eran construcciones idealistas lo que esta clase empezaba anecesitar, sino algo mucho más concreto y de menor nivel de elaboración, pero también más acorde con la cultura del momento.

En el orden planetario las relaciones del centro con la periferia exigían la eliminación del sistema esclavócrata, porque la integración demandaba mayor nivel tecnológico en la periferia y, además, Gran Bretaña –que disponía de mano de obra gratuita en  la India– se erigió en campeona del antiesclavismo y ejercía la policía de los mares. La “ciencia” era la nueva “ideología” dominante. Las maravillas de la técnica asombraban: el ferrocarril, las naves de vapor, el telégrafo, algunos avances médicos, las vacunas, el canal de Suez, etc. El ser humano se volvía todopoderoso, podía controlar por completo a la naturaleza y llegar a vencer a la muerte misma. Darwin había provocado alguna decepción, pero también había demostrado que el ser humano podía seguir evolucionando y que cuando se dominasen las leyes de la evolución el progreso no tendría fin. Se pretendía que con la biología se verificaba que los más poderosos eran los más “lindos” y que los colonizados eran inferiores, “feos”, todos iguales y parecidos a los monos: era obvia su evolución inferior. La clase otrora en ascenso había pasado a detentar en Europa la posición dominante y la consideraba “natural”, de modo que el artificio del contrato no sólo le resultaba inútil sino peligroso. Su hegemonía “natural” sólo se la habían negado antes los oscurantistas y metafísicos. Pasaron a ser supercherías tanto los discursos legitimantes del poder nobiliario como el famoso contrato, pues necesitaban un nuevo discurso que les permitiese ejercer el poder punitivo sin trabas para mantener a raya a los sumergidos que no podían ser incorporados al sistema productivo por relativa escasez de capital y que, además, tenían la osadía de exigir derechos. Como era de suponer, el nuevo paradigma que convenía a esas clases era el del organismo, aunque no el anticuado –basado en la “mano de Dios”– sino uno nuevo fundado en la “naturaleza” y revelado por la “ciencia”. Pero por muy “científico” que fuese el ropaje, como no es demostrable que la sociedad sea un organismo, el nuevo organicismo no pasaba de ser un dogma arrebatado al idealismo.

El instrumento con que se controlaba a los molestos en las ciudades era la policía, institución relativamente nueva en el continente europeo, aunque no tan nueva fuera, porque era la misma fuerza de ocupación territorial usada para colonizar. Esto suena raro, porque no se tiene en cuenta que, en definitiva, nunca hubo verdaderas guerras coloniales, sino operaciones de ocupación policial de territorio. Ni siquiera en el colonialismo del siglo XV hubo tales guerras: no fue guerra la ocupación de Tenochtitlan ni del Incanato; tanto Cortés como Pizarro se limitaron a algunas escaramuzas policiales de ocupación. Tampoco las hubo con el neocolonialismo del siglo XIX, pues la enorme superioridad técnica de los colonizadores impedía hablar propiamente de guerras. Cuanto más había resistencias de la población que apelaba a ataques aislados y casi individuales, pero tanto la ocupación del norte de Africa por los ingleses como por los franceses no consistieron en general en guerras, ni siquiera cuando se enfrentaron con hordas precariamente armadas. La aparición de las armas a repetición no dejó ninguna  duda al respecto. Cuando fue menester contener a los explotados que reclamaban derechos en las ciudades europeas, se trasladó la experiencia política de técnica policial de ocupación territorial a las metrópolis. En Gran Bretaña se resistieron bastante, pues sabían bien qué significaba y lo que consideraban bueno para los africanos no lo querían para ellos, pero al fin tuvieron que admitirlo y crear Scotland Yard en 1829. Los poderes de las policías europeas aumentaban en paralelo con los reclamos de los sumergidos urbanos, pero carecían de un discurso legitimante. En 1838 el Colegio de Francia –que reunía a todas las academias– convocó un concurso sobre “las clases peligrosas en las grandes ciudades”, que ganó Fregier –un comisario– con un libro voluminoso pero incoherente, que sólo contenía moralina y algunas experiencias personales, pero que en modo alguno servía para legitimar el creciente poder policial. El pobre Fregier se limitó a escribir lo que los académicos querían escuchar.

Desde los tiempos de Wier los médicos estaban ansiosos por manotear la hegemonía del discurso de la cuestión criminal, en particular los psiquiatras, pero carecían de prestigio social, pues trabajaban en lugares infectos y en contacto con seres indeseables y sucios. El cambio señalado por Foucault –con la publicidad del juicio– determinó que despertasen interés, pues comenzaron a ser llamados a los grandes procesos públicos como peritos, lo que los proyectó a la fama mediática y la “gente bien” dejó de pasarse de acera al verlos venir. Despacio fueron apropiándose del discurso y explicando todos los crímenes sonados. Por cierto que tenían discurso de sobra, aunque con justificada desconfianza de los jueces, que les disputaban las cabezas de los guillotinados. Como la policía tenía poder sin discurso y los médicos discurso sin poder, era inevitable una alianza, que es lo que se conoce como “positivismo criminológico”, o sea, el poder policial urbano legitimado con discurso médico.

Pero el discurso médico no se agotaba en los patibularios y molestos, sino que era un mero capítulo dentro del gran paradigma que empezaba a instalarse: el del reduccionismo biologista racista. Si los criminales eran controlados por una fuerza de ocupación traída de las colonias, no podía demorar mucho la afirmación de que eran parecidos y su criminalidad se explicaba por las mismas razones que legitimaban el neocolonialismo. Tanto unos como otros eran “seres inferiores” y la razón por la que se justificaba el neocolonialismo era la misma que legitimaba al poder punitivo.

La categorización racista de los seres humanos tiene una larguísima historia, pero la de la segunda parte del siglo XIX es muy interesante y presenta aspectos increíbles.

Hubo dos principales versiones del racismo, que podemos denominar “pesimista” y “optimista”. La pesimista es la que afirma que hubo una raza superior que luego se fue degradando por mezclarse con una suerte de monas que encontraron en el camino, y dieron por resultado una decadencia de la especie. Esta es la fábula de la raza “aria” superior, que entró en la India por el norte, que hablaba una nunca conocida lengua única de la que derivan las lenguas europeas y que alimenta todos los mitos nacionales “arios” (los francos en Francia, los germanos en Alemania, los sajones en Inglaterra, los godos en España, etc.), salvo Italia, que siempre prefirió el mito romano imperial. En verdad, lo único cierto es que las lenguas europeas suelen provenir de la India, en la que entraron unos rubios por el norte y se combinaron con el elemento druida moreno del sur. Todo lo demás es producto de una obra escrita por un diplomático francés de dudosa nobleza: el conde Arthur de Gobineau. Fue un mal novelista que, no obstante, escribió un grueso novelón sobre las razas que tuvo singular éxito. Castigado por algunas irregularidades fue embajador en Brasil, donde verificó horrorizado que toda su población era mestiza africana y vaticinó que eso determinaría su esterilidad por hibridación. Parece que no acertó al respecto.

Gobineau terminó sus días fugado con la mujer de un colega, pero su novela fue continuada por un inglés tan germanófilo que adoptó la ciudadanía alemana y se casó con la hija de Wagner: Houston Chamberlain. La novela de este personaje fue libro de cabecera del Kaiser Guillermo II. Por desgracia, tampoco allí terminó la saga de esta novelística, pues el nazi Alfred Rosenberg la continuó con El mito del siglo XX, del que hay una única traducción castellana publicada por una editorial nazista en la Argentina en tiempos de la última dictadura. A Rosenberg lo ahorcaron en Nürenberg, pero no por escribir ese libro, sino por haber sido el ministro responsable de organizar las masacres de millones de “seres inferiores” en Europa oriental.  Pero este racismo pesimista no servía para el nuevo momento de poder mundial, que necesitaba deslegitimar la esclavitud pero justificar el neocolonialismo, predicar el liberalismo económico pero controlar policialmente a los excluidos en el centro. El discurso que legitimase semejante embrollo no podía tener un grado muy alto de elaboración y por eso estuvo a cargo de alguien también bastante raro, que fue Herbert Spencer, quien no era médico, biólogo, filósofo ni jurista, sino ingeniero de ferrocarriles y que, además, decía que no leía a otros autores porque lo confundían. De ese modo logró concebir los disparates más increíbles de toda la historia del pensamiento, afirmando que llevaba a Darwin de lo biológico a lo social.

El pobre Darwin carga hasta hoy con el peso del llamado “darwinismo social”, cuando en realidad fue el buen don Heriberto quien lo concibió. Partiendo de que en la geología y en la biología todo avanza con propulsión a catástrofes, afirma que lo mismo sucede en la sociedad, y que los seres humanos que sobreviven son los más fuertes y de ese modo todo va evolucionando, incluso el ser humano en la historia. Este catastrofismo se carga a los más débiles, pero para Spencer esto es un detalle inevitable y sin mayor importancia. Por eso, sostenía que no se debía ayudar a los pobres, para no privarlos de su derecho a evolucionar, que la filantropía era un error al igual que la enseñanza obligatoria o gratuita, porque si no les costaba nada no la valorarían y terminarían leyendo libros socialistas. De este modo justificaba la renuncia a cualquier plan social por parte de los gobiernos europeos. El control de los insubordinados por medio de la policía parecía ser la principal función del estado para nuestro amigo ferroviario.

Esto mismo es lo que hoy afirman los “Think Tanks” de la ultraderecha norteamericana, que en verdad son más “Tanks” que “Think” (por educación obvio abundar sobre el real contenido de los “Tanks”), aunque como corresponde a su deshonestidad omiten el nombre del viejo Heriberto. En cuanto al neocolonialismo, afirmaba Spencer que los ocupados son seres humanos inferiores pero, a diferencia de los “pesimistas”, no se debe a que hayan decaído, sino a que aún no evolucionaron. Por eso no tienen moral, no conocen la propiedad, andan medio desnudos y son sexualmente muy “frecuentes”. De allí que, como “la función hace al órgano”, tengan la cabeza más chica y los genitales más grandes, pero con la piadosa obra de los colonizadores, los harían menos “frecuentes” (posiblemente mostrándoles n retrato de la reina Victoria) y de ese modo, bajo tan tierna protección, llegarían en unos siglos a tener más grande la cabeza (y se supone que más chicos los genitales). Aclaro que nada de esto es fábula, sino que está escrito en los libros del bueno de don Heriberto, cuya transcripción textual les ahorro. La conclusión práctica era que se podía dominar pero no esclavizar a los colonizados. Cabe precisar que los europeos no fueron muy sutiles con la diferencia y que en 1885 se reunieron en el congreso de Berlín, convocado por Bismarck, y se repartieron el Africa como una gran pizza. Las consecuencias de ese congreso se sufren hasta el presente, pues la arbitraria división política de Africa es hasta el presente la fuente de sangrientas guerras alimentadas por negociados armamentistas que mantienen sumida en catástrofe a la región subsahariana. Pero con el neocolonialismo también se lanzaron a la empresa incluso quienes nunca lo habían hecho, con las más funestas consecuencias humanas. La memoria de los italianos en Trípoli no es para nada buena, pero los alemanes se llevaron el premio con el aniquilamiento masivo de los hereros en Namibia, aunque sin duda el premio mayor se lo lleva la empresa privada de Leopoldo II, que mató unos dos millones de congoleños forzados a extraer caucho bajo amenazas de muerte y amputaciones y redujo la población en ocho millones.

Este crimen fue denunciado en su tiempo en una famosa novela de Conrad y también difundido por Mark Twain en Estados Unidos, lo que obligó a Leopoldo II a entregar su empresa al estado belga, que no alteró en nada la actividad masacradora y explotadora de su monarca. El rey Balduino, en el discurso de independencia del Congo en 1960, tuvo la desfachatez de reivindicar la obra belga, lo que provocó la respuesta de Patrice Lumumba, quien en los primeros días del año siguiente sería asesinado por un pelotón al mando de un oficial belga. Es bueno recordar que Leopoldo II erigió un lujoso museo cerca de Bruselas con todos los trofeos y muestras de su obra (además de muchas estatuas y retratos de él mismo), rodeado de un hermoso parque, y que en una de sus vitrinas se halla una carta enviada por el administrador del Congo Belga al presidente Truman, felicitándolo por el éxito de Hiroshima y Nagasaki, pues el uranio de las bombas procedía de las minas del Congo.

En cuanto a América Latina, es sabido que el curioso ferroviario inglés alimentó la ideología asumida por las elites intelectuales de todas nuestras repúblicas oligárquicas, desde el “porfirismo” mexicano hasta la “oligarquía vacuna” argentina y desde el “patriciado peruano” hasta la “república velha” brasileña. Nuestras minorías dominantes se consideraron avanzadas iluminadas de la civilización que ejercían un paternalismo piadoso sobre las grandes mayorías excluidas del poder, necesario hasta que los pueblos perdiesen su condición “bárbara” y estuviesen en condiciones de decidir su destino, o sea, suponemos que hasta que se les agrandase la cabeza. El spencerianismo fue el reduccionismo biologista llevado a lo social que sirvió de marco ideológico común al neocolonialismo y al saber médico que legitimó el poder policial con el nombre de positivismo criminológico, que bien podría llamarse “apartheid criminológico”.

¿Cómo los médicos vincularon la inferioridad de los neocolonizados con la de los patibularios y molestos? Esa es la historia del “apartheid criminológico” en sentido estricto, con todas sus deplorables consecuencias.


Por, E. Zaffaroni

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