jueves, 16 de mayo de 2013

La Cuestión Criminal (5/57)

5. Siempre hubo rebeldes y transgresores
Hemos visto que los inquisidores eclesiásticos en el siglo XVI ya no se ocupaban mucho de las brujas. Esto se debió a que el Papa nombró a un cardenal embajador en España y éste vio cómo funcionaba allí la inquisición, que era un instrumento muy eficaz de verticalización al servicio del rey, dedicado a convertir en cenizas a todos los disidentes peligrosos para la corona (llamados herejes), en particular a los que trataban de introducir el desorden con ideas de las iglesias reformadas nacionales de otros países. Pues bien: este cardenal volvió a Roma y cuando murió el Papa fue electo para reemplazarlo. Ni lerdo ni perezoso copió la organización de la inquisición española para combatir a los reformados y sus herejías, o sea, a todos los que no le respondían, revitalizando la decadente inquisición romana y transfiriendo su conducción a los jesuitas. Aquí vemos un cambio de corporación hegemónica, en que el primado del discurso sobre la cuestión criminal pasó de los dominicos a los jesuitas, al tiempo que el discurso se centraba en los luteranos y otros herejes y dejaba de lado a las brujas, cuya combustión pasó a ser decidida por los jueces de los reyes y príncipes, quienes siguieron practicándola con singular pasión incendiaria, en especial en Europa central, validos siempre de las enseñanzas del famoso Malleus. Sin embargo, no todos estaban tan locos en ese tiempo, pues hubo autores que escribieron contra esta práctica, en particular algunos jesuitas. Pero el gran rebelde fue Friedrich Spee, que en 1631 publicó un libro exclusivamente destinado a destruir al Malleus y a los doctrinarios que legitimaban la combustión de mujeres por brujería. Como era natural, por elemental prudencia publicó el libro anónimamente y sin la licencia de los superiores de su orden, todo lo cual constituía una falta gravísima.


En todas las épocas el transgresor es un enigma. ¿Cómo surge? ¿Por qué alguien desafía al poder o a los valores dominantes aun a costa de graves riesgos? Hay quienes afirman que se trata de casos en que lo enseñado de chico contrasta muy fuertemente con lo que se verifica luego en la vida adulta, pero lo cierto es que eso nos pasa más o menos a todos y para resolverlo suelen estar los psicoanalistas.

De toda forma y sin descartar esa posibilidad, lo cierto es que por suerte siempre hay transgresores y, en el caso de Spee, no podemos verificar si de niño en lugar de cuentos de hadas le leían relatos de brujas y tampoco podemos hacerle un reportaje y preguntarle al respecto.

A juzgar por lo que relatan los biógrafos de Spee, parece que le encargaron la confesión de todas las brujas de su comarca antes de quemarlas, y el pobre se traumó tanto que su cabello se fue llenando de canas, no justamente porque las nieves del tiempo blanquearan su sien, puesto que era muy joven.

El libro de este rebelde canoso se llamó Cautio criminalis, o sea, cautela o prudencia criminal. El mismo título de la obra era molesto porque encerraba una ironía: la Constitutio criminalis era la vigente y brutal ordenanza criminal de Carlos V, o sea, el texto legal de inusitada crueldad que rigió en el derecho penal común alemán desde 1532 hasta fines del siglo XVIII y en función del cual quemaban mujeres los jueces del emperador del Sacro Imperio Romano-Germánico y, una vez disuelto éste, los de los príncipes que se consideraban herederos del imperio desmembrado. Es curioso, pero Spee no era un jurista ni un criminólogo, sino un poeta y, según los especialistas, el mejor poeta alemán de su tiempo, además de destacado teólogo. Pues bien: este rebelde canoso –o encanecido–, cansado de las brutalidades e iniquidades de las que era testigo (a lo que tal vez conviniese agregar que las tinturas de su tiempo no eran buenas), decidió jugarse con todo en su libro y se despachó a gusto, sin ahorrarse ningún detalle ni adjetivo. Spee no anduvo con vueltas y no se enredó en discusiones sobre el poder de Satán ni de las brujas: comienza diciendo que no discute su existencia, pero afirmando que nunca conoció a ninguna y que no había bruja alguna entre las mujeres que había confesado antes de ser quemadas. Por el contrario: afirma que con el procedimiento inquisitorial cualquiera podía ser condenado por brujería.

El canoso no era ningún tonto –nunca un buen poeta puede serlo– y, por ende, tomó el camino correcto en cualquier crítica al poder punitivo, evitando caer en la trampa usual que desvía la cuestión hacia la gravedad del mal que éste pretende combatir y contra el que libra su guerra. Si el poder punitivo no sirve para lo que pretende, no es cuestión de entrar en la discusión acerca de la maldad de lo que dice combatir, sino –simplemente de mostrar que no lo hace. En las discusiones sobre las actuales andanzas de Satán (o el enemigo) no tiene sentido discutir si la cocaína es dañina, porque no cabe duda de que lo es; lo importante es mostrar que la pretendida guerra a la cocaína provocó 40.000 muertos en México en los últimos cuatro años, buena parte de ellos decapitados y castrados, cuando la cocaína hubiese demorado casi un siglo en cargarse la misma cantidad por efecto de sobredosis. Tampoco tiene sentido discutir la perversidad del terrorismo, sino hacer notar que la supuesta guerra causó ya muchos más muertos inocentes que el propio terrorismo. Spee supo esto en 1631, aunque muchos comunicadores sociales no hayan caído en la cuenta hasta el presente. Tal vez le fue más fácil a Spee porque no veía televisión. Nuestro encanecido jesuita se preguntaba cómo era posible que sucediesen  esas aberraciones, qué era lo que permitía que continuase semejante barbarie. En primer lugar lo atribuye a la ignorancia de la población, es decir, a la desinformación, o sea, a la criminología mediática de su tiempo, cargada de prejuicios que se reforzaban desde las plazas y los púlpitos, o sea, a lo que hoy llamamos técnica völkisch (populacherista, que algunos traducen mal por populista, que obviamente no es lo mismo). Además, destacaba la responsabilidad de la iglesia, entendiendo por tal a los teóricos, es decir, a los dominicos y sus seguidores, que repetían las consignas discursivas de la criminología académica de su tiempo, legitimante de esos asesinatos.

Seguía atribuyendo culpas a los príncipes, que de ese modo podían cargarles todos los males a Satán y a sus muchachas, pero sobre todo, porque no controlaban a sus subordinados, a quienes dejaban hacer a gusto. Esto hoy lo llamamos autonomización policial, o sea, permitir que la corporación policial actúe fuera de todo control político, para lo cual se le asignan ámbitos de recaudación autónoma, también señalados por Spee. En efecto: los inquisidores oficiales de los príncipes cobraban por bruja ejecutada, o sea, que trabajaban a destajo. Por eso se esforzaban por obtener el nombre de otra candidata, a efectos de que nunca se les agotase la clientela y, además, atribuían a Satán el suicidio de algunas de esas infelices, porque en ese caso no cobraban. Los príncipes no pagaban por brujas suicidadas, porque no les servían como espectáculo popular. Pero como si esto fuese poco, también cuenta Spee que se dedicaban a recorrer los domicilios solicitando contribuciones para su santa labor de purificación, o sea, que se trataba de una venta de protección mafiosa. Como vemos, hay pocas cosas nuevas bajo el sol. Por último, nuestro canoso poeta destacaba algo que es hasta hoy moneda corriente en el lenguaje jurídico: los eufemismos. Cuando en las actas se hacía constar que las mujeres confesaban voluntariamente, era porque lo habían hecho una vez suspendidas y descoyuntadas, dado que sólo se consideraba confesión bajo tormento cuando se aplicaban los hierros. El libro de Spee es un poco aburrido y bastante desordenado, pues está escrito con el método de las cuestiones, o sea, preguntas y respuestas. Son 52 cuestiones y en las últimas no ahorra calificativos: considera que la quema de mujeres puede compararse con lo que hacía Nerón a los cristianos, lo que implica que los jueces de los príncipes eran criminales. Nadie se había animado a semejante adjetivación y habría de pasar más de un siglo y medio hasta que dijese lo mismo Jean Paul Marat, el revolucionario francés execrado por toda la historiografía fascista posterior. Lo que cabe destacar como más significativo de este texto es que, así como el Malleus fijó la estructura del discurso inquisitorial, la Cautio lo hizo con el discurso crítico. En efecto: cualquier discurso crítico del poder inquisitorial y del poder punitivo en general, desde 1631 hasta la fecha, destaca:
1) el incumplimiento de sus fines manifiestos por el poder punitivo,
2) la función de los medios de comunicación,
3) la de los teóricos convencionales legitimantes,
4) su conveniencia para el poder político o económico,
5) la autonomización policial y
6) la corrupción o recaudación autónoma. 
 
Desde la crítica liberal al poder punitivo del antiguo régimen hasta las teorías de la criminología crítica de las últimas décadas del siglo pasado, estos elementos estructurales están presentes en el discurso deslegitimante o crítico de todo poder punitivo. En este sentido, Spee fijó otro programa de computación que en cada época en que florece la crítica se vuelve a llenar con los datos correspondientes al tiempo de cada autor. Puede decirse que hasta hoy construimos discursos siguiendo alternativamente las estructuras fundacionales del Malleus o de la Cautio. El librito de Spee molestaba mucho a los príncipes, a los dominicos, a las policías y a los jueces, pero también a los propios jesuitas, que si bien no quemaban mujeres, aplicaban el mismo procedimiento contra los luteranos, por lo que tener a semejante infractor entre sus filas les creaba un problema con los príncipes. Si bien el libro se publicó sin nombre de autor, a poco se supo que Spee era su responsable y no faltó quien de inmediato propusiera que se le asase a fuego lento, idea que no prosperó, quizá porque eso le hubiese dado mayor fama. De cualquier manera era contaminante para la orden, por lo cual quisieron forzarlo a renunciar a ella, a lo que el poeta se negó rotundamente. Al fin resolvieron soportarlo y calmarlo en la medida de lo posible, dándole una cátedra de teología. Algunos citan su nombre como Friedrich von Spee, lo que no es cierto, porque no era noble, siendo sólo Friedrich Spee y el von Langenfeld no hace más que indicar  su lugar de origen. Cuatro años después de la publicación de la Cautio criminalis –en 1635– habría de morir contagiado mientras prestaba asistencia a soldados víctimas de la peste. Imaginamos que su muerte debe haber sido un alivio para sus superiores, pues no se ocuparon mucho de sus restos, que se perdieron hasta que en 1980 se logró identificar su cuerpo. Pese a todo el empeño puesto por Spee y a los riesgos que corrió, su libro pasó sin pena ni gloria y los jueces siguieron llevando adelante su alegre quema de mujeres conforme a las instrucciones del Malleus, que continuaba siendo el libro de cabecera de los corruptos de la época. Setenta años después de la aparición de la Cautio, el filósofo Christian Thomasius releyó su obra. Thomasius era un simpático señor que aparece en sus retratos con redondeado rostro rosado, sin que sepamos si era canoso, pues cubría su cabeza con una rubia peluca de largos bucles. Al parecer, ese adminículo protegía un respetable contenido craneano, porque no dudó en retomar los argumentos de Spee. En 1701, Thomasius defendió públicamente su tesis Dissertatio de crimine magiae, en la que desbarataba los disparates del Malleus. Esta tesis fue traducida al alemán tres años más tarde y alcanzó gran difusión, lo que era explicable, pues con Thomasius se anunció el Iluminismo y, como si esto fuese poco, echó las bases para una adecuada distinción entre moral y derecho (pecado y delito), aunque hasta hoy pululan muchos que se niegan a comprenderla y que, sin duda, si bien nuestra civilización muestra cada día más defectos, es una de sus mejores conquistas.

Con este empelucado filósofo se opacó el Malleus hasta desaparecer y quedar reducido a una curiosidad histórica. En verdad, debo decir que todo lo que estoy contando es muy poco conocido por los penalistas y criminólogos posteriores, hasta el punto de que el Malleus fue publicado en versión castellana hace menos de cuarenta años por historiadores, en una edición que está completamente agotada; hace menos de una década vio nuevamente la luz otra edición. La Cautio criminalis nunca fue traducida al castellano y hasta donde sé tampoco la tesis de Thomasius. Todo esto se cubrió con un manto de silencio, como si no formase parte de la historia del derecho penal y de la criminología. Insisto en que se trata de ascendientes que estos saberes han tratado de ocultar, como el árbol genealógico de algunas familias ilustres que se empeñan en disimular el origen de sus fortunas.


 
Por, Eugenio Zaffaroni

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