martes, 21 de mayo de 2013

La Cuestión Criminal (6/57)

6. Las corporaciones y sus luchas
Pero en los años transcurridos entre la Cautio y la Dissertatio –entre 1631 y 1701– se estaba profundizando otro fenómeno que se acentuaría en el curso del siglo XVIII, que fue el surgimiento del sujeto público. En el estado absoluto el señor ejercía el poder de vida y muerte, que en realidad era sólo poder de muerte, pues la vida no la podía dar. Para matar o dejar vivir –como dice Foucault– no se necesitaba mucha especialización, porque por lo general matar es una operación bastante sencilla para el poder estatal, que para ello no ha menester más que de una agencia o cuerpo de asesinos más o menos disimulados y elevados a funcionarios. El problema se complicó cuando el poder estatal comenzó a preocuparse por regular la vida pública, es decir, no de cada individuo en particular sino del sujeto público. La función del estado se complicó y el príncipe necesitó rodearse de secretarios o ministros especializados que pasaron a encargarse de la economía, de las finanzas, de la educación, de la salubridad públicas, es decir, de este sujeto público. Como es natural, alrededor de cada ministro se fue formando una burocracia especializada que construyó un saber o ciencia que se alimentó desde las universidades. De este modo, se formaron las corporaciones de sabios especialistas, cada una con un saber propio expresado en un dialecto sólo comprensible para los iniciados, es decir, para los que pertenecen a la respectiva corporación y, por ende, inaccesible al vulgo de extraños a ésta, generalmente llamados legos (también se los podría llamar bárbaros, porque en definitiva se denominaba así a los que no comprendían o hablaban mal la lengua local).


Se trata de corporaciones que monopolizan el discurso y se cierran a los extraños mediante su particular dialecto. No debe llamar la atención que los criminalizados hagan lo mismo en forma de argot delincuencial, que fue materia de estudio de sesudos criminólogos del siglo pasado, quienes no se percataron de que ellos se expresaban en su propio argot y que también eran bárbaros respecto del dialecto de los presos. Desde los siglos XVII y XVIII y hasta el presente las corporaciones monopolizan su discurso y disputan entre ellas para ampliar su competencia, sin contar con que también hay lucha interna de escuelas en procura de lograr imponer la hegemonía del propio subdiscurso. En síntesis, hay luchas inter-corporativas y también intra-corporativas. No extrañará, pues, que el discurso penal y criminológico haya sido materia de disputas entre las corporaciones, como no podía ser menos, dado que es siempre un discurso acerca del poder mismo. Esto no es ninguna novedad, puesto que desde mucho antes de que tomara cuerpo esta lucha entre corporaciones vimos cómo el primado pasó de los dominicos a los jesuitas, y los médicos –con Wier– también quisieron meter su cuchara, que en siglos posteriores devendrá un enorme cucharón. Vimos que el poder punitivo genera las estructuras colonizadoras, pero también fosiliza a las sociedades que adquieren esa estructura, por lo cual éstas no son muy aptas como escenario para la lucha de corporaciones y menos si se trata del discurso del propio poder punitivo. Siempre hay discursos sobre este poder, pero sólo alguno se vuelve hegemónico o dominante porque algún sector social al que le resulta funcional lo adopta y lo impulsa. Esto tiene lugar cuando hay una dinámica social más o menos acelerada, o sea, cuando surge un conflicto interno en la sociedad y un sector de cierta importancia quiere deslegitimar el discurso del poder del sector al que tiende a desplazar o frente al cual quiere abrirse un espacio. Por eso no eran las sociedades colonialistas española y portuguesa el mejor campo para la lucha de las corporaciones y, por ende, el escenario de ésta se transfirió a Gran Bretaña primero y a Francia y Alemania después, donde estaba surgiendo una clase de industriales, comerciantes y banqueros. Esta clase en ascenso necesitaba controlar y poner límites al poder de la nobleza y del clero, que hasta entonces eran las clases dominantes. Por supuesto, el poder más temible de las capas hegemónicas era el punitivo, que amenazaba a los nuevos empresarios que ponían sitio a su estado absoluto y que eran considerados disidentes peligrosos. Veremos que no fue sólo el librito de Spee el que se publicó anónimamente por razones de elemental prudencia y sentido de conservación.

Como no existe poder sin discurso –o por lo menos éste no dura mucho sin el texto–, resultaba funcional a las nuevas clases en ascenso asumir otro discurso acerca del poder punitivo y, por ende, debían procurarlo en otras corporaciones diferentes de las que lo habían monopolizado hasta ese momento. Por esta razón, en la segunda parte del siglo XVIII fue tomando cuerpo el saber de las corporaciones de los filósofos y pensadores en el campo político general y, por ende, el de los juristas que seguían sus lineamientos limitadores del poder punitivo. Así nació el Iluminismo, el siglo de las luces o de la razón y a su amparo el llamado derecho penal liberal. El nuevo discurso pasó a ser obra de las corporaciones de los filósofos y juristas que se enfrentaban con los legitimantes del antiguo régimen y frente al cual hubo varias reacciones diferentes. En principio, hubo príncipes que se daban cuenta de que algo estaba cambiando y que antes de que la estantería se cayese prefirieron acoger el nuevo discurso, por lo menos en buena parte (en la que molestaba menos y les permitía seguir gozando a la mayoría de sus privilegios). Esta actitud fue la que dio lugar al llamado despotismo ilustrado, que pretendía hacer todos los cambios desde el poder, desde arriba, con la consigna todo para el pueblo, todo por el pueblo, pero sin el pueblo. Hubo otros príncipes menos sagaces, que prefirieron seguir en las suyas y frente a los cuales se alzaron los revolucionarios, radicalizando el discurso crítico del sistema penal en mayor o menor medida, desde liberales hasta socialistas.
 

Por, Eugenio Raúl Zaffaroni

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