viernes, 31 de mayo de 2013

La Cuestión Criminal (9/57)

9. Los contractualismos se vuelven problemáticos
En realidad, los contractualistas se ocupaban de imaginar y programar al estado y la cuestión criminal les resultaba central, porque lo que planificaban conforme a sus concepciones era el poder mismo. Esta íntima relación –inescindible– del poder con la criminología fue lo que se perdió de vista en la última mitad del siglo XIX, cuando se quiso hacer de ésta una cuestión científica y aséptica, extraña al poder y separada de la idea misma del estado, tendencia que no se abandona hasta la actualidad y hoy retoma gran fuerza en toda la construcción de la realidad mediática. Como era de esperar, hubo varios contractualismos, porque la metáfora del contrato permitió construir diferentes imágenes del estado fundadas también en dispares ideas del ser humano (antropologías filosóficas diríamos hoy).

Desde lo albores modernos de esta metáfora se notó esta disparidad, que comenzó en Gran Bretaña a fines del siglo XVII, prenunciando el proceso de industrialización y acumulación originaria de capital. Allí se enfrentaron el contractualismo de Hobbes con el de Locke. Para Hobbes –con su famoso Leviatán– el origen de la sociedad se hallaba en un contrato, pero celebrado entre unos sujetos a los que se les habían caído las hojas de parra porque tenían las manos ocupadas con garrotes para matarse con singular placer entre ellos. En cierto momento, se habrían dado cuenta de que no era buen negocio lo que estaban haciendo, bajaron los machetes y se pusieron de acuerdo en darle todo el poder a uno de ellos, para que terminara la guerra de todos contra todos. Como en la realidad esto era poco verificable, este filósofo (cuyos retratos lo muestran un poco mefistofélico, aunque a medida que se hacía más viejo iba cobrando cara de viejito bueno), no encontraba dónde hallar un ejemplo de grupo humano en semejante condición y, por supuesto, afirmó que aún existían en América. Los hobbesianos actuales posiblemente lo sitúen en algún planeta de extraña galaxia, a muchos años luz de nosotros, cuyos hipotéticos habitantes pueden ofenderse en el futuro tanto como hoy nosotros. Es obvio que el concepto del ser humano que tenía Hobbes no era muy edificante, pues lo concebía como un ente movido por la ambición de poder y placer. El depositario del poder en su contrato no formaba parte de éste, por lo cual los que le habían dado el poder no podrían reclamarle nada, porque de lo contrario reintroducirían el caos, o sea, la guerra de todos contra todos. Por otra parte, como antes del contrato lo que existía era el caos, no había derechos anteriores al contrato y todos surgían de éste, de modo que si se negaba la autoridad del depositario desaparecían todos los derechos. De este modo, Hobbes no aceptaba ningún derecho de resistencia a la opresión, aunque no explicaba qué pasaría cuando el depositario del poder –que seguía siendo humano– se moviese ejerciéndolo conforme a la natural tendencia a la ambición de poder y gloria y desconociese cualquier límite legal impuesto por el contrato. Su respuesta era que cualquier opresión es preferible al caos, lo que hemos escuchado cada vez que se quiere convertir a la política en cine de terror. Para mantener esta curiosa paz, Hobbes exigía que las penas fuesen estrictamente legales y se aplicasen mecánicamente, salvo a los enemigos, que eran los disidentes que se quejaban y los colonizados que estaban en estado salvaje.

Para Locke (a juzgar por sus retratos, en el barrio le dirían el flaco John) el contrato era diferente, pues antes de su celebración había un estado de naturaleza en que los humanos tenían derechos, pero no estaban asegurados, por lo que decidieron celebrar el contrato como garantía. Para eso entregaron el poder a alguien, pero lo dejaron sometido al contrato. A éste lo deben obedecer aunque no les guste lo que haga, pero cuando viola el contrato y niega esos derechos anteriores reintroduciendo el estado de incerteza previo, allí tienen el derecho de resistencia al opresor. En definitiva, el concepto de ser humano del flaco John no era tan negativo como el de Hobbes y, además, la idea que manejaba del estado de naturaleza era más creíble.

Como puede verse, Locke es algo así como una de las expresiones más destacadas del liberalismo político y en el fondo el inspirador de las declaraciones de derechos de las últimas décadas del siglo XVIII. En esos años finales del siglo XVIII el debate inglés de casi cien años antes se reprodujo con fineza en Alemania, al profundizarse la investigación acerca de la razón y sus límites. Era natural que un siglo que había sido caracterizado como de la razón se preguntase finalmente cuáles eran su naturaleza y sus límites. Los más elaborados intentos de responder a esto los llevó a cabo Inmanuel Kant con sus dos investigaciones o críticas, sobre la razón pura y la razón práctica. Dicen que Kant llevaba una vida sumamente metódica, al punto de que las comadres de su Monterrey (no era mexicano, sino que Königsberg significa eso, aunque nadie lo traduce) sabían que debían dejar de chismosear y comenzar a preparar la comida porque había pasado Herr Professor. Lo cierto es que el pobre era una máquina de pensar y escribir. Estaba más cerca de Hobbes que de Locke, aunque mis colegas penalistas lo señalan como el padre del liberalismo penal. No obstante, admitía que si la resistencia se cambiaba en revolución y establecía otro gobierno, se terminaba la discusión y había que soportar al nuevo. Para conservar el contrato y no volver al estado de guerra de todos contra todos (estado de naturaleza), Kant sostenía la necesidad de la pena talional, con lo cual venía por curiosa vía a coincidir con la medida de la pena de los utilitaristas. Hubo en ese tiempo un joven brillante que partiendo de la filosofía kantiana se apartó de su autor y con sus propios fundamentos se aproximó más a Locke.
 
Era Anselm von Feuerbach, el padre del mucho más conocido Ludwig Feuerbach. No obstante, el viejo fue muy fuera de serie: a los veintitrés años escribió unas obras maravillosas enmendándole la plana a Kant en lo jurídico, porque por suerte tuvo que dedicarse a la cuestión criminal cuando el padre le cortó los víveres porque tuvo un hijo extramatrimonial. Debido a este feliz accidente biológico tuvimos un penalista genial que defendió el derecho de resistencia a la opresión y la idea de derechos anteriores al contrato, profundizando la separación de la moral y el derecho iniciada por Thomasius y seguida por Kant, según algunos con mayor éxito que este último. Entre las cosas que hizo Feuerbach en su vida –que fueron muchas y no todas santas– se destaca su código para Baviera de 1813. Tiene importancia para nosotros porque cuando Carlos Tejedor fue encargado de redactar el primer proyecto de código penal argentino, tomó como modelo este código y no el de Napoleón –que era lo más usual– y, de este modo, Feuerbach es el abuelo del pobre código que hoy ha sido completamente demolido al compás de los cañonazos obedientes a los medios masivos. En tiempos de Feuerbach  no había televisión, pero igualmente no pudo suprimir el delito de sodomía (como lo había hecho Napoleón). Lo degradó a contravención menor y lo justificó de modo muy curioso: dijo que si todos la practicáramos se acabaría la humanidad. Por supuesto que no lo creía, pero también en esa época había medios de comunicación y agenda mediática. Es algo más que pintoresco recordar que en los últimos años de su vida Feuerbach se interesó y protegió a un adolescente que apareció deambulando perdido, que había crecido encerrado en una torre y cuyo origen nunca se supo. Lo bautizaron Kaspar Hauser y su historia dio lugar a una novela y a varios filmes.

Era inevitable que alguien que creía en un estado de naturaleza anterior al contrato se interesara por este personaje. Llamó crimen contra la humanidad lo que se había hecho con él y aunque nunca se probó que fuese el heredero de la corona, lo cierto es que poco después de la muerte de Feuerbach el pobre Kaspar fue atravesado por una espada en una esquina. Las malas lenguas dicen que el mismo Feuerbach murió envenenado a causa de su protegido, pero todo indica que eso no es más que una leyenda, siendo lo más probable que su muerte se haya debido a hipertensión, pues era gordito, parece que no se privaba de nada y además tenía un carácter bastante podrido.

 
Por, Eugenio Raúl Zaffaroni

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