miércoles, 29 de mayo de 2013

Ritual de la guerra moderna: comer el hígado del enemigo en YouTube.

por Jon Lee Anderson
 
 
Escuché hablar por primera vez del rebelde sirio que se supone comió un corazón el lunes (13 de mayo de 2013), cuando un amigo que vive en Beirut tuiteó algo críptico sobre unos videos. Contra mis mejores instintos, abrí uno de los links que adjuntaba a su tuit. Mostraba a soldados (¿o eran miembros de la milicia? ¿Rebeldes? Puede resultar difícil distinguirlos en Siria) golpeando a prisioneros, azotándolos con sogas. En la barra de costado de YouTube había una lista de videos similares, algunos con títulos árabes y otros en inglés, promocionando sus revulsivos contenidos: “18+, Soldados de Bashar Assad Mutilando”, y así siguiendo. Tras unas advertencias sobre contenido explícito, el video en cuestión simplemente arranca y quien sea que haya elegido clickear en él, tenga menos o más de 18 años, lo ve, y luego vive con lo que ha visto.


Videos de este tenor han llegado a representar, cada vez más, un arma novedosa en las modernas guerras de terror. El fenómeno no es exclusivo de Siria. Un video reciente y muy comentado exhibe la decapitación con motosierra de un pandillero mexicano a manos de unos narcos rivales. Redes violentas de todo el mundo parecen haberse inspirado en Al Qaeda en sus esfuerzos por aterrorizar a sociedades cautivas, filmando y transmitiendo las ejecuciones de sus enemigos. Esto comenzó, hasta donde sé, cuando Al Qaeda grabó la decapitación de Daniel Pearl en 2002, y fue seguido, durante la guerra de Irak, por una pila de videos reales de snuff, cortesía de Al Qaeda y sus aliados: Margaret Hassan, una voluntaria británica que había sido secuestrada; el joven norteamericano Nicholas Berg; muchos que despertaron menos atención porque no eran occidentales. ¿Cuántos hemos oído mencionar en las noticias desde entonces? Por lo común, nuestros periódicos y canales de televisión han optado por la discreción y lo que hemos visto es, como mucho, apenas una imagen del rehén mirando miserablemente hacia la cámara –pero todos sabemos lo que ocurre luego. La mayoría de nosotros, supongo, nunca piensa en realmente buscar el video que muestra la muerte misma, porque sería brutal, lascivo, y sin embargo sabemos que está ahí. Y, sin dudas, hay mucha gente que sí los busca.

Uno abre los ojos al advertir que, para una generación previa de televidentes –de hace no tanto–, lo más terrorífico que se había visto (e inducido miedos duraderos en muchos de ellos) era la escena de la ducha en “Psicosis” [NdT: la película de Hitchkock]. Es un programa infantil comparado con lo que podemos ver hoy, y si alguna vez uno se preguntaron si lo que vemos en la pantalla tiene consecuencias antes y después, fìjense en estos videos de los mataderos del mundo. Si uno quiere ver cómo luce alguien mientras es apuñalado, mientras se le dice que va a morir, mientras es golpeado hasta la muerte o cortado en pedazos, sólo basta clickear.

Alguna vez, años atrás en Irak, donde pasaba largos períodos reporteando, decidí que tenía que ver uno de los videos. El secuestro y la decapitación frente a la videocámara era el pesadillesco destino que potencialmente nos aguardaba a todos. De un website que ofrecía una veintena, elegí uno al azar. Mostraba la decapitación de un camionero turco de mediana edad cuyo crimen había sido transportar una carga entre Turquía y Bagdad, que entonces se hallaba bajo control norteamericano. De acuerdo con la interpretación extremista de Al Qaeda sobre qué te convertía en enemigo, merecía la muerte porque, con las mercancías que había traído a Bagdad, las tropas norteamericanas, o el gobierno títere que defendían, estarían equipados con papel higiénico, agua mineral o gasolina.

El video comenzaba con el infeliz turco sentado frente a la cámara, arrodillado sin expresión frente a hombres que esgrimían armas y espadas y portaban máscaras negras de verdugos. Uno de ellos invocó a Dios y comenzó a aserrar, sin ceremonias, el cuello del camionero. Dada la precariedad de la banda ancha en Bagdad, el video se cortaba y recargaba todo el tiempo, de modo que vi muchas veces el momento en que el camionero turco comenzaba a morir antes de rendirme y detenerlo. De modo que no llegué a lo intencionalmente perturbador de estos espectáculos en video –el money shot [NdT: en la jerga del cine, la escena más costosa de producir que se espera cause el mayor impacto]–: el momento inmediatamente posterior a que la cabeza es liberada del cuerpo, cuando el verdugo la toma en sus manos.

Los recientes videos sirios –la mayoría de ellos, por suerte— terminan antes del momento de la muerte, pero en los muchos que recorrí había escenas similares, hombres convirtiendo en objeto a otros hombres, azotándolos y golpeándolos, atormentándolos antes de lo que parece su muerte inevitable. Puede resultar imposible verificar la realidad de esas escenas. En todos los casos me sentí sucio de sólo mirar.

Fue durante esa búsqueda que topé con el que ahora es ampliamente mencionado como el video del rebele que come un corazón, el que Human Rights Watch ha elegido para condenar. Según sabemos ahora, dado que el hombre que aparece en él, Khalid al-Hamad, concedió una entrevista por Skype a Time y la revista hizo que un cirujano examinara el video, el órgano en cuestión era, en verdad, un trozo del pulmón de la víctima que al-Hamad pensó era su hígado –y en ningún caso el corazón.

¿Qué decir de este último escándalo? Al-Hamad es, claramente, un hombre que se halla totalmente poseído por la fiebre asesina de la guerra siria, con todo lo que eso conlleva. Para justificarse, dijo que había encontrado un video-botín en el celular de su víctima que mostraba la violación con un palo de una mujer y sus dos hijas. En el tipo de guerra de odio sin barreras que está ocurriendo en Siria, la matanza es a menudo a quemarropa y, en el deseo de superar la última indignidad cometida por el enemigo, los instintos desatados pueden ser comparados, aparentemente, con aquellos que sólo se ritualizan en lo más pesado de la pornografía sado. En el campo de batalla no hay cosa alguna que retenga esos instintos, y al fin se funden con el deseo de matar.

Siempre ha sido así –que nadie lo olvide. Las fotografías de la Violación de Nanking, en 1937, son casi insoportables. En Vietnam, soldados norteamericanos coleccionaban orejas Vietcong, violaban y mataban a chicas vietnamitas, y lo hicieron mucho más de lo mucho que lo hemos olvidado desde entonces. En Afganistán, hace tres años, varios soldados norteamericanos fueron arrestados después de que se descubriera que hacían una “caza deportiva” de civiles afganos, cortándoles partes del cuerpo y posando con ellas en fotografías de sus celulares (y no deberíamos olvidar las fotos de Abu Ghraib). El año pasado, en Afganistán, surgió otro video que mostraba a un soldado norteamericano orinando sobre los cadáveres de presuntos talibán. Y así siguiendo.

En la guerra se mata a otro hombre y, para quitarse el miedo, se lo convierte en objeto, se lo humilla, antes o después de su muerte; se celebra su muerte; se convence uno de que lo ha conquistado realmente. Este ritual es tan viejo como la humanidad y es algo que se vuelve a abrir cada vez que vamos a la guerra o alentamos a otros a librarla por nosotros. Quizás noventa y nueve de cada cien soldados, o algún número mayor, se limitarán a hacer lo que deben hacer, matar porque deben, porque sus sociedades les piden que lo hagan, diciéndoles que es ellos o nosotros, o porque todo el mundo alrededor lo hace, y por la creencia de que los matarán si no lo hacen. Pero algunos sentirán también la necesidad de profanar el cadáver y posar con él en fotografías, cortarán alguna extremidad o comerán parte de ese cuerpo en el intento de derrotar no sólo la carne sino el espíritu de la víctima –y, quizás, destruir el propio.


 
Fuente: elpuercoespin.com.ar

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