lunes, 27 de mayo de 2013

La Cuestión Criminal (8/57)

8. Los contractualismos
Hemos visto que en las obras tradicionales suele afirmarse que la criminología nació en la segunda mitad del siglo XIX, o sea, cuando obtuvo reconocimiento académico como saber independiente, pero lo más curioso es que no sólo se calla todo lo que hemos relatado hasta ahora respecto de los siglos anteriores, sino que como no pudo ignorar el pensamiento del siglo XVIII y de la primera parte del XIX, prefiere afirmar que éste no era criminológico. Es muy curiosa esta posición, porque pareciera que la criminología así entendida no sólo se comporta como una familia que oculta a sus antepasados poco presentables, sino que incluso niega todo parentesco con los que no puede ocultar porque el vecindario los conoció bien y los recuerdan las comadres del pueblo. Realmente, se trata de una ciencia a la que es necesario recordarle que su cuna fue un conventillo alumbrado a querosén. Si bien los autores de los discursos acerca de la cuestión criminal que provenían de las corporaciones de filósofos de primerísima línea o de juristas que siguieron sus pensamientos se dedicaron a criticar al poder punitivo de su tiempo y a proponer reformas legislativas, no puede ignorarse que se apoyaban en una criminología, pues partían de cierta concepción del delito y del delincuente y, por lo tanto, atribuían el origen del delito a algunas razones y propugnaban penas dirigidas a eliminarlo o reducirlo. Para eso necesitaban partir de cierta idea del ser humano y de la sociedad. Por otra parte, como proponían reformas al sistema penal, eran fuertemente críticos del poder punitivo de su tiempo. Todo esto, sin duda es criminología, pues la crítica al poder punitivo, a la forma en que se lo ejerce, a sus modalidades, etc., difícilmente puede negarse que lo sea. Esta negación de la dimensión criminológica de los filósofos y juristas del iluminismo y del penalismo liberal obedece a una fábula inventada a fines del siglo XIX por Enrico Ferri, que fue el mentor del positivismo italiano, de gran fama en su tiempo y del que luego hablaremos con más detalle.

Como buen positivista, Ferri se consideraba el abanderado de los dueños de la ciencia, afirmando que antes de él y sus muchachos no había habido más que oscuridad, metafísica y charlatanismo. Llegó a decir que todo lo que antes se había dicho acerca de la cuestión criminal era espiritismo, pero con muchísima habilidad y pretendiendo tributarle un homenaje llamó a todo el saber precedente escuela clásica, para erigirse él mismo en el líder de la nueva escuela: la scuola positiva. La invención de una escuela clásica, que abarcaba todo lo pensado desde el siglo XVIII hasta las torpezas del positivismo racista de las últimas décadas del XIX, fue la mejor fábula de Ferri, tan exitosa que aún se repite en los manuales de nuestros días. No puedo menos que recordar que así me lo explicaba en la Facultad de Derecho de la UBA un profesor que usaba polainas y rancho a lo Maurice Chevalier, se declaraba positivista y se refería al presidente de la República como este gringuito. Otro no tan pintoresco siguió hablando de lo mismo hasta el final de la dictadura. Por las dudas, aclaro que fue en el siglo pasado, pero no en el XIX, porque todo pasa muy rápido y repito que no soy ningún fenómeno biológico.

Lo cierto es que resulta inadmisible que los utilitaristas y todas las variantes del contractualismo, los kantianos, los hegelianos, los krausistas, los déspotas ilustrados de calzas blancas y peluca y los descamisados revolucionarios, todos juntos, formasen una escuela, además fundada por un marqués milanés gordito de fines del siglo XVIII y que duró más de cien años, extendida por países que se mataban alegremente entre sí. Fue sin duda la mejor broma de Ferri, en la que cayeron incluso sus contradictores. Si en algún lugar está Ferri con su oratoria envolvente y sus cabellos alborotados, con seguridad seguirá gozando del éxito de su ocurrencia.

Si nos apartamos de esta trampa urdida p or el viejopositivista y prescindimos de la imaginaria escuela clásica, lo que encontramos es un conjunto de discursos más o menos funcionales a la clase en ascenso de los industriales, comerciantes y banqueros para su enfrentamiento con el poder hegemónico de las noblezas en los países de Europa central y del norte. No podemos pasar revista aquí a todos esos discursos, que por cierto son interesantísimos, tanto para el derecho penal como para la criminología. Limitándonos a ésta, podemos afirmar que en conjunto implicaron una fuerte corriente crítica al ejercicio arbitrario del poder punitivo, fundada en la experiencia de las arbitrariedades y crueldades de su tiempo, dominado por las noblezas. Todos ellos, valiéndose de los elementos filosóficos de su época, repensaron profundamente lo concerniente a la cuestión criminal. El utilitarismo más puro quedó en Gran Bretaña, en tanto que en el continente los pensadores dedujeron sus visiones y propusieron sus reformas con preferencia a partir de la otra vertiente del iluminismo, es decir, del contractualismo. Por supuesto que ninguno de estos pensadores creía seriamente que unos cuantos seres humanos, ataviados con hojitas de parra en las partes pudendas, se hubiesen reunido en una escribanía para firmar un contrato y fundar la sociedad, como lo podrían hacer hoy unos buenos comerciantes más abrigados. Eran demasiado inteligentes para creer en algo semejante. El contrato era para ellos una metáfora, una figura de la imaginación para representar gráficamente la esencia o naturaleza de la sociedad y del estado.

Esta corriente fue la que predominó en Europa continental para enfrentar a los ideólogos del antiguo régimen, que se valían a su vez de otra metáfora, pues para ellos la sociedad era un organismo natural, con un reparto de funciones que no podía alterarse ni decidir su destino por elección de la mayoría de sus células. Todo organicismo social, incluso los que renacen en el presente, es por esencia antidemocrático: las células que mandan son las del cerebro y las de las uñas deben conformarse con su función y no molesta; cualquier pretensión en contrario no es para cualquier organicismo social más que caos contra la ley natural. Para el racionalismo contractualista la sociedad no era nada natural, sino producto de un artificio, de una creación humana, o sea, de un contrato que como tal podía modificarse e incluso rescindirse, como sucede con cualquier contrato cuando la voluntad soberana de las partes lo decide. En este marco podemos afirmar que el pensamiento crítico acerca de la cuestión criminal alcanzó uno de sus momentos de más alto contenido pensante con los discursos de los contractualistas del iluminismo. El marqués gordito que según la fábula del viejo Ferri encabezaba esta escuela era Cesare Beccaria, que fue un funcionario milanés que en 1764 publicó un famoso librito (De los delitos y de las penas) que desencadenó una serie de trabajos análogos en toda Europa, proponiendo profundas reformas en cuanto a garantías y límites al poder punitivo.

Además de ser el abuelo del inolvidable autor de I promessi sposi –Alessandro Manzoni–, Beccaria era un hombre tranquilo y cómodo, que nunca más volvió a escribir nada sobre la cuestión criminal y que dedicó el resto de su vida a cuestiones como la unificación de las pesas y medidas.

Sus presupuestos antropológicos no son del todo claros, porque también era tributario de Hume, lo que en alguna medida lo emparentaba con las raíces del utilitarismo, pero lo cierto es que fue oportunísimo, algo así como el puñetazo intelectual más contundente al poder punitivo de la nobleza. A través de la traducción francesa del abate Morellet, fue publicitado en toda Europa por el viejo Voltaire, que había declarado una guerra al poder punitivo francés, asumiendo la defensa postmortem de Calas, un protestante ejecutado, falsamente imputado de la muerte de su hijo, supuestamente para que no se convirtiera al catolicismo. Algo muy parecido había pasado un siglo antes en Praga con un judío, pero éste no tuvo la suerte de encontrar a su Voltaire. En función de las ideas iluministas comenzaron a sancionarse códigos, es decir, que se derogaron las recopilaciones caóticas de leyes y se trató de concentrar toda la materia en una única ley, redactada en forma sistemática y clara, conforme a un plan o programa racional. Esta tendencia legislativa era una derivación del enciclopedismo, que había llevado a la redacción de la Enciclopedia en la Francia pre-revolucionaria, o sea, a intentar concentrar sistemáticamente en un único libro todo el saber de la época. De este modo se procuraba poner claridad y que todos supiesen en base a la ley previa qué era lo prohibido y lo no prohibido, sustrayéndolo a la arbitrariedad de los jueces. Los revolucionarios franceses quisieron llevar esto hasta el extremo de reemplazar las oraciones en las escuelas por el código penal, para que todos lo supiesen de memoria. Menos mal que a nadie se le ocurrió hacer lo mismo con los 4000 artículos de nuestro Código Civil. En cuanto al proceso, los juicios se volvieron públicos. Foucault resalta el cambio: en el antiguo régimen los juicios eran secretos y las ejecuciones públicas; desde fines del siglo XVIII los juicios pasaron a ser públicos y las ejecuciones secretas.
 
El espectáculo era el juicio y no la ejecución, llevada a cabo privadamente y a la que podían asistir sólo algunos invitados especiales. Por supuesto que con el juicio público se abolió la tortura. Pero no deja de ser importante la reducción de la pena de muerte y supresión de las penas corporales. Hasta ese momento se hablaba de las penas naturales, o sea que, además de los azotes, había una supervivencia de la pena en el órgano que se había usado en el hecho: la lengua del perjuro y del blasfemo, la mano del ladrón y en la violación y la sodomía lo deducirán ustedes. A partir del siglo de la razón la columna vertebral de las penas pasó a ser la privación de libertad. Contra lo que usualmente se cree, la prisión es un invento europeo bastante reciente y difundido por el neocolonialismo, pues con anterioridad al siglo XVIII se la usaba para deudores morosos y como prisión preventiva, es decir, en espera del juicio. La privación de libertad como pena central es un producto del iluminismo, sea por la vía del utilitarismo (para imponer orden interno mediante la introyección del vigilante) o del contractualismo (como indemnización o reparación por la violación del contrato social). Esto último es interesante y no en vano el gordito Beccaria dedicó parte de su vida a la unificación de pesas y medidas. En la revolución industrial era fundamental la actividad mercantil y para ella era necesario resolver las diferencias que provocaba el caos de pesas y medidas diferentes en cada país. La unificación facilitaba el comercio. También la unificación de las penas facilitaba su medida, superaba el caos previo de las penas naturales y permitía medirlas a todas en tiempo. ¿Cómo se entiende que un homicidio valga de 8 a 25 y un hurto de un mes a tres años? ¿Qué es esto de los jueces procediendo como tenderos vendiendo pena por metro (o por años) en el mostrador de la justicia? Por extraño que parezca, no es más que un efecto del contractualismo que perdura hasta el presente.

Quien viola un contrato (no cumple lo acordado en él) debe indemnizar. Si me comprometo a vender algo y no entrego la cosa en su momento, debo indemnizar al comprador por el daño que le ocasiono. Si no pago voluntariamente reparando ese daño, me embargan y secuestran bienes y los ejecutan, cobrándose de ese modo. Pues bien, si no cumplo con el contrato social y cometo un delito, debo indemnizar. ¿Cómo? ¿Con qué? Pues con lo que puedo ofrecer en el mercado, o sea, con mi capacidad de trabajo. De allí que la pena me prive de ofrecer mi trabajo en el mercado durante más o menos tiempo, según la magnitud de mi infracción al contrato (delito) y el daño consiguiente. Incluso la pena de muerte entra en esta lógica tan particular, pues opera como una confiscación general de bienes; de allí que también haya desaparecido la pena de muerte agravada con tortura. Puede parecer insólito, pero este es el origen de la idea de la unificación de las penas en tiempo de privación de libertad, que luego se cubrirá con otras racionalizaciones hasta parecernos a poco más de dos siglos de distancia como normal y casi obvia. Rápidamente nos acostumbramos a las cosas más rebuscadas y cuando nos preguntan por qué, la respuesta es siempre ha sido así, aunque no haya sido siempre ni mucho menos.

En la práctica tampoco funcionó de este modo, sino que los europeos desde muy temprano vieron que  su problema no eran los patibularios y que la prisión no alcanzaba para todos, por miserables que fuesen y por alta que haya sido la tasa de mortalidad en ellas. Como eran países neocolonialistas, lo primero que hicieron fue sacarse de encima a los molestos y enviarlos a sus colonias. Estas penas de relegación o transporte fueron aplicadas por Gran Bretaña y Francia en particular. Los ingleses mandaban a sus indeseables a Australia, donde los prisioneros eran asignados a colonos, en un régimen muy parecido a las encomiendas de nuestra colonización, aunque con mejor destino, porque al parecer sobrevivieron muchos y sus descendientes poblaron el continente.
 
Por, E. Zaffaroni

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