jueves, 23 de mayo de 2013

La Cuestión Criminal (7/57)

7. El utilitarismo disciplinante
En general, el iluminismo penal se nutrió de dos variantes opuestas aunque muchas veces coincidentes en sus resultados prácticos: el empirismo y el idealismo. Con el permiso de los más finos historiadores de la filosofía –que nos tomamos sin consultarlos–, se puede decir que hubo en el iluminismo una convergencia de vías de conocimiento o acceso a la verdad: unos la buscaban mediante la verificación en la realidad material y otros a través de la deducción de una idea dominante.

Sin meternos en grandes honduras, podría decirse que se hallaban en germen los elementos que luego habrían de separarse entre quienes sólo aceptaban lo que resultaba de la observación, medición y experimentación, y quienes partían de una idea primera iluminadora que les servía de ropero en el que acomodar los ropajes del mundo, a veces a presión. En el campo criminológico esta doble corriente dio lugar a dos órdenes teóricos: el utilitarismo disciplinante y el contractualismo (o quizá, los contractualismos en todas sus variantes).

Los utilitaristas se basaban en que era necesario gobernar deparando la mayor felicidad al mayor número de personas. La cabeza más visible de esta corriente fue el inglés Jeremy Bentham, personaje de  larga vida, cuyo esqueleto vestido se encuentra en una vitrina en el colegio que contribuyó a fundar, aunque se dice que la cabeza fue momificada y en su lugar se puso una de cera. Parece que algo pasa con las cabezas de quienes elaboran teorías criminológicas, pues la de Lombroso se comenta que se conserva en formol en un museo en Torino. Por suerte desde hace tiempo se ha perdido la costumbre de que los criminólogos dispongan de sus cabezas post-mortem, pese a que eso siempre es preferible a que otros lo hagan por ellos ante-mortem. Pero volvamos a lo nuestro. Bentham concebía a la sociedad como una gran escuela, en la que debía imponerse el orden, o sea, que la clave era la disciplina, para lo cual el gobierno debía repartir premios y castigos: como es obvio, los premios deparaban felicidad y los castigos dolor y, como también parece obvio, el ser humano sano y equilibrado debía preferir los primeros con su felicidad y no los castigos con su dolor. Por eso, se abstendría de cometer delitos. Sin embargo, se cometían delitos, lo que indicaba que el infractor no estaba bien, o sea, que no era suficientemente ordenado, dado que elegía el dolor. Era como el niño díscolo, que motiva que la maestra llame a los padres y les observe que algo le pasa. Hoy interviene el psicólogo, que si es bueno puede llegar a descubrir que el niño es más inteligente que los padres y la maestra; hace cincuenta años corría el riesgo de que lo hiciesen tonto con unos electrochoques, y hace doscientos, al adulto al que le pasaba algo Bentham quería meterlo en un invento arquitectónico que llamó panóptico y que era un aparato para disciplinarlo. Pero vamos por partes.

Por supuesto que Bentham se topaba con el problema de la impunidad de la gran mayoría de los delitos y se hacía el distraído respecto de la selectividad del poder punitivo, por lo cual trataba de resolver la cuestión postulando que las penas debían ser más graves cuanto mayor fuese la impunidad, lo que no parece muy razonable, porque nadie tiene la culpa de la torpeza o preferencia del estado al repartir el poder punitivo. Para disciplinar a los díscolos desordenados, Bentham se ensañaba con los más tontos, que eran los atrapados por el poder. Pero sigamos: para Bentham el delito pone de manifiesto un desequilibrio producto del desorden personal del infractor, que debe ser corregido. Para eso proyectó la referida prisión llamada panóptico, con estructura radial, para que el preso sepa que será observado desde el centro y por mirillas en cualquier momento. De este modo, se le introduciría el orden y al final resultaría su propio vigilante, es decir, que se comería al guardián (es más delicado decir que lo introyectaría).

Esta idea la tomaba de algunos médicos que sostenían que la enfermedad mental también era producto del desorden y por eso los manicomios debían ocuparse de disciplinar a los enfermos, poniéndolos a trabajar, en la convicción de que el orden físico redundaría en orden mental. Desde esta perspectiva, no importa que el trabajo de los presos o de los locos sea o no rentable o útil, porque es un valor disciplinante en sí mismo, como podía ser el famoso picar piedras. El disciplinamiento debía llevarse a cabo en la medida del talión, o sea, de un dolor equivalente al provocado con el delito. La obsesión por la retribución exacta llevó a don Jeremías a proyectar una máquina de azotar, para que la intensidad del dolor fuese pareja y no quedase librada al arbitrio del verdugo. Aunque no inventó la guillotina (que se creó en Francia), lo cierto es que ésta se imaginó respondiendo al mismo criterio.

Las leyes penales las hacen hoy los asesores de los legisladores según la agenda que les marcan los medios masivos, pero a comienzos del siglo XIX las proyectaban los penalistas y, cuando éstos tomaron la idea de Bentham acabaron haciendo códigos penales con penas fijas y largas tablas de agravantes y atenuantes previendo porcentajes de cada uno. Así estaba redactado el primer código penal del Brasil de 1831, por ejemplo, y sus comentadores anotaban los difíciles cálculos matemáticos para cada caso, porque no se conocían las calculadoras y no todos los jueces habían obtenido buenas notas en el secundario. Bentham regalaba su modelo a todo el mundo e incluso tuvo correspondencia con Bernardino Rivadavia. Hubo panópticos en muchas ciudades de América Latina, a veces completos y otras semi-radiales, en general porque el presupuesto no alcanzaba para hacerlos completos. Algunos subsisten convertidos en museos o mercados (como en Recife o en Ushuaia) y sigue funcionando como prisión el de Quito, construido en el siglo XIX por el dictador Gabriel García Moreno y por cuyas celdas pasaron casi todos los políticos ecuatorianos del siglo siguiente, sin contar con que las turbas instigadas por los conservadores arrancaron de ese penal y lincharon al líder liberal Eloy Alfaro el 28 de enero de 1912. Cabe aclarar que los panópticos nunca funcionaron como Bentham lo había imaginado, pues pronto los presos se las ingeniaron y la superpoblación permitió que la vista se interrumpiese con múltiples obstáculos. El disciplinarismo de los utilitaristas dio mucho que hablar en los años setenta del siglo pasado, cuando Foucault lo consideró directamente un modelo social y en Italia Dario Melossi y Massimo Pavarini publicaron un libro titulado Cárcel y fábrica, en que señalan una matriz común con el disciplinamiento para la producción fabril en los orígenes del industrialismo. Un profesor argentino –Enrique Marí– contribuyó a enriquecer estos planteos entre nosotros. Los utilitaristas no admitían que existiese ningún derecho natural anterior a la sociedad y sobre el que ésta no pudiese avanzar. Los derechos debían ser respetados únicamente porque su lesión hubiese provocado más dolor que felicidad. Era claro que el utilitarismo de Bentham encerraba una concepción criminológica, pues hacía fincar la etiología del delito en el desorden de la persona y, por consiguiente, surgía de ella una política destinada a combatirlo mediante el disciplinamiento que importaba la pena talional en el curioso aparato inventado. Si bien se desarrolló en Gran Bretaña y rechazaba la idea del contrato social y del derecho natural anterior a la sociedad, Bentham fue condecorado por los revolucionarios franceses, pues representaba un avance frente al brutal ejercicio del poder punitivo de su tiempo.
 
Por, Eugenio Zaffaroni

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