viernes, 14 de diciembre de 2012

Blumbergstrafrecht

Por, Julio B. J. Maier
 
I. Suena lindo, aunque no sea gramaticalmente correcto en el idioma de la expresión. En verdad, quiero referirme a la realidad del Derecho penal argentino actual, entre nosotros claramente activado después de que un padre angustiado, el Sr. BLUMBERG, afectado con razón por la muerte de su hijo a manos de criminales que primero lo privaron de libertad, luego pidieron rescate y, por fin, lo mataron –hecho ante el cual la policía, teóricamente encargada de impedirlo, fracasó por razones que desconozco o que, al menos, no están muy claras–, se erigió, plebiscitariamente, en el jurista y sociólogo en materia penal del nuevo siglo. Él se ocupa de proponer las nuevas leyes, de controlar que ellas sean dictadas por el parlamento, al menos por el nacional, y ahora o en el futuro, según lo ha expresado y vuelto a expresar, de la implementación judicial y ejecutiva necesaria para que esas leyes cobren vida en la realidad y hasta –lo ha prometido– de hallar el método para designar popularmente jueces, recibir cuentas rendidas por ellos y controlarlos, y, por fin, destituirlos cuando ellos no “sirvan”, todo sobre la base del movimiento popular fundado por él para combatir la llamada “inseguridad”, referida, fundamentalmente, al sentimiento de seguridad común de una ciudad multitudinaria y compleja, con suburbios que contienen gran cantidad de personas empobrecidas e indigentes, marginados por el sistema social en el cual viven.
Ese Derecho penal, propuesto por él –y, en parte, ya una realidad–, amenaza con interrumpir y finalizar, en nuestro país, más de dos siglos de trabajo humanitario universal sobre esta materia jurídica desde su creación, esto es, no sólo desde la aparición de la pena estatal, sino, antes bien, desde la aparición de la regulación jurídica de la pena estatal, un fenómeno propio del Estado de Derecho, propuesto, a su vez, por la Ilustración y el liberalismo político. Entre la pena estatal y el lema iluminista –libertad, igualdad, fraternidad– reina un extraño equilibrio, apenas sostenible, pues se trata del monopolio estatal y, luego, de la regulación jurídica de la violencia, para erigir tan sólo a una parte de ella, desarrollada por el Estado conforme a reglas jurídicas, en actividad lícita. Así, todas aquellas injerencias en bienes jurídicos básicos –como la vida, la libertad, la propiedad–, permitidas al Estado bajo ciertas condiciones, impuestas de múltiples maneras por la ley, son, apreciadas esas acciones de modo genérico, comportamientos reprobables y prohibidos; y, más allá de ello, categóricamente, hechos punibles: matar está prohibido, salvo autorización al verdugo para aplicar la pena de muerte (históricamente o en países que todavía la conservan); privar de la libertad locomotiva está prohibido, salvo cuando la ley y la condena de un tribunal autorizan al carcelero para ello; la multa no es otra cosa que la confiscación por el Estado de parte del patrimonio a título de castigo por desobedecer sus leyes. Muchas veces ese equilibrio se asemeja más a la acción de un equilibrista, esto es, al ejercicio de una persona que sobre una línea divisoria extremamente delgada, intenta “hacer equilibrio” en el vacío, bajo la amenaza de sucumbir si lo pierde.
Y, en ocasiones, contadas por cierto, pierde pie. No otra cosa sugieren pares conceptuales opuestos contradictorios, como, por ejemplo, aquel que declama la inocencia de las personas hasta que no sean declaradas culpables de un hecho punible por sentencia firme (principio de inocencia) y la necesidad de encarcelar a esa persona durante el procedimiento que debe desembocar en una sentencia. ¿Y qué decir de la pena “reeducadora”, para la reinserción social del reo, frente al derecho de cada persona para conducir su vida conforme a sus propios ideales, pero, antes aun, frente a realidades concretas como las penas privativas de libertad perpetuas, de 50 años de prisión o de 37 años y seis meses, propuestas por el Derecho penal post-BLUMBERG?, frente a las cuales la reinserción o la educación carcelaria, que también son proclamadas por ese movimiento, parecen una hipocresía infinita y cruel. ¿Qué decir de jueces “que deben ser destituidos inmediatamente”, casi diría por desequilibrados mentalmente, por el sólo hecho de haber operado la ley de ejecución penal? El equilibrista parece haber perdido pie y haberse precipitado al abismo.
 
II. Los penalistas, por años, se han dedicado a erigir, explicar e imponer condiciones a las cuales debe someterse la pena estatal o, dicho de otra manera, la violencia ejercida por el propio Estado o por sus funcionarios, legitimada, en principio, por el propio orden jurídico. Todo ello ha sido construido sobre la base del reconocimiento implícito de que alguien que delinquía era, antes que nada, una persona humana, un semejante, dicho de manera egoísta y soberbia, según lo he leído alguna vez, un semejante “nuestro”, de los que no delinquimos (¿?). De tal modo, debíamos tratarlo dignamente, como a cualquier existencia humana, no discriminarlo más allá de lo necesario en un sistema de premios y castigos, respetarle entonces, en la mayor medida posible, sus bienes jurídicos básicos, en verdad, sus derechos humanos básicos, compatibles con el desmedro que significa la pena y el procedimiento para llegar a ella; por otra parte, más allá de cualquier verificación de hecho existente, resulta necesario reputarlo inocente mientras no se dicte la sentencia que informa sobre su culpabilidad como autor de un hecho punible o partícipe en él y, por ello, le impone una pena; incluso, tenemos que respetarlo en su dignidad aun como penado o detenido, por aquello de que “Las cárceles de la Nación serán sanas y limpias, para seguridad y no para castigo de los reos detenidos en ellas, y toda medida que a pretexto de precaución conduzca a mortificarlos más allá de lo que aquella exija, hará responsable al juez que la autorice” (CN, 18). La sentencia, junto con el procedimiento judicial establecido, fue, por muchos años, uno de los mecanismos de legitimación más claros del castigo, de la disminución en el uso y goce de un bien jurídico (derecho humano) básico, en fin, de la pena estatal. Ello significaba, en buen romance, un verdadero escollo para la pena estatal, situado entre el hecho punible y ella, escollo por cierto difícil de sortear para los funcionarios estatales que aplican la pena, debido a múltiples razones políticas conocidas por todos. Quizás el paradigma más evidente de esta cultura, en idioma vulgar, esté constituido por el aforismo que imponía la preferencia de absolver a cien culpables antes que la de condenar a un inocente. La expresión última de esa cultura acerca de la organización social y sus límites consistió en la conversión de un programa político –los derechos del hombre y del ciudadano– en un reglamento jurídico, normativo, imperativo para quienes debían administrar la pena estatal, primero a través del llamado “constitucionalismo”, con su capítulo de garantías o seguridades individuales, y luego internacionalmente, a través de las ya conocidas y reconocidas convenciones –universales y regionales– sobre los derechos humanos.
Conste que no sólo los inocentes de verdad (¿existen?) son acreedores a estos derechos, sino que, según lo vi afirmado por un lúcido periodista de opinión en un periódico de difusión masiva, también y sobre todo los identificados como culpables gozan de esos derechos, según se observa claramente en la síntesis anterior. La razón –o, mejor dicho, tan sólo una de las razones de ser de la afirmación anterior– es simple: los culpables son también personas humanas y, además, personas humanas muy necesitadas de protección una vez aplicada la pena estatal o alguna de sus consecuencias accesorias, incluso anteriores a su aplicación. Derecho penal, carta magna del delincuente, según pregonaba con acierto un famoso jurista alemán de fines del siglo XIX y comienzos del XX (Franz V. LISZT).
 
III. Toda esa cultura humana parece haber entrado en crisis, comenzado a desaparecer. No sólo se concibe ya la violencia preventiva –por supuesto del más fuerte, de quien puede ejercerla sobre el otro, reputado posible enemigo futuro– contra quien nada ha hecho actualmente, esto es, no ha iniciado una agresión, violencia ejercida prematuramente con el fin de eliminar riesgos futuros indeseados, meramente eventuales e imaginados por el presunto “defensor”, sino que, además, se reclama también el ejercicio de esa violencia “derechamente”, sin un procedimiento de deliberación previo que le permita a quien la va a sufrir intentar evitarla. Si esto sucede en el ámbito internacional, de las naciones, y de la administración de la paz, con cuánta más razón ese principio gobernará la pena estatal. De modo tal será posible –y ya lo es– el castigo indiscriminado de “acciones preparatorias” (“delitos de peligro abstracto”, incluidos o próximos a la veda de la reserva [CN, 19]) como crímenes –obsérvese, sólo como ejemplo, la conspiracy americana, ingresada a nuestro Derecho penal de las sustancias controladas– y el procedimiento penal dejará de ser un instrumento de legitimación de la pena para convertirse, una vez que ella sea aplicada sobre el sospechado como autor inmediatamente después del hecho punible aparentemente sucedido, en un método de verificación de la corrección o incorrección de ese juicio anticipado. Así están las cosas según mi opinión. Una nueva cultura penal asoma, de la mano de un movimiento fundado sobre el dolor que provoca el haber sido víctima o familiar de la víctima de un delito y del miedo que ese mismo contexto engendra para los demás, sobre todo cuando es reproducido de modo sensacional por los medios, especialmente por la televisión, como la actividad cotidiana más normal que nosotros vivimos. Bertolt BRECHT determinó –según lo recuerdo, aunque no pude hoy determinar el pasaje ni la obra– que un fascista no es más que un burgués amedrentado. Parcialmente, la nueva cultura es aquello que quiso evitar y erradicar el origen político del Derecho penal: mediatizar la reacción para evitar la venganza o la agresión del ofendido; en una palabra, el nuevo Derecho penal es la guerra.
Uno de los puntos de partida del nuevo Derecho penal, concebido como lucha o combate contra la delincuencia, imagina que algún sistema posibilita a quienes administran la pena la identificación del autor antes de cometido un crimen o inmediatamente después de su comisión, y predica que, por ello, resulta innecesario asegurarnos de conocer a la perfección al crimen y a su autor antes de aplicar contra él el remedio de la violencia estatal (pérdida de derechos humanos o marginación). De allí en más sería sencillo establecer el grupo al que pertenece el autor, defenderse de ellos y marginarlos de la sociedad “oficial” mediante un combate con las armas que nos proporciona la administración de la pena estatal, “daños colaterales” supuestos y al margen. El Derecho penal resulta ser, en definitiva, un arma de combate contra los calificados como delincuentes y las leyes deben responder a esta impronta.

IV. Este fin de semana murió un joven de veinticuatro años, hijo de buenos amigos míos. Lo mató una bala disparada por un policía en un contexto que desconozco personalmente, pero que ya la prensa y cierta protesta popular –a la que no están adheridos sus padres, mis amigos, quienes no recuperan ni pretenden recuperar a su hijo por intermedio de su propia acción mediática–, al parecer razonablemente (sobre la base de testimonios de personas presentes), trata como un caso de “gatillo fácil”, esto es, de pena de muerte, decidida por un funcionario público sin juicio previo, incluso muy, pero muy anticipadamente, por cuanto el joven, según toda la información –incluida la policial–, no había cometido delito alguno; en el mejor de los casos, para el policía autor del disparo, y en el peor contexto, para la víctima, el joven habría eludido, por instantes, la orden de detener la marcha del vehículo que tripulaba o en el cual era conducido, una motocicleta. Éste es hoy –todavía– un caso penal, pero también, sin duda, un caso paradigmático del “nuevo” Derecho penal: una pena, incluso prohibida para nuestro Derecho, ha sido ejecutada directamente, por identificación a primera vista de un agresor que no había delinquido, un agresor eventual, perteneciente a un grupo riesgoso, los jóvenes, quizá con error del autor del disparo –eso lo determinará la actividad judicial, eventualmente–, error que no reside en lo hecho por la víctima de la violencia injustificada, sino, antes bien, en la semblanza personal de la propia víctima y aquello que ella, supuestamente, podía desarrollar en un futuro, si no reaccionamos a tiempo, esto es, por anticipado.
No fue una casualidad que el Sr. BLUMBERG, adalid de su movimiento, justificara la acción policial mendocina contra otro joven (fallecido por el trato inhumano fácil) y ni se enterara de este caso, que los medios difundieron ya copiosamente en el momento en que yo escribo y en el que él aparece en las pantallas de televisión con su sentencia de destitución de un juez. Según ese movimiento, con resonancia política y cultural, la policía administra la pena estatal y la debe administrar duramente, con alguna seguridad acerca de que goza de la protección del funcionario público que administra la violencia según decisiones de oportunidad, una especie de presunción de legitimidad.
No deberíamos olvidar, a mi juicio, que Derecho penal significa, también, monopolio estatal de la fuerza –salvo el caso, muy limitado, de la autorización de la defensa legítima–. Ese monopolio de la violencia legitimada por el orden jurídico –pena estatal y sus institutos anexos– supone, además, la creación, para su ejecución, al menos de la policía institucional y profesional que ejerce esa violencia, a cuyos funcionarios el Estado dota de los elementos para ejercerla cotidianamente, institución que también persigue penalmente; supone, también, la creación, en algunos países, del ministerio público fiscal, como persecutor penal estatal, y la multiplicación de los tribunales penales que deciden, al menos en la teoría jurídica, la aplicación de la pena estatal. Magnificar la respuesta violenta de los funcionarios del Estado frente al delito o autorizarla para su prevención ilimitada, mediante el aumento irracional de las penas o de los comportamientos punibles, incluso al infinito, ampliar las facultades de reacción directa de los funcionarios depositarios de esa violencia, dotar a esos funcionarios de mecanismos y elementos técnicos sofisticados para la reacción, para potenciar el sistema de reacción por la fuerza, sólo imagina una única solución para el problema: la respuesta inmediata –o anticipada– y violenta. Así se contribuye a la idea de que la violencia delictiva tiene una solución única mediante el empleo de una violencia, incluso superior, de signo contrario. Ésa es, precisamente, la idea que esboza el Derecho penal o la pena estatal como teoría del “combate” o de la “lucha contra el delito”, en definitiva, del Derecho penal como mecanismo y artefacto de guerra contra los delincuentes. Todos los días se puede leer, escuchar y ver noticias sobre enfrentamientos con muertos y heridos, incluso funcionarios policiales, presuntos delincuentes y víctimas, y, en ocasiones, también terceros que sin razón alguna han sido protagonistas de la violencia. Violencia sobre violencia sólo contribuirá, a mi juicio, a crear un espiral violento hacia el infinito, del que no se podrá regresar, al menos en una cantidad considerable de años, contados por siglos, según enseña la historia.
Si no concebimos otro remedio y sólo creemos en soluciones simples para el problema que estimamos presente, sin estudiarlo, del tipo de aquellas que informan el título, nos esperan días aciagos, en blanco y negro, de amigos contra enemigos, enfrentamientos ya trágicos históricamente. ¿Entiende?, a la manera de la pregunta, incorrecta lingüísticamente, de la persona titular del movimiento popular indicado en el título. Mi respuesta es: ¡no!, me parece que nadie comprende y que sólo unos pocos, escasas excepciones, han comprendido. ¿Cuál será nuestra mentada diferencia con los animales? (que no sea favorable a los animales).
Buenos Aires, junio de 2004.
 
 
Fuente: “Nueva Doctrina Penal”, 2004/B, Editores del Puerto, Buenos Aires.

No hay comentarios:

Publicar un comentario