jueves, 27 de diciembre de 2012

Jóvenes, exclusión y narrativas mediáticas: El rostro del delito

Por, Eva Da Porta
Profesora e investigadora del Centro de Estudios Avanzados y de la Escuela de Ciencias de la Información de la Universidad Nacional de Córdoba.
 
 
Los medios argentinos, particularmente algunos géneros mediáticos televisivos cercanos a la crónica policial, son grandes productores de identidades juveniles marginadas con una fuerte carga estigmatizante. Desde el quiebre políticoinstitucional de diciembre de 2001, cuando la pobreza y la marginación social alcanzaron la visibilidad pública, se reconoce la emergencia de dos narrativas contrapuestas y complementarias: Una de índole autoritario-represiva y otra de índole reformista-correctiva. El trabajo estigmatizador de los medios audiovisuales renueva en cada noticia y en cada ficción juvenil este identikit que identifica a los jóvenes con los potenciales enemigos de la sociedad a partir de rasgos físicos, lingüísticos y culturales. Este texto responde a la pregunta: ¿Cómo se dan estas narrativas mediáticas de los jóvenes?
 
“Ellos siempre son demasiados. “Ellos” son los tipos de los que debería haber menos o, mejor aún, absolutamente ninguno. Y nosotros nunca somos suficientes.”Nosotros” somos la gente que tendría que abundar más”.
Zigmunt Bauman
 
La centralidad de los medios en los consumos y prácticas culturales de los jóvenes es un interrogante complejo que exige preguntas específicas, pues la mediatización social pone en juego problemáticas estructurales y subjetivas que deben estudiarse en contextos particulares. Nos interesa particularmente considerar las relaciones que pueden establecerse entre los procesos crecientes de mediatización y los procesos de constitución identitaria y subjetiva protagonizados por jóvenes que habitan condiciones de extrema pobreza en la ciudad de Córdoba.

Este trabajo, producto de una investigación en desarrollo, se ubica en el campo de los estudios de la comunicación preocupados por los procesos de mediatización de la cultura y por sus consecuencias en el orden de lo político y lo social1, esto es, por los procesos irreversibles de transformación, dislocación y reconfiguración sistemática de la producción social de sentido operados por la teletecnodiscursividad2 mediática en las sociedades contemporáneas (Derrida, J. 1999 Mattelart, A., 2002, Sodré, M., (2003) Verón, E. 1999, Thompson, J. B. 1998). En ese marco se propone considerar los procesos de formación de subjetividades sociales mediante prácticas hegemónicas, articulando distintas perspectivas en la línea de los estudios políticos del discurso y los estudios de recepción. El trabajo se articula en dos instancias interrelacionadas. La primera se propone identificar las narrativas subjetivas hegemónicas que, desde los discursos mediáticos, interpelan a los jóvenes y la segunda se propone analizar los modos en los jóvenes se vinculan a que estas narrativas y el lugar que ocupan en sus procesos de constitución identitaria y subjetiva.
 
La mediatización, hegemonía discursiva y subjetivación.
La mediatización como proceso de transformación social vinculado a la implicación social de las tecnologías y medios de comunicación es quizás hoy un campo problemático que los estudios comunicacionales debieran tomar como propio. Pero para ello es necesario trabajar este concepto teórica y metodológicamente con mayor profundidad. Partimos de la propuesta de Eliseo Verón quién señala que: “La mediatización opera a través de distintos mecanismos según los sectores de la práctica social que interese, y produce en cada sector distintas consecuencias”3. Este último aspecto es central pues señala la necesidad de realizar estudios empíricos e investigaciones analíticas que especifiquen estas transformaciones en las distintas esferas, niveles y dimensiones sociales (Reguillo, R. 2000, Tabachnik, S. 1999 De la Peza, M. C. 2003, Zires, M. 2000). Esto no implica caer, como señala Grünner en la “fetichización de los particularismos” que sólo registra la proliferación de las diferencias, “las dispersiones y fragmentaciones político-sociales y discursivas producidas por el capitalismo tardío”4.

En su lugar, si se entiende a la mediatización como un conjunto de transformaciones sociales y políticas operadas en el orden de la hegemonía cultural y discursiva, es posible retener la tensión estructura/sujeto, y considerar los procesos de sentido en los que los condicionantes estructurales se vuelven recursos de la interacción y viceversa, es decir: cómo en la dimensión interpersonal, en las esferas micro, se van constituyendo (produciendo y transformando) conflictivamente las dimensiones macro (Giddens, A. 1997, Thompson, J. B. 1998). En este punto es cuando se hace central considerar en la noción de subjetividad su dimensión política y social. Señalar que la teletecnodiscursividad mediática opera hegemónicamente5 a nivel de la producción social del sentido implica asumir su papel dominante, pero contingente, en la definición y articulación de los sentidos legítimos de discursividad social en general, definiendo “puntos nodales” en torno a los cuales van conformándose los órdenes subjetivos, tanto simbólicos como imaginarios. En este planteo el sujeto anterior a la subjetivación, “es el espacio vacío de una falla en la estructura dislocada”,6 vacío que es parcialmente suturado “mediante procesos de subjetivación que tienen lugar en el nivel del imaginario” (ibid: 44) Este es el espacio de operación de la hegemonía discursiva y en esas operaciones de subjetivación es donde se hace relevante su trabajo articulatorio. La hegemonía así entendida es “un concepto teórico fundamental para la construcción contingente de la subjetividad” que por lo tanto está, como señala Törfing siguiendo a Laclau, “inextricablemente vinculada a los procesos de formación el mundo discursivo” (Ibíd.: 43).

Desde este marco conceptual, nos interesa trabajar la hegemonía mediática como un espacio central de la cultura contemporánea donde se constituyen discursiva y contingentemente las subjetividades socialmente reconocidas (Ibíd.: 35) a partir de las dislocaciones provenientes del orden de lo real. (Laclau, E en Escudero, L.2002:362)

Argentina 2001, la emergencia mediática de la pobreza
Nuestra hipótesis señala que en la Argentina el dispositivo mediático es particularmente sensible a las fracturas del orden de lo real generadas por el modelo neoliberal y fundamentalmente por el incremento de la pobreza y la exclusión social. Esta “dislocación”, este quiebre, esta profunda ruptura social y política, que tomó estado generalizado en el país en diciembre de 2001 pero fue gestándose mucho tiempo atrás, fue rápida y hegemónicamente analizado/representado/ interpretado/controlado discursivamente por los medios masivos. En este proceso la televisión tuvo un trabajo protagónico pues comenzó a producir intensivamente narrativas que apuntaban a darle “visibilidad” y a ponerle un rostro a esa pobreza, que había ignorado casi por completo, hasta su brutal emergencia a la escena pública en ese tórrido verano. Esas narrativas televisivas fueron el horizonte de comprensión, para muchos argentinos que, descreyendo de la clase política7 y en la tranquilidad de sus hogares trataban de comprender ¿Qué nos había pasado? ¿Dónde había quedado la promesa del presidente Menem de la revolución productiva?

Entre las narrativas televisivas que intentaban llenar ese vacío de sentido, -que implica que un país que decía/creía/deseaba vivir en el primer mundo terminara la década neoliberal con un 44,3% de la población viviendo bajo los “límites de la pobreza” y que de ese total 9 millones de niños y jóvenes, sobrevivan en hogares pobres.8,–se destacan un conjunto de relatos que hicieron, y aun hoy lo hacen, un gran trabajo de control social bajo el modelo de la discriminación y la exclusión social. Nos referimos a las narrativas que apuntan a caracterizar a los jóvenes pobres en determinadas identidades sociales, cuyos rasgos son cristalizados en ciertos atributos identitarios que los hacen rápidamente identificables y pasibles de recibir alguna estrategia de control, represión y de supresión.

No es que anteriormente este trabajo del discurso televisivo de identificación/control de las subjetividades juveniles pobres, ya sea por exclusión o por estereotipia, no hayan existido. De hecho, hay investigaciones que dan cuenta de este fenómeno fundamentalmente a nivel de prensa gráfica. Sin embargo, lo que queremos subrayar es la potencia simbólica que comenzaron a adquirir estos relatos audiovisuales clasificantes a partir del quiebre institucional del 2001. En ese momento la miseria, el deterioro social y el desamparo emergieron con fuerza de acontecimiento en un  espacio público cuyo eje político parecía dislocado, generando una clara ruptura en el imaginario del progreso neoliberal que ya no podía sostenerse. En ese momento de crisis fue cuando las pantallas de TV adquirieron un rol central en la reunificación de la realidad colectiva al ordenar/informar/formatear aquello que estaba ocurriendo en las calles de las ciudades argentinas (cacerolazos, marchas, asambleas barriales,  manifestaciones, tomas de supermercados, robos a comercios, asesinatos a manos de las fuerzas de represión, renuncias diarias de presidentes y vicepresidentes; etc.) y que ningún otro poder simbólico (Estado, partidos políticos, poderes del Estado, etc.) parecía ya poder controlar. El destinatario que configuraron las narrativas televisivas de la crisis fue el del “ciudadano/a sorprendido” frente a la catástrofe (política) y a  partir de esa figura claramente centrada en un modelo de clase media comenzaron a tejer nuevamente los relatos ordenadores de un presente convulsionado. Si se analizan las emisiones informativas de diciembre de 2001 y enero de 2002, aun aquellas que se construyeron “en vivo” al calor de los hechos, es posible reconocer una intencionalidad ordenadora en el relato. Más que buscar causas y consecuencias de la crisis socio-política se buscó “describir”, documentar los hechos a la luz de narrativas cronológicas, “realistas” y pretendidamente objetivistas que pusieron en el rol de héroe a la clase media-cacerolera-ahorrista-estafada. Sin embargo, y más allá de estas escenas –que mostraban fundamentalmente la imagen de un caos social con  relativo orden y respeto por las buenas formas democráticas– es posible reconocer en la emergencia otras escenas que se filtraron en esas narrativas y que generaron conflictos en el imaginario de la buena revuelta republicana que los medios querían construir. Nos referimos a la represión estatal de los manifestantes (que dejaba en claro que el poder del Estado no había desaparecido) y a la extrema pobreza de muchos de los manifestantes y “saqueadores” de comercios (que ponía en evidencia la contratara de este Estado neoliberal definido por políticas de desamparo y desprotección de los sectores mayoritarios de la sociedad).

De estas dos escenas, la primera, la de la represión que siempre sobrevuela en la Argentina como un espectro, fue rápidamente “olvidada” y sólo reapareció cuando los medios gráficos testificaron con fotos el asesinato de los jóvenes piqueteros Kosteki y Santillán a manos de la policía el 26 de julio de 2002. La segunda escena, la de la pobreza, tuvo un impacto notable, al menos discursivo, que nos interesa destacar pues entró en crisis con el imaginario de la Argentina de la modernización de Menem, que se construyó a su vez sobre el imaginario previo de la Argentina del progreso, “granero del mundo” y “crisol de razas” y lugar de “justicia social” que construyeron la generación del ‘90 del siglo XIX y el peronismo sucesivamente. La pobreza fue tornándose rápidamente en una tópica inevitable de los discursos televisivos no sólo de información sino también de ficción al compás de un pathos dominante depresivo y de duelo por la pérdida de ese país imaginario. Una estética realista se apoderó de las pantallas y recurriendo al formato documentalista,9 al blanco y negro y al estilo testimonial comenzó a tejer narrativas de un presente inhóspito. De un presente inhabitable, insoportable a los ojos de una clase media, también empobrecida y aterrorizada de seguir cayendo en un vacío cuyo fondo parecía devolver la imagen de los rostros desdentados de mujeres y hombres sin empleo y los cuerpos desnutridos de niños y jóvenes que empezaban a aparecer por primera vez en la pantalla nacional. Nuevamente las narrativas televisivas construían estos relatos para un destinatario clase media asombrado frente a la catástrofe (esta vez social).

Narrativas juveniles y pobreza: exclusión social, inclusión mediática y estigma
En ese clima comienzan a gestarse en el 2001 dos narrativas audiovisuales respecto de los jóvenes pobres que aun hoy parecen ordenar el panorama de las identidades juveniles mediáticas destinadas a la mirada del ciudadano asustado. Una de índole autoritario-represiva que deposita sobre la figura del “joven pobre” los rasgos estigmatizantes de la delincuencia, la amenaza a la seguridad privada10 y la peligrosidad de la violencia “gratuita” y que al otorgarle el rango de enemigo interior reclama al Estado acciones represivas y violentas. Si bien es cierto que esta narrativa no se inicia en esa fecha, ni es exclusiva de los medios, es posible reconocer que es en ese espacio donde se hace hegemónica y su poder alcanza performatividad al vincularse con la doxa y las opiniones públicas. Estas narrativas estigmatizantes, que condensan en la figura del “joven pobre” los rasgos no sólo del desprecio sino de la amenaza, se articulan a la emergencia de imaginarios propios de la década del ’90 que trabajan sobre el eje exclusión/inclusión simbólica y material como criterio de clasificación social. Por distintos procedimientos discursivos se va “criminalizando” la pobreza, a partir de un cruce de series discursivas que articulan la marginación social con el delito y ciertas características étnicas con la necesidad de represión y control policial. El fantasma de la violencia es conjurado, según Hopenhayn, estigmatizando al potencial agresor: “Así el joven, varón, suburbano y de bajos ingresos, encarna la posibilidad de una agresión o un robo” (en Antonelli, M. 2004: 31). El delito de “portación de rostro” es una experiencia que cotidianamente viven los jóvenes pobres en ciudades como la de Córdoba, donde son detenidos por la policía hasta dos veces por día por la figura del “merodeo” que justifica la privación de la libertad (La Voz del Interior 30/11/04).

La otra narrativa de índole reformista-correctiva, desarrolla desde una retórica “antropologizante” un imaginario salvífico en torno a la figura del joven pobre que lo pone en el lugar de víctima/salvaje que se hace necesario “reeducar” para reinsertarlo en la sociedad.11 Esta narrativa que también se articula al “imaginario del miedo y el desamparo” (Hopenhayn, M., Reguillo, R., Tabachnik, S.) desarrolla en torno a los significantes vacíos (Laclau, E.) “solidaridad” y “sociedad civil a-política”, un conjunto de técnicas “correctivas” para re-insertar a los jóvenes descarriados; de tono más inclusivo que la anterior, pero igualmente cristalizadora en términos de identidad. Los jóvenes pobres son hablados, nombrados, significados, aun en aquellas narrativas mediáticas que les dan la palabra pero la ubican en una trama previa que no les pertenece. El tono pedagogizante de estas narrativas se debe a que están claramente dirigidas a la “gente normal” que no conoce esta nueva realidad amenazante. Con un tono descriptivo y naturalista sacan a la luz lo que “los poderosos quieren ocultar” como explicita un periodista-denuncista cuando presenta un informe sobre el mercado negro de armas que opera en el interior de un barrio marginado. Los periodistas van a las villas miserias, meten las cámaras en las casillas y nos muestran a los televidentes cómo vive “esta gente”, como son “estos jóvenes que muchos de nosotros diríamos que son peligrosos si los vemos en la calle”. Relatan a ese otro, como un extraño al que hay que conocer. Hacen visibles sus carencias, angustias y padecimientos para mostrar que la mayoría de los pobres son víctimas, sujetos abandonados que luchan por su supervivencia, casi en el umbral de lo humano y más cerca de lo salvaje en los “hiperguettos” como dice Wacquant que funciona como “vertederos de para aquellos para los que la sociedad circundante no tiene reservado ningún uso económico ni político” (Wacquant, L. en Bauman, Z. 2006: 108).

Esta doble lógica autoritario-salvífica, reforzada y ampliada en el marco una discursividad social y política que fue ganando un tono represivo y criminalizante, encuentra el fundamento en los ´90 en la Doctrina de la Tolerancia Cero del alcalde Giuliani y llega a Argentina de la mano de las políticas de seguridad que el Manhattan Institute transmite a los gobiernos provinciales. Estas condiciones político-culturales abonan un imaginario del “miedo y el desamparo” (Hopenhayn, M.,) que deposita en los jóvenes-pobres los temores de una sociedad insegura que se ve amenazada constantemente por el enemigo interior. El trabajo estigmatizador de los medios audiovisuales renueva en cada noticia, en cada ficción juvenil, este identikit que identifica a los potenciales enemigos de la sociedad a partir de rasgos físicos, lingüísticos y culturales y que encuentran en el rostro genérico de un jovenvarón- pobre-moreno los signos de la amenaza. La pauperización de la vida en los ’90, el avance de la desigualdad social y la deslegitimación de la política quiebran definitivamente el imaginario de la integración en la diferencia (económica) que por muchos años caracterizó a la Argentina. El discurso mediático suturó rápidamente las imágenes desintegradas de la nación que recorrieron el mundo en diciembre de 2001, funcionando como un verdadero dispositivo integrador de nacionalidad en tanto puso en circulación los identikits de estos “nuevos”12 habitantes a la vez que construyó manuales acerca de cómo manejarse con ellos y diseñó mapas que marcan las fronteras de los que están adentro y afuera. En el 2002 un canal de televisión nacional publicaba diariamente el mapa del delito en la provincia de Buenos Aires, señalando día a día las zonas rojas según un índice definido por la policía.

Fronteras mediáticas, estereotipos y producción del sentido
Esa frontera político-mediática entre nosotros (la gente común) y los otros (los pobres, marginados, excluidos, los “humanos residuales” como dice Bauman) fue construyéndose narrativamente de la mano de verdaderos estereotipos que justifican y alimentan a la vez, las “políticas de seguridad” que propone el Estado neoliberal. Cuando nos referimos a estereotipo lo hacemos siguiendo a H. Bhabha, quien lo define como un modo de conocimiento e identificación cuyo rasgo es la fijeza en la construcción de la “otredad” y la ambivalencia, en tanto vacila entre lo que es “ya conocido” y lo que se espera que se repita (Bhabha, H. 2002:91). En ese marco no nos interesa analizar los rasgos buenos o malos de la imagen de los jóvenes pobres, sino como plantea Bhabha: “los procesos de subjetivación hechos posibles y plausibles en el discurso estereotípico” (op. cit. 92).

La criminalización de los problemas sociales no es un proceso que pueda reducirse a la Argentina, es una estrategia derivada de las políticas estatales segregacionistas generadas al compás de la globalización, que requiere del trabajo de los medios para hacerse aceptable y legítima. En nuestro país, la televisión trabajó y trabaja arduamente en este sentido, ya sea de la mano de ficciones o de programas de actualidad, colaborando activamente en la definición y clasificación dual de tipos fijos de jóvenes pobres (buenos o malos; resentidos o resignados, redimibles o confinables, victimas o victimarios). Siempre como un “ellos”, nunca como un nosotros. Por su parte las telenovelas y programas juveniles incorporaron en sus elencos de segunda línea la figura del jóven pobre en su doble versión, como amenaza o como aliado de los héroes y heroínas de turno. Mientras que los programas informativos construyeron en sus relatos la doble semblanza que parece estructurar hoy la categorización de los jóvenes pobres: la del “pobre pero honrado” y en vías de integración y la del “pobre y peligroso” y definitivamente excluido. Donde los atributos positivos o negativos dependen casi de la naturaleza de cada ser humano, de su individualidad ya que las condiciones son adversas para todos.

Nos interesa abordar la dimensión subjetiva e identitaria vinculada a esos discursos, pues creemos que, a diferencia de otras instituciones como la escuela o el mundo del trabajo, las narrativas mediáticas tienen la capacidad de implicarse como recurso cultural y subjetivante en los contextos y situaciones de vida, brindando a los sujetos posibilidades de intervenir y participar activamente en esos contextos. Este rasgo reflexivo de la mediatización requiere ser estudiado, y se hace particularmente interesante en contextos “empobrecidos” pues su fuerza hegemónica adquiere mayor evidencia. 13 Consideramos con Laclau que el sujeto anterior a la subjetivación, “es el espacio vacío de una falla en la estructura dislocada”,14 vacío que es parcialmente suturado “mediante procesos de subjetivación que tienen lugar en el nivel del imaginario”. (Ibid: 44) Este es entonces un espacio privilegiado para las prácticas hegemónicas y es en esas operaciones de subjetivación donde se hace relevante su trabajo discursivo articulatorio.

En ese contexto señalar que la discursividad mediática opera hegemónicamente15 a nivel de la producción social del sentido y de la conformación de las subjetividades implica asumir su papel dominante, pero contingente, en la definición de esos procesos que hoy pasan fundamentalmente por el orden de la visibilidad. Siguiendo a M. Foucault, J. Larrosa señala que “un régimen de visibilidad compuesto por un conjunto específico de máquinas ópticas abre el objeto a la mirada y abre, a la vez, el ojo que mira. Determina el algo que se ve o se hace ver, y el alguien que ve o que se hace ver. Por eso el sujeto es una función de la visibilidad, de los dispositivos que le hacen ver y orientan su mirada. Y éstos son históricos y contingentes” (Larrosa, J. 2002).

La visibilidad mediática, –tal como viene siendo analizada a partir de la matriz  foucaultiana que permite analizar la enunciabilidad y la visibilidad como dos modalidades de saber/poder (Martini, S. 2002, Olivera, G. 1999, Thompson, J. B. 1999, Dalmasso, M. T. 1994)– no sólo representa identidades sociales sino que las constituye al conformarlas como modelos subjetivos cristalizados y estereotipados. Ahora bien, frente a este panorama identitario esquematizado que no permite reconocer la variedad, ni la diferencia generada por la desigualdad social nos preguntamos ¿Cómo viven los jóvenes en situación de exclusión social16 esta discursividad mediática que los nombra, los clasifica, los analiza, los escruta en su intimidad? ¿Se sienten interpelados por esos modelos identitarios? ¿Qué ocurre con su subjetividad? ¿Cómo conviven con estos estigmas los jóvenes pobres? ¿Cómo es vivir portando un rostro potencialmente peligroso? ¿Desde qué lugares se vinculan con estas narrativas mediáticas? ¿Cómo producen su subjetividad cuando sus identidades están preconstruidas por una cultura discriminatoria o correctiva? A partir de estos interrogantes nuestro trabajo de indagación consistió en entrevistas grupales a jóvenes varones y mujeres pobladores de una barriada urbano-marginal de la ciudad de Córdoba, con características de villa de emergencia y en el desarrollo de grupos de análisis de programas televisivos y debate en las que trabajamos las tópicas  señaladas en los interrogantes. Si bien esta etapa se encuentra en desarrollo podemos señalar algunas posibles respuestas.

En primer lugar queremos señalar la complejidad y riqueza cultural de los procesos de subjetivación que se producen en estas circunstancias. La pobreza material no implica de ninguna manera pobreza subjetiva como parecen sugerir algunos trabajos que hablan de “desubjetivación” en estos espacios en tanto señalan el declive y la pérdida de eficacia de las instituciones de la modernidad para construir sujetos (Corea y Dustchasky.2004:72). La escuela y la familia, ya sea por presencia o ausencia,17 continúan siendo referentes y contenedoras de la subjetividad y por tanto mediadoras de estos procesos de subjetivación que protagonizan los jóvenes excluidos.

En segundo término, es posible señalar procesos de identificación oscilante y críticos respecto de las figuras del joven legítimo que construyen los medios. Si bien, por un lado señalan que les gustan y admiran algunos rasgos de estos jóvenes exitosos por otro, desarrollan complejos contrargumentos acerca de la artificiosidad de esas construcciones identitarias y de la estrecha vinculación que existe entre ese modelo y el poder económico. La situación de carencia material opera aquí como condición de recepción que permite, por contraste, el desarrollo de un pensamiento crítico que en otros sectores más acomodados económicamente no es posible reconocer. Es decir, que se sienten interpelados por los discursos mediáticos pero no siempre responden adhiriendo críticamente al modelo legitimado de joven-legítimo-exitoso. Respecto de las narrativas que construyen la figura del joven pobre en vías de integración es posible destacar un alto grado de aceptación e identificación en tanto dicen: “son iguales a nosotros” de modo insistente. Es importante destacar que estas narrativas ofrecen un cierre imaginario a la situación de exclusión que estos jóvenes viven cotidianamente, pues los jóvenes pobres mediáticos con los que se identifi can están, de algún modo incluidos en la sociedad que a ellos efectivamente los margina. En este caso las condiciones de vida son denegadas en la lectura de estos estereotipos cuyos rasgos de semejanza no permiten problematizar la índole cristalizada de la identidad que los medios proponen.

En tercer lugar es posible señalar que los jóvenes entrevistados respecto de las figuras mediáticas estigmatizantes de los jóvenes pobres como delincuentes y amenazas sociales producen narrativas complejas del yo en las que oscilan entre:
- la adopción del lugar de destinatario medio previsto poniéndose en contra de los delincuentes (ellos) y a favor de la policía (nosotros).18
- el desarrollo de un contraargumento que señala que este tipo de programas “hace creer que todos los pobres (nosotros) somos ‘choros’ y que la policía (ellos) es buena.”

La identificación forzada con la figura del estigma y la exteriorización de un sentimiento de vergonzante ante la mirada legítima y clasificatoria de los otros. Un joven señala: “y bueno por ahí es bueno que acá, algunos vean esos programas a ver si les agarra miedo o vergüenza y dejan el choreo”. Al respecto es posible señalar junto con H. Bhabha que el discurso estereotípico convoca la identidad no sólo desde una posición de “dominio y el placer” sino que también lo hace desde la “angustia y la defensa”. Esto nos permite considerar que los sujetos asuman también como propios “rasgos identitarios” o polos de subjetividad cargados de estigmatizaciones sociales.

En cuarto lugar, en los relatos de los jóvenes se puede reconocer la construcción de un lugar emblemático (Reguillo, R.) de resistencia frente a las narrativas discriminatorias que toma algunos elementos de los discursos mediáticos y los resignifica en el marco de una cultura fuertemente localista. Esta narrativa tiene dos versiones: una desafiante que se posiciona en un campo en conflicto con las legitimidades culturales, muta de signo la marca negativa y dice: “somos negros de mierda y qué” y otra versión de tipo clausurada que sólo afirma lo local en la figura del ritmo del cuarteto y no busca confrontar con la cultura legítima sino sólo mantenerse al margen. “A nosotros lo negro villero sólo nos gusta el cuarteto y nada más, esa es nuestra vida.” La villa y el cuarteto son construidos imaginariamente como estandartes para posicionarse en un mundo de diferencias y no de desigualdades. La tópica de la villa es asumida como un estilo de vida y no como el lugar de la marginación en el que la sociedad los ha ubicado. Sin embargo, es posible reconocer cierta distancia crítica de los medios cuando han podido verse en las pantallas televisivas. Los jóvenes señalan: “la tele solo viene al barrio para mostrar las cosas malas, siempre aparecen los chicos desnutridos o cuando agarran a un chorito y eso es feo porque acá vivimos bien,… somos tranquilos, todos nos ayudamos y nos cuidamos entre nosotros”.

Finalmente nos interesa destacar una última narrativa reconocible en las entrevistas y debates realizados con los jóvenes que puede caracterizarse en un uso estratégico de las narrativas estigmatizantes en tanto se apropian de ese discurso discriminatorio al identificarse con el nosotros exclusivo de la enunciación y ubicar a los otros en los rasgos que esta narrativa les atribuye. A modo de ejemplo un joven señala: “Nosotros somos pobres nomás pero los que son unos “negros de mierda” son los de la Villa Las Chunchulas esos si que son todos choros y drogadictos. Si cuando se les acaba el faso (marihuana) fuman cualquier cosa, fuman orégano.”

A modo de cierre y reapertura de interrogantes
La hegemonía discursiva mediática se constituye hoy en un espacio central de producción de “posiciones de sujeto” al generar “modelos de identidad” desde los cuales, –y por medio de procesos de identificación– el sujeto va constituyendo la “experiencia de sí”19. La circulación expandida de discursos mediáticos también permite que, en términos de Reguillo, “junto a la representación oficial del otro se filtren las visiones y las versiones de las que esos otros son portadores”20 Este aspecto debe considerarse con particular sutileza en cada caso pues el discurso hegemónico tiende a apropiarse de aquello que lo pone en crisis. No obstante ello, es posible reconocer en el panorama dominante la emergencia de modelos contrahegemónicos o alternativos que intentan brindar a los sujetos elementos identitarios inclusivos, críticos o reflexivos sobre su situación de exclusión social. Sin embargo consideramos que no sólo en los medios hay que dar batalla, pues en los diálogos con estos jóvenes pudimos reconocer la presencia de contranarrativas provenientes del hogar, del grupo de amigos y de la escuela que busca dotarlos de saberes que fortalezcan su capacidad de producción cultural y de sentido.

La escuela puede ser hoy un espacio que trabaje en ese sentido si abandona el ideal de alumno ciudadano y busca dotar de palabras a estos jóvenes que están siendo hablados desde afuera.

El proceso de subjetivación no finaliza en el momento de la interpelación, esto es cuando se le propone al sujeto una clasificación y un mandato, sino que requiere de la actividad del sujeto, que asuma, rechace, ignore, resista o transforme el modelo de identidad propuesto en su totalidad o en algunos aspectos (Buenfil Burgos, R.N.- Hernandez Zamora DIE CINVESTAV 1994). En ese sentido, señalamos de modo hipotético que la capacidad de los jóvenes de lograr un posicionamiento crítico respecto de los modelos de identidad estigmatizantes y discriminadores que los medios les proponen depende de los usos21 culturales y de las posibilidades de articulación que hagan los sujetos con otros modelos de interpelación inclusivos en términos sociales y culturales.
 
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Notas:
1 Siguiendo la distinción de E, Laclau que entiende “lo político” como el orden del antagonismo y de institución de lo social y “lo social” como las formas y prácticas sedimentadas de la “objetividad” en Mumby, D. (comp.) “Narrativa y Control Social. Amorrortu. Ed. 1997 p18.
2 Según J. Derrida utiliza este término para caracterizar la producción discursiva proveniente de los dispositivos tecnológicos de producción de información y conocimiento. (Derrida, J. 1999).
3 “Interfaces. Sobre la democracia audiovisual evolucionada” en Ferry, Wolton y otros El nuevo espacio público, Gedisa, Barcelona, 1992.
4 En Fredric Jameson y Slavoj Zizek. Estudios culturales. Reflexiones sobre el multiculturalismo, Paidós, Buenos Aires, 1998.
5 Nos referimos a la concepción de Laclau, E. y Mouffe, Ch. que entienden que lo “social está estructurado en torno a un núcleo irrepresentable de negatividad” (en Buenfil Burgos, 2000) y que en ese marco la hegemonía debe entenderse como un proceso discursivo contingente, siempre amenazado que implica luchas por la imposición simbólica donde una “particularidad” asume la representación del todo, que le es inconmensurable. (1994).
6 Törfing, J. en Laclau, E. et. al en “Debates Políticos Contemporáneos”. Plaza y Valdez. 2000 p.43.
 7 El famoso “que se vayan todos” expresado por los manifestantes y caceroleros pasó a significar, a modo de elipsis, la ruptura política y social generalizada.
8 Según el 1er. Semestre de 2004 registrado por la Encuesta Permanente de Hogares (EPH) del Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (INDEC).
9 Aquí es necesario señalar que existen antecedentes de esta estética no sólo en cine sino también en TV a la que recurren estos discursos televisivos.
10 Esta narrativa es trabajada fundamentalmente por Rossana Reguillo quien a comienzos de los ’90 reconoce los efectos en latinoamérica de la Doctrina Giuliani que trabaja sobre el eje de la “Tolerancia Cero” ante el delito sustentándose en un conjunto de conceptos fuertemente racistas y estigmatizantes. La autora señala que su “cientificidad consiste en cruzar los datos provenientes del perfil racial del presunto delincuente para establecer, entre otras cosas su grado de peligrosidad” En Reguillo, R.: “Las estrategias del desencanto: emergencia de culturas juveniles” Ed. Norma. Bs. As.
11 Según lo hemos trabajado en el texto: “Domesticando al Salvaje o la emergencia de los marginados en la TV argentina” Felafacs. 2003
12 Aquí nuevos es sólo en términos del discurso mediático, no en términos de realidad socioeconómica.
13 En nuestra investigación: “Incidencia de la cultura televisiva en el ámbito escolar” realizada entre 1995 y 1999 registramos en los sectores empobrecido una profunda impronta mediática de la TV, en la medida en que otros consumos culturales son escasos o inexistentes.
14 Törfing, J. en Laclau, E. et. al en “Debates Políticos Contemporáneos”. Plaza y Valdez. 2000 p.43.
15 Nos referimos a la concepción de Laclau, E. y Mouffe, Ch. que entienden que lo “social está estructurado en torno a un núcleo irrepresentable de negatividad” (en Buenfil Burgos, 2000) y que en ese marco la hegemonía debe entenderse como un proceso discursivo contingente, siempre amenazado que implica luchas por la imposición simbólica donde una “particularidad” asume la representación del todo, que le es inconmensurable. (1994).
16 Entendemos por “jóvenes en situación de exclusión social” a los sujetos que entre los 12 y los 21 años viven bajo los “límites de la pobreza” y bajo” la línea de la indigencia”, según consta en los estudios del INDEC y que protagonizan situaciones de marginación social, económica, cultural y simbólica. (Hopenhayn, M. 2004).
17 Un trabajo de indagación realizado en el Seminario de Comunicación y Educación de la ECI-UNC en el 2004 con jóvenes que no van a la escuela pudimos constatar la fuerte presencia en el imaginario juvenil de esta institución a pesar de que en muchos casos es la propia institución la que los expulsa.
18 En este caso nos referimos al Programa “Policías en acción” que a modo de reality show editado muestra distintos procedimientos exitosos de la policía bonaerense en contra de la “delincuencia” suburbana. Los delincuentes apresados son mayoritariamente son jóvenes y pobres.
19 Se entiende por “experiencia de sí” a la correlación en un corte espacio-temporal concreto entre dominios de saber, tipos de normatividad y formas de subjetivación. (Foucault, M 1984;9-10 en Larrosa, J. op. cit. p. 269 y 290).
20 Reguillo, R. “El otro antropológico” en Análisis 29. Barcelona. Pg. 60.
21 Aquí uso se vincula al concepto de recurso cultural que propone G. Yúdice en el sentido de capacidad performativa de intervenir en “El recurso de la cultura” Gedisa. Ed.2002, también se vincula a la noción de táctica de M. De Certeau.

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