lunes, 3 de diciembre de 2012

Revirtiendo el giro punitivo

por René Van Swaaningen
Profesor de Criminología Internacional y Comparada de la Universidad Erasmus, Rotterdam
(Holanda); Director académico del Departamento de Postgrado de la Facultad de Derecho Erasmus y Presidente de la Sociedad Holandesa de Criminología (NVK).
Traducido del inglés por Silvia Susana Fernández.
 
I | Introducción
Este artículo es una búsqueda de respuestas a un fenómeno que aún no hemos logrado entender acabadamente. En la literatura penológica internacional de los ´80 y ´90, generalmente se ofrecía a Holanda como el arquetipo de país no punitivo ya que demostraba cómo un Estado altamente industrializado y densamente poblado podía arreglárselas con muy pocas cárceles. Sin embargo, en esa época ya había comenzado un proceso de reversión, con un crecimiento del sistema carcelario sin precedentes. Cuando David Downes y yo analizamos ese periodo de expansionismo penal y renovado punitivismo, no fuimos optimistas sobre el futuro; hasta titulamos nuestro artículo “¿El camino hacia la distopía?” (3) —aunque morigerando el tono un tanto apocalíptico con los signos de interrogación—. En uno de nuestros diálogos, David Downes sostuvo que “una vez que se toma un giro punitivo, casi nunca hay retorno”. Pero de repente, en 2005, la población carcelaria comenzó a disminuir nuevamente y, lo que resulta aún más sorprendente, es que no hay indicadores claros de los motivos por los que esto ocurrió. De hecho, los desarrollos políticos de los primeros años del nuevo milenio, con un marcado ascenso de la derecha neo-nacionalista y populista —para quienes la “mano dura” con el delito constituyó la clave de sus campañas electorales— como dato sobresaliente, no hacía presuponer este rumbo.


En mi búsqueda de explicaciones para esta disminución de la tasa de encarcelamiento, decidí rastrear las razones que con anterioridad habían sido señaladas como las principales causas del expansionismo penal y el punitivismo para luego analizar la evolución de esos factores después de 2005. Las tasas de prisionalización juegan un rol importante en el debate sobre el punitivismo. En esta contribución sostendré que si pretendemos contestar si es posible revertir los giros punitivos en curso, se torna necesario un abordaje más socio-cultural del punitivismo, y desde luego del no- punitivismo, sus características y sus factores explicativos. El papel del conocimiento experto en los debates sobre las políticas a implementar y la clase de pericia profesional utilizada resulta de especial interés en este sentido. Si bien se tomará como ejemplo el caso holandés, se lo analizará desde una perspectiva internacional comparada.

En primer lugar, nos abocaremos a la pregunta sobre qué es el punitivismo. Luego, abordaremos otras preguntas de naturaleza más empírica sobre el “giro punitivo” de 1975-2005 y sobre la disminución de la población carcelaria después de 2005. Analizaremos tanto los factores internos dentro del sistema penal como los externos, de naturaleza social. Finalmente, reflexionaremos en términos más normativos sobre el punitivismo, tratando de contestar qué tiene de malo —después de todo— y por qué deberíamos intentar revertirlo.

 
II | ¿Qué es el punitivismo?
El indicador de punitivismo más comúnmente utilizado es la tasa de prisionalización. Desde esta perspectiva, EE. UU. es —por lejos— el país más punitivo del mundo, con 739 detenidos cada 100.000 habitantes en la actualidad, a pesar de registrar una pequeña disminución durante los dos últimos años. Excluidos algunos pequeños países del Caribe y otros africanos con cifras muy poco confiables, le siguen la Federación Rusa (con 534 detenidos cada 100.000 habitantes) (4). Europa, Rusia y los otros Estados de la ex Unión Soviética registran la mayor población carcelaria cada 100.000 habitantes (oscilando entre 439 y 220), seguidos por un número de países que integraban del Pacto de Varsovia (entre 230 y 150). En Europa Occidental sobresalen Inglaterra y Gales (154), España (152) y Escocia (151).


Particularmente, los estudios sobre la “pesadilla penal” de los EE. UU. brindan un apoyo bastante convincente a la idea de que las altas tasas de prisionalización son un indicador bastante bueno de punitivismo (5). Ahora bien, ¿cómo debe interpretarse lo contrario? ¿Las bajas tasas de prisionalización son un indicador de no- punitivismo? Las tasas más bajas del mundo corresponden a países tan diferentes como Liechtenstein (19), Commoros (19), Timor Leste (20) las Islas Faeroe (23) y Congo Brazzaville (26). Se trata de países muy pequeños, islas remotas o Estados fallidos que son demasiado pobres y desorganizados como para construir cárceles. Por lo tanto, las tasas bajas no son realmente el mejor indicador de no- punitivismo. En Europa, las tasas más bajas también se encuentran en países pequeños y remotos. Sin tenerlos en cuenta (por ej. Andorra, Islandia, Liechtenstein o Mónaco) ni tampoco a aquéllos cuyas bajas tasas probablemente no reflejan una sociedad pacífica (como Bosnia o Kosovo que sufrieron guerras civiles recientes), las tasas más bajas se registran en Finlandia (59), Eslovenia (64) y Noruega (73).

Japón —con sus 58 detenidos cada 100.000 habitantes— también es presentado como un país no-punitivo. Resulta llamativo que los análisis de algunos países grandes con tasas aún más bajas —como India (31)— estén mayormente ausentes en la literatura penológica internacional. Japón es traído como ejemplo porque, como alguna vez lo fue Holanda, es un país altamente industrializado y densamente poblado que, sin embargo, mantiene tasas de prisionalización relativamente bajas. No obstante ello, el “score punitivo” de Japón es bastante alto: similar al de Gran Bretaña, que tiene una tasa de prisionalización mucho más alta (6). Más aún, el sistema penal japonés es caracterizado como un “puño de hierro en un guante de terciopelo” porque las bajas tasas coinciden con condiciones carcelarias rigurosas y un control social intensivo y firme, bastante punitivo, fuera de la prisión (7).

Estos extraños datos estadísticos llevaron a Roger Matthews (8) a concluir que toda la noción de punitivismo es un mito. En primer lugar, porque según su opinión, el concepto está tan mal definido que prácticamente no logra entenderse su contenido. En segundo lugar, brinda una imagen demasiado plana de los desarrollos penales; en realidad, siempre existen dos corrientes opuestas: simultáneamente, se producen reacciones no –punitivas al delito y “mejoras” dentro del sistema penal. En tercer lugar, Matthews afirma que, en la literatura sobre punitivismo, la preocupación pública por el delito y las “sentencias blandas” es rápidamente descartada como “populismo penal”, mientras que las elites profesionales se consideran casi siempre acertadas en sus valoraciones. Estos argumentos son correctos en cierto sentido, pero la conclusión de Matthews de que por eso las tasas de prisionalización no son un buen indicador de punitivismo, parece un tanto aventurada.

Con respecto a la primera objeción, este autor descarta la literatura sobre la operacionalización empírica del punitivismo, por ej. la Encuesta Internacional de Víctimas de Delitos (ICVS) o los trabajos del criminólogo finlandés Tapio Lappi Seppälä. En relación a su segunda observación, también podemos afirmar que las excepciones confirman la regla. Obviamente los desarrollos penales nunca van sólo en una dirección pero, en restrospectiva, siempre es posible distinguir las corrientes principales de las excepciones. Aunque Matthews pueda tener razón en cuanto a que en penología la opinión pública punitiva es casi siempre descartada, su tercera observación deja fuera del análisis el hecho de que existe bastante soporte empírico para apoyar la idea de que las emociones, efectivamente, tienen un rol más importante en la arena política. Es más: existe amplia evidencia de que estos actores políticos conceptualizan la opinión pública de forma demasiado vaga y creativa y piensan que “el público” demanda sentencias más severas, cuando en realidad opina con matices diversos (9); pero por sobre todo, la teoría de Matthews ignora la conclusión de criminólogos cuantitativos como Lappi Seppälä (10) de que las tasas de prisionalización se correlacionan bastante bien con otros indicadores de punitivismo, como la confianza en los conciudadanos y en el gobierno, el gasto en bienestar social, el hecho de que el país tenga un sistema político multipartidista o bipartidista polarizado; que exista o no un sistema legal independiente o una judicatura electiva; que el sistema de justicia penal esté o no operado por profesionales bien entrenados y, last but not least, que haya medios masivos equilibrados o prensa sensacionalista.

Si hablamos de “punitivismo” evidentemente hay mucho más en juego que sólo cifras. Los países que aplican la tortura o la pena de muerte pueden tener tasas bajas de prisionalización pero no pueden considerarse “no punitivos”. Por lo tanto, es necesario que abordemos al “punitivismo” como un fenómeno socio-cultural. El punitivismo implica tanto elementos Cuantitativos  como cualitativos (11). En un sentido socio-cultural, podemos hablar de sistema penal punitivo si, por ejemplo, se ve a la cárcel como la reacción obvia, adecuada frente al delito; se enfatiza el valor expresivo del castigo (“mano dura”); no se ve a la privación de la libertad en sí misma como suficiente castigo y se exige que la vida en la cárcel implique mayores padecimientos (“sin concesiones”) y los ideales de resocialización son reemplazados por la incapacitación (selectiva).

Revertir estos aspectos del punitivismo implicaría que el no- punitivismo incluyera intentos de reducir las tasas de prisionalización, de mejorar la calidad del sistema penal, de reafirmar la idea de la detención como “último recurso” y la adopción de medidas alternativas a la prisión como primera opción, de llamar la atención sobre los efectos colaterales no deseados del encarcelamiento, de insistir en que la privación de la libertad en sí misma es el castigo y no es necesario infligir mayores padecimientos y de mantener el ideal de “rehabilitación para todos”. Esto se acerca al “modelo holandés” del periodo de reducción sostenida de las tasas de prisionalización entre 1947-1974. Las tasas, que bajaron hasta 18 por cada 100.000 habitantes en 1973, se mantuvieron bastante bajas hasta mediados de los ´80. Las cárceles holandesas, enfocadas en la rehabilitación y los derechos de los detenidos, con sus relaciones “relajadas” entre internos y personal penitenciario y sus escasos motines, eran consideradas las “menos malas” del mundo (12).


III | El giro punitivo
En el periodo siguiente, entre 1975 y 2005, Holanda se transformó en un caso típico de expansionismo penal. De pronto, tras haber tenido una de las tasas de prisionalización más bajas de Europa Occidental pasó a registrar una de las más altas (después de Gran Bretaña y España). Si comparamos los 18 detenidos cada 100.000 de la población en 1973 con los 134 en 2005, podemos concluir en que Holanda multiplicó siete veces la cantidad de personas encerradas durante los treinta años anteriores, lo que constituye uno de los crecimientos más pronunciados en el mundo. Más aún: hubo, simultáneamente, una expansión igualmente impresionante de sentencias no privativas de la libertad, remisiones fuera del proceso penal y medidas “preventivas” sumamente invasivas (13). Este análisis me hizo poner en duda la tesis de que las tasas de prisionalización habían caído después de 2005 por la gran cantidad de medidas alternativas a la prisión adoptadas. El aumento más marcado de sentencias no-privativas de la libertad coincidió con el expansionismo penal y no existe evidencia de que éstas hayan reemplazado sentencias de prisión, de allí la conclusión de Jolande uit Beijerse y mía (14) de que todo desarrollo de “alternativas a la prisión” debería ser precedido de una moratoria en la construcción de cárceles y, antes de decidir sobre la imposición de toda sentencia de prisión, debería darse una búsqueda activa de alternativas.


El nuevo punitivismo holandés puede apreciarse en la incapacitación selectiva de ciertos “grupos problemáticos” (en su mayoría, delincuentes habituales); en las celdas austeras, de construcción económica, alejadas de las grandes ciudades de procedencia grandes de la mayor parte de los detenidos y sus familias; en un cambio de enfoque en la política criminal, de la resocialización a la protección de la sociedad y un giro hacia “sentencias expresivas”; en la reiterada violación de los principios penales; y en crisis penales por peligros de incendio y por el silenciamiento del personal penitenciario tras haber criticado la política oficial del Ministro de Justicia (15). El cambio radical en la política criminal holandesa se veía claramente desde principio de los ´80, pero fue recogido por la literatura penológica internacional mucho más tarde.

En su libro Penal Systems: A comparative approach, Michael Cavadino y James Dignan “finalmente” concluyeron en su capítulo sobre Holanda que “una señal de tolerancia desapareció” (16). En nuestro estudio ¿El camino a la distopía? (17), David Downes y yo concluimos que, en Holanda, el desarrollo de las cifras delictivas y las cifras de prisionalización generalmente van en direcciones opuestas. Cuando el delito registrado aumentaba, disminuían las tasas de prisionalización; cuando las tasas de delitos registrados aumentaban aún más, sólo se producía un pequeño aumento en las tasas de prisionalización y, lo sorprendente, es que la enorme expansión del sistema carcelario sólo comenzó cuando las tasas delictivas es estabilizaron. Evidentemente, hay un intervalo entre la decisión de construir más cárceles y el momento en el que las nuevas cárceles están listas, ¡pero no entre 15 y 20 años! La tesis de que “encarcelamos más gente porque aumentó el delito” es una explicación muy atractiva para el sentido común, pero ya es difícil decir qué miden realmente estas cifras: los efectos del registro, las prioridades policiales, las nuevas criminalizaciones o un número real de transgresiones. Por otra parte, la escasa evidencia de una correlación directa entre los delitos registrados y las tasas de prisionalización, hace que estos dos desarrollos requieran explicaciones diferentes. Eso también me hizo dudar sobre el acierto de la explicación principal de que las tasas de prisionalización bajaron después del 2005 porque estaban disminuyendo las tasas delictivas. En nuestro estudio también analizamos algunas otras explicaciones habituales  del expansionsimo del sistema carcelario holandés. Los delitos vinculadosa las drogas fueron uno de los argumentos centrales: En el White Paper (documento gubernamental sobre política criminal) de 1985 —Sociedad y Delito (Samenleving en Criminaliteit)— se afiimó explícitamente que Holanda se había transformado en uno de los principales “narco-Estados” europeos, con una “mafia” que controlaba el sector inmobiliario y la industria del sexo en diversas ciudades y que —entre otras cosas— se necesitaban penas más duras para contrarrestar esta nueva tendencia del crimen organizado. Ese mismo documento de 1985 sostenía que la declinación en el control social ocurrida desde 1960 en adelante debía compensarse con el aumento del control penal y el control local del delito y la inseguridad. A esto se le llama “teoría de la defragmentación social” (ontzuiling): con la desaparición casi total de los denominados pilares tradicionales de la sociedad después del proceso de secularización de la década del ´60, el control policial y el castigo penal fueron vistos como uno de los pocos mecanismos de control social. También existe una versión más económica, social, de esta teoría: con los grandes recortes presupuestarios en las prestaciones de bienestar social a principio de los ´80, se llegó a una situación en la que los problemas sociales ya no podían resolverse mediante políticas sociales y se trasladaron al sistema policial y penal. Esta última variante encuentra mayor apoyo en la literatura penológica: los países que gastan menos en bienestar social generalmente tienen tasas más altas de prisionalización que aquéllos que son más generosos en este tipo de gastos (18).

En aquel trabajo, aceptamos el argumento de que las tasas de prisionalización habían subido porque los delitos se habían vuelto más graves pero mostramos nuestras dudas acerca de si esto constituye la parte más importante de la explicación. Finalmente, examinamos la creciente importancia de la víctima en el proceso y el “temor al delito” en las políticas de seguridad locales. La introducción de encuestas a víctimas a principios de los ´80 marcó definitivamente un cambio en la atención política y de los medios, que giró del agresor al daño causado. Esto también produjo algunos cambios en la actividad judicial: además de la visión tradicional en la administración de justicia, de que la culpa del acusado es la cuestión principal dentro del proceso penal, ahora los jueces también deben tener en cuenta los intereses de la víctima. Es cierto que la necesidad de reconocimiento social y la desaprobación del acto cometido en su contra pueden implicar una reafirmación de la función durkheimiana del castigo (19) pero eso no conduce necesariamente a un mayor punitivismo. La mayor atención prestada a la justicia restaurativa o a la mediación, constituye una reacción muy diferente al mismo fenómeno.

En relación al papel de las drogas en los desarrollos penológicos holandeses, en primer lugar debemos señalar que el abordaje tradicional de “reducción del daño” enfocado en la salud pública fue cediendo lugar a un abordaje meramente penal en los ´90, aunque todavía es excepcional la persecución penal de los consumidores de drogas que no causen problemas.

Alrededor del 20% de los detenidos están condenados por delitos de drogas y un número desconocido de delitos conexos. La legalización de estas sustancias o su distribución regulada (por ejemplo, a través de las farmacias) probablemente hubiera hecho innecesaria la expansión del sistema carcelario.

Mientras que con David Downes (20) nos concentramos en los desarrollos sociológicos que condujeron a una ampliación del sistema carcelario, Miranda Boone y Martin Moerings (21) analizaron las razones de la expansión penal atribuibles a factores internos del sistema penal. Así, concluyeron, por ejemplo, que se recurrió a la prisión preventiva con mayor frecuencia que antes y que la lógica principal para aplicarla fue la protección de la sociedad frente a los drogadictos, los mendigos y los agresores que desplegaran un mínimo de violencia. También notaron que los acusados con problemas mentales que esperaban vacante en una institución psiquiátrica penal (clínica TBS) sumaban una presión extra al sistema carcelario.

Otra razón importante para la expansión fue que los infractores menores de edad —cada vez más frecuentemente juzgados como adultos— fueron privados de su libertad en mayor proporción. Por otra parte, debe considerarse —aunque con menor incidencia— el aumento en la utilización de la detención en el caso de extranjeros sin documentación migratoria válida que no pueden ser deportados, lo que también agregó mayor presión al sistema penal. La conclusión de Boone y Moerings fue que la sociedad holandesa ya no era capaz de resolver los problemas sociales por medios sociales y que, por lo tanto, la penalización era el taparrabo de una sociedad supuestamente civilizada.


IV | El rol de la voluntad política, los expertos y los activistas penales
Si existe la voluntad política y moral de reducir las tasas de encarcelamiento, generalmente es posible realizarlo. Pero ¿por qué deberíamos no querer encerrar a todos esos “malhechores”? John Braithwaite y Philip Petit sostienen en su libro Not Just Deserts: “… Es bueno cuando las sociedades se sienten incómodas con el castigo. Del mismo modo que resulta saludable para los ciudadanos estar incómodos más que moralmente orgullosos de lo correcto que pueda considerarse matar a otros en guerra y también de castigar delincuentes… Una sociedad que se sienta moralmente cómoda al enviar a miles de jóvenes aterrorizados a instituciones en las que son golpeados, violados y brutalizados, despojados de su dignidad humana, privados de su libertad de expresión y de movimiento, tiene un dudoso compromiso con la libertad…” (22). En otras palabras, poner “límites al dolor” en las cárceles es un signo de civilización. Las sociedades civilizadas simplemente no torturan ni inflingen otros tratos inhumanos y degradantes a las personas.


El periodo de ”decarcerización” en Holanda surgió tras la experiencia de la Segunda Guerra Mundial, cuando las elites —que generalmente no llegaban a las cárceles pero fueron encerradas durante el régimen nazi— se avergonzaron tanto de las terribles condiciones carcelarias que sintieron la necesidad de cambiarlas radicalmente si es que iban a superar la barbarie de la época nazi y conformar una sociedad civilizada. En España, la humanización del sistema carcelario se consideró un paso necesario en la transición hacia la democracia después de la muerte del dictador Franco en 1975 (23). En Finlandia, la política de decarcerización comenzó con el reconocimiento, en 1976, de que las altas tasas de prisionalización (comparadas con las de los países escandinavos vecinos) eran una desgracia (24). Nils Christie (25) atribuye las bajas tasas de encarcelamiento de Escandinavia a la unidad moral de la comunidad que da forma a la política de justicia penal en esos países. Por su parte, Jeffrey Meyer y Pat O´Malley (2005:205) sostienen que la decisión de Canadá, en 2001, de adoptar una política más orientada al reduccionismo penal comenzó con la pregunta retórica aunque central: “O adoptamos el modo americano (…) o desarrollamos alternativas significativas y duraderas (26).”

En los ´80, el Procurador General Jan Remmelink de la Corte Suprema holandesa describió al dictado de sentencias como un proceso preocupante y a la política criminal como la política de la mala conciencia (27). De hecho, tener una alta tasa de prisionalización era considerado muy problemático hasta fines de los ´90, tanto por razones económicas como por nuestro nivel de civilización. Todavía en 1997, un informe del centro de investigaciones WODC del Ministerio de Justicia holandés que buscaba analizar y explicar las crecientes tasas de prisionalización entre 1985 y 1995, comenzaba sosteniendo que debería buscarse detener “la expansión incontrolable” del sistema carcelario durante el periodo investigado (28). Los investigadores reclamaron explícitamente estrategias de reduccionismo que contrarrestaran las causas más importantes de este aumento. En su opinión, ni los cambios legales ni una mayor disposición a denunciar delitos, ni la ampliación de la capacidad de la policía y las fiscalías podían justificar el aumento de las sentencias privativas de libertad. Básicamente, culpaban al Ministerio Público Fiscal, a la judicatura, la legislatura, la policía y el servicio penitenciario de haber adoptado una actitud más punitiva. En retrospectiva, esta parece haber sido la última manifestación fervorosa de una creencia genuina por parte de los políticos y los diseñadores de políticas en la necesidad y posibilidad de reducir las tasas de prisionalización. La mayoría de los políticos actuales adopta la postura populista de que “el ciudadano siempre tiene la razón”, presupone que el público quiere penas más duras e ignora cualquier cuestionamiento a esta conjetura. Veo con preocupación la avidez con la que los diseñadores de políticas públicas holandeses tratan de copiar las políticas de Gran Bretaña y EE. UU., desde la “tolerancia cero” hasta las ASBOs (29) . Peor aún: este giro punitivo cuenta con escasos contrapesos. A nivel político, prácticamente todos los partidos —desde el Laborista hasta la extrema derecha— parecen estar de acuerdo en que todavía somos demasiado “blandos” y necesitamos sanciones más expresivas.

Hasta la otrora influyente Liga Holandesa para la Reforma Penal, la Coornhert Liga, dejó de existir. En este momento, se evidencia la notable ausencia de una filosofía penal coherente. Cuando se estudian los documentos sobre políticas criminales de los últimos veinte años con el propósito de hallar las razones “oficiales” de la continua expansión del sistema penal, la carencia de argumentos realmente impacta. Básicamente sólo se perciben dos líneas oficiales: una es el pretendido “clamor público” por la escasa rigurosidad penal (que funciona como un mantra que no requiere serio estudio) y la otra es la de “el aumento en las tasas delictivas” (que en realidad están bastante estables desde los ´90 y en disminución desde 2002).

La infl uencia ejercida por los diseñadores de políticas y los legisladores en el desarrollo de las tasas de prisionalización no ha sido siempre clara. En su estudio de la sobrepoblación carcelaria en Bélgica, Kristel Beyens, Sonja Snacken y Christian Eliaerts afirman: “La disminución de las poblaciones carcelarias es muchas veces el resultado de reformas legislativas (…), a veces de un creciente escepticismo respecto a la privación de la libertad sin ninguna reforma legislativa (…) y también vemos muchas iniciativas dirigidas a reducir las poblaciones carcelarias (…) sin resultados (30)”. Michael Tonry (31) advierte lo importante que es, sin embargo, estudiar junto a los desarrollos socio-culturales y políticos, el nivel más concreto de legislación y políticas. Al preguntarse por las razones de las tasas excepcionalmente altas de los estadounidenses, Tonry señala como respuesta las reformas legislativas y las políticas públicas como la guerra a las drogas, la introducción de sentencias con penas cuyos montos se encuentran fijados por ley (mandatory) e indeterminadas, leyes del tipo “tres golpes y afuera” y una fuerte penalización del quebrantamiento de las condiciones de la libertad condicional (32). En su libro, Downsizing Prisons (33), Michael Jacobson (2005) propone un giro en sentido contrario respecto de estas reformas. Así, ofrece soluciones de implementación práctica mediante políticas y estrategias para despertar de la “pesadilla penal” norteamericana, tales como la modificación de la forma en la que operan las agencias de libertad condicional y de probation; la reducción significativa de las sentencias y las violaciones “técnicas” a las condiciones de la libertad condicional y la implementación de programas de tratamiento para la adicción a las drogas. Como ex Comisionado del Departamento Correccional y de Probation de la ciudad de Nueva York, Jacobson se presenta a sí mismo como un operador que “afirmaría que las estrategias pragmáticas hasta pueden ayudar y quizás contribuir a dar forma y expandir la fuerza de los movimientos sociales anti-carcelarios haciendo que los objetivos de estos movimientos sean más alcanzables.” Sin embargo, Jacobson es, al mismo tiempo, muy normativo al finalizar su libro con el siguiente llamado: “Las políticas actuales han producido más daño que bienestar y es hora de ponerles freno. Es hora de parar (34)”.

Del trabajo de Tapio Lappi-Seppälä también podemos concluir que la legislación y las políticas son necesariamente factores importantes para la reducción de las tasas de prisionalización —y también para su aumento— en un país que durante la última década ha sido considerado como un ejemplo de sociedad no-punitiva: Finlandia. En este caso, los efectos reduccionistas de mayor alcance se lograron: 1- Reduciendo las penas para los delitos comunes contra la propiedad en 1972 y nuevamente en 1991; 2- Restringiendo el uso de la prisión preventiva en 1973; 3- Introduciendo las multas diarias y las sentencias condicionales en 1977; 4- Reduciendo el término de la libertad condicional en 1989 e, 5- Introduciendo las órdenes de servicio comunitario como alternativa a la prisión en 1992 y 1995. El incremento en las tasas de prisionalización finlandesas después de 2000 halla sus causas principales en: 1- El aumento de las penas para los delitos que implican ejercicio, intento o amenaza de violencia contra las personas; 2- una mayor penalización del consumo y tráfi co de drogas y 3- de los delitos sexuales y la violencia doméstica.

Michael Cavadino y James Dignan describen Finlandia como “El país que más recurre al conocimiento experto de entre los escandinavos (35)”. Si bien no puede probarse que esto tenga correlación directa con la escasa población carcelaria de ese país, existen buenas razones para analizar el rol de los expertos en cuestiones penales. En el plano internacional, estos expertos y los movimientos para la reforma penal tienen un rol fundamental como vanguardia política para la confección de agendas reduccionistas (36). El periodo de decarcerización en Holanda confirma esta tesis: Se inició con el Comité Fick, que estableció las pautas para un nuevo sistema carcelario humanitario en 1947; la Escuela de Utrecht de los ´50, que constituyó un apoyo fundamental a la rehabilitación y, en los´70, de los derechos de los detenidos; luego, los abolicionistas que se comprometieron en grupos de presión penal y de reforma legislativa en los ´70 y ´80 y el establecimiento de políticas diseñadas por expertos. Sin embargo, Nils Christie sostuvo que ”la proverbial `tolerancia holandesa´ ha sido siempre una `tolerancia desde arriba´, conducida por las elites profesionales que eran mucho más `tolerantes´ que el público en general (37)“. En su opinión, esto tornaría vulnerable al clima penal moderado holandés. Desafortunadamente, si miramos en retrospectiva, debemos coincidir con Christie en este punto.

Con David Downes (38) también demostramos cómo el tono fuertemente moralista, anti- delito y anti-benevolencia penal del White Paper “La ley en movimiento” (Recht in beweging) se fusionó con un discurso gerencialista que pregonaba el aumento de la “efi cacia de la cadena penal”. Un populismo punitivo comenzó a dominar las políticas del control del delito desde la última parte de los ´90, cuando la Derecha populista (o extrema) se puso a la vanguardia, concentrándose en la amenaza que los “extranjeros” en general y los terroristas islámicos, en particular, constituían para sociedad holandesa (39). A nivel más directo de políticas implementadas, vemos cómo el enfoque de “lo que da resultado”- con su discurso de “efi ciencia” y “buenas prácticas”- sustituye el compromiso social de la generación previa de abogados y criminólogos. La desacreditación de la filosofía penal reduccionista coincidió con el surgimiento de una clase diferente de “expertos en cuestiones penales”: el estadístico, el analista de riesgos, el gerente, el psiquiatra y el psicólogo. Estos nuevos expertos no cuestionan el giro punitivo; no tienen la agenda intelectual amplia de la generación precedente; son contratados para brindar consejos concretos en casos concretos y apegarse a esta función. Más aún: deben obedecer la nueva cultura gerencialista en la que “blancos”, “financiamiento de los resultados” y “planificación y control” son las palabras de moda. En una línea similar, David Downes se pregunta: “¿Tendrían hoy los operadores la misma libertad de maniobra y el mismo respaldo de los funcionarios que David Faulker (un alto funcionario de la administración penal británica con una agenda reduccionista, RvS) y su equipo consiguieron en los ´80? Me temo que no (40).” Si consideramos que las tasas de prisionalización británicas siguen subiendo a pesar de los comentarios críticos del Secretario de Justicia británico, Kenneth Clark, sobre el “pasmoso número” de detenidos en Inglaterra y Gales, los altísimos costos del sistema carcelario y el hecho de que muchos detenidos se hacen adictos a las drogas durante su encierro, lamentamos coincidir con Downes. Los estudios sobre el sistema carcelario español (con la segunda cifra más alta de Europa Occidental pese a la ausencia de tasas de victimización o niveles de punitivismo particularmente altos) señalan como razón del aumento de las tasas de encarcelamiento de 138 en 2004 a 155 en 2010 (41) el incremento en las penas y las nuevas criminalizaciones como así también la pérdida de influencia de las elites profesionales sobre quienes diseñan las políticas públicas.


V | ¿Un giro punitivo revertido?
Con 134 detenidos por cada 100.000 habitantes en 2005, Holanda se acercó a los países de Europa Occidental con las tasas más altas, después de Gran Bretaña y España. Pero, mientras en estos dos países aquéllas continuaron aumentando, en Holanda bajaron —¡después de treinta años de continuo crecimiento!— Con una tasa de 94 en 2010, vuelve al nivel de 2001. Un análisis reciente de las tendencias realizado por el Departamento de investigaciones WODC del Ministerio de Justicia holandés pronostica que las tasas bajarán aún más, aunque no al mismo ritmo que entre 2005 y 2010 (42). Se van a cerrar ocho cárceles y una ya ha sido alquilada a Bélgica —país vecino que sufre de sobrepoblación estructural—. Asimismo, se ha propuesto el cierre de otras seis instituciones juveniles. Ningún experto en cuestiones penales había pronosticado esto. No acontecieron cambios notables en el entramado socio-cultural del país que pudiera explicarlo; definitivamente, no hubo un resurgimiento de políticas reduccionistas y tampoco decriminalizaciones u otras iniciativas políticas que pudieran haber tenido efectos despenalizadores. Lo único que podemos decir es que los giros punitivos pueden revertirse, al menos si tomamos las tasas de prisionalización como indicador de punitivismo.


Pasaron algunos años hasta que surgieron los primeros análisis de la disminución del número de detenidos. La explicación intentada con mayor frecuencia era la aparentemente obvia de que las tasas de prisionalización bajaron porque los delitos registrados estaban disminuyendo. Parecía demasiado simple. Si concluimos que las tasas delictivas casi nunca tienen correlación con la expansión del sistema carcelario, ¿por qué determinarían una disminución? Más aún: las tasas de delitos registrados habían caído en la mayor parte de los países de Europa Occidental, mientras que las tasas de prisionalización no disminuyeron en estos otros países. Miremos más de cerca las tasas delictivas en baja en Holanda: En 2009, el economista jurídico Ben Vollaard, el oficial de policía Peter Versteegh y el estadístico Jan van den Brakel publicaron un informe sobre lo que llamaron las explicaciones más prometedoras de la caída del delito desde 2002 (43). En primer lugar, observaron una disminución espectacular de los delitos violentos más graves, lo que se tradujo en penas más cortas. En segundo lugar, concluyeron que el número de adictos a drogas duras disminuyó en dos tercios. Dado que este grupo es considerado responsable de una gran proporción de delitos callejeros comunes, su disminución contribuye significativamente a la disminución promedio del delito. Es más, la introducción de una nueva medida destinada a mantener a los delincuentes habituales (cerca del 90% adictos a las drogas) fuera de las calles por dos años, independientemente del delito que hayan cometido (conocida como “medida ISD”), parece haber tenido un importante efecto en la disminución del delito callejero. Otras razones para la disminución de las tasas delictivas que señalan estos investigadores (2009) son la disminución de gente joven en la población, un control policial más efectivo y con blancos más precisos, mejores medidas de prevención y menores precios para los artículos robados.

Como vimos al analizar el aumento de las tasas de prisionalización, el efecto de la, en este caso, menor, gravedad de los delitos cometidos parece haber tenido el mayor impacto. Pero, para entender su relación con la disminución de las tasas referidas, es necesario analizar las cifras con mayor profundidad. En realidad, los delitos registrados como “violentos” han aumentado de 91.738 en 2000 a 111.888 en 2007. Sin embargo, como los delitos violentos que llegan a los tribunales son menos graves, las penas son menores. Lo mismo puede decirse respecto a los delitos relacionados con las drogas. Las infracciones a la Ley del Opio (Opiumwet) aumentaron de 7.474 en 2000 a 15.675 en 2007, pero este incremento se debe principalmente a una mayor penalización de las drogas blandas (por ej., los derivados del cannabis), con penas menores (44). Es cierto que la medida ISD produce un efecto incapacitante en los delincuentes habituales, pero tampoco debe sobreestimarse. Sólo hay 700 transgresores en las instituciones ISD —lo que no es un número considerable si tiene en cuenta la capacidad carcelaria de 12.000 internos— y esta incapacitación sólo tiene un efecto temporario. Además, aunque la rehabilitación también constituye un objetivo oficial de la medida ISD, al centrarse en la incapacitación, se transforma en una medida punitiva (45).

Una segunda razón para la disminución de las tasas de prisionalización invocada a menudo es la mayor aplicación de sanciones no-privativas de la libertad y del monitoreo electrónico. Es cierto que el número de sanciones no-privativas para adultos continuaba subiendo mientras las tasas de prisionalización bajaban: en 2002, se aplicaron 20.949 sanciones no privativas de la libertad para adultos y 37.663 en 2007, lo que prácticamente equivale al número de detenidos por año (46). Sin embargo, cuando más aumentó el número de sanciones no-privativas fue durante el periodo de expansionismo penal y a partir de 2008 sufrió una escasa disminución. Por lo tanto, si tenemos en cuenta que éstas contienen una creciente cantidad de condiciones que cada vez se aplican más estrictamente (incluyendo la utilización de un chaleco fluorescente —claramente estigmatizante— con la inscripción “trabajo para la sociedad”) podemos poner en duda si la aplicación más amplia de sanciones no-privativas de la libertad constituye un símbolo de un clima penal menos punitivo.

Las explicaciones más recurrentes no resultan del todo convincentes. Debemos profundizar aun más. Por ello, analizamos hasta qué extremo los mecanismos internos de las políticas implementadas y del sistema que condujeron al aumento de la capacidad carcelaria, ahora contribuyen a su reducción. Debo advertir que la mayoría de estas explicaciones son tentativas; hasta cierto punto, hipotéticas y aún se requiere mayor investigación para ver cuánto sentido tienen. Empecemos por algunos de los cambios dentro del sistema penal.

El reporte estadístico bianual “Delito y Coerción Penal”(Criminaliteit en Rechtshandhaving) muestra que se ha reducido notablemente la aplicación de sentencias privativas de la libertad de cumplimiento efectivo para los delitos contra la propiedad, que constituyen la mayor parte de los casos judiciales. También puede observarse que son mucho menos los acusados que cumplen prisión preventiva en comparación con las cifras de principios de los 2000 y que el temor al delito —que se correlaciona más directamente con las tasas de prisionalización que con las de delitos cometidos— es tradicionalmente poco significativo en Holanda, aunque no existe una clara tendencia reduccionista (47).

Además, vale la pena analizar en mayor detalle algunos cambios en las políticas implementadas. En 2005 se introdujo el llamado “arreglo con el Ministerio Público Fiscal” (OM afdoening) por el cual el Fiscal actuante puede concluir un caso sin llevarlo a juicio. Para no violar el derecho a la jurisdicción del acusado, esta decisión política puramente pragmática de reducir la demora judicial se limita a arreglos que no impliquen privación de la libertad. Para convertirse en una pena de prisión debe intervenir un juez. Es probable que esto tenga alguna incidencia sobre la cantidad de sentencias privativas de la libertad, pero también es cierto que —comparada con otros países de Europa Occidental— la posibilidad de recibir una sanción de este tipo por delitos muy leves es muy alta en Holanda (48). Aunque cuantitativamente menos importantes, existen otras dos medidas de política penal que pueden haber tenido un efecto descarcerizante. En primer lugar, debemos señalar la implementada para reducir las listas de espera de los sentenciados a prisión y tratamiento psiquiátrico que esperan en detención una vacante en una institución psiquiátrica penal (Clínica TBS), conocida como “Regulación Fokkens”. Esta medida posibilitó la transferencia de estos detenidos a una clínica TBS después de haber cumplido un tercio de su condena. Habíamos visto con anterioridad que la lista de espera para los pacientes de estas instituciones era uno de los factores que ejercían presión sobre el sistema carcelario (49). En segundo lugar, cabe hacer referencia a una amnistía general que benefició a unos 27.000 inmigrantes sin documentos oficiales en Holanda en 2007, de los cuales un número importante esperaba la deportación en centros de detención provisional (50).

También a nivel sociológico existen otras hipótesis que vale la pena investigar: primero, debemos admitir que hemos construido demasiadas cárceles. Los pronósticos se basaron en análisis de las tendencias que partieron de las premisas de que el delito continuaría aumentando, mientras los delitos registrados se habían estabilizado hace tiempo (51). Si bien esto explica por qué las tasas de prisionalización bajaron, resulta revelador de la (¡costosa!) creencia en las “soluciones” punitivas y, obviamente, del hecho de que muchas cárceles estén cerradas o semi vacías. Segundo, la judicatura parece más permeable que los políticos o los fiscales a la crítica del punitivismo efectuada por los expertos. Varios jueces, incluso de la Corte Suprema, han criticado los delitos menores que muchas veces llegan a los tribunales. Es necesario analizar si esto ha tenido algún efecto concreto en las sentencias. También debemos reconocer que, a pesar de las críticas sobre la disminución de la calidad de los regímenes penitenciarios, todavía la mayor parte de los internos prefi ere las cárceles holandesas a otras, como las británicas (52). Aun bajo los regímenes más estrictos, en Holanda el personal  penitenciario intenta brindar las condiciones más humanas posibles, por lo que también vale la pena analizar el rol mitigante de estos agentes involucrados de manera directa en la implementación de las políticas públicas.

Otro factor a analizar es si la idea generalizada de que el castigo es una solución para el delito ha logrado ser conmovida por una cobertura más crítica por parte de los medios masivos de los errores judiciales; por los guardia-cárceles que denuncian públicamente el empeoramiento de las condiciones de la prisiones; por los informes sobre los peligros de incendio en las instalaciones penitenciarias y otras actividades por el estilo. Hemos visto que, a nivel macro, una atención mediática con mayores matices respecto al delito y a la inseguridad halla correlato con bajas tasas de prisionalización. Tapio Lappi- Seppälä (53) ha explicado parcialmente las bajas tasas finlandesas señalando, entre otros factores, la escasa existencia de prensa sensacionalista en ese país como así también el hecho de que el diario con mayor tirada es de calidad y el 90% de las ventas todavía funciona a través de suscripciones, por lo que no sería necesario apelar al sensacionalismo para captar lectores. Hasta finales de los ´80, en Holanda la situación era muy parecida. La mediatización del delito y la inseguridad, que hemos dado en llamar “crime infotainment” (juego de palabras que integra “delito”, “información” y “entretenimiento” para denotar el enfoque ambivalente, comercial y poco riguroso que los medios masivosadoptan respecto a las cuestiones penales), recién surgió tras el ingreso de la televisión comercial al escenario mediático en los ´90. En especial, a principios de los 2000, durante el periodo de revuelo político tras el asesinato de Pim Fortuyn y del director de cine Theo van Gogh, los columnistas superficiales comenzaron a ejercer mayor influencia que los periodistas serios y se puso de moda una franca incorrección política, también en la prensa seria. Durante los últimos años, parece que esto ha cambiado nuevamente: el periodismo crítico parece estar recuperando protagonismo. Se puede observar un desarrollo similar en el campo político: a principios de los 2000, las cuestiones de ley y orden constituían el punto principal en la agenda electoral, pero en las últimas campañas el delito y la inseguridad han ocupado un puesto menos prominente, ubicándose detrás de la economía y la salud. Es más, los principales sostenedores políticos del punitivismo, los neo-nacionalistas de la derecha populista, están perdiendo terreno por primera vez desde 2001. Si las noticias sobre los delitos pierden protagonismo, también cede la presión para que los políticos midan su fuerza apelando al punitivismo.

¿Podemos afirmar, entonces, que Holanda se ha vuelto menos punitiva porque las tasas de prisionalización bajaron desde 2005? Existen muchos otros factores a tener en cuenta para contestar esta pregunta afirmativamente. En primer lugar, el porcentaje de los acusados que son sentenciados a pena de prisión es bastante alto en comparación con otros países europeos (54). Dentro de la política de derecha se ejerce una presión continua  para hacer uso de la excesiva capacidad carcelaria y al fin comenzar a castigar adecuadamente”. Los sucesivos gobiernos han propuesto medidas muy punitivas, como las ASBOs, el aumento de los máximos en las escalas penales, la detención como consecuencia de la violación de las pautas impuestas para el otorgamiento de la libertad condicional, la sustitución de las sanciones no-privativas de libertad por pena de prisión cuando no se cumplen los compromisos asumidos. Además, se han incorporado algunas otras medidas punitivas, como la puesta en funcionamiento de la prisión de máxima seguridad EBI, la medida ISD al estilo “tres golpes y afuera” en versión morigerada, o el régimen de “estadía prolongada” (léase: de por vida) en las instituciones psiquiátricas penales (clínicas TBS). Para peor, las tasas de prisionalización siguen mostrando una notable discriminación étnica. En la actualidad, el 28% de la población carcelaria está compuesta por extranjeros (principalmente europeos del Este y africanos). Además la abrumadora mayoría de los presos no es de raza blanca, dado que la mayor parte de la segunda generación de inmigrantes y habitantes de las que fueron colonias, tiene nacionalidad holandesa. Si sumamos las sentencias privativas y las no-privativas de la libertad, el castigo es aun mayor. Finalmente pero no por ello menos importante, bajo la bandera de la prevención del delito se han introducido medidas altamente invasivas, lo que llevó al sociólogo Willem Schinkel (55) a concluir que en la actualidad estamos experimentando “prepresión”: las supuestas medidas preventivas tienen a veces un costado extremadamente represivo. El extraño dicho que reza que un modo de abolir la cárcel es convertir a la sociedad en una prisión podría estar haciéndose realidad en Holanda.

Más que nada, el caso holandés parece reafirmar la idea foucaultiana de un “complejo penal-asistencial” en el que las prestaciones sociales sirven para disciplinar a la población. También rememora la noción de Stanley Cohen de una “ciudad punitiva (56)”. Quizás la población carcelaria disminuyó simplemente porque hemos transformado creativamente el control policial y las políticas de seguridad comunitaria en las principales estrategias de control del delito. El auge de las “ventanas rotas” y la “tolerancia cero” sin duda ha rediseñado la noción de la prevención social del delito dándole una orientación excluyente y represiva (57). La fusión de prevención y represión que Willem Schinkel (58) identificó en la política local de seguridad apunta a las conductas pre-delictivas de los “desclasados” (inmigrantes, personas “sin techo”, adictos a las drogas, prostitutas) lo que torna plausible la tesis de un revanchismo urbano que se apropió de las políticas (59). La política general de “persuadir” a los “forasteros” de adoptar un estilo de vida “decente” que los sociólogos Godfried Engbersen, Erik Snel y Afke Weltevrede (60) han acuñado como “reconquista social” (sociale herovering) y el cambio de enfoque en la política —que pasó de centrarse en el “ delito” a las “conductas antisociales” o “pre-delictivas”— hace que no podamos mostrar al caso holandés como ejemplo de que el giro punitivo ha sido revertido, sino más vale como un caso en el que las prestaciones sociales han sido activamente utilizadas en la lucha contra la inseguridad y las faltas al orden público.


VI | Contrarrestando el punitivismo
El departamento de investigación WODC del Ministerio de Justicia holandés pronostica que las tasas de prisionalización bajarán todavía más (61). Sin embargo, existen pocas razones para dormirse en los laureles: dado que la disminución de estas tasas simplemente “sucedió” sin un plan ni una decisión política, también podría revertirse del mismo modo. Más aún: hemos visto que los elementos punitivos han penetrado profusamente en la sociedad. Para brindar argumentos en contra del punitivismo, es posible que debamos enfocarnos en el “complejo penal- asistencial” y en sus medidas y proyectos “prepresivos” en la sociedad en general, en lugar de concentrarnos en las cárceles. Utilizando nuevamente las palabras de Braithwaite y Petit (62) es socialmente saludable sentirse incómodo con las respuestas punitivas a las cuestiones sociales no sólo en las cárceles sino también en la sociedad. El llamamiento de Ian Loader (63) en pos de una “moderación penal” puede también ser trasladado a la “ciudad punitiva”. De igual modo aquí el exceso de punitivismo debe responderse con contención, moderación y dignidad. Esperamos demasiado del castigo y no reconocemos debidamente los efectos colaterales negativos, sea en las cárceles o en la sociedad.


Uno de los problemas antes mencionados es la falta de una contra-corriente crítica en el debate holandés sobre el delito y la inseguridad, aunque se han observado algunos cambios durante estos últimos años. Ya hemos insinuado la idea de que el periodismo parece haber recuperado cierta seriedad y actitud crítica (64) pero existen otros indicios de que los efectos contraproducente del punitivismo vuelven a ser tomados en cuenta. Veamos algunos ejemplos: El obudsman holandés advirtió en su informe anual que la tendencia actual a tratar a todos los ciudadanos como potenciales transgresores de la ley aleja del Estado al 98% de la gente de buena voluntad (65). Los argumentos que brindó para sostener esta declaración fueron ampliamente recogidos por los medios y causaron cierto estremecimiento público debido a que vastos sectores de la sociedad simplemente no advertían el grado de crueldad e indiferencia con el que muchos funcionarios estatales tratan a los ciudadanos.

Ya sostuvimos antes que la afirmación del gobierno de que el punitivismo es simplemente la respuesta a la exigencia pública de ley y orden sigue siendo injustificada. Las investigaciones serias sobre este tema demuestran, en su mayoría, que si a la “gente común” se le brindan todos los detalles sobre un caso determinado, su juicio será apenas más punitivo que el de los jueces considerados demasiado liberales (66) y, por otra parte, existe mucho mayor apoyo a la tesis de que la gente no es tan punitiva. Así, cada dos años el Buró de Planificación Social y Cultural Holandés realiza una extensa encuesta entre 2000 entrevistados en las que se les pregunta por sus deseos y sus expectativas reales para el futuro de la sociedad. El informe 2004 mostró una gran disparidad entre ambas categorías: a la gente le gustaría una sociedad más comunitaria, con mayor solidaridad, pero temía que ésta se volviera aun más competitiva y que el clima social siguiera radicalizándose. La mayoría de los entrevistados señaló la creciente competitividad en la sociedad, la disminución del control social informal y la globalización como las causas más importantes del delito y la inseguridad, pero —y aquí está el eje central— justamente porque reducir la competitividad, reforzar el control social informal y hacer retroceder a la globalización se veía como imposible, se consideraba indispensable admitir mayores violaciones a los derechos civiles, mayor vigilancia y seguridad y, por supuesto, penas más duras. Esto no puede interpretarse como un deseo de punitivismo, aunque el pesimismo sobre las posibilidades de cambio pueda tener consecuencias punitivas.

El Buró de Planificación Social y Cultural también confeccionó un listado de buenas prácticas en la prevención del delito y la imposición de sanciones (67). A pesar de todas las connotaciones positivistas relacionadas con la noción de “lo que da resultado”, este difundido informe podría utilizarse como elemento de una posible agenda reduccionista, ya que prueba que las sanciones expresivas “no dan resultado” y que la simple vigilancia policial y las intervenciones sociales como el apoyo educacional y el entrenamiento en habilidades sociales tienen efectos mucho más positivos sobre las tasas de reincidencia. No quiero adentrarme aquí en todas las dificultades metodológicas que encierra el abordaje de “lo que da resultado”, pero usémoslo como ejemplo de cómo a la tendencia al acting out con castigos sumamente expresivos se responde con argumentos que alientan políticas racionales y efi caces. Asimismo, vale la pena simplemente señalar los efectos negativos del punitivismo, como la sobrecarga del sistema de justicia penal; el alto costo de un sistema penal ineficiente; el hecho de que las sanciones no-privativas de la libertad y la prevención del delito han variado su propósito original de reducir las tasas de prisionalización; los efectos no deseados de la resistencia y de la desviación secundaria y la radicalización del clima social. Para muchos periodistas, esto integra las “noticias”. Algunas “noticias positivas” sobre la reducción de las tasas delictivas, la mayor seguridad en las ciudades y las reacciones no-punitivas frente al delito y a la inseguridad —como los straat coaches (68) y las safety houses (69) (veiligheidshuizen)— también suelen ser recogidas por los medios. Debemos tener presente que lo que puede resultar evidente para los criminólogos, puede no resultar tan obvio para el ciudadano, periodista o político promedio, por lo que “seguir afirmando lo obvio” es una buena estrategia para la criminología pública (70).

Sin embargo, formado como estoy dentro de la tradición criminológica abolicionista, siento que es preciso elaborar un discurso sustitutivo “utópico” para demostrar que es posible brindar otras respuestas no-punitivas al delito (71). En su ausencia, se considera al punitivismo como la única respuesta obvia. Los abolicionistas penales han enfatizado tanto el componente crítico como el utópico y en los ´70 y ´80 fueron capaces de obtener suficiente apoyo público como para lograr algunos de sus objetivos (72). Quizás el término “abolicionismo” no sea el más adecuado para la criminología pública de hoy día dado que se concentra más en lo negativo (abolición) que en lo positivo (soluciones sociales a problemas sociales) y está rodeado de demasiadas afirmaciones absolutistas. Sin embargo, no puede negarse que el abolicionismo brinda algunas lecciones útiles: en primer lugar, sus sostenedores han insistido en la necesidad de utopías y han enfatizado que las realidades posibles comienzan con la deconstrucción del “ delito” como categoría significativa y de la punibilidad como solución seria. Con su estilo normativo de argumentación han demostrado que el discurso penal suele ser demasiado técnico para ganarse “las mentes y los corazones”. En lugar de ello, han intentado responder al populismo penal con una contra-moralidad. Nils Christie comenzó su libro Los límites del dolor con esta famosa aseveración: “El moralismo en nuestras áreas ha sido por algunos años una actitud y hasta un término asociado con los protagonistas de campañas de ley y orden y de severas sanciones penales, mientras que sus oponentes flotaban en una suerte de vacío libre de valoraciones. Seamos, por lo tanto, completamente claros: yo también soy un moralista. Peor que eso: soy un imperialista moral (73)”. También vale la pena recordar la hermosa frase de Christie: “el sufrimiento es inevitable pero el infierno creado por el hombre, no lo es”. Herman Bianchi (74), el colega abolicionista holandés de Christie nunca se cansó de mostrar, en nombre de la Justicia con mayúscula, la naturaleza bárbara del acto de encerrar personas en jaulas como reminiscencia de la época de la esclavitud y del castigo corporal. También existen otros buenos ejemplos de cómo los “radicales” ejercieron directa influencia sobre las políticas implementadas, por ejemplo, la participación de Louk Hulsman en distintos comités gubernamentales, tanto en Holanda como en el Consejo de Europa (75). Confieso que extraño esas voces. Siempre me cautivó el modo en que Stanley Cohen nos recordaba, con su agudo estilo, que ”tiene más sentido reafirmar cautelosamente nuestros valores y creencias que transformarnos en críticos distantes (76)” y ese es, en mi opinión, el valor actual del abolicionismo. Cabe preguntarnos si una criminología pública de estas características tendrá algún efecto; si podrá despertar a la gente de su sueño o, mejor dicho, de su pesadilla punitiva. Decididamente, no tenemos la respuesta, pero eso no parece ser lo más importante. La cuestión principal aquí es que la democracia simplemente exige oposición y que nuestras ideas sobre la punibilidad están estrechamente ligadas a nuestro compromiso con el bienestar social, la democracia y los derechos humanos (77). El rol de los intelectuales es demostrar que el cambio comienza cuando se lo imagina. Es hora de transmitir nuevamente el viejo mensaje. No creo que alguien haya esperado seriamente encontrar una “respuesta” al punitivismo en estas páginas, pero sí espero haber señalado algunos elementos útiles en la determinación de los giros punitivos como del reduccionismo penal. Sería de desear que esta contribución también ayude a combatir el desalentador pesimismo que caracteriza a la mayor parte de la literatura sobre punitivismo. Hemos cometido el error de rendirnos a la idea de que “nada da resultado”; no lo repitamos, porque eso vuelve —como ya hemos experimentado— impotente toda crítica. Aún vale la pena remarcar que, si queremos, podemos producir cambios; las políticas pueden orientarse nuevamente a la reducción penal. No existen soluciones sencillas, pero el punitivismo no es una “plaga divina” que debemos padecer resignadamente.


 
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Notas:
(3) DOWNES, DAVID & RENÉ VAN SWAANINGEN ”The Road to Dystopia? Changes in the Penal Climate of the Netherlands”, en Michael Tonry & Catrien Bijleveld (red.) Crime and Justice in the Netherlands, Chicago, The University of Chicago Press, 2007.
(4) Las tasas de prisionalización mencionadas en este artículo surgen del World Prison Brief
http://www.prisonstudies.org/info/worldbrief. Fueron tomadas en diciembre de 2011. Se da cuenta de cifras más detalladas del sistema carcelario holandés por separado.
(5) GARLAND, DAVID (ed.), Special Issue Mass Imprisonment in the USA, Punishment & Society 3 (1), 2011.
(6) CAVADINO, MICHAEL & JAMES DIGNAN, Penal Systems: A Comparative Approach. London: Sage, 2006.
(7) MIYAZAWA, SETSUO, ”The politics of increasing punitiveness and the rising populism in
Japanese criminal justice policy”, Punishment & Society 10: 47-77, 2008.
(8) Matthews, Roger, ”The myth of punitiveness”, Theoretical Criminology 9: 175-201, 2005.
(9) Ver ROBERTS, JULIAN V., LORETTA J. STALANS, DAVID INDERMAUER & MIKE HOUGH, Penal Populism and Public Opinion: Lessons from Five Countries. Oxford: Oxford University Press, 2003 y RUITER, STIJN, JOCHEM TOLSMA, MARLOES DE HOON, HENK ELFFERS & PETER VAN DER LAAN, De burger als rechter. Een onderzoek naar geprefereerde sancties voor misdrijven in Nederland. The Hague: Boom Lemma, 2011.
(10) LAPPI-SEPPÄLÄ, TAPIO ”Trust, Welfare, and Political Culture: Explaining Differences in National Penal Policies”, in: Michael Tonry (ed.) Crime and Justice: A Review of Research, Chicago, The University of Chicago Press, 2008, vol.37.
(11) Pratt, John, David Brown, Mark Brown, Simon Hallsworth & Wayne Morrison (eds.), The
New Punitiveness: Trends, theories, perspectives. Cullompton, Willan, 2005.
(12) Ver DOWNES, DAVID Contrasts in Tolerance; post-war penal policy in The Netherlands and England and Wales. Oxford: Clarendon, 1988 y VAGG, JON, Prison Systems; a comparative study on accountability in England, France, Germany and the Netherlands. Oxford University Press, 1994.
(13) BEIJERSE, JOLANDE UIT & RENÉ VAN SWAANINGEN, ”Non-Custodial Sanctions”, en Miranda Boone & Martin Moerings (eds.) Dutch Prisons. The Hague: BoomJu, 2007 pp. 77/98 y
SWAANINGEN, RENÉ VAN ”Sweeping the street: civil society and community safety in Rotterdam”, in: Joanna Shapland (ed.) Justice, Community and Civil Society: a contested terrain across Europe. Cullompton, Willan, 2008, pp.87/106.
(14) BEIJERSE, JOLANDE UIT & RENÉ VAN SWAANINGEN, ”Non-Custodial Sanctions”, en Miranda Boone & Martin Moerings (eds.) Dutch Prisons. The Hague: BoomJu, 2007 pp. 77/98
(15) op. cit., ver nota (3).
(16) op. cit., ver nota (6).
(17) op. cit., ver nota.

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