viernes, 7 de diciembre de 2012

Discurso del odio y discurso político.

En defensa de la libertad de los intolerantes
 
Por, Rafael Alcácer Guirao
(Profesor Titular de Derecho Penal. Universidad Rey Juan Carlos)
 
La sentencia del Juzgado de lo Penal de Manresa de 11 de noviembre de 2011 condenó a un miembro de un partido político como autor de un delito de provocación a la violencia, a la discriminación y al odio (art. 510 CP), por hechos consistentes en la distribución de un panfleto en campaña electoral. El presente trabajo intenta mostrar que dicha condena es contraria a la libertad de expresión, tanto por las serias dudas de constitucionalidad que presenta el propio precepto aplicado como por la errada aplicación del mismo a los hechos enjuiciados. Al hilo de dicha crítica, se analizan los límites que en una sociedad democrática deben establecerse a la libertad de expresión en el ámbito del discurso del odio.
 
I. INTRODUCCIÓN. LA CONDENA POR DELITO DE PROVOCACIÓN AL ODIO
La libertad de expresión está de enhoramala1. El Juzgado de lo Penal núm. 2 de Manresa, en sentencia de 11 de noviembre de 2011, ha condenado a un año y medio de prisión a un miembro de Plataforma per Catalunya [PxC, en adelante] por un delito de incitación a la violencia, discriminación y el odio (art. 510 CP). La condena se basa en los siguientes hechos: El acusado, “regidor en la fecha del Ayuntamiento de Vic y Secretario General del Partido Político Plataforma per Catalunya, encargó en la copistería (…) un total de 3000 copias de un panfleto que en los días posteriores se repartieron por la ciudad de Vic por parte de dicho Sr. Fuentes Linares y otros militantes de dicho partido que no han sido identificados siendo los últimos días de la campaña electoral (…)
Dicho panfleto literalmente decía lo siguiente: ‘ERC, nuestros amigos. PSC, nuestros amigos. VOTA POR NOSOTROS. Somos un colectivo de inmigrantes magrebíes que os queremos dar las gracias por habernos acogido gustosamente, por aceptar nuestras costumbres y nuestra religión. Lamentablemente no nos dejan votar, por eso os pedimos que votéis por nosotros.
Vota a los partidos que tienen magrebíes en sus listas:
Khader Ahmad Al Attar de IU.
Nasser Aoukhiyad Lebrahimi de IU.
Jamal El Meziani Mokhtari de CUP.
Somos más de 3000 de nosotros que aún no tenemos todos los papeles, aunque gracias a la generosidad de CiU estamos empadronados y nos ayudan dándonos comida y viviendas gratis.
Puedes votar también a CiU, se lo merecen.
Pero también queremos papeles para todos, para poder ser totalmente legales y poder traernos a nuestras familias y parientes para poder vivir todos en esta tierra tan acogedora, vota a PSC, que ellos nos darán papeles para todos.
Puedes votar también al PP que son quienes con su ley de arraigo nos permite acabar siendo legales con nuestras familias.
Pero por favor, no votes al partido del Anglada, la PXC. Si ellos mandan en Vic expulsarán a todos nuestros compañeros ilegales y harán la vida imposible al resto.
No nos permitirán ejercer nuestro derecho a tener una bonita mezquita en el centro de Vic. Nos retirarán las ayudas sociales para nuestras mujeres e hijos. No tendremos vivienda protegida. No permitirá que podamos abrir nuestras tiendas y locutorios a los horarios que nos convienen (somos diferentes y queremos que respetéis nuestra diferencia). Somos pobres y no podemos pagar tantos impuestos como vosotros, que sois infieles pero afortunados por la gracia de Allah, el único Dios verdadero (con el tiempo y la ayuda de Allah os abriremos los ojos a la gracia misericordiosa de la fe verdadera).
Anglada no nos dejará conducir nuestros coches con nuestro carnet de conducir marroquí, que aunque no es válido en España, bien que nos sirvió para conducir camellos por los bonitos desiertos saharauis. La PXC nos exigirá llevar seguro de coche, que no nos hace falta, es caro y conducimos con sumo cuidado.
No quiere que nuestras mujeres lleven hiyab (velo musulmán) ni burka, no respeta nuestras costumbres y oraciones y jamás permitirá que podamos hacer nuestras 5 oraciones diarias en la plaza mayor.
Que Vic no deje de ser la ciudad de acogida como fue nuestro antes llamado Al-Andalus, el paraíso musulmán del norte, que abre las puertas a nuestra gente, para que podamos ser muchos más entre nuestros bienaventurados brazos abiertos.
Queremos una casbah alternativa al mercado semanal, poder trabajar los domingos y santificar nuestros viernes.
Gracias por vuestra ayuda y que el 2011 podamos votar por nosotros mismos nuestros propios candidatos.
Ahora necesitamos que votes por nosotros. Allah es grande.’”
 
Después de exponer algunos pronunciamientos del Tribunal Constitucional (TC, en adelante) y del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) sobre el contenido y límites de la libertad de expresión, asume el juzgador que el panfleto “excede de la protección que le otorgaría el artículo 20 de la Constitución Española por estar enmarcado dentro de la doctrina que del ‘discurso del odio’ da el Tribunal Europeo de Derechos Humanos” e ir más allá de un “discurso ofensivo o impopular”, que sí estaría protegido por la libertad de expresión. Como segundo paso, procede a argumentar la subsunción de los hechos en el tipo penal: “(E)l contenido del panfleto (…) constituye, a juicio de quien suscribe, provocación a la discriminación, al odio y a la violencia contra un determinado grupo de personas por motivos, en el presente caso, racistas, excediendo del discurso ofensivo o impopular (…) Las expresiones que se recogen en dicho panfleto son claras, a juicio de quien suscribe, y en ese sentido suponen, por un lado, algo más que una clara mofa de un determinado colectivo siendo ejemplo de incitación al odio del resto de la población autóctona contra las personas pertenecientes al mismo vulnerando el contenido de dicho panfleto el bien jurídico protegido por el legislador, a saber, la igualdad de todos los individuos y el orden de convivencia existente, bien jurídico protegido de carácter colectivo.
 
Así, en dicho panfleto (…) se señala que determinados partidos políticos que no, claro está, el partido al que pertenecen ninguno de los dos acusados, empadronan a los inmigrantes y les dan comida y vivienda gratis además de promover papeles para este colectivo, lo cual podría no pasar de ser expresión difamatoria, para con los dirigentes gubernamentales de dicha localidad de Vic o expresión ofensiva o impopular para con la población magrebí residente en dicha población creando animadversión hacia dicho colectivo a expresiones tales como ‘no votes al partido de Anglada, PXC. Si ellos mandan en Vic expulsarán a todos nuestros compañeros ilegales y harán la vida imposible al resto’. Ese ‘hacer la vida imposible’ además de expresión claramente amenazante implica doctrina y discurso del odio según doctrina del Tribunal Europeo de Derechos Humanos a la que se ha hecho mención debiéndose dicha expresión poner en relación con el resto de las que se contienen en dicho panfleto y que hacen referencia a costumbres y religión del colectivo magrebí en la población llegando a señalarse que el partido político al que se ha hecho referencia ‘ jamás permitirá que podamos hacer nuestras 5 oraciones diarias en la plaza mayor’”. Como último paso en la subsunción, y antes de entrar en el juicio de imputación de autoría, manifiesta el órgano judicial que el art. 510 constituye un delito de peligro abstracto y que, si bien es extremadamente difícil determinar cuál es la capacidad real de un mensaje como el del panfleto de influir en el comportamiento ilícito de sus receptores, lo cierto es que resulta “indiferente que dicho contenido haya tenido una real y efectiva influencia para la consumación del tipo”, sin que sea necesario para ello “que el receptor del discurso modifique su conducta influenciado” por el mensaje.

Por último, tras negar la concurrencia de circunstancias modificativas de la responsabilidad, la sentencia impone al condenado la pena de un año y seis meses de prisión y de multa de nueve meses. La cuantía de la pena de prisión se justifica “considerando que las circunstancias del hecho y que éste se cometiera en periodo de campaña electoral, en el último tramo de la misma, esperando obtener mejores resultados en los comicios no permite aplicar la pena mínima establecida por la ley para dicho tipo delictivo”.
 
Más allá de su atormentada sintaxis, la sentencia es rechazable tanto desde una perspectiva constitucional como desde una perspectiva jurídico-penal. A continuación (II), desde esa primera perspectiva, se pondrá de relieve que, si bien la decisión condenatoria puede hallar apoyos en la doctrina del TEDH, a tenor de las diferencias entre el modelo del Convenio Europeo de Derechos Humanos (CEDH) y el modelo constitucional español la conclusión habría debido ser que la conducta realizada está amparada por la libertad de expresión o bien, en todo caso, que resulta desproporcionada. Después, ya desde una perspectiva jurídico-penal (III), se pondrá de manifiesto, de una parte, que la sentencia no acierta a configurar correctamente las exigencias del tipo penal aplicado y, de otra, que en todo caso la conducta enjuiciada no reúne los requisitos típicos del delito por el que se ha condenado. Para terminar (IV), se harán algunas reflexiones finales.
 
II. PERSPECTIVA CONSTITUCIONAL
1. El discurso del odio y el TEDH

Quizá la afirmación más reiterada de la sentencia sea que el contenido del panfleto se incardina bajo el “discurso del odio”, entendiendo sus términos por tanto – según la definición dada por el Consejo de Europa y que la juzgadora cita- como “formas de expresión que propaguen, inciten, promuevan o justifiquen el odio racial, la xenofobia, el antisemitismo y cualquier otra forma de odio fundado en la intolerancia, incluida la intolerancia que se exprese en forma de nacionalismo agresivo y etnocentrismo, la discriminación y hostilidad contra las minorías, los inmigrantes y las personas nacidas de la inmigración”2. La consecuencia inmediata de tal caracterización es la exclusión de tal conducta del ámbito de la libertad de expresión, apoyando tal conclusión esencialmente en la doctrina del TEDH. En efecto, el Tribunal de Estrasburgo, “plenamente consciente de la importancia de combatir la discriminación racial bajo todas sus formas y manifestaciones”3, ha mostrado una especial beligerancia contra el llamado discurso del odio, habiendo reiterado, en diversos pronunciamientos, que resulta “necesario, en las sociedades democráticas, sancionar e incluso prevenir todas las formas de expresión que propaguen, inciten, promuevan o justifiquen el odio basado en la intolerancia”4. Y que “expresiones concretas que constituyen un discurso del odio y (…) que pueden ser insultantes para personas o grupos, no se benefician de la protección del artículo 10 del Convenio”5. Por ello, como anticipaba, la sentencia comentada podría encontrar refrendo en la jurisprudencia del TEDH. Siendo ello así, llama la atención que en la misma no se haga mención alguna a un reciente pronunciamiento del Tribunal de Estrasburgo que aborda un supuesto muy similar al que ha sido objeto de enjuiciamiento. Me refiero al asunto Féret c. Bélgica, de 16 de julio de 2009, sentencia en la que, por cuatro votos contra tres, el TEDH consideró que no era contraria a la libertad de expresión la condena por delito de incitación a la discriminación y el odio impuesta al presidente del partido político de extrema derecha Frente Nacional por la divulgación de diversos pasquines en los que se propugnaba la expulsión de los inmigrantes irregulares de Bélgica. Una comparación entre ambas decisiones puede arrojar alguna luz a la discusión.

Según se recoge en los antecedentes fácticos de la sentencia, los pasquines por cuya confección y distribución fue condenado el señor Féret contenían, entre otros, los siguientes mensajes: En la octavilla titulada “¡Implicaos en lo que os afecta!” se promovía, concretamente, restablecer la prioridad del empleo para los belgas y europeos, repatriar a los inmigrantes, aplicar el principio de la preferencia nacional y europea, convertir los centros de refugiados políticos en albergue para los sin techo belgas, crear cajas de seguridad social separadas para los inmigrantes, interrumpir la política de la seudointegración y detener la bomba “seguridad social para todos”. En otra octavilla, en la que se enunciaban propuestas semejantes, se decía que el Frente Nacional pretendía “oponerse a la islamización de Bélgica”, “interrumpir la política de la seudointegración”, “expulsar a los parados extraeuropeos”, “reservar a los Belgas y europeos la prioridad de la ayuda social”, “dejar de sustentar las asociaciones socio-culturales de ayuda a la integración de los inmigrantes”, “reservar el derecho de asilo (…) a las personas de origen europeo realmente perseguidas por razones políticas” y “entender la expulsión de los inmigrantes en situación irregular como una mera aplicación de la Ley”. Además, el programa promovía reglamentar con más severidad el acceso a la propiedad inmobiliaria en Bélgica, impedir la implantación duradera de familias extraeuropeas y la constitución de guetos étnicos en el territorio y “salvar a nuestro pueblo del riesgo que constituye el Islam conquistador”. En una tercera octavilla, se rechazaba la política de inmigración del partido en el poder político. En ella se decía que de todos los países del mundo, es Bélgica la que concede más fácil y rápidamente la naturalización, y que los “sin papeles – ilegales y, por tanto, delincuentes– son regularizados masivamente. Contrariamente a lo que pretendía el Ministro del Interior, ello hace literalmente que estalle el número de solicitantes de asilo – 42.000 sólo el año 2000. ¡De todos los diputados francófonos, sólo Daniel Féret –FN– ha votado en contra! (…). Nuestros gobernantes son unos ladrones”. Junto a las anteriores, también fue objeto de denuncia un cartel que, con el título “Es el cuscús clan”, representaba a una mujer cubierta con un velo y un hombre con un turbante que sostenían un letrero en el que figuraba la inscripción: “El Corán dice: Matad a los infieles hasta que corra un baño de sangre”.

Debajo figuraba escrito en letras rojas: “¡El FN dice NO!”. Ese cartel, editado en forma de octavilla, fue distribuido también añadiéndose la leyenda “Atentados en los EEUU: es el cuscús clan”.

La decisión de Estrasburgo comienza por destacar una cuestión a la que, sorprendentemente, la sentencia del Juzgado de Manresa no otorga relevancia alguna: que el ejercicio del discurso tiene lugar en el contexto de la deliberación política, más concretamente en plena campaña electoral, y que la persona que ejerce el discurso público y que ha sido condenada por ello es un cargo electo de un partido político. La importancia de este aspecto es, como luego reiteraremos, crucial, pues el discurso político constituye el núcleo del contenido protegido por la libertad de expresión. Afirma el TEDH a este respecto, en la citada decisión, que “(e)l artículo 10.2 del Convenio no deja lugar a restricciones a la libertad de expresión en el ámbito del discurso político o de cuestiones de interés general”, añadiendo que, si bien no reviste un carácter absoluto, “es fundamental, en una sociedad democrática, defender el libre juego del debate político” y conceder “la mayor importancia a la libertad de expresión en el contexto del debate político”, sin que se pueda “restringir el discurso político sin la existencia de razones imperiosas” (§ 63).

Pese a tales premisas, por ajustada mayoría concluye el Tribunal europeo que las condenas a Féret son acordes al art. 10 CEDH, por cuanto “el lenguaje empleado por el demandante incitaba claramente a la discriminación y el odio racial, lo que no puede ser camuflado por el proceso electoral” (§78). “La incitación al odio – afirma el Tribunal- no requiere necesariamente el llamamiento a tal o cual acto de violencia ni a otro acto delictivo. Los ataques que se cometen contra las personas al injuriar, ridiculizar o difamar a ciertas partes de la población y sus grupos específicos o la incitación a la discriminación, como en el caso de autos, son suficientes para que las autoridades privilegien la lucha contra el discurso racista frente a una libertad de expresión irresponsable y que atenta contra la dignidad, incluso la seguridad, de tales partes o grupos de la población. Los discursos políticos que incitan al odio basado en prejuicios religiosos, étnicos o culturales representan un peligro para la paz social y la estabilidad política en los Estados democráticos” (§ 73). Como pone de relieve el voto particular firmado por tres de los siete magistrados, lo cierto es que cuando en esta sentencia el Tribunal se enfrenta al discurso del odio, abandona los presupuestos de su propia jurisprudencia sobre libertad de expresión y rebaja enormemente el grado de protección atribuido con carácter general a la expresión política. Así, manifiesta la sentencia que “si, en un contexto electoral, los partidos políticos han de gozar de una amplia libertad de expresión al objeto de tratar de convencer a sus electores, en el caso de un discurso racista o xenófobo, tal contexto contribuye a avivar el odio y la intolerancia ya que, por la fuerza de las cosas, la posición de los candidatos a las elecciones tiende a fortalecerse y los eslóganes o fórmulas estereotipadas tienden a imponerse sobre los argumentos razonables. El impacto de un discurso racista y xenófobo es entonces mayor y más dañino” (§76). Los políticos pueden “recomendar soluciones para los problemas relativos a la inmigración. Sin embargo, deben evitar hacerlo promoviendo la discriminación racial y recurriendo a expresiones o actitudes vejatorias o humillantes, ya que tal comportamiento puede suscitar en el público reacciones incompatibles con un clima social sereno y podría minar la confianza en las instituciones democráticas” (§77).

A tenor de lo afirmado, puede decirse que la desatención por parte del juez español al contexto de deliberación política se hallaría en perfecta armonía con la línea seguida por el TEDH en el asunto Féret, por cuanto si bien este hace mención a la especial protección que la expresión política debe merecer en una sociedad democrática, termina por prescindir de ello en la resolución del caso. En honor a la verdad, debe decirse que en realidad el carácter político del discurso sí es tomado en consideración por la sentencia española, si bien ¡como motivo de agravación! Así, que el discurso se realice por un candidato electoral y en el seno de una campaña electoral, y que tenga el fin de obtener mejores resultados en los comicios, es la razón que aduce el órgano judicial para no imponer la pena mínima prevista por el tipo penal. Si discutible es la aseveración del TEDH de que “la calidad de parlamentario del demandante no puede considerarse una circunstancia atenuante de su responsabilidad” (Féret, § 75), considerarlo una circunstancia agravante es frontalmente contrario al contenido esencial de la libertad de expresión y, como después pondré de manifieto, conlleva en todo caso un exceso punitivo censurable desde el art. 20 de la Constitución (CE). La sentencia dictada por el TEDH en el asunto Féret es rechazable desde los propios parámetros manejados habitualmente por el TEDH en materia de libertad de expresión, pues constituye una restricción excesiva e injustificada del derecho fundamental en el ámbito donde su protección en un Estado constitucional debería ser más intensa6. En cualquier caso, pese a las citadas similitudes, en ambas decisiones –la de Estrasburgo y la de Manresa- se dan también relevantes diferencias que es importante reseñar (y a las que dedicaré cierta atención más adelante). De una parte, considero que los respectivos supuestos no son equiparables en gravedad; de otra, en el asunto Féret, aun siendo más graves los hechos, la pena acordada es mucho menos severa que la impuesta al político español.

Por lo demás, no sobra señalar que en relación con las decisiones del TEDH sobre el discurso de odio que la sentencia comentada sí menciona, asuntos Günduz, Erbakan y Ergogdu e Ince –aunque la causa de su mención no es otra que formar parte de un párrafo de la STC 235/2007 que la juzgadora corta y pega, sin entrecomillados ni referencia expresa-, lo cierto es que en todas ellas el TEDH estimó vulnerado el art. 10 CEDH.

2. El discurso del odio en la doctrina del TC: diferencias con el TEDH Aun cuando dicha decisión del TEDH pueda estar en concordancia con la condena del político catalán, es crucial atender a los diferentes presupuestos de que parten el TEDH y nuestro TC en materia de libertad de expresión y discurso de odio. A este respecto, la diferencia esencial radica en que, frente al modelo de democracia establecido por el CEDH, el que deriva de nuestra Constitución no responde a las premisas de una democracia militante, lo que, en esencia, implica un diferente grado de protección del discurso antidemocrático.  El carácter de democracia militante del CEDH es inherente a su génesis como respuesta frente al totalitarismo y con el cometido de “hacer sonar la alarma frente a su resurgimiento”7, y se refleja especialmente en la cláusula de abuso de derecho recogida en su artículo 17, concebida como un instrumento para combatir a los enemigos de la democracia y defender el propio sistema democrático8, y aplicada con (excesiva) asiduidad por el TEDH para restringir el discurso antidemocrático y negacionista9. En cambio, tal como ha resaltado el TC, “nuestro ordenamiento constitucional se sustenta en la más amplia garantía de los derechos fundamentales, que no pueden limitarse en razón de que se utilicen con una finalidad anticonstitucional. Como se sabe, en nuestro sistema —a diferencia de otros de nuestro entorno— no tiene cabida un modelo de ‘democracia militante’, esto es, un modelo en el que se imponga, no ya el respeto, sino la adhesión positiva al ordenamiento y, en primer lugar, a la Constitución (STC 48/2003, de 12 de marzo, FJ 7)”. Por ello, “es evidente que al resguardo de la libertad de opinión cabe cualquiera, por equivocada o peligrosa que pueda parecer al lector, incluso las que ataquen al propio sistema democrático. La Constitución —se ha dicho— protege también a quienes la niegan” (STC 176/1995, de 11 de diciembre, FJ 2)10. Es decir, “la libertad de expresión es válida no solamente para las informaciones o las ideas acogidas con favor o consideradas inofensivas o indiferentes, sino también para aquellas que contrarían, chocan o inquietan al Estado o a una parte cualquiera de la población” (STC 235/2007, de 7 de noviembre, FJ 4).

Ciertamente, ello no implica una absoluta libertad para el discurso discriminatorio. En este sentido, el TC ha afirmado que la dignidad humana demarca el espacio del legítimo ejercicio de la libertad de expresión y ha suscrito el rechazo del TEDH al discurso del odio como incitación directa a la violencia o el odio racial (STC 235/2007, FJ 5). Pero, al mismo tiempo, en la citada sentencia ha sentado una crucial diferencia con la línea del TEDH en este ámbito, considerando que la punición de la negación del Holocausto interfiere en el contenido esencial de la libertad de expresión, por lo que está vedada al legislador su restricción. Ello contrasta radicalmente con el tratamiento dado por Estrasburgo al fenómeno del negacionismo, considerado un abuso de derecho y tajantemente excluido, en virtud del art. 17 CEDH, del amparo de la libertad de expresión. En suma, aun cuando el supuesto enjuiciado por la sentencia del Juzgado de lo Penal no guarda relación con el negacionismo histórico, no cabe desconocer las citadas diferencias entre el TEDH y el TC a la hora de emplear sus respectivas doctrinas como criterios de interpretación del delito recogido en el art. 510 CP, pues ni sus presupuestos de partida ni sus planteamientos en materia de libertad de expresión y discurso de odio son coincidentes. Sentado ese extremo, lo cierto es que desde la doctrina del TC hay razones para dudar de que la conducta realizada por el político catalán no esté amparada por la libertad de expresión.
 
3. La protección del discurso político
La libertad de expresión consagrada en el art. 20 CE aspira a proteger, en su dimensión institucional, el desarrollo del debate social sobre asuntos con relevancia pública, como vehículo para la deliberación inherente a un sistema democrático. En este sentido, ha reiterado el TC que, junto a un derecho subjetivo individual, el derecho a la libre expresión encarna un interés constitucional esencial: “la formación y existencia de una opinión pública libre, garantía que reviste una especial trascendencia ya que, al ser una condición previa y necesaria para el ejercicio de otros derechos inherentes al funcionamiento de un sistema democrático, se convierte, a su vez, en uno de los pilares de una sociedad libre y democrática”. Por ello, entendida como uno “de los fundamentos indiscutibles del orden constitucional español”, es por lo que se le otorga “una posición preferente y objeto de especial protección”, y se le atribuye “un ámbito exento de coacción lo suficientemente generoso como para que pueda desenvolverse sin angosturas, esto es, sin timidez y sin temor. De ahí que no disuadir la diligente, y por ello legítima, transmisión de información constituya un límite constitucional esencial que el art. 20 CE impone a la actividad legislativa y judicial”11. En otros –y gráficos- términos, la libertad garantiza “el mantenimiento de una comunicación pública libre, sin la cual quedarían vaciados de contenido real otros derechos que la Constitución consagra, reducidas a formas hueras las instituciones representativas y absolutamente falseado el principio de legitimidad democrática”12. Ya ha sido puesto de manifiesto que también el TEDH sitúa el discurso con relevancia pública en el centro de protección del art. 10 del CEDH. Ha venido reiterando, en este sentido, que la libertad de expresión “es uno de los principales fundamentos de una sociedad democrática y una de las condiciones más importantes para su progreso y el desarrollo individual”. Por ello, la libertad de expresión debe amparar no sólo las ideas “recibidas favorablemente o consideradas inofensivas o indiferentes, sino también las que hieren, chocan o inquietan: así lo demanda el pluralismo, la tolerancia y el espíritu de apertura sin las cuales no existe una ‘sociedad democrática’”13.

Desde esa ratio, dentro de la comunicación con relevancia pública el discurso netamente político, máxime cuando es realizado por un cargo electo en el seno de una campaña electoral – como el que ha sido objeto de condena-, ha de gozar del mayor grado de libre desenvolvimiento, por cuanto forma parte estructural del propio procedimiento democrático de elección de representantes por los ciudadanos. A este respecto, no debe desconocerse que cuando la libertad de expresión opera en tal contexto, se hallan también concernidas la libertad ideológica (art. 16 CE) y el derecho a la participación en asuntos públicos (art. 23 CE); derechos que, como puso de manifiesto la STC 136/1999, de de 20 de julio, se encuentran íntimamente vinculados con la libertad de expresión en la finalidad de hacer efectivos valores como la legitimidad democrática del sistema político, el pluralismo político y la formación de la opinión pública libre (FJ 14). Es debido a esa razón por lo que cuando las libertades de expresión e información “operan como instrumento de los derechos de participación política debe reconocérseles si cabe una mayor amplitud que cuando actúan en otros contextos, ya que el bien jurídico fundamental por ellas tutelado, que es también aquí el de la formación de la opinión pública libre, adquiere un relieve muy particular en esta circunstancia, haciéndoles ‘especialmente resistente(s), inmune(s) a las restricciones que es claro que en otro contexto habrían de operar’” (FJ 15).

Como ya mencionamos en relación con la exposición del asunto Féret, esa posición nuclear que ocupa el discurso político dentro del abanico protector que garantiza el derecho fundamental ha sido también acogida por el TEDH, manifestando que “preciosa para cada uno, la libertad de expresión lo es muy particularmente para un cargo elegido por el pueblo; él representa a sus electores, da a conocer sus preocupaciones y defiende sus intereses. Por lo tanto, las injerencias en la libertad de expresión de un parlamentario de la oposición, como el demandante, exigen al Tribunal realizar un control muy estricto” (§ 65)14. Ejemplo de la especial protección asignada al discurso político en sentido estricto es el asunto Otegi c. España, en el que la lesión de la libertad de expresión de fundó en que “el demandante se expresaba sin duda alguna en su calidad de cargo electo y portavoz de un grupo parlamentario, de modo que sus manifestaciones son parte de la expresión política”, y “sus declaraciones se inscribían en el marco de un debate sobre cuestiones de interés público”; de ello derivaba el TEDH que “el margen de apreciación del que disponían las autoridades para juzgar sobre la ‘necesidad’ de la sanción pronunciada contra el demandante era, en consecuencia, especialmente limitado” (§48). A ello añadía, entre otros argumentos, que “si bien es cierto que todo individuo que se compromete en un debate público de interés general, como el demandante en este caso concreto, no debe superar algunos límites, en particular, el respeto de la reputación y los derechos de otros, le está permitido recurrir a una determinada dosis de exageración, o incluso de provocación, es decir, de ser un tanto inmoderado en sus observaciones” (§54).

Los hechos que han dado lugar a la condena del político catalán comparten tales características: este se expresaba en su calidad de cargo electo y miembro de un partido político, sus declaraciones se referían a un asunto de indudable relevancia pública y, por descontado, en aras a obtener la atención de sus potenciales electores se sirvió de ciertas dosis de exageración y provocación. La diferencia esencial con el asunto Otegi radica en el otro lado de la balanza: si en este los valores concernidos eran el honor del Rey y, mediatamente, de la institución de la Corona, los hechos objeto de condena por el Juzgado de Manresa se enmarcarían dentro del discurso del odio, siendo los intereses protegidos, genéricamente, la seguridad, la dignidad y la pretensión de igualdad del colectivo contra el que se dirigiría el odio o la violencia a la que se incita; intereses que merecen una mayor protección que el honor de quien encarna un cargo o institución pública. De hecho, uno de los argumentos que utiliza el TEDH en el asunto Otegi para considerar sus declaraciones amparadas por la libertad de expresión es que no se enmarcan en un discurso del odio.

4. Discurso político y discurso del odio
La cuestión que, expuesto lo anterior, puede plantearse admite la siguiente formulación: ¿Conlleva el discurso del odio un límite absoluto a la libertad de expresión, en el sentido de que todo mensaje con afán racista o discriminatorio cae fuera de su marco de protección?; ¿opera ese límite incluso ante el discurso netamente político, dotado del mayor rango de protección constitucional? Es indudable que no hay derechos absolutos, y que graves atentados a la dignidad de otras personas no pueden quedar amparados por la libertad de expresión. De igual modo, es también indudable que uno de los cometidos legítimos del legislador (y también del legislador penal) es el de asegurar básicas expectativas de seguridad de determinados grupos sociales, particularmente aquellos que, por diversas razones, puedan correr un mayor riesgo de amenaza o discriminación, y que ello, en determinados supuestos, puede realizarse a través de la prohibición de conductas expresivas, restringiendo con ello las libertades recogidas en el art. 20 CE.

Pero, si no hay derechos absolutos, tampoco caben límites absolutos, por lo que la cuestión formulada no puede responderse con carácter apriorístico y sin atender a las particularidades del caso concreto. Precisamente esa es una de las objeciones que pueden formularse a la sentencia comentada: que no sólo ha omitido otorgar relevancia alguna al carácter netamente político del discurso, sino que la delimitación del derecho fundamental la ha efectuado a partir de una oposición abstracta y genérica entre libertad de expresión y discurso del odio, concluyendo, sin mayor argumentación –y pese a reconocer la dificultad de trazar la línea divisoria entre ambos y la necesidad, por tanto, de acudir a un análisis casuístico-, que el contenido del panfleto “excede de la protección que le otorgaría el artículo 20 CE por estar enmarcado dentro de la doctrina (…) del discurso del odio”. Tal (ausencia de) argumentación no es válida, pues termina por erigir la noción de “discurso de odio”, de por sí extremadamente vaga y ajena al ámbito de la argumentación jurídica, en un tabú irracional, así como en un cómodo expediente para no indagar en las diferencias de cada caso concreto y, lo que es más grave, para excluir de la discusión pública toda opinión que pueda resultar hiriente, chocante, ofensiva o “incorrecta” para una mayoría.

Ello es así porque el “discurso de odio” es un término cargado emocionalmente y utilizado, en muchas ocasiones, con una finalidad persuasiva, configurándose su ámbito de significado en función de las valoraciones e intenciones del hablante de censurar una determinada clase de discurso y de excluirlo, de ese modo, de lo que se considera social o jurídicamente lícito. Dentro del discurso del odio se ha incluido desde la provocación al genocidio a los insultos de signo racista o sexista15, desde el enaltecimiento del terrorismo a la negación del genocidio judío (o armenio16), desde la quema de cruces por el Ku Klux Klan a la pornografía17. En suma, desde expresiones que generan un peligro inminente para otras personas a aquellas que no van más allá de lo “políticamente incorrecto”. Por lo demás, que no todo lo que pueda ser denominado “discurso del odio” delimita negativamente los derechos consagrados en el art. 20 CE lo muestra con toda rotundidad la citada STC 235/2007, en la que se concluyó que uno de los supuestos prototípicos del discurso del odio – según el consenso generalizado en Europa18-, el negacionismo histórico, forma parte del contenido esencial del derecho a la libertad de expresión. Rechazadas aproximaciones apriorísticas, presupuesto insoslayable, por tanto, para una correcta delimitación del derecho será determinar los concretos perfiles de la conducta expresiva incardinable dentro de la esfera del discurso del odio, ya como descripción típica en una norma de conducta – en un análisis sobre la legitimidad de la propia norma [infra II, 5] -, ya como concreto supuesto de hecho [Infra II, 6]. Para efectuar tal análisis será necesario atender a tres presupuestos de partida. En primer lugar, la protección preferente que el TC otorga a la expresión política. En segundo lugar, la necesidad de distinguir entre la difusión de ideologías y la realización de conductas expresivas lesivas de derechos e intereses de terceros. Y en tercer lugar, será preciso también atender a los límites que, en el ámbito del discurso del odio, el propio TC ha establecido expresamente a la libertad de expresión, analizados a la luz de los dos criterios anteriores.

Respecto del primer presupuesto, ya se ha puesto de manifiesto la especial protección que se  asigna a la libertad de expresión política, dada su capital importancia en un sistema democrático. Si se asume que la razón de ser primordial es la protección del discurso con relevancia pública, antes que otros fundamentos como, por ejemplo, la autorrealización personal19, la protección que garantiza el art. 20 CE no abarcará (o al menos no por igual) a toda expresión, sino únicamente a aquellas cuyo discurso de proyecta sobre cuestiones que sean relevantes para el desarrollo de la opinión pública.

En los términos del TC, el “valor especial” asignado a la libertad de expresión, “si viene reconocido como garantía de la opinión pública, solamente puede legitimar las intromisiones en otros derechos fundamentales que guarden congruencia con esa finalidad es decir, que resulten relevantes para la formación de la opinión pública sobre asuntos de interés general, careciendo de tal efecto legitimador, cuando las libertades de expresión e información se ejerciten de manera desmesurada y exorbitante del fin en atención al cual la Constitución le concede su protección preferente"20.

Por lo que respecta al segundo criterio, es inherente a un modelo de democracia no militante la diferencia de trato entre la manifestación de opiniones contrarias a la Constitución y acciones que lesionan o ponen en peligro derechos o intereses individuales o colectivos, pues en tal modelo de democracia el Estado puede prohibir lo segundo, pero debe mostrarse tolerante hacia lo primero – debe mostrarse tolerante con las ideologías intolerantes-. Ello ha sido destacado por el TC en la sentencia 235/2007, afirmando que “esta concepción (…) implica la necesidad de diferenciar claramente entre las actividades contrarias a la Constitución, huérfanas de su protección, y la mera difusión de ideas e ideologías. El valor del pluralismo y la necesidad del libre intercambio de ideas como sustrato del sistema democrático representativo impiden cualquier actividad de los poderes públicos tendente a controlar, seleccionar, o determinar gravemente la mera circulación pública de ideas o doctrinas”. Así, “el ámbito constitucionalmente protegido de la libertad de expresión no puede verse restringido por el hecho de que se utilice para la difusión de ideas u opiniones contrarias a la esencia misma de la Constitución (…) a no ser que con ellas se lesionen efectivamente derechos o bienes de relevancia constitucional” (FJ 4)21.

Sentado lo anterior, para la delimitación del espacio protegido por la libertad de expresión es preciso también, como decíamos, atender a los límites que conforman el contenido de otros derechos fundamentales o intereses de rango constitucional con los que puede colisionar. En lo que es relevante para el tema que nos ocupa, baste con poner de manifiesto los siguientes aspectos. En primer lugar, debe partirse del principio general de que “el derecho a la libertad de expresión, al referirse a la formulación de `pensamientos, ideas y opiniones´, sin pretensión de sentar hechos o afirmar datos objetivos, dispone de un campo de acción que viene sólo delimitado por la ausencia de expresiones indudablemente injuriosas o sin relación con las ideas u opiniones que se expongan y que resulten innecesarias para la exposición de las mismas”22; por ello, “el comportamiento despectivo o degradante respecto a un grupo de personas no puede encontrar amparo en el ejercicio de las libertades garantizadas en el art. 20.1 CE, que no protegen ‘las expresiones absolutamente vejatorias, es decir, las que, en las concretas circunstancias del caso, y al margen de su veracidad o inveracidad, sean ofensivas u oprobiosas’” 23.

En lo tocante a la concreción de límites relacionados con el discurso de odio, el Tribunal Constitucional ha venido estableciendo los siguientes márgenes:
i) En relación con la incitación a la violencia o con discursos amenazantes, “no cabe considerar ejercicio legítimo de las libertades de expresión e información a los mensajes que incorporen amenazas o intimidaciones a los ciudadanos o a los electores, ya que como es evidente con ellos ni se respeta la libertad de los demás, ni se contribuye a la formación de una opinión pública que merezca el calificativo de libre”24.
ii) Además, el art. 20.1 CE no garantiza “el derecho a expresar y difundir un determinado entendimiento de la historia o concepción del mundo con el deliberado ánimo de menospreciar y discriminar (…) a persona o grupos por razón de cualquier condición o circunstancia persona, étnica o social”; asimismo, “carece de cobertura constitucional la apología de los verdugos, glorificando su imagen o justificando sus hechos cuando ello suponga una humillación de sus víctimas”25. “El odio y el desprecio a todo un pueblo o a una etnia (a cualquier pueblo o a cualquier etnia) son incompatibles con el respeto a la dignidad humana (…) Por lo mismo, el derecho al honor de los miembros de un pueblo o etnia, en cuanto protege y expresa el sentimiento de la propia dignidad, resulta, sin duda, lesionado cuando se ofende y desprecia genéricamente a todo un pueblo o raza, cualesquiera que sean”26.
iii) La libertad de expresión también “encuentra su límite en las manifestaciones vilipendiadoras, racistas o humillantes o en aquéllas que incitan directamente a dichas actitudes, constitucionalmente inaceptables”. “Es, pues, el deliberado ánimo de menospreciar y discriminar a personas o grupos por razón de cualquier condición o circunstancia personal, étnica o social el que, en estos casos, priva de protección constitucional a la expresión”27.

5. El delito de provocación a la violencia, la discriminación y el odio
Una norma puede ser constitucionalmente ilegítima porque restrinja su contenido esencial, pero también porque, afectando a la periferia del ámbito de ejercicio del derecho, tal limitación resulte desproporcionada28. Desde la primera perspectiva, no creo que pueda dudarse que la conducta consistente en provocar a la violencia y a la discriminación de determinados grupos sociales no está amparada por la libertad de expresión. En todo caso, es importante efectuar alguna consideración al respecto. Es relevante, por ejemplo, trazar la diferencia entre conductas expresivas que tienen el deliberado ánimo de provocar la violencia o la discriminación – desvinculadas de antemano, por tanto, de la finalidad del contribuir a un debate sobre asuntos públicos -, de aquellas conductas que, dirigidas a tal fin legítimo, por el empleo de un lenguaje virulento u hostil hacia algún grupo o colectivo social, puedan ser idóneas para generar reacciones de rechazo hacia esos grupos en la opinión pública. Más allá de la lectura jurídico-penal de esa diferencia (referida a configuración del dolo exigido por el tipo), se presenta crucial desde un punto de vista constitucional por cuanto, desde el plano genérico en que nos movemos, puede afirmarse que el segundo caso estaría amparado por la libertad de expresión, siempre que las manifestaciones se realizaran en un contexto político o de relevancia pública. Tal como el TEDH manifestó en el asunto Otegi, a quien participa en un debate con relevancia pública “le está permitido recurrir a una determinada dosis de exageración, o incluso de provocación, es decir, de ser un tanto inmoderado en sus observaciones”. A este respecto, veremos con más detenimiento que la STC 235/2007, aunque por razones de proporcionalidad interna con la pena asignada al art. 607.2 CP, ha establecido que dicha incitación deba ser directa; es decir, que la conducta esté encaminada al fin de provocar tales efectos.

El segundo aspecto que creo debe tomarse en consideración es el referido a la concreción de aquello a lo que se provoca; desde el ejercicio del derecho a la libertad de expresión, no ha de ser lo mismo la incitación a concretos actos de violencia o discriminación que el fomento, genérico e indiferenciado, de actitudes hostiles que, eventualmente, pudieran desembocar en actos de violencia o discriminación. En este sentido, un buen número de autores han postulado que las dudas de constitucionalidad que rodean a este precepto, al regular espacios limítrofes con la libertad de expresión, deben llevar a una interpretación restrictiva, según la cual la provocación debe serlo a concretas conductas antijurídicas – aproximándose, así, a la estructura de la provocación del art. 18 CP-29. En todo caso, esta última exigencia no estaría ya basada en una eventual intromisión del precepto en el contenido esencial del derecho a la libre expresión, sino en el parámetro (también constitucional) de la proporcionalidad – sobre lo que a continuación volveremos- o en otras razones de legitimidad político-criminal30.

Más dudas puede presentar la provocación al odio, entendida como modalidad autónoma de realización del delito. Lo que el legislador prohíbe no es sino la difusión de opiniones despectivas o desvalorativas acerca de determinados colectivos con la pretensión de convencer al auditorio para que comparta tales opiniones31. El odio es un mero sentimiento, sin vinculación directa o indirecta – a diferencia de la violencia o la discriminación- con la realización de conductas lesivas contra intereses de las personas; la incitación al odio no es más que el intento de generar opiniones (de rechazo, de hostilidad) a través de la opinión. Desde esa perspectiva, y tomando muy en consideración el amplio margen de ejercicio que debe otorgarse a la libertad de expresión política, la punición de la incitación al odio resulta difícilmente compatible con el contenido esencial del art. 20 CE32, dado que, sin mayores restricciones exegéticas, lo que el precepto penal castiga con la incitación al odio no es sino la manifestación de una opinión (y el afán de convencer a terceros inherente a toda proferencia pública de esa opinión), por más rechazable que pueda resultar desde los parámetros ético-políticos de una sociedad democrática. Recuérdese que, según lo afirmado en la STC 235/2007, “nuestro ordenamiento constitucional no permite la tipificación como delito de la mera transmisión de ideas, ni siquiera en los casos en que se trate de ideas execrables por resultar contrarias a la dignidad humana que constituye el fundamento de todos los derechos que recoge la Constitución y, por ende, de nuestro sistema político”.

Podría oponerse a lo afirmado que la manifestación ante un auditorio de determinados sentimientos de hostilidad puede dar lugar, en conjunción con una determinada situación social, a la realización de actos de violencia o, más en general, lesivos de intereses esenciales de terceros; se ha afirmado, en este sentido, que lo que con este delito se pretende es evitar la “antesala de la violencia”33. Pero con la sanción penal de la mera incitación al odio cualquier exigencia mínima de lesividad se diluye: estaríamos, por expresarlo gráficamente, ante la prohibición de realizar actos preparatorios de un acto preparatorio, de modo que no se justificaría la necesidad de la restricción de libertad. Requisito mínimo, en este sentido, para su acomodo constitucional sería una interpretación restrictiva de esa modalidad delictiva según la que la incitación al odio se realizara en tales condiciones y con tal intensidad que, aunque no existiera una incitación directa a la violencia, fuera previsible la realización inminente de actos lesivos para miembros del grupo social concernido34. En todo caso, aun cuando se concluya que el tipo penal no conlleva una injerencia en el contenido esencial de las libertades comunicativas35, considero que, de cualquier modo, el precepto no satisfaría el test constitucional de proporcionalidad, por cuanto la amplitud con que aparece recogida la descripción de lo prohibido es susceptible de generar un efecto desaliento sobre el ejercicio protegido de la libertad de expresión.

El efecto desaliento – chilling effect –, originado en la jurisprudencia del Tribunal Supremo americano36 e incorporado al acervo constitucional español especialmente a partir de la STC 136/199937, constituye un parámetro de control de la proporcionalidad de una norma en la limitación de un derecho fundamental – y, por tanto, de su constitucionalidad-. El efecto desaliento -particularmente asociado a la libertad de expresión38-, parte de la vertiente institucional de los derechos fundamentales y del consiguiente fomento de los mismos, y se plantea si una determinada regulación legal, ya por su vaguedad, ya por su amplitud aplicativa, puede disuadir o desalentar el ejercicio de un derecho fundamental. No se trata de si la norma prohíbe ya conductas protegidas por el derecho fundamental, sino de que, al abarcar la norma conductas muy próximas al ámbito protegido por el derecho – o al permitir su indeterminación que un órgano judicial así la interprete-, puede desalentar el ejercicio del mismo. Por la misma razón – conviene enfatizarlo –, el efecto inhibitorio en virtud del que se afirma la desproporción no se predica del cometido disuasorio atribuido a la sanción sobre la conducta prohibida (y positivamente valorado como fin legítimo de la pena), sino del que potencialmente puede generarse sobre conductas amparadas por el derecho fundamental al hallarse en la periferia de lo prohibido y ser la norma imprecisa39, inhibición que más intensa será cuanto más grave sea la consecuencia jurídica.

No se me ocurre ejemplo mejor para ilustrar la figura del efecto desaliento que las modalidades delictivas de provocación a la discriminación y al odio recogidas en el artículo 510 del CP. De su regulación se ha afirmado, con razón, que resulta “escandalosamente indeterminada”40, dando lugar a un ámbito potencial de prohibición de conductas expresivas difícilmente compatible no sólo con el derecho a la legalidad penal, sino, por las antedichas razones, con las libertades comunicativas. Ciertamente, como pone de manifiesto Schauer, la regulación de la libertad de expresión a través de la tipificación de actos de habla resulta particularmente compleja por la dificultad de enunciar con claridad el contenido y límites de lo prohibido; ello, unido a la propia dificultad de delimitar el contenido de la libertad de expresión, hace que sea mayor el riesgo de sobreinclusión por la aplicación judicial y, consiguientemente, el de generar el citado efecto desaliento41. Resulta indudable, me parece, que la amplitud e indeterminación de las figuras de provocación a la discriminación y al odio permite una interpretación – como la efectuada por el órgano judicial de Manresa- que incluya conductas comunicativas amparadas por la libertad de expresión, tales como discursos políticos críticos con el favorecimiento estatal de determinados grupos o colectivos o la manifestación derechazo a determinadas prácticas culturales privativas de alguno de esos grupos. Con ello, la loable finalidad de evitar que determinados grupos puedan sentir amenazada su seguridad (y que se halla en el núcleo de desvalor del precepto) se pretende conseguir a costa del riesgo de silenciar toda opinión política disidente, la cual, por extremista y rechazable que pueda resultar desde los valores de convivencia asumidos por la mayoría, se halla amparada por el derecho fundamental a la libre expresión, pues, como después se reiterará, sólo la admisión de todas las opiniones, tanto las concordantes como las discordantes, permite considerar verdaderamente democrático el debate social y político. Para evitar o reducir ese efecto desaliento, máxime teniendo en cuenta que estamos ante una prohibición bajo pena, el legislador disponía de diferentes opciones en aras a concretar (reduciendo la vaguedad) y restringir (reduciendo la también indudable amplitud) el ámbito de lo prohibido. Así, más allá de esfuerzos puramente semánticos y de la posibilidad de reducir el amplio elenco de colectivos42, podría haber optado por introducir refuerzos de lesividad. Junto a la más restrictiva (pero más deseable) alternativa de limitar lo prohibido a la provocación a conductas delictivas, podría haber seguido el ejemplo de legislaciones como la alemana e incluir cláusulas de lesividad como la capacidad de la conducta de alterar la paz pública, criterio que, si bien en sí mismo presenta una considerable vaguedad, ofrece al menos un parámetro añadido de relevancia social de la conducta a partir de la que restringir el ámbito de lo punible43.Por lo demás, a los efectos de mitigar el reproche de desproporción, podría haber establecido un límite mínimo de la pena más reducido – seis meses en lugar de un año, por ejemplo-. En suma, considero que hay razones para dudar de la constitucionalidad del artículo 510 CP.

6. El enjuiciamiento del caso concreto
La prohibición de exceso inherente al principio de proporcionalidad puede verse infringida tanto por la labor del legislador – como acabamos de ver-, como por el órgano judicial en la aplicación del precepto, ya por realizar una exégesis extensiva de un precepto que regule conductas cercanas al ejercicio de un derecho fundamental – afectando con ello al mismo-, ya por imponer una sanción indubitadamente excesiva con respecto al desvalor de la conducta44.De igual modo, el aplicador del Derecho puede remediar, en el caso concreto, los déficits constitucionales del precepto a través de una interpretación restrictiva y conforme a la Constitución del mismo, que evite ya una injerencia en el contenido esencial del Derecho, ya una sanción desproporcionada45.

Formulado en otros términos, la eventual inconstitucionalidad de un precepto por restringir desproporcionadamente el ejercicio de un derecho fundamental no tiene por qué trasladarse a la decisión judicial que lo aplica si, en primer lugar, el supuesto enjuiciado desborda con claridad el ámbito de ejercicio legítimo de la libertad de expresión (y forma parte, por ello, del núcleo de lo prohibido por la norma penal), si – en segundo lugar- se concluye que la conducta es un ilícito penal a través de una interpretación restrictiva conforme a la Constitución, que evite con ello el efecto desaliento, o si, como variante de lo anterior y en aras al mismo fin de evitar el exceso de coacción, el órgano judicial aplica los instrumentos del propio Código Penal para reducir la gravedad de la pena impuesta46.

Ninguna de tales circunstancias cabe predicar de la sentencia del Juzgado de Manresa. En primer lugar, es muy discutible que la conducta enjuiciada y por la que ha sido condenado el político no forme parte del ejercicio legítimo de la libertad de expresión, y desde luego no se halla en el núcleo de lo prohibido por el precepto, en cuanto que no estamos ante un supuesto de directa provocación a concretos actos de violencia, ni a concretas e ilícitas conductas discriminatorias. Es más, incluso cabe dudar de que el contenido del panfleto pueda entenderse como una provocación al odio. En todo caso, aun cuando una interpretación laxa del precepto permitiera llegar a esa conclusión, el órgano judicial desatiende palmariamente – como ya se afirmó- que la conducta expresiva se realiza en el marco de la deliberación política inherente a una campaña electoral, por lo que cabe afirmar que o bien forma parte del contenido del derecho a la libertad de expresión, o en todo caso su sanción resulta desproporcionada. A continuación, en el siguiente epígrafe, abundaré sobre ello. Allí reiteraré también que – en referencia al segundo aspecto citado- el órgano judicial ha obviado todo esfuerzo de exégesis restrictiva del precepto, ignorando con ello, además, la propia jurisprudencia del Tribunal Supremo (TS) sobre el art. 510 CP. Desde una perspectiva constitucional, baste con afirmar ahora que ni pueden encontrarse en el panfleto expresiones indudablemente injuriosas o absolutamente vejatorias (STC 174/2006, entre muchas), ni amenazas o intimidaciones (STC 136/1999), ni cabe extraer de su contenido un deliberado ánimo de menospreciar y discriminar (SSTC 214/1991; 176/1995), ni incluye tampoco manifestaciones vilipendiadoras, racistas o humillantes que inciten directamente a dichas actitudes (STC 235/2007). Por último, también desde la perspectiva de la pena impuesta debe considerarse desproporcionada la injerencia en la libertad de expresión: pese a la escasa gravedad de la conducta y su proximidad al ejercicio legítimo de la libertad de expresión –cuando así quiera entenderse-, no se ha impuesto la pena mínima de un año – que considero igualmente desproporcionada-, sino la intermedia de 18 meses de prisión, y ello a partir de una motivación que se muestra frontalmente contraria al derecho fundamental, por cuanto el juzgador convierte en reproche penal precisamente lo que constituye el fundamento de protección de la libertad de expresión: la deliberación política inherente al sistema democrático. Con tal argumento, el constitucionalmente indeseado efecto desaliento parece ser buscado de propósito. A mi modo de ver, son plenamente aplicables a este supuesto las conclusiones del TEDH sobre el asunto Otegi, “nada en las circunstancias del presente caso, donde las afirmaciones controvertidas se hicieron en el contexto de un debate sobre una cuestión que presentaba un interés público legítimo, podía justificar la imposición de una pena de prisión. Por su propia naturaleza, tal sanción produce inevitablemente un efecto disuasorio” (§60).

III. PERSPECTIVA JURÍDICO-PENAL
Si el primer paso de la subsunción de un supuesto de hecho en el precepto penal es la necesaria interpretación de este, con el fin de determinar sus límites de aplicación, llama la atención de la sentencia la escasa atención dedicada a ese aspecto. Las únicas referencias efectuadas sobre las características del delito en cuestión son que el bien jurídico que aspira a proteger es la igualdad de todos los individuos y el orden de convivencia, y que el tipo penal conforma un delito de peligro abstracto, no siendo entonces necesario atender a los efectos causales eventualmente producidos por la conducta.

Resulta imprescindible, sin lugar a dudas, atender al bien jurídico protegido como pauta de concreción de lo prohibido. Así, el ámbito de aplicación del delito recogido en el art. 510 CP será distinto según se entienda que el bien jurídico protegido es, por ejemplo, la dignidad de los miembros del grupo étnico, racial, etc. - caso en el que, al modo de un delito contra el honor, bastaría con la proferencia de expresiones injuriosas47- , un clima de paz social – caso en que será exigible que la conducta tenga la capacidad de alterar el contexto social en que se produce-, la relación de igualdad del colectivo con respecto a la sociedad en su conjunto – siendo exigible, entonces, que la conducta expresiva sea idónea para engendrar reacciones de rechazo y discriminación contra el concreto grupo social- o, finalmente, la seguridad del grupo social – lo que impondría, si así ha de entenderse, la capacidad de la acción para provocar conductas violentas que atenten contra la indemnidad física de miembros del grupo, o bien un temor fundado en el grupo de que ello puede acontecer-.

Esa labor de interpretación teleológica, derivada de la finalidad tuitiva del precepto, se hace más compleja, pero a la vez más necesaria, en tipos penales como el que ahora nos ocupa, cuya descripción de la conducta prohibida posee, como ya he afirmado, una considerable indeterminación y una amplitud excesiva -por su contacto con el ejercicio de un derecho fundamental-. Así, por ejemplo, según se ponga el énfasis en la violencia, en la discriminación o en el odio, el interés que se considere primordialmente protegido podrá ser, respectivamente, la indemnidad física, la igualdad o la dignidad. Y las consecuencias en la determinación de lo prohibido resultarán, ciertamente, distintas: si lo protegido es la indemnidad física de las personas pertenecientes al grupo social afectado, la incitación al odio sólo habrá de considerarse típica cuando resulte previsible la realización, a su vez, de actos de violencia derivados del sentimiento de odio. Si en cambio lo protegido es la dignidad o la tranquilidad social del grupo, la amplitud de lo prohibido se multiplica exponencialmente, deviniendo insoportable en un Estado de Derecho.

Ante tan compleja perspectiva, las referencias de la sentencia a la igualdad y la estabilidad social como intereses protegidos de nada sirven al fin de concretar el ámbito de lo prohibido, tanto por la vaguedad de tales nociones como porque el juzgador no ha descendido de tal nivel de generalidad y no ha argumentado qué consecuencias deben sacarse de esa opción en relación con el caso enjuiciado, salvo la circular argumentación de que porque los panfletos constituyen una provocación al odio lesionan tales bienes jurídicos.

Por otra parte, estando ante un tipo penal que restringe el ejercicio de un derecho fundamental, el primer parámetro de interpretación ha de ser la doctrina del TC. Sobre ello ya hemos visto que, salvo referencias genéricas a la libertad de expresión en relación con el discurso del odio, poco esfuerzo exegético muestra la sentencia comentada. Y lo cierto es que, como mostraré a continuación, de la propia STC 235/2007 podían extraerse importantes conclusiones sobre el precepto aplicado. En este orden de cosas, resulta llamativo también que el juzgador haya prescindido completamente de acudir a otras referencias jurisprudenciales para sostener su interpretación de la norma. Es cierto que la jurisprudencia penal sobre el delito de provocación al odio no es muy abundante, dada la escasa aplicación que el mismo ha venido recibiendo. No obstante, hay algunas decisiones relevantes al respecto con las que el juez de Manresa podía haber contrastado su enjuiciamiento, tales como, en particular, la reciente sentencia del TS 259/2011, de 12 de abril, recaída en el asunto de la librería Kalki, en la que, de hecho, se efectúa una exégesis del artículo 510 CP frontalmente opuesta a la que acoge la resolución comentada. Se afirma en dicha sentencia que para la concurrencia del delito “es preciso que se trate de una incitación directa a la comisión de hechos mínimamente concretados de los que pueda predicarse la discriminación, el odio o la violencia contra los referidos grupos o asociaciones y por las razones que se especifican en el artículo” (p. 172), conectando, así, la estructura típica del art. 510 CP con la de la figura de la provocación del art. 18 CP (pp. 183-184). Tal configuración del tipo penal, propugnada igualmente por buena parte de la doctrina académica48, vendría también avalada por la tantas veces citada STC 235/2007 (y de la que parte la Sala Segunda), en la que, con el fin de asignar un ámbito punible propio al delito de justificación del genocidio (art. 607.2 CP), configuró este último como una provocación indirecta o mediata a violencia, la discriminación o el odio, debiendo distinguirlo, así, de la incitación directa en que consistiría el delito del art. 510 CP, siendo tal diferencia de lesividad lo que justificaría la mayor gravedad de pena prevista en el art. 510 CP (FJ 9).

En segundo lugar, la concepción formulada por el Tribunal Supremo permite también rechazar las implicaciones que la sentencia comentada pretende derivar del carácter de delito de peligro abstracto atribuido al tipo penal aplicado. Puede compartirse la asunción del juez de Manresa de que tal estructura típica conlleva que para la concurrencia del delito resulte indiferente cuáles han sido las consecuencias reales de la conducta expresiva, pero lo que no creo correcto es concluir que la tipicidad se agota en la mera provocación al odio, sin que sea necesario analizar “la capacidad real (…) del panfleto en cuestión de influir a posteriori en el comportamiento ilícito de sus receptores”. Como es asumido por doctrina y jurisprudencia, los delitos de peligro abstracto no precisan de un resultado de lesión o de peligro, a partir del que fuera necesario analizar los efectos causales de la conducta realizada; pero su tipo de injusto, como requisito mínimo de lesividad, sí exige acreditar un pronóstico de peligrosidad, que ha de determinarse no en función de las consecuencias de la conducta (análisis ex post), sino tomando en cuenta las circunstancias fácticas previsibles en el momento en que el agente realiza su conducta (análisis ex ante)49. Ello es también asumido por la Sala Segunda que, asignando tal carácter de peligro abstracto al delito del art. 510 CP, exige la necesidad de analizar el contexto en que se realiza la acción en aras a determinar su peligrosidad. Afirma, así, que “la existencia del peligro, por lo tanto, depende tanto del contenido de lo difundido como de la forma en que se hace la difusión, sin que pueda dejar de valorarse la sociedad o el ámbito social al que se dirigen los actos cuestionados. Sin duda en algunos momentos históricos o en algunos lugares concretos, determinadas actividades podrían llegar a ser consideradas peligrosas para la seguridad de esos bienes que se trata de proteger, mientras que en otras circunstancias tal cosa no podría ser afirmada. No se trata de exigir la concurrencia de un contexto de crisis, en el que los bienes jurídicos ya estuvieran en peligro, que resultaría incrementado por la conducta cuestionada, sino de examinar la potencialidad de la conducta para la creación del peligro” (p. 179).

La necesaria concurrencia de dicho estándar de peligrosidad responde a una exigencia mínima de lesividad y, con ello, de proporcionalidad, pues sólo una seria amenaza para el bien jurídico protegido puede justificar una sanción penal privativa de libertad - como es el caso – máxime en un ámbito limítrofe con el ejercicio de un derecho fundamental. En este sentido, manifiesta el Tribunal Supremo que “(a)unque sean siempre frontalmente rechazables, los contenidos negativos de tales ideas o doctrinas basadas en la discriminación o la marginación de determinados grupos y de sus integrantes como tales, no conducen necesariamente a que la respuesta se configure penalmente en todo caso, debiendo quedar reservada la sanción penal, como ya se ha indicado, para los ataques más graves, considerando tanto el resultado de lesión como el peligro creado para los bienes jurídicos que se trata de proteger” (p. 170).

No puede sorprender, por ello, que también el TC haya exigido, siquiera implícitamente, un margen de peligrosidad al delito del art. 510 CP. Se afirma en la STC 235/2007 que para hacer a las conductas expresivas merecedoras de reproche penal, y evitar reprimir la mera adhesión ideológica a posiciones políticas de cualquier tipo -que resultaría plenamente amparada por el art. 16 CE y, en conexión, por el art. 20 CE-, “será necesario que la difusión pública de las ideas justificadoras [scil.: del genocidio (art. 607.2 CP)] entre en conflicto con bienes constitucionalmente relevantes de especial trascendencia que hayan de protegerse penalmente”. Ello se dará, bien cuando suponga un modo de incitación indirecta a la perpetración de un genocidio, bien cuando “con la conducta consistente en presentar como justo el delito de genocidio se busque alguna suerte de provocación al odio hacia determinados grupos definidos mediante la referencia a su color, raza, religión u origen nacional o étnico, de tal manera que represente un peligro cierto de generar un clima de violencia y hostilidad que puede concretarse en actos específicos de discriminación” (FJ 9; énfasis añadido). Si ello se exige del delito de justificación del genocidio, que el TC configura como una incitación indirecta a la discriminación o el odio, el mismo grado de “peligro cierto” deberá exigirse para la provocación directa que regula el art. 510 CP.

A tenor de lo afirmado, podemos concluir que, de acuerdo con la jurisprudencia de la Sala Segunda, directamente derivada de la doctrina constitucional, el tipo objetivo del art. 510 CP está conformado por dos elementos esenciales: el primero es que la conducta exprese una incitación directa a la realización de actos de violencia o discriminación, o al desarrollo de un sentimiento colectivo de odio hacia los grupos sociales descritos en el precepto. El segundo es que la conducta, en atención a su concreta forma y contexto de realización, conlleve un peligro cierto para la indemnidad y estabilidad social de esos grupos; expresado de otro modo, que la conducta sea efectivamente adecuada para provocar actos de discriminación o violencia o para engendrar el odio en un determinado colectivo social.

Dicha configuración típica es palmariamente ignorada por la sentencia del Juzgado de Manresa, conformándose con unos requisitos mucho más laxos para considerar concurrente la conducta delictiva. Veamos más detenidamente el enjuiciamiento de los hechos efectuado en la sentencia. Por una parte, se desatiende la necesidad de que exista una incitación directa a la realización de actos de violencia o discriminación. El único momento en que el juzgador parece conectar con tal exigencia es la alusión a lo que se dice en el panfleto acerca de que PxC hará la vida imposible al colectivo musulmán, de lo que concluye que estamos ante una expresión “claramente amenazante”. Pero dicha conclusión no se sostiene, ni puede equipararse a una incitación directa (ni indirecta) a la perpetración de esas pretendidas amenazas. No se sostiene que ello constituya una amenaza dirigida contra un sector de la sociedad, y desde luego con tal expresión no se está apelando o provocando a un determinado grupo de personas para que atenten contra intereses de los musulmanes. De hecho, es cabal entender justo lo contrario: el sentido del mensaje es que si PxC gana las elecciones “hará la vida imposible” a los inmigrantes de origen musulmán, solicitando con ello el voto a las personas que puedan compartir esa política en materia de inmigración, quienes, en lugar de la realización de actos violentos o discriminatorios, pueden optar por el “arma” del voto para conseguir sus pretensiones. Se hace apología de una opción política, no de una actividad lesiva: al único acto al que se incita directa o indirectamente es a la participación electoral.

Más dudas cabría plantear la concurrencia de una incitación directa al odio, por cuanto la vaguedad de esa modalidad típica permite un amplísimo margen de aplicación. Ya se ha afirmado a este respecto que, a diferencia de la discriminación y la violencia, que pueden vincularse con la realización de actos concretos dirigidos a tales fines, el odio, en cuanto mero sentimiento, no está necesariamente conectado a comportamiento alguno por parte de las personas incitadas. Como afirmó el TEDH en el asunto Féret c. Bélgica, “la incitación al odio no requiere necesariamente el llamamiento a tal o cual acto de violencia ni a otro acto delictivo” (§73). Independientemente de la necesidad de interpretar restrictivamente el precepto – por razones ya expresadas-, lo cierto es que en el caso concreto, a mi modo de ver, tampoco cabe afirmar que la distribución del panfleto suponga una incitación directa al odio. Por una parte, la propia forma de exponer el mensaje, poniendo en boca de una inexistente asociación de inmigrantes musulmanes la llamada al voto de otros partidos políticos distintos al que pertenece el condenado, todo ello envuelto en un evidente animus iocandi, no se colige con el estilo propio de una arenga que persiga enervar los ánimos contra el citado grupo social, ni desde luego constituye provocación directa a otra cosa que no sea al ejercicio del voto. Pero, es más, de los concretos términos empleados por el panfleto no cabe inferir, ni analizándolos por separado ni en una evaluación de conjunto, una actitud de abierto menosprecio u hostilidad, ni por tanto una intención de generar en otros tales sentimientos. El contenido del panfleto se estructura básicamente en dos partes. La primera describe las reivindicaciones del supuesto colectivo magrebí que han venido satisfaciendo o apoyando determinados partidos políticos: “Somos más de 3000 de nosotros que aún no tenemos todos los papeles, aunque gracias a la generosidad de CIU estamos empadronados y nos ayudan dándonos comida y viviendas gratis. Puedes votar también a CiU, se lo merecen. Pero también queremos papeles para todos, para poder ser totalmente legales y poder traernos a nuestras familias y parientes para poder vivir todos en esta tierra tan acogedora, vota a PSC, queellos nos darán papeles para todos. Puedes votar también al PP que son quienes con su ley de arraigo nos permite acabar siendo legales con nuestras familias”.

La segunda, más extensa, refleja las pretendidas reivindicaciones y aspiraciones que PxC no satisfaría si llegara al poder, razón por la que, irónicamente50, se solicita que no se vote a dicho partido: “Pero por favor, no votes al partido del Anglada, la PXC. Si ellos mandan en Vic expulsarán a todos nuestros compañeros ilegales y harán la vida imposible al resto. No nos permitirán ejercer nuestro derecho a tener una bonita mezquita en el centro de Vic. Nos retirarán las ayudas sociales para nuestras mujeres e hijos. No tendremos vivienda protegida. No permitirá que podamos abrir nuestras tiendas y locutorios a los horarios que nos convienen (somos diferentes y queremos que respetéis nuestra diferencia). Somos pobres y no podemos pagar tantos impuestos como vosotros, que sois infieles pero afortunados por la gracia de Allah, el único Dios verdadero (con el tiempo y la ayuda de Allah os abriremos los ojos a la gracia misericordiosa de la fe verdadera).
Anglada no nos dejará conducir nuestros coches con nuestro carnet de conducir marroquí, que aunque no es válido en España, bien que nos sirvió para conducir camellos por los bonitos desiertos saharauis. La PXC nos exigirá llevar seguro de coche, que no nos hace falta, es caro y conducimos con sumo cuidado.
No quiere que nuestras mujeres lleven hiyab (velo musulmán) ni burka, no respeta nuestras costumbres y oraciones y jamás permitirá que podamos hacer nuestras 5 oraciones diarias en la plaza mayor.
(…)
Queremos una casbah alternativa al mercado semanal, poder trabajar los domingos y santificar nuestros viernes”.

La primera parte no muestra, a mi entender, atisbo de repulsa, desprecio o racismo –ni, frente a lo afirmado por el órgano judicial, constituye “expresión ofensiva o impopular para con la población magrebí”-, sino que se limita a describir, caricaturesca y exageradamente, la política favorable a la inmigración de los partidos políticos en liza con el que repartió el panfleto. Es, en todo caso, la segunda parte del escrito lo que podría albergar cierta relevancia penal. Sostiene la jueza que, junto al ya citado – y rechazado- contenido amenazante inherente a la expresión “hacer la vida imposible”, el resto de las manifestaciones del panfleto “hacen referencia a costumbres y religión del colectivo magrebí en la población llegando a señalarse que el partido político al que se ha hecho referencia ‘jamás permitirá que podamos hacer nuestras 5 oraciones diarias en la plaza mayor’”; y de esa pretendida amenaza unida a la mención a las costumbres y religión del colectivo concluye, sin más argumentación, que estamos ante un “discurso del odio”. Más allá de los torpes sarcasmos, de las patéticas burlas y de los infundados tópicos, nada hay en el contenido del texto que pueda considerarse una provocación a la violencia, a la discriminación o al odio, ni que desde luego conlleve un desvalor proporcionado a un año y medio de prisión. La equiparación genérica que efectúa el juzgador entre discurso del odio y delito supone criminalizar la mera incorrección política, sin que la retórica apelación a la dignidad e igualdad permita tampoco justificar el castigo51. En un Estado democrático, sarcasmos, burlas y tópicos deben ser permitidos en el juego del debate político: deben estar amparados por la libertad de expresión.

IV. REFLEXIONES FINALES: SOCIEDAD DEMOCRÁTICA Y LIBERTAD DE LOS INTOLERANTES
Las opiniones no son inocuas. Precisamente porque constituye una formidable herramienta para el desarrollo de una sociedad democrática, el libre discurso político52 es susceptible de generar riesgos sociales53. Pero las libertades comunicativas no pueden restringir su ámbito de protección a mensajes socialmente inocuos54, pues sólo desde el disenso y la confrontación dialéctica deviene posible su esencial función conformadora de la opinión pública55. Por ello, en palabras del TEDH, “es precisamente cuando se presentan ideas que se enfrentan, chocan o rechazan el orden establecido cuando la libertad de expresión es más preciosa”56. El breathing space que debe otorgarse al discurso público debe ser más amplio cuanto más se aproxime a la deliberación política en sentido estricto: ya como crítica ciudadana al poder, ya como debate público sobre opciones políticas57 .

Ciertamente, en este campo los riesgos de desestabilización social se acrecientan, pues la controversia política enfrenta dialécticamente las decisiones más relevantes sobre cómo debe ordenarse la vida social, en ocasiones – especialmente en sociedades multiculturales – con el trasfondo de distintas y a veces irreconciliables cosmovisiones del mundo. Pero en un Estado democrático deben tolerarse los riesgos inherentes a la discusión política, y permitir tanto un debate amplio, robusto y desinhibido58 como la incorporación al mismo de todas las opiniones, so pena de socavar la propia calidad democrática de la deliberación al quedar excluidas de iure determinadas posiciones ideológicas. El derecho de los ciudadanos a formar sus propias convicciones y a decidir libremente a sus representantes debe llevar a que todos los puntos de vista puedan ser sometidos al escrutinio del diálogo social59, aun a riesgo de que algunas de esas opiniones puedan alterar coyunturalmente la paz pública, de que algunos ciudadanos puedan sentirse ofendidos, o de que los modos y estrategias dialécticas del discurso electoral – hecho de manipulaciones, provocaciones y promesas que no serán cumplidas- pueda inducir a error a otros ciudadanos y generar imágenes falseadas sobre la realidad social, sobre la probidad de otros políticos o sobre las costumbres o aspiraciones de un grupo social.

Una sociedad democrática estable debe poder tolerar tal grado de desestabilización social y, desde luego, cuando es la libertad de expresión política lo que está en juego debe disponer de otros métodos de reestabilización que no sean el ius puniendi. Frente al discurso del odio, es el libre intercambio de ideas, el diálogo racional y la conciencia crítica de los ciudadanos lo que ha de venir a neutralizar socialmente los mensajes xenófobos o discriminatorios. En una sociedad con relativas dosis de estabilidad social la alternativa a reprimir penalmente el discurso del odio debe ser asegurar por otras vías – civiles, administrativas, económicas- que los grupos minoritarios, potenciales víctimas del odio o la discriminación, o quienes hablen por ellos dispongan de posibilidades expresivas de respuesta, que accedan en condiciones de igualdad a los medios de comunicación; que puedan, en suma, hacerse oír socialmente. Dicho de otro modo, y parafraseando el célebre dictum del juez Brandeis, frente al discurso del odio el Estado debe proporcionar los medios necesarios para un discurso de defensa efectivo, que contrarreste, con la palabra y la razón, la irracionalidad del extremismo y la intolerancia60. Y restringir el uso de la sanción penal a los supuestos de provocación directa e inminente a una conducta lesiva de la seguridad de los individuos o grupos61. Las palabras de Brandeis siguen teniendo plena vigencia hoy en día: “si hay tiempo de exponer, mediante la discusión, las falsedades y las falacias, para evitar el mal a través de los procesos de educación, el remedio que debe aplicarse es el discurso de defensa [counter speech], y no la imposición del silencio. Sólo una emergencia puede justificar la represión”62.

La pretensión de sustituir el discurso racional por la imposición coactiva del silencio, en aras a proteger tanto la verdad histórica como la corrección moral o política, manifiesta una profunda desconfianza hacia el diálogo social y la capacidad de los ciudadanos de tomar racionalmente sus propias decisiones63, socavando su autonomía moral y política y tratándolos como menores de edad a quienes debe protegerse contra el riesgo de que adopten falsas creencias o ideas contrarias a los valores democráticos64.

Siguiendo una lógica similar, podría entenderse que la razón por que el Estado debe silenciar coactivamente determinadas formas de discurso del odio es precisamente porque la impregnación social de mensajes racistas o xenófobos puede silenciar el discurso de defensa de las minorías. Así lo ha entendido Owen Fiss, autor que ha puesto de relieve el efecto silenciador que el ejercicio de la libre expresión puede tener sobre la expresión de las minorías, justificando de ese modo la restricción de la libertad de expresión con el fin de proteger la propia libertad de expresión. Entiende, así, que las “expresiones de odio tienden a disminuir el sentimiento de dignidad de las personas, impidiendo así su plena participación en muchas actividades de la sociedad civil, incluyendo el debate público. Aun cuando estas víctimas se expresen, sus palabras carecen de autoridad; es como si nada dijeran”65. Por ello, “a veces debemos aminorar las voces de algunos para poder oír las voces de los demás”66.

El planteamiento de Fiss es indudablemente sugerente67, pero no convincente. De una parte, no permite justificar que la restricción tenga que ser a través de la sanción penal y, por otra, carece de criterios que permitan determinar hasta dónde debe restringirse la libertad de expresión68. A mi entender, la prohibición bajo pena del discurso del odio (de aquel que no suponga una provocación directa a la violencia inminente) únicamente podría legitimarse en sociedades en situación estructural de crisis, en las que las desigualdades existentes de facto entre grupos sociales sean de tal grado que impidan a algunos de ellos acceder en condiciones de igualdad al ejercicio de la libertad de expresión pública. En una sociedad de tales características, el discurso del odio caería en un campo de cultivo abonado ya previamente para la discriminación, generando entonces un real menoscabo de las condiciones de seguridad del colectivo discriminado. En esa sociedad inestable, el ejercicio de la libertad de expresión de las minorías no sería instrumento suficiente para hacer frente al discurso del odio: no se darían las condiciones para generar un “discurso de defensa” adecuado.

Sin embargo, una sociedad estable en la que no existan situaciones estructurales de desequilibrio o desigualdad entre distintos colectivos sociales, poseerá mecanismos suficientes para ofrecer resistencia al discurso del odio, por lo que no estaría justificado el recurso a un instrumento de ultima ratio como es la pena69. Máxime en democracias que se definen como no militantes, a las que por tanto les es inherente la tolerancia frente al intolerante.

 
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Notas:
1 Tomo esa frase de GIMBERNAT ORDEIG, “La libertad de expresión está de enhoramala”, artículo publicado en prensa y reproducido en: 1990, pp. 100 ss. Aludía el autor a los malos augurios que para la libertad de expresión traía la confirmación por el Tribunal Constitucional de la condena impuesta al periodista José María García por determinadas expresiones injuriosas realizadas en el contexto de críticas a un político.
2 Recomendación (1997) 20 del Comité de Ministros sobre el “discurso del odio”
[http://www.coe.int/t/dghl/standardsetting/media/Doc/CM/Rec%281997%29020&ExpMem_en.asp]. Sobre tal concepto, puede verse también WEBER, Manual on Hate Speech, Publicaciones del Consejo de Europa, 2009, pp. 2 ss.
3 Jersild c. Dinamarca, STEDH de 23 de septiembre de 1994.
4 SSTEDH de 8 julio 1999, asunto Sürek c. Turquía; 4 de diciembre de 2003, Günduz c. Turquía; 16 de julio de 2009, Féret c. Bélgica
5 Gündüz c. Turquía. Similar, Fèret c. Bélgica.
6 Atinadas críticas contra dicha sentencia pueden encontrarse en SOTTIAUX, 2011, pp. 40 ss.
7 KEANE (2007), pp. 641 ss., p. 649. Vid. también CATALÀ I BAS, 2001, pp. 141 ss.
8 Vid., por ejemplo, GARCÍA ROCA, 2005, pp. 728, 738 ss.; DOUGLAS-SCOTT, S., 1999, pp. 341-342. Sobre el origen del precepto, vid. CANNIE/VOORHOOF, 2011, p. 56 ss.
9 El ejemplo más significativo es la decisión de inadmisión del TEDH Garaudy c. Francia, de 24 de junio de 2003. Sobre ello, me permito remitir a ALCÁCER, “Libertad de expresión, negación del holocausto y defensa de la democracia”, trabajo de próxima aparición en la Revista Española de Derecho Constitucional.
10 Vid. igualmente la STC 20/1990, de 15 de febrero, FJ 5: “La libertad ideológica indisolublemente unida al pluralismo político que, como valor esencial de nuestro ordenamiento jurídico propugna la Constitución, exige la máxima amplitud en el ejercicio de aquélla y, naturalmente, no sólo en lo coincidente con la Constitución y con el resto del ordenamiento jurídico, sino también en lo que resulte contrapuesto a los valores y bienes que en ellos se consagran, excluida siempre la violencia para imponer los propios criterios, pero permitiendo la libre exposición de los mismos en los términos que impone una democracia avanzada. De ahí la indispensable interpretación restrictiva de las limitaciones a la libertad ideológica y del derecho a expresarla, sin el cual carecería aquélla de toda efectividad”.
11 Así, entre otras muchas, la STC 9/2007, de 15 de enero, FJ 4, citando abundantes referencias. Una defensa de la fundamentación de la libertad de expresión como instrumento esencial para la deliberación pública y, con ello, para la democracia puede encontrarse, por  ejemplo, en SUNSTEIN, 1993, passim; o en SÁNCHEZ GONZÁLEZ, 1992, pp. 66 ss. Véase también, con carácter general, MAGDALENO ALEGRÍA, 2006, pp. 83 ss.
12 STC 6/1981, de 16 de marzo, FJ 3.
13 Entre muchas, STEDH de 8 de julio de 1986, asunto Lingens c. Austria, § 41; STEDH de 23 de abril de 1992, Castells c. España; STEDH de 15 de marzo de 2011, asunto Otegi c. España, § 48.
14 También, en Otegi c. España, § 50.
15 Sobre los insultos racistas o sexistas tuvo lugar en los años noventa una considerable polémica jurídica y social en Estados Unidos, en relación con los llamados speech codes que introdujeron distintas Universidades, en los que se sancionaba el empleo de tales términos (junto a hechos más graves como amenazas motivadas por racismo, etc.) La amplísima protección que establece la Primera Enmienda según la jurisprudencia del Tribunal Supremo dio lugar a que tales códigos de lenguaje terminaran por ser anulados. Sobre ello, véase, por ejemplo, STROSSNER, 1994, pp. 181 ss.
16 El Congreso francés aprobó en 2006 un proyecto de Ley en el que se penalizaba la negación del genocidio armenio – con la consiguiente polémica con Turquía, donde lo que se considera ilícito es afirmar el genocidio armenio- que finalmente, tras años pendiente de ratificación, ha sido rechazado por el Senado en mayo de 2011. Sobre el proyecto de ley y la polémica suscitada al respecto, cfr. GARIBIAN, 2008, pp. 479 ss. pp. 479-480.
17 Entre quienes postulan la prohibición de la pornografía destaca especialmente Catharine MACKINNON, con su obra Only Words, 1993. Favorable a la restricción de la pornografía se ha mostrado también Owen FISS, 1996, pp. 28 ss. Para una contundente crítica a las propuestas de MacKinnon, véase DWORKIN, 1996, pp. 214 ss.
18 Cfr. por ejemplo BILBAO UBILLOS, 2008, pp. 19 ss.
19 Como pone de manifiesto SUNSTEIN, 1993, p. 141, si la justificación del derecho fundamental radica ante todo en el derecho del ciudadano a manifestar su opinión sea ésta cual sea, no hay razones para establecer categorías de discurso en virtud de su contenido o función social. Vid. también SÁNCHEZ GONZÁLEZ, 1992, p. 70, citando la crítica de Schauer al fundamento de la libertad de expresión basado en la autonomía personal y la autorrealización: “cuando el discurso es considerado meramente como una manera de autoexpresión, no se predica nada especial de aquél. Dado que prácticamente cualquier actividad puede ser una forma autoexpresión, una teoría que no aísla el discurso de ese enorme abanico de conductas hace que la libertad de expresión se diluya en un principio de libertad general”.
20 STC 171/1990, FJ 6, así como la STC 136/1999, FJ 15, que cita la anterior.
21 En similar sentido, respecto del delito de enaltecimiento del terrorismo, se manifiesta CUERDA ARNAU, 2007a, pp. 91 ss., p. 116.
22 Entre muchas, SSTC 107/1988, de 8 de junio, FJ 4; 49/2001, de 26 de febrero, FJ 5; 174/2006, de 5 de junio, FJ 4.
23 STC 235/2007, FJ 9, citando las SSTC 174/2006, de 5 de junio, FJ 4; 204/2001, de 15 de octubre, FJ 4; 110/2000, de 5 de mayo, FJ 8.
24 STC 136/1999, FJ 14
25 STC 235/2007, FJ 5, citando, respectivamente las SSTC 214/1991, de 11 de noviembre y 176/1995, de 11 de diciembre.
26 STC 235/2007, FJ 5.
27 STC 235/2007, FJ 5.
28 Sobre los dos parámetros de control de los límites a los derechos fundamentales, en referencia a lo que ha venido en denominarse los “límites de los límites”, cfr. con carácter general MEDINA GUERRERO, 1996, pp. 117 ss.; MAGDALENO ALEGRÍA, 2006, pp. 258 ss. Vid. también CUERDA ARNAU, 2007b, pp. 12 s., 17-18.
29 Cfr., por ejemplo, LAURENZO COPELLO, 1996, pp. 254 ss.; CANCIO MELIÁ, 1997, p. 1275; REBOLLO VARGAS, 2004, pp. 2427.
30 En sentido semejante, LASCURAÍN SÁNCHEZ, 2002, pp. 57-58.
31 LAURENZO, 1996, p. 263: “una interpretación literal del término llevaría a incluir aquí cualquier apelación a los sentimientos que contenga una carga de menosprecio hacia alguno de los grupos protegidos”.
32 Similar, LAURENZO, 1996, p. 265; LANDA GOROSTIZA, 2000, p. 227
33 Así, LAURENZO, 1996, p. 265, citando a Dreher/ Tröndle.
34 Una propuesta de esa índole, por ejemplo, en CANCIO MELIÁ, 1997, p. 1275, proponiendo una exégesis de la incitación al odio “como actitud de rechazo irracional…debiendo ser ese rechazo de tal intensidad que conlleve por parte de los destinatarios de la provocación la disposición a actuar en la práctica por algún medio delictivo, concretando el ‘odio’ provocado en hechos”. Una propuesta distinta, muy sugerente y aún más restrictiva, ofrece LANDA GOROSTIZA, 2000, p. 343 ss., quien acentúa el componente colectivo del daño potencial del delito y restringe su aplicabilidad a las situaciones de verdadera “antesala de genocidio” (de “antesala de una agresión tendente a la aniquilación de colectivos que afecta de forma extrema a la pacífica convivencia intergrupal en la sociedad”), considerando que lo protegido son las condiciones de seguridad existencial de grupos especialmente vulnerables.
35 Así, por ejemplo, LASCURAÍN, 2002, p. 57.
36 Ampliamente sobre ello, SCHAUER, 1978, pp. 385 ss.
37 Cfr. especialmente DOMINGO PÉREZ, 2003, pp. 141. También, CUERDA ARNAU, 2007b, pp. 18 ss.
38 SCHAUER, 1978, p. 688.
39 DOMINGO PÉREZ, 2003, p. 154, criticando lo afirmado en el voto particular de Mendizábal Allende a la STC 136/1999; CUERDA ARNAU, 2007b, p. 22; SCHAUER, 1978, p. 689-690, 693.
40 LANDA GOROSTIZA, 2004, p. 70; el mismo, 2000, p. 341. En similar sentido crítico, LAURENZO, 1996, p. 263; LASCURAÍN, 2002, p. 55: “con nuestro artículo 510 ante los ojos puede terminar con sus huesos en la cárcel aquél que venda en su librería ‘Mein Kampf’ o el que provoque al odio a los grupos ideológicos que provocan el odio- quien, por ejemplo, enseñe a sus hijos a odiar a asociaciones nazis”.
41 SCHAUER, 1978, p. 695-696.
42 Crítico también sobre esto, LANDA GOROSTIZA, 2000, p. 238.
43 En similar sentido, LANDA GOROSTIZA, 2000, p. 341.
44 Vid. la STC 85/1992, de 8 de junio, FJ 4. Cfr. al respecto LASCURAÍN SÁNCHEZ, 2009, p. 110 con nota 108. Si bien, frente a lo afirmado por este autor, entiendo que el derecho fundamental lesionado no sería el de legalidad (puesto que no estaríamos ante una interpretación imprevisible del precepto, al no exceder el tenor literal), sino directamente el derecho fundamental que o bien se regula (libertad de expresión) o bien se lesiona con la sanción (libertad). Vid. Alguna consideración al respecto en ALCÁCER GUIRAO, 2010, pp. 53 ss. Combate también CUERDA ARNAU, 2007b, pp.
25-26, que el efecto desaliento sea siempre un problema de legalidad penal – frente a la discrepante opinión de autores como Lopera Mesa o Huerta Tocildo-.
45 Cfr., por ejemplo, SSTC 178/2001, de 17 de septiembre y 177/2006, de 27 de junio, en las que, en sendos recursos de amparo, el TC declaró vulnerados derechos fundamentales recogidos en el art. 24.2 CE imputando (tácitamente) al órgano judicial no haber hecho una interpretación conforme a los mismos de la legislación sobre, respectivamente, el recurso de queja y la orden europea de detención y entrega.
46 En sentido similar, afirma CUERDA ARNAU, 2007b, p. 30, que la evitación del efecto desaliento genera en el aplicador del Derecho la exigencia de “interpretar el tipo de la manera más favorable a la efectividad del derecho fundamental, así como aprovechar cuantas posibilidades ofrece la norma de ajustar la reacción a la gravedad de la ofensa. El efecto desaliento despliega, pues, su función dogmática en estos dos ámbitos: en la tipicidad, orientando la subsunción jurídica y en la penalidad, guiando la determinación de la pena”.
47 Y que se solaparía, por tanto, con la modalidad recogida en su segundo apartado.
48 Vid. supra nota 34.
49 Sobre ambas formas de enjuiciamiento, ampliamente, ALCÁCER GUIRAO, 2000, pp.171 ss. En relación a citada exigencia de peligrosidad en los delitos de peligro abstracto, cfr. RODRÍGUEZ MONTAÑÉS, 1994, pp. 298 ss.; MENDOZA BUERGO, 2001, p. 9 ss.
50 En el sentido literal de ironía: “Figura retórica que consiste en dar a entender lo contrario de lo que se dice” (DRAE).
51 Destaca con razón LANDA GOROSTIZA, 2004, p. 70, que “si se acepta sin más, si se presume que estas conductas son peligrosas para la dignidad humana o la igualdad de determinados colectivos (…) se eleva a ilícito penal y se tabuiza las transgresión ético-social”.
52 Entiéndase “político” en sentido amplio, como referido a asuntos con relevancia pública. En similar sentido al de SUNSTEIN, 1993, por ejemplo: “El discurso es político “cuando es proferido y recibido como una contribución a la deliberación pública acerca de un algún tema” (p. 130).
53 Como afirma RAWLS, 1996, p. 103, “el discurso político a menudo suele ser, por su naturaleza, peligroso, o bien puede parecerlo” (me he permitido alterar la traducción). Si bien, “por supuesto el discurso político que expresa doctrinas que rechazamos, o consideramos contrarias a nuestros intereses, con demasiada facilidad nos resulta peligroso” (p. 98)
54 VIVES, 2010, p. 822; CUERDA ARNAU, 2008, p. 88.Vid. también SUNSTEIN, 2003, p. 97: “En una sociedad libre, el gobierno no puede defender restricciones atendiendo al riesgo de que la libre expresión se revele peligrosa o dañina. Incluso un riesgo considerable sería insuficiente para justificar la censura”.
55 Sobre el fundamental papel del disenso para luchar contra la “tiranía de la mayoría” (Mill) y como vehículo para el desarrollo de organizaciones y sociedades, cfr. SUNSTEIN, 2003, pp. 209 ss. y passim.
56 Otegi c. España, §56.
57 Entre muchos, vid. SUNSTEIN, 2003, p. 98.
58 Los términos, tantas veces repetidos en la discusión sobre la libertad de expresión, pertenecen a la sentencia del Tribunal Supremo americano New york Times v. Sullivan, 376 U.S. 254,1964.
59 Como afirmó la STC 159/1986, de 16 de diciembre, “para que el ciudadano pueda formar libremente sus opiniones y participar de modo responsable en los asuntos públicos, ha de ser también informado ampliamente de modo que pueda ponderar opiniones diversas e incluso contrapuestas”
60 Como gráficamente afirma FISS, 1996, p. 14, será necesario “repartir megáfonos” – asignar recursos públicos- “a aquellos cuyas voces de otra forma no serían oídas en la plaza pública”.
61 En la línea de la doctrina del inminent incitement plasmada en Brandemburg v. Ohio (395 U.S. 444, 1969) y surgida de los votos disidentes de Brandeis y Holmes en distintas sentencias de los años veinte; límite que, mutatis mutandi, se correspondería con el concepto de provocación del art. 18 CP.
62 Formuladas en el voto disidente a Whitney v. California (274 U.S. 357, 1927).
63 Como afirma VIVES, 2010, citando a Cuerda Arnau, conminar “penalmente la libre expresión de opiniones y creencias ‘revela una inadmisible falta de confianza en la capacidad de la sociedad democrática para formar sus propias convicciones’” (la frase entrecomillada dentro del texto citado corresponden a la cita literal del trabajo de Cuerda).
64 Nuevamente VIVES, 2010, p. 824: “parece obvio que no pueda limitarse la libertad de expresión por el riesgo o daño de que los individuos adquieran falsas creencia a consecuencias de actos determinados en el ejercicio de aquélla”. En igual sentido, SUNSTEIN, 2003, p. 98.
65 FISS, 1996, p. 28.
66 Cfr. FISS, 1996, p. 30. Sobre el uso de la noción del efecto silenciador del discurso del odio – que no es exclusiva de Fiss -, cfr. POST, 1994, pp. 143 ss.
67 Especialmente para la óptica americana, porque en lugar de oponer a la libertad de expresión (entendida allí como un valor cuasiabsoluto) intereses como la igualdad y la dignidad, sitúa a la propia libertad de expresión al otro lado de la balanza, contraponiendo así libertad contra libertad. No obstante, lo cierto es que su posición apenas ha tenido repercusión en el debate norteamericana.
68 Ejemplo de ello es que asume expresamente la legitimidad de restringir la pornografía, práctica social que, si bien pudiera considerarse denigrante para las mujeres, no disminuye su capacidad de intervenir en la deliberación pública hasta el punto de deber ser reprimida (otra cosa afirma, obviamente, MacKinnon). Crítico en esta línea con la concepción de Fiss, LASCURAÍN, 2002, p. 55. Para una crítica global sobre esta concepción vid. POST, 1994, pp. 146 ss.
69 Cfr. RAWLS, 1996, p. 103: “la prioridad de la libertad implica que no puede restringirse la libre expresión política a menos que pueda argüirse razonablemente a partir de la específica naturaleza de la situación presente que existe una crisis constitucional en la que las instituciones democráticas no pueden operar efectivamente y no pueden funcionar sus procedimientos para resolver las emergencias”.

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Fuente: Revista Electrónica de Ciencia Penal y Criminología

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