miércoles, 8 de agosto de 2012

Imputación objetiva y principio de lesividad

Imputación objetiva y principio de lesividad
 
Por Mirentxu Corcoy Bidasolo

I. Introducción
En la actualidad ya no es posible calificar como “moderna” a la teoría de la imputación objetiva, tal como se ha venido haciendo desde los años 80, cuando fue adoptada por la doctrina y jurisprudencia penal. Se podría incluso afirmar que ha sido tal su implantación que ha “muerto de éxito”. Una vez que, progresivamente, se ha ido imponiendo, tanto en la doctrina como en la jurisprudencia, ha perdido su significado y ha sufrido interpretaciones muy diversas. De todas las versiones, acepciones e interpretaciones de la imputación objetiva quería en este trabajo poner el acento en dos que entiendo son las que han erosionado y destruido su capacidad de restringir normativamente el tipo. En este sentido, especialmente por la doctrina, se ha extendido su función hasta confundirse con la tipicidad o la antijuricidad, aproximándose a la imputatio del S XIX. En otra dirección ha sido utilizada, muy en especial por la jurisprudencia, como sustitutivo de la causalidad obviando de esa forma la prueba de los hechos e infringiendo el principio acusatorio y su correlativo de presunción de inocencia. Desde esta posición la imputación objetiva ha servido para eludir la prueba de los hechos.

La imputación objetiva es algo diferente de la causalidad y ambas instituciones no deben contraponerse, como se ha venido haciendo. No se debe restar sino sumar. La causalidad debe ser entendida, no como fundamento de la tipicidad ni tan siquiera como nexo entre conducta y resultado, sino desde una perspectiva esencialmente procesal, como prueba de los hechos que son objeto de la acusación. En el proceso penal es necesario probar, sin sombra de duda razonable –principio in dubio pro reo- que los hechos han sucedido de una forma determinada y obedeciendo a unas causas concretas -Hechos Probados- y esto es lo que, en esta sede, denominamos causalidad.

Frente a esta propuesta, posiblemente por las razones por las que surge la teoría de la impución objetiva, la relación entre causalidad e imputación objetiva ha sido siempre de contraposición, entre defensores de una y otra teoría. Este enfrentamiento es la razón por la que la imputación objetiva ha debido superar importantes escollos hasta ser admitida gradualmente, primero por la doctrina y luego por la jurisprudencia y también está en el origen de la confusión aludida entre ambas instituciones. Los problemas que plantea la teoría de la conditio sine qua non, entendida normativamente, condujo al auge de la imputación objetiva y, correlativamente, al abandano de la causalidad. No obstante, todavía hoy en día, la conditio sino qua non es utilizada, por un sector de la doctrina y por la jurisprudencia mayoritaria, expresa o tácitamente, en el nivel de la imputación objetiva.

La imputación objetiva se ha desarrollado en la doctrina penal en estos últimos treinta años, aun cuando su origen se encuentre en la doctrina civilista del siglo XIX[1]. Las dificultades para su aceptación responden, como anunciábamos, a la reticencia a restar importancia a una institución como la causalidad que, durante el tiempo en que han estado vigentes las doctrinas causalistas en la teoría del delito, constituía el núcleo y esencia de la antijuricidad. En los últimos tiempos el progresivo dominio de las doctrinas finalistas, primero, y funcionalistas de distinto signo después, ha llevado al abandono de la causalidad y a su sustitución por la imputación objetiva. El desprecio a la causalidad y el pensamiento de que la imputación objetiva es la panacea para solucionar todos los problemas que surgen para atribuir un resultado a una conducta, ha conducido a no requerir la prueba de cómo han sucedido efectivamente los hechos objeto del proceso y ello ha provocado la infracción del principio de presunción de inocencia y, correlativamente, en un momento posterior, del principio in dubio pro reo. En consecuencia, la solución ha de pasar por no confrontar ambas instituciones, o sustituir uno por otra, sino muy al contrario otorgar a cada una de ellas, el lugar y el significado que les corresponde.

Las consecuencia negativas, en relación con el respeto de los principios referidos, podían haberse previsto desde el momento en que la teoría de la imputación objetiva surge con la voluntad de solucionar los problemas que suscita la prueba de la relación causal. La crisis de la causalidad se debe, en especial, a dos factores que, básicamente, tienen el mismo fundamento. La causalidad alcanza su apogeo en un momento en el cual el mundo acata las leyes físicas y de la naturaleza como dogma de fe, el positivismo se impone en todos los ámbitos, se cree que las leyes físicas son exactas y que, en consecuencia, fundamentando en ellas la responsabilidad penal se cumple de la mejor forma posible con los principios de justicia e igualdad. La relativización de esa exactitud y el “conocimiento del desconocimiento” de las leyes físicas, que subsiste pese a los grandes avances científicos, o mejor debido a ellos, supuso la crisis del positivismo jurídico y, de ello, se derivó, así mismo, que el Derecho penal pusiera en duda la validez de la relación causal, entendida como nexo naturalístico entre conducta y resultado, como fundamento de la atribución de responsabilidad penal. El descubrimiento de que no existen leyes científicas con validez absoluta provoca la crisis de las concepciones ontológicas y positivistas del Derecho penal y determina que se abra paso una concepción normativista y funcional. Dentro de un sistema teleológico y funcional del Derecho penal una institución como la relación causal no puede fundamentar la responsabilidad penal, pero sí puede y debe servir como límite previo, necesario para cumplir con los principios de seguridad jurídica y presunción de inocencia.

En un principio, con la imputación objetiva se persigue adaptar la causalidad a las exigencias de un Derecho penal funcionalista, interpretado y aplicado de acuerdo con un método teleológico. No obstante, posteriormente, ha ido evolucionado y, se advierta o no, cuando se habla de imputación objetiva ya no se está tratando de solucionar, exclusivamente, problemas relacionados con la relación causal, ni en consecuencia problemas suscitados por la teoría de la equivalencia de las condiciones o de la conditio sine qua non, como fórmulas para probar la relación causal[2], sino explicando el delito. En este sentido les asiste la razón a quiénes critican la teoría de la imputación objetiva, en base a que supone un retroceso en el desarrollo de la teoría del delito al reducirse ésta a una cuestión de imputación. Por consiguiente, posiciones como la defendida, por ejemplo, por Wolter, en el sentido de que la imputación objetiva abarca a todo el sistema del Derecho penal -causas de justificación, culpabilidad, individualización de la pena e incluso el sistema procesal-penal-, desfiguran la utilidad de la imputación objetiva[3].

En consecuencia, es necesario tanto mantener la imputación objetiva en su contexto original –relación normativa entre el resultado y la conducta típica- como no olvidar la importancia de la causalidad, en un momento previo. Tanto la causalidad como la imputación objetiva tienen una función propia y, por consiguiente, es necesario superar la confrontación entre causalidad e imputación objetiva porque son dos instituciones autónomas y válidas, con naturalezas y finalidades propias. En otras palabras, la relación causal y la relación de riesgo deben probarse en todos los delitos, tanto comisivos como omisivos y ya sean de resultado o de mera actividad.

Desde la concepción funcional del Derecho penal se propone un acercamiento entre la dogmática y la política-criminal, en cuanto el Derecho penal sirve a la prevención de lesiones de bienes jurídicos, de acuerdo con los fines que se atribuyen a la pena, por lo que las normas penales han de concebirse como normas de motivación[4]. En esta dirección, la teoría de la imputación objetiva trata de servir a esta nueva concepción del delito y, en particular, del injusto, de forma que sólo puedan considerarse como jurídico-penalmente relevantes los riesgos respecto de los que las normas penales quieren motivar al ciudadano y que, en consecuencia, sólo puedan imputarse resultados lesivos a riesgos de esa naturaleza.

Si atendiéramos, exclusivamente, a la finalidad de protección de bienes jurídicos la causalidad sería suficiente para fundamentar el castigo. Sin embargo, desde la perspectiva de la función de motivación de la norma penal sólo la imputación objetiva, en cuanto basa la imputación del resultado en la existencia de un riesgo típicamente relevante, sirve para limitar las conductas prohibidas, en el caso concreto. La naturaleza normativa de la imputación objetiva, siempre que se conciba abarcando tanto el juicio sobre el injusto típico doloso o imprudente como la imputación del resultado, restringe la intervención del Derecho penal a aquellos supuestos en los que es exigible al autor la protección del bien jurídico. De esta forma el Derecho penal se limita a la protección de bienes jurídico-penales protegibles, los únicos respecto de los que está legitimada su intervención[5].

Si somos consecuentes con la concepción normativa del injusto y la función de motivación de las normas penales, no puede defenderse que la imputación "objetiva" sea ciertamente "objetiva" y que sirva exclusivamente para probar la existencia de una relación entre conducta y resultado, como sustitutivo estricto de la relación causal. Hay que entender la imputación objetiva como un doble juicio de atribución, es decir, no sólo del resultado a la conducta sino previamente de atribución de relevancia típica a la conducta[6]. Desde esta perspectiva, en este primer nivel sólo puede afirmarse la objetividad de la imputación objetiva en el sentido de que se trata de un juicio objetivo, pero que abarca tanto los aspectos objetivos como subjetivos del tipo[7].

II. Diferencias entre causalidad e imputación objetiva
La causalidad, por su naturaleza ontológica, no sirve para fundamentar la relevancia jurídico-penal de unos determinados acontecimientos. No obstante, y precisamente por dicha naturaleza nos puede indicar, desde una perspectiva científico-naturalística, cuál ha sido el devenir de esos acontecimientos, por qué es probable que se hayan producido esos hechos y qué razones, por el contrario, no pueden explicarlos[8].     
  
La insuficiencia de la causalidad para fundamentar la atribución de responsabilidad penal a una persona puede ser sobradamente demostrada con el ejemplo más sencillo:
1º) A muere por el impacto de bala de una pistola disparada por B. ¿Es posible con estos datos considerar que B es autor de un homicidio doloso? Hemos de contestar tajantemente que no. Veamos algunos supuestos posibles: a) el disparo se habría podido producir por ser la pistola defectuosa y pese a llevar el seguro haberse disparado, en cuyo caso la muerte podría atribuirse al fabricante; b) podría haber ocurrido, por ejemplo, que B la hubiese cargado con salvas para gastar una broma a A y que C, conociendo esta circunstancia, hubiese cambiado las salvas por balas, en cuyo caso la muerte debería atribuirse a C; c) otra posibilidad es que B tratase de matar a un perro rabioso y en ese momento A se cruza inopinadamente en la trayectoria de la bala, en cuyo caso estaríamos, en principio, ante un caso fortuito o máxime un homicidio imprudente. Se podrían seguir buscando posibilidades pero creo que queda sobradamente demostrado que lo importante no es que A haya muerto de un disparo realizado por B, sino que A ha muerto del disparo realizado dolosamente por B sobre una parte vital del cuerpo de A o que A ha muerto por el estado defectuoso de la pistola, por lo que su muerte podría atribuirse al fabricante.

Si en un ejemplo como el anterior, donde a primera vista parecería que la relación causal sería suficiente para atribuir responsabilidad penal, vemos que no es así, la certeza de la insuficiencia de la causalidad se evidencia cuando intervienen varias personas, e incluso la víctima, en el curso causal. Ello se pone de manifiesto en los ámbitos propios de la delincuencia imprudente, como la medicina, el tráfico viario o el trabajo.

Pongamos otros dos ejemplos:
2º) A muere de VIH, por una transfusión de sangre que el cirujano B le inyecta en el transcurso de una operación. La relación causal sólo puede explicarnos que A ha muerto de VIH por la sangre inyectada por B, y ello sólo, en tanto en cuanto, se pruebe que no ha existido ninguna otra posibilidad de que A se haya contagiado por otra vía. Partiendo de que esté probado que la causa del contagio es la sangre transfundida por B, para la atribución de responsabilidad penal habrá que determinar quién tenía la competencia de que la sangre utilizada durante la operación no estuviese contaminada. La responsabilidad puede recaer desde el director del hospital que adquirió sangre que no estaba analizada, al jefe del servicio de hematología que dejó salir sangre sin haber realizado las pruebas pertinentes, a la enfermera que realizó incorrectamente las pruebas que el jefe de servicio le había ordenado.

3º) A, obrero de la construcción, cuando está trabajando en una obra sin el casco reglamentario, muere por el golpe causado en la cabeza por un ladrillo que ha dejado caer B. La causa de la muerte es el ladrillo que B ha dejado caer pero ¿quién es responsable de la muerte de A? La respuesta ya no es tan sencilla, es posible que sea la propia víctima que se negaba, pese a los repetidos requerimientos de sus superiores, a ponerse el casco; puede ser responsable, dolosa o imprudentemente, B que, o bien ha dejado caer conscientemente el ladrillo para matar a A o, bien, no ha tenido el cuidado debido y por ello le ha caído el ladrillo; también puede ser responsable, sólo o conjuntamente con B o con A, el encargado que no ha exigido que A se pusiese el casco o el constructor que no ha facilitado los cascos reglamentarios.

Creo que los sencillos casos anteriores sirven como ejemplo de que la causalidad no nos ofrece la respuesta que desde el Derecho penal es necesaria para atribuir responsabilidad penal a una persona. Es decir, no responde a la pregunta de quién es responsable de la muerte sino, únicamente, a cuál es la causa de la muerte, o mejor aun, a cuál es "una" de las probables causas de la muerte. Lo que interesa, desde la perspectiva del Derecho penal, es determinar a quién puede imputarse un riesgo típico, es decir, un riesgo relevante jurídico-penalmente creado por la conducta dolosa o imprudente de una persona, o no controlado, por quién tenía la competencia y el deber de hacerlo. En otras palabras el Derecho penal lo que necesita saber es quién tenía el deber de evitar esa clase de lesión de ese bien jurídico-penal.

III. Significado y límites de la causalidad
Pese a las insuficiencias que muestra la causalidad en orden a atribuir responsabilidad penal por la imputación de un resultado lesivo, en un momento previo sí que es necesario probar cuál es la causa de la muerte o cuál es la causa de que un producto sea nocivo…., es decir, cómo se han desarrollado los acontecimientos que han llevado a la producción de un resultado lesivo.

Al igual que la conducta humana voluntaria es un elemento previo al injusto, que debe concurrir en cualquier caso[9], también es necesario saber por qué y en que circunstancias se ha producido una determinada situación o un determinado resultado y para ello necesitamos de la causalidad[10]. Atendiendo a la naturaleza ontológica de la relación causal, su prueba no puede ser normativa sino científica. En consecuencia, serán los peritos quienes nos deben explicar cuál es la causa de un determinado suceso, de acuerdo con leyes científicas de probabilidad y, sobre todo advertir sobre qué circunstancias no pueden ser las causas, con independencia de que, finalmente, debe ser siempre el Juez o Tribunal quien valore, en conciencia, esos peritajes. La libre valoración de la prueba (art. 741 LECrim) determina, que los dictámenes periciales no vinculan al juzgador. No obstante, la libre valoración no permite considerar causalidad algo que no lo es, porque se deben respetar los conocimientos científicos que definen causalidad y que están vinculados al significado convencional de un término. La ley causal no puede “crearse” por el juzgador, pasando por encima de los conocimientos científicos como, por ejemplo, se llevo a efecto en el “caso de la colza”, donde puede advertirse con claridad los efectos de la confusión entre causalidad e imputación objetiva[11].

El límite a la libre valoración de la prueba se encuentra en el principio de presunción de inocencia que resulta vulnerado siempre que no se hayan acreditado suficientemente los hechos sobre los que debe recaer la posterior valoración jurídica, a través de la actividad probatoria de cargo[12]. El problema surge cuando no contamos con prueba directa de lo acontecido sino únicamente con pruebas indiciarias[13], o cuando la ley de probabilidad, en que se basa el nexo entre la conducta y el resultado, no está suficientemente acreditada. En ambos casos se ha de ser especialmente riguroso en cuanto a la exigencia de una motivación suficiente, que permita determinar, en un recurso de apelación ante la Audiencia Provincial, de casación ante el Tribunal Supremo, o de amparo ante el Tribunal Constitucional, por vulneración del principio de presunción de inocencia, si el proceso deductivo es arbitrario, irracional o absurdo[14].

La distinción entre causalidad e imputación objetiva es análoga a la que “debería existir”[15], entre los Hechos Probados y los Fundamentos Jurídicos de una sentencia. La doctrina penal no debería coadyuvar a esta confusión, tal y como está sucediendo, no resaltando el distinto significado de la causalidad y la imputación objetiva y estableciendo una distinción tajante entre ambas, como dos momentos diferentes y de distinta naturaleza[16]. Mientras el nivel de la causalidad es fáctico –Hechos Probados-, el nivel de la imputación objetiva es normativo –Fundamentos Jurídicos- y requiere, por consiguiente, el juicio previo sobre la relevancia jurídico-penal del riesgo al que, en su caso, se imputara el resultado. Este juicio, a su vez, exige valorar la concurrencia del tipo subjetivo puesto que un riesgo que no es ni doloso ni imprudente en ningún caso puede ser penalmente relevante –principio de culpabilidad, arts. 5 y 10 CP 1995-. No obstante, en la realización del referido juicio no puede olvidarse que las afirmaciones valorativas no tienen sentido si no se precisa a que hechos –previamente probados- se refieren[17], por ello es importante la determinación suficiente de los hechos que deben ser objeto de valoración[18].

Si nos remitimos a los ejemplos anteriores podemos apreciar la importancia de la causalidad, como momento previo a la imputación objetiva:
En el supuesto 1º) la causalidad nos explica que la causa de la muerte de A es el disparo realizado por la escopeta de B. En el caso 2º) La causalidad nos explica que A ha muerto de VIH y que se contagió con una transfusión en el transcurso de una operación quirúrgica realizada por B. En 3º) A muere de un golpe en la cabeza propinado por un ladrillo que B dejó caer desde lo alto del edificio donde ambos trabajaban. Todos estos datos son imprescindibles para, en un momento posterior, proceder a determinar qué riesgo es típicamente relevante para la producción del resultado -presupuesto de imputación y relación de riesgo- y a quién puede imputarse este riesgo –relación de autoría-. Vemos también que la causalidad concurre tanto en supuestos que desde un punto de vista jurídico-penal serán calificados como omisivos como en los que se consideraran comisivos. Así, por ejemplo, en 1º) si A muere por el estado defectuoso de la pistola, estaremos frente a un supuesto omisivo desde la perspectiva jurídico-penal; lo mismo sucede en 2º) si A muere porque el jefe de hematología no ordenó realizar las pruebas pertinentes en la sangre transfundida; ó en 3º) si A muere porque el constructor no quiso colocar redes para ahorrarse un gasto.

IV. Ámbito de eficacia de la causalidad y de la imputación objetiva.
De acuerdo con leyes científicas de probabilidad no existirá causalidad cuando se hayan producido resultados que no puedan explicar su origen en los hechos probados, objeto de enjuiciamiento. Afirmar la existencia de causalidad sin que exista una ley general en la que sustentarla, aun cuando sea una ley de probabilidad, supone invertir la carga de la prueba y, por tanto, infringir el principio de presunción de inocencia[19]. El principio de presunción de inocencia implica que es necesario llevar a efecto, por las partes acusadoras, una actividad probatoria que sirva para desvirtuar la inocencia. La carga de la prueba corresponde a la acusación y requiere probar positivamente que concurren todos los elementos típicos que fundamentan la comisión de un delito, así como la relación de autoría, es decir, la prueba de que esos hechos son atribuibles a una persona determinada.
Entre los requisitos que establece el Tribunal Constitucional[20], en relación con el principio de presunción de inocencia, el primero se refiere a que la carga de la prueba sobre los hechos constitutivos de la pretensión penal corresponde exclusivamente a la acusación, sin que sea exigible a la defensa una "probatio diabólica" de los hechos negativos.

Así, por ejemplo, en el caso de la colza, aun cuando había datos que estadísticamente señalaban la existencia de una ley de probabilidad entre la ingesta de aceite de colza desnaturalizado y las lesiones y muertes, había otros supuestos que no podían ser explicados por ese hecho, puesto que resultó probado que personas que habían sufrido la misma enfermedad no habían consumido el referido aceite. Por consiguiente, en este caso las pruebas indiciarias existentes resultan desvirtuadas por otros datos, creo que suficientes, para romper la ley causal, en base a que: 1º) algunos de los que sufrieron la enfermedad no habían ingerido aceite de colza; y 2º) los síntomas de la enfermedad no se corresponden con los efectos de la intoxicación con anilidas, que según el tribunal está en el origen de las lesiones y muertes. Consecuentemente, no tiene sentido la atribución de responsabilidad penal por los resultado lesivos a los responsables de la desnaturalización del aceite, en base a criterios de imputación objetiva[21].

En otros casos el problema no radica en la causalidad sino en la imputación objetiva, porque no se suscita una cuestión de causalidad sino de atribución de responsabilidades en base a la concurrencia de un riesgo típico.

Así, por ejemplo, en el caso de la presa de Tous[22], es evidente que la causa de las muertes, lesiones y daños, junto a las lluvias torrenciales, se debió al hecho de que no se abriesen a tiempo las compuertas de la presa para de esta forma evitar su rotura y la posterior avalancha de agua que arrasó todo a su paso. A partir de la causa –no apertura de la presa- se debe buscar quiénes eran los responsables de esa apertura y en ese caso concreto el responsable o responsables de que funcionase incorrectamente el mecanismo de apertura y de que no se avisase a tiempo al ingeniero encargado de la presa.

En todo caso, no hay que olvidar que sistemáticamente tiene que establecerse una prelación entre causalidad e imputación objetiva, de forma que cuando no pueda probarse la causalidad entre una conducta y un resultado ya no será necesario tratar problema alguno de imputación objetiva, puesto que no existen unos Hechos Probados que deban ser valorados.

El problema surge de la confusión que se suscita entre causalidad e imputación objetiva, en especial, en las llamadas “conductas alternativas adecuadas a derecho” y en la llamada “causalidad cumulativa”. Es posible que el origen del problema se encuentre en el hecho de que, un amplio sector de la doctrina alemana[23], contraponía causalidad e imputación objetiva y al mismo tiempo introducía, en el análisis de la imputación objetiva, criterios que tradicionalmente se habían utilizado en la causalidad. Esta cuestión se advierte con especial claridad en las llamadas “conductas alternativas adecuadas a derecho”, para cuya solución se recurre a fórmulas que reproducen la conditio sine qua non, intentando probar si se habría producido el resultado si la conducta hubiera sido la “adecuada”[24].

Así, por ejemplo, en el caso del alud (Tribunal federal suizo, BGE, 91, IV, 117). El acusado, un productor de películas de esquí, recibió una alerta de alud, alerta que comunicó sólo parcialmente a los actores-esquiadores, que decidieron pese a todo esquiar. Algunos de ellos perdieron la vida en el alud. La discusión se ha centrado en tratar de probar que hubiera sucedido si el productor hubiera informado a los autores, como era su deber. Se parte de que la conducta alternativa adecuada era informar y se trata de probar que hubiera sucedido si los esquiadores hubieran sido informados correctamente del peligro[25].

Si seguimos el método aquí propuesto, primero determinaremos los hechos probados, que en este caso sólo ofrecen una pequeña duda en cuanto a cuál fue el nivel de información sobre el riego de alud que tuvieron los esquiadores. Si pasamos al nivel de la imputación objetiva deberemos examinar si la conducta del productor puede calificarse como riesgo jurídico-penalmente relevante y para ello debemos analizar si efectivamente hubo consentimiento en el riesgo por parte de los esquiadores, en cuyo caso estaríamos ante una autopuesta en peligro de éstos y, por consiguiente, no cabría predicar responsabilidad alguna respecto del productor. En este caso, no puede afirmarse este consentimiento libre porque los esquiadores desconocían el peligro exacto con el que se enfrentaban.

En consecuencia, la cuestión relevante será determinar si el productor infringe una norma de cuidado que finalmente desemboca en el resultado lesivo, El productor infringe su deber pues era quien tenía esos conocimientos especiales y además era quien decidía si ese día se filmaba o en qué lugar se filmaba. Por consiguiente, el control del riesgo lo tenía el productor y su “conducta alternativa adecuada” no era únicamente la de informar, sino que era no filmar en ese lugar. No olvidemos que aun cuando los actores-esquiadores puedan tener un salario alto son trabajadores y el deber del empresario es evitar que corran riesgos superiores al permitido. Esquiar en muchos casos puede implicar un peligro de aludes u otros diferentes, pero esos riesgos, en principio son permitidos, no obstante, ese nivel de permisión se supera si existe el conocimiento de un peligro concreto, tal y como sucede en este caso[26].

Esta situación también tiene su reflejo en el proceso, puesto que el perito aparta su atención del curso causal real para dirigirlo al curso hipotético que no se puede probar[27]. El problema se acentúa desde el momento en que para tratar de probar ese curso hipotético se toma en consideración lo que hubiera sucedido con la conducta alternativa a derecho, cuando no existe una única conducta alternativa adecuada a derecho sino varias posibles, como se veía en el ejemplo anterior.

Podemos poner como ejemplo otro conocido caso de la jurisprudencia alemana, el caso del ciclista o del camionero –Lastzugfall ó Radfahrerfall- (BGH, 25 septiembre 1957)[28]. El camionero adelanta al ciclista ebrio a 0,75 metros, sin guardar la distancia de seguridad reglamentaria de 1 m. (§ 10 StVO). La discusión en la sentencia, y, posteriormente en la doctrina, se desarrolla en torno a qué hubiera sucedido si hubiera adelantado a 1 metro, probando que el resultado se hubiera producido igual. La cuestión es que es más que discutible que la “conducta adecuada” sea, únicamente, adelantar a la distancia reglamentaria puesto que, si por ejemplo el camionero hubiera debido advertir la ebriedad del ciclista la “conducta adecuada” hubiera sido “no adelantar” ó “adelantar a tres metros de distancia” ó “hacer sonar el claxón”.

La confusión entre relación causal e imputación objetiva adquiere especial relevancia, como ya enunciaba, en relación con el principio de presunción de inocencia que sólo afecta a la causalidad no a la imputación objetiva. La imputación objetiva, en cuanto se concibe como la valoración por el juez de los hechos probados, no resulta afectada por el principio de presunción de inocencia sino por la exigencia de motivación y congruencia y por el principio in dubio pro reo[29]. Por consiguiente, la validez de una ley causal general no puede remitirse a la cuestión de la libre valoración de la prueba, sino que el juez debe decidir si las razones expuestas por los peritos son suficientes para aceptar esa ley causal[30].

De las consecuencias negativas a las que lleva la confusión entre el nivel de la causalidad y el de la imputación objetiva es un claro ejemplo, la STC de 5 de mayo de 2000, en la que se afirma la infracción del principio de presunción de inocencia al entender que las respectivas sentencias, del Juzgado y de la Audiencia, no probaron la autoría. En este supuesto resulta probado: 1) la existencia de zarzales y deshechos en la finca del acusado, antes de ocurrir el incendio; 2) que la finca se encontraba vallada en todo su perímetro; 3) la existencia de dos hogueras distintas y distantes la una de la otra varias decenas de metros en el interior de la finca; la presencia del acusado en la finca, momentos antes de comenzar el incendio y durante el mismo en un edificio próximo a los dos focos de fuego; 4) las condiciones meteorológicas concurrentes que facilitaban la propagación del fuego; haberse extendido el fuego paralelamente a las hogueras; 5) los efectos del incendio. El Tribunal Constitucional entiende que todo ello no prueba suficientemente que el acusado realizara la conducta tipificada como delito.

Esta afirmación es cierta sólo porque, en el Fundamento Jurídico de las sentencias recurridas, la imprudencia se fundamentaba en que el acusado provocó el fuego personalmente, y es cierto que, de los hechos probados, no se desprende que el acusado “se puso a quemar”, como se afirma en las sentencias. Sin embargo, con estos mismos hechos probados se puede fundamentar la existencia de un riesgo típico imprudente atribuible al acusado y al que se puede imputar el resultado. Ello es así porque el acusado, atendiendo a los hechos probados, aun cuando no hubiera realizado personalmente las hogueras, dadas las circunstancias infringe un deber de cuidado elemental al no evitar la propagación del fuego teniendo el deber de hacerlo. Es decir, la infracción del principio de presunción de inocencia no se produce por falta de prueba de cargo sino por una incorrecta fundamentación jurídica del porqué la conducta del procesado, independientemente de que quemara personalmente los rastrojos o no, se puede calificar como riesgo típico imprudente al que imputar el resultado. Es decir, se trata de un supuesto de incongruencia –incorrecta subsunción- entre los hechos probados y los fundamentos jurídicos más que de un problema de presunción de inocencia.

No distinguir entre causalidad –empírica- e imputación objetiva –normativa- tiene también consecuencias, pienso que negativas, en los llamados supuestos de “causalidad psíquica”. Es cierto que la “causalidad psíquica” puede probarse, igual que cualquier otra ley causal, si aceptamos las leyes de probabilidad, aportadas por la psicología o la psiquiatría[31], que sirven para determinar cómo se han desarrollado los acontecimientos. No obstante, la aceptación de esa ley de probabilidad no debe consistir en introducir de nuevo una conducta hipotética para valorar que hubiera sucedido “en ese caso”, sino únicamente valorar si la conducta del autor, tal y como se ha probado que se realizó, efectivamente influyo en la de la víctima y si este influjo es relevante desde una perspectiva jurídico-penal[32].

Un problema de esta clase se suscita en el llamado caso del pasante de Derecho (BGHSt, 13, 13)[33], donde un pasante se hace pasar por Juez y hace creer a un comerciante que espera recibir en breve dinero de sus acciones en empresas mineras y otra cantidad de dinero de su padre rico, tras lo cual el comerciante le otorga un crédito de 2.000 marcos alemanes. Intentar probar, sin infringir el principio de presunción de inocencia, la causalidad entre un engaño y un perjuicio, en base a la llamada “causalidad psíquica”, pienso que es imposible, porque si nos preguntamos que hubiéramos hecho en determinada ocasión o que haríamos frente a una situación concreta, nos mentiríamos a nosotros mismos si afirmáramos que sabíamos como actuaríamos. Podemos, por el contrario, probar como sucedieron realmente los hechos y, en este caso la única duda que nos queda al respecto es si realmente el pasante se hizo pasar por Juez. Por consiguiente, el Juez debe valorar, desde una perspectiva ex ante, si el comerciante efectivamente otorgó el crédito en base a las afirmaciones falsas de futuros recursos del pasante de derecho, en otras palabras, debe valorar si el engaño es idóneo, es decir, típico. En la valoración el Juez deben tomar en consideración todas las circunstancias concurrentes, incluidos los conocimientos y capacidades especiales de autor y víctima.

Las consecuencias negativas de no distinguir entre los dos niveles surgen también cuando nos enfrentamos a supuestos de coautoría y autoría accesoria. Aun cuando en esta sede no es posible profundizar en este tema, quiero únicamente señalar que distinguir entre causalidad e imputación objetiva permite distinguir el tratamiento de los supuestos de coautoría respecto de los de autoría accesoria. En la coautoría, en cuanto se requiere un dominio conjunto del hecho, sólo es necesario probar los acontecimientos conjuntamente. Por el contrario, en los supuestos de autoría accesoria sí que es necesario probar la causalidad respecto de la conducta de cada uno de los autores accesorios ó, en su caso, del autor/es y la víctima. Se trata de supuestos a los que se conoce como de “causalidad cumulativa” o de “concurrencia de culpas” y que realmente lo que plantean es un problema de imputación objetiva por “concurrencia de riesgos”[34].

La distinción entre causalidad y coautoría permite también afirmar que en supuestos de coautoría no es necesario probar la causalidad respecto de la conducta de cada autor, sino que como hechos probados –causalidad- se deberá probar únicamente que existe una vinculación causal entre la decisión conjunta de los coautores y el resultado[35] [36]. En sentido opuesto, la comprobación de la causalidad entre una conducta y el resultado no implica la coautoría. Este problema se suscita cuando un interviniente no evita un resultado pudiendo hacerlo –coautoría adhesiva o sucesiva-[37].
                                          
En consecuencia, para poder conocer qué hechos deben examinarse, en orden a determinar su relevancia jurídico-penal, es necesario fijar, en un primer momento, cómo han sucedido los acontecimientos, es decir, es necesario probar positivamente, con una probabilidad rayana en la certeza cuál ha sido el devenir de los hechos, atendiendo a leyes generales, ya sean naturales, estadísticas o, incluso, sociales. El hecho que se trate de leyes de probabilidad y no absolutas no implica que se sustituya la causalidad por el incremento del riesgo, porque probar la causalidad supone aportar la mayor certeza posible de cómo se produjeron los hechos, mientras que el incremento del riesgo, como criterio de imputación objetiva, supone valorar si el aumento de la probabilidad de producción del resultado es un riesgo suficiente e idóneo para lesionar un bien jurídico-penal, por no tratarse de un riesgo permitido o insignificante[38].

En el ámbito del proceso ello supone la exigencia de una Instrucción que posibilite practicar las pruebas necesarias para que, posteriormente, el Juez o Tribunal cuente con criterios suficientes para saber cómo sucedieron los hechos. Cuando, practicadas las pruebas pertinentes, los hechos no pueden ser probados suficientemente, de acuerdo con leyes causales que cuenten con una aprobación relevante de expertos competentes en esa materia, debería regir el principio de presunción de inocencia y llevar a la absolución. Ello es así porque no es posible llevar a efecto un juicio valorativo sobre la relevancia jurídico-penal de una determinada conducta si previamente no se cuenta con unos hechos racionalmente probados.

Obviar la causalidad supone, en definitiva, infringir el principio de presunción de inocencia, sin que, por el contrario, la prueba racional de cómo se han desarrollado los acontecimientos presuponga la calificación jurídico-penal, puesto que ésta deberá llevarse a efecto en términos de imputación objetiva a través de una valoración acorde con criterios normativos. Por el contrario, una vez probada la causalidad ya no rige el principio de presunción de inocencia sino, únicamente cuando exista una duda razonable sobre si el riesgo creado se ha realizado en el resultado, desplegará su eficacia el principio in dubio pro reo.

Por consiguiente, en segundo lugar, pero no por ello menos importante, la valoración jurídica de los hechos debe ser congruente con lo que efectivamente se ha probado. Las valoraciones por sí mismas nunca pueden servir para probar hechos[39] y la fundamentación jurídica del por qué una conducta tiene relevancia jurídico-penal debe obtenerse a partir de los hechos probados, a través de un proceso de subsunción, sin llevar a efecto saltos en el vacío. La valoración jurídica de los hechos no es fáctica sino normativa y, en consecuencia, requiere la determinación del tipo objetivo y el subjetivo, puesto que la relevancia jurídico-penal de unos hechos no puede afirmarse cuando no existe ni dolo ni imprudencia y del mismo modo, un riesgo puede no ser relevante como riesgo doloso, por no estar acreditado el dolo, pero ser relevante como riesgo típico imprudente, por existir una deber de cuidado infringido por el sujeto al que se puede imputar el resultado.

Veamos dos ejemplos;
1º) Caso del autostopista, STS, de 26 de febrero de 2000[40]. En ella se niega la imputación objetiva de unas lesiones a título doloso, en un supuesto en el que la víctima, Iván, es recogida haciendo autostop y una vez en el vehículo es intimidada por el conductor, Joaquín, quien le pide que le entregue los objetos de valor y el reloj diciéndole que tiene una navaja. Iván se niega y le ruega que pare que sino se tira del vehículo, Joaquín afirma que le da igual que se tire, Iván se tira y resulta con lesiones de cierta gravedad. En la sentencia se afirma que no puede imputarse este resultado a la conducta de Joaquín porque “para proteger su reloj asumió, por propia decisión, un peligro extraordinariamente mayor que aquel al que realmente estaba sometido.”. Esta afirmación es discutible, puesto que para poder afirmar que estamos frente a una autopuesta en peligro de la víctima es necesario un consentimiento libre, que no se da en este caso y, por otros lado, el peligro no estribaba únicamente en una agresión a la propiedad, sino también previsiblemente respecto de la vida –amenaza con una navaja- y otra evidente respecto de la libertad, puesto que desde el momento que se niega a parar el vehículo está cometiendo un delito de detenciones ilegales. Por todo ello, aun cuando el riesgo inmediato lo haya creado Iván, Joaquín al negarse a parar el vehículo asume el riesgo de que Iván efectivamente se tire y se lesione. En la sentencia se afirma que la existencia o no de dolo es irrelevante por tratarse de un problema de imputación objetiva. Ello es discutible, puesto que, si bien pude afirmarse que Joaquín no crea un riesgo doloso de que Iván se lesione, también es cierto que al privarle de libertad asume voluntariamente una posición de garante respecto de la conductas peligrosas previsibles de Iván, como lo es la de tirarse, pues es él, únicamente, quien tiene el dominio del hecho[41]. Por otra parte, no puede obviarse que el deber de cuidado, en la imprudencia, puede abarcar riesgos que, desde la perspectiva del delito doloso, no serían relevantes.

2º) Caso del puñetazo a persona con VIH, STS 29 de mayo de 1999. En este supuesto Julio dio dos puñetazos a Andrés, el primero en la boca y el segundo en el abdomen. Andrés sufrió una herida en el labio y una contusión en región occipital derecha. Asimismo una rotura vascular a nivel del meso, por encima del con transverso que sangrando de forma lenta hasta unos 2,53 litros, causó un schock hipovolémico determinante de su fallecimiento. La víctima padecía VIH, que fue lo que hizo mortal el traumatismo según el informe del forense. El acusado recurre su condena como autor de un homicidio por imprudencia grave, en base a que no podía saber que el agredido padeciera VIH. En la sentencia se afirma que está alegación no se sostiene porque corresponde solo al dolo y que en la imprudencia lo relevante es que se trata de un "riesgo superior al permitido". De esta forma, en la imprudencia, estamos ante otra forma de responsabilidad objetiva, puesto que si bien es cierto que en la imprudencia no es necesario que el autor conociera la enfermedad de la víctima si que al menos hay que plantearse si tenía el deber de conocerlo, tal y como en cierta medida alega el recurrente.

Vemos pues la necesidad de examinar la concurrencia del tipo subjetivo, tanto en los hechos dolosos como en los imprudentes, antes de proceder a la imputación objetiva, para evitar otra forma de responsabilidad objetiva al afirma la prohibición del riesgo sin comprobar previamente si ese riesgo es doloso o imprudente.

V. Significado y concepto de la imputación objetiva
La teoría de la imputación objetiva no ha sido interpretada uniformemente por la doctrina que ha adoptado distintas concepciones[42]. Por lo que se ha ido desarrollando en los apartados anteriores se puede advertir que la opción que defiendo es la de entender que la imputación estrictamente objetiva del resultado sólo puede predicarse respecto de la prueba de la relación de riesgo, siendo necesario un primer momento en el que, desde una perspectiva ex ante y objetivada, se atribuye relevancia típica a la conducta del sujeto, es decir un primer juicio de imputación, al que podemos denominar: Presupuesto de imputación. En este primer juicio se trata de determinar, de acuerdo con criterios teleológicos, si se ha creado un riesgo jurídico-penalmente relevante como consecuencia de un comportamiento humano o si no se ha controlado un riesgo existiendo el deber de hacerlo, de forma que equivalga a su creación. Este juicio no es puramente objetivo puesto que se tienen en cuenta los conocimientos que el sujeto tenía respecto del riesgo que estaba creando con su conducta. Se ha de determinar si el sujeto crea un riesgo doloso o imprudente o, en su caso, un riesgo en parte doloso y en parte imprudente, ya que ello será fundamental para, en un segundo momento, ex post, poder saber a cuál de estos riesgos se ha de atribuir el resultado. Sólo de esta forma es posible que los criterios para probar la relación de riesgo, como los de la finalidad de protección de la norma o el del incremento del riesgo, sean efectivamente “normativos”, puesto que en ambos casos es necesario conocer la relevancia jurídico-penal del riesgo para poder determinar si es ese riesgo y no otro el que se ha realizado en el resultado. En este segundo momento se trata de probar la relación de riesgo y, en este caso, sí que estamos frente a un juicio estrictamente objetivo y ex post sobre la existencia de un nexo normativo entre conducta y resultado, momento al que denominaremos: Imputación objetiva, en sentido estricto.

Como momento previo a poder probar la relación de riesgo es necesario un juicio ex ante objetivo-subjetivo sobre la conducta. En los supuestos en los que el sujeto realiza conscientemente la conducta peligrosa para un bien jurídico, aceptando su posible lesión, es decir, en los casos de creación de un riesgo típico doloso se ha dicho que este primer momento de la imputación objetiva carece prácticamente de importancia. Ello ha llevado a algunos autores, como Armin Kaufmann[43], a poner en duda la validez en determinados delitos dolosos, como el homicidio o las lesiones, de la imputación objetiva, puesto que cabe entender que la aceptación de que un riesgo puede causar la muerte o lesiones conlleva afirmar que se trata de un riesgo típico de homicidio o lesiones, incluso cuando no sea objetivamente adecuado para causar esa lesión -tentativa inidónea-[44].

Esta conclusión no es totalmente acertada puesto que si bien es verdad que en los delitos dolosos probar la tipicidad de la conducta es, al menos aparentemente, más sencillo que en los imprudentes, también es cierto que, por ejemplo, en la práctica de muchos deportes se crean riesgos típicos dolosos de lesionar que pese a todo no se consideran típicamente relevantes. Los problemas de imputación en los delitos dolosos, incluso de homicidio o lesiones, se repite en cualquier ámbito cuando la creación del riesgo se produce en el seno de organizaciones. La importancia de este juicio ex ante sobre la tipicidad del riesgo, en el ámbito de los delitos dolosos, aumenta proporcionalmente a la importancia, que frente a determinadas conductas típicas, alcanza el riesgo permitido y la adecuación social, así, por ejemplo, en delitos como injurias, amenazas, allanamiento de morada, estafa, cohecho..... Por consiguiente, hemos de afirmar que siempre se ha de probar que la conducta del sujeto era relevante desde una perspectiva jurídico-penal, en tanto no permitida, suficiente y adecuada ex ante para lesionar el bien jurídico-penal protegido en ese precepto penal, y no sólo la concurrencia formal de los elementos típicos.

VI. Criterios de interpretación aplicables en la valoración ex ante sobre la tipicidad de una conducta 
Por consiguiente, para poder llevar a efecto adecuadamente el juicio sobre la relevancia típica de una conducta es imprescindible hacer referencia a algunos de los criterios que entiendo restringen el ámbito del tipo, tanto en los delitos dolosos como en los imprudentes: riesgo permitido, principio de insignificancia, consentimiento, principio de confianza y adecuación social. En esta sede no es posible entrar en profundidad en su desarrollo por lo que me limitaré a establecer algunas conclusiones respecto de cada uno de ellos.

La importancia del criterio del riesgo permitido se evidencia en las actividades consideradas como peligrosas. Ello es así porque en ellas existe siempre una parte del riesgo que no puede ser evitado ni, en consecuencia, puede ser exigible preverlo, razón por la que son consideradas peligrosas. La cantidad de riesgo que es considerado como permitido en una actividad no es algo estático, sino que depende de tres factores:
1º) La utilidad de la conducta. Se plantea un conflicto de intereses entre la mayor o menor utilidad social y el riesgo que se entiende no puede ser previsto (en realidad, que no es exigible prever).
2º) Las posibilidades técnicas de controlar el peligro inherente a la actividad. Será riesgo permitido siempre que la conducta sea útil y no exista otro medio o forma de llevarla a efecto.
3º) En este punto se tienen en cuenta los costes que la evitación de todos los riesgos posibles conllevaría para la sociedad en general, para la empresa, en particular, o para los trabajadores.

El mayor o menor riesgo que se considere permitido dependerá pues de la utilidad y de las posibilidades de exigir medidas de cuidado, es decir, de los medios que la técnica ofrece para el control de los riesgos, junto a los costes de estas medidas. En general, la frontera entre el riesgo permitido y no permitido hay que buscarla en una valoración ex ante de los intereses en juego. Para determinar el ámbito del riesgo permitido se ponderarán, por un lado, la utilidad social de la actividad en que se desarrolla la conducta y, por otro, la amplitud y proximidad de la lesión del bien jurídico: grado de probabilidad de lesión y clases de bienes jurídicos amenazados.

Así, por ejemplo, en los supuestos de administración de fármacos en período de prueba, el riesgo que la ingestión del medicamento conlleva se deberá de comparar con la finalidad que se pretende conseguir con ese medicamento: si éste es para curar el cáncer será mayor el riesgo en que se puede situar al paciente que prueba el medicamento, respecto al que se admitiría, pongamos por caso, cuando la finalidad del fármaco fuese curar la calvicie.

Para poder llevar a término esta comparación de intereses es necesario, en primer lugar, realizar un juicio sobre el riesgo propio de la conducta. Este juicio ha de ser objetivo y realizado en el momento de ejecución de la conducta, teniendo en cuenta todas las circunstancias conocidas ex ante concurrentes, con vistas a determinar el grado de probabilidad de lesión y los bienes jurídicos que están amenazados. El juicio será estrictamente objetivo, abarcando tanto el riesgo típicamente relevante -riesgo propio del juicio objetivo-subjetivo-, como los riesgos "previsibles" en general (según la experiencia en supuestos similares), que, en cuanto son propios de la actividad, pero inevitables no se exige que sean previstos en el caso concreto -no entran en el juicio de peligro propio del tipo subjetivo imprudente-.

Los riesgos inevitables, aquéllos en que falta la previsibilidad ex ante del resultado, también pueden considerarse dentro del ámbito del riesgo permitido. Son riesgos irrelevantes, al menos desde una perspectiva penal[45]: a) los peligros inevitables, dado el estado de conocimientos científicos, puesto que respecto de ellos no puede predicarse ni dolo ni imprudencia, ya que al no ser posible conocerlos ex ante no es exigible preverlos; b) aquéllos que, aun siendo evitables, sería excesivamente costoso excluir, es decir, riesgo previsibles pero inexigibles por ser calificados como riesgo permitido tras una ponderación de los intereses en juego.

De ello sería un claro ejemplo, una sentencia de la Audiencia Provincial de Barcelona, de 23 de septiembre de 1992, en la que se absuelve a los responsable de las obras de una vía de circunvalación de Barcelona. En el caso enjuiciado, sucedió que, tras unas lluvias torrenciales, se desprendió un talud de contención y murieron dos trabajadores. En la sentencia se afirma que el riesgo era evitable pero que su evitación hubiera sido tan costosa que no era exigible porque hubiera hecho inviable la realización de esas obras.

En otros supuestos se plantea el problema de determinar si realmente existe utilidad social. En estos casos será necesario confrontar el peligro que ex ante se crea con la conducta y la utilidad social de ésta, sin que sea posible una respuesta generalizada sobre la eficacia del riesgo permitido en cada una de estas actividades, ni aún en el caso de que sean de la misma clase. En el supuesto de que de este examen se deduzca la existencia de un riesgo no permitido, cabe acudir al estudio de la "cantidad" de riesgo. La mayor o menor probabilidad objetiva de que el peligro se convierta en lesión del bien jurídico, permitiría, en determinadas circunstancias, negar la relevancia típica del riesgo, pese a su "cualidad" de no permitido, en base al principio de insignificancia.

Así, en el conocido ejemplo del hombre que planta un árbol de Belladona, independientemente de que espere que un niño se envenene, puede crear un riesgo no permitido según las circunstancias en que lo haga: en el camino a la escuela por el que pasan todos los niños, en el propio patio de una escuela, o por el contrario, en su jardín o en un campo de muy difícil acceso...

La adecuación social ha sido tratada por la doctrina como una cláusula general con múltiples finalidades y, en numerosas ocasiones, considerada con una subespecie del riesgo permitido. Welzel fue el primero en desarrollar el concepto de adecuación social al considerar que las normas contienen descripciones de conductas sociales. Para Welzel las formas de conducta seleccionadas por los tipos tienen un carácter social; por lo que "inadecuadas socialmente" serán aquellas conductas que se aparten gravemente de los órdenes históricos de la vida social.

La misma amplitud y diversidad de contenidos de este criterio lleva, a un sector doctrinal, a rechazar el principio de la adecuación social, por la indeterminación de su baremo, que lo convierte en un peligro para la seguridad jurídica, y por ser menos exacto que otros métodos de interpretación. Mientras que, otro sector doctrinal, sin ir tan lejos en el rechazo del principio de adecuación social, considera que se trata, únicamente, de un medio de ayuda en la interpretación, útil solamente como principio general de interpretación. Desde otra perspectiva, otros autores, consideran la adecuación social como causa de justificación, e incluso, para alguno, es fundamento o causa de exclusión de la culpabilidad.
El fundamento de la exclusión del tipo por adecuación social parte de que el legislador no puede prohibir "comportamientos adecuados socialmente". La posibilidad de limitar el tipo a través de la adecuación social encuentra su fundamento en el hecho de que los bienes jurídicos penales no se protegen en absoluto sino en relación con las obligaciones sociales, según las necesidades del conjunto de la vida social. Estas necesidades, como contenido de la adecuación social, tendrán la pretensión de delimitar aquellos supuestos en que se protege el bien jurídico respecto de aquéllos en los que no se hace.

En definitiva los límites que con estos criterios se establecen respecto de la relevancia típica de una conducta se fundamentan todos ello en que el Derecho penal no puede pretender evitar todos los peligros que se creen para bienes jurídicos. No puede olvidarse que, como decíamos, existe un ámbito de riesgo permitido cuya contenido depende de una ponderación de los intereses en juego. Estos intereses, aun cuando fundamentalmente económicos, pueden ser muy variados. La utilidad del producto, la competitividad del producto y, por consiguiente, la viabilidad de la empresa dependiendo de las exigencias para la producción, el encarecimiento del producto como consecuencia de los mayores controles… son intereses económicos que afectan no sólo a la empresa sino también a la sociedad -paro, precio de los productos...-. Estos peligros serían los abarcados directamente por el ámbito del riesgo permitido.

Sin embargo, creo que existe un ámbito respecto del cual, aun cuando cabría dentro del riesgo permitido, es más ajustado hablar de adecuación social. Las lesiones en el deporte serían uno de estos supuestos. En estos casos no se trata de un conflicto entre utilidad social y el peligro de lesión, sino que la aceptación de determinadas prácticas deportivas peligrosas, de formas de practicar un deporte -carreras de coches, boxeo, hockey sobre hielo, rugby...- depende de la valoración social de estas conductas. En otras palabras que la opinión pública, más o menos manipulada, será la que determine que una conducta pase de ser socialmente adecuada a inadecuada y, por tanto, no permitida, o que de ser socialmente inadecuada pase a considerarse adecuada y, por consiguiente, permitida. No sólo en el deporte tenemos ejemplos de esta clase sino que actualmente existe otro campo en que creo especialmente apropiada la utilización del criterio de adecuación social. Es el sector de la salud pública donde los poderes públicos y los medios de comunicación van condicionando a la opinión ciudadana en orden a restringir al máximo los peligros que considera aceptables, en aras de la seguridad y en aplicación del principio de precuación.
Un ejemplo evidente sería el fumar, pero también las exigencias, cada día mayores, de medidas de higiene alimenticia -que el pan o la fruta vayan siempre envasados, que los pescados y mariscos sean pasados por lejía antes de su venta, que en los restaurantes sólo pueda servirse mayonesa de lata…- Son decisiones que afectan a todos y que no puede olvidarse que, aun cuando restrinjan los peligros, suponen perder niveles de calidad de vida. La sociedad debería de ser correctamente informada, para que sean los ciudadanos quienes decidan los riesgos que están dispuestos a asumir.

Otro ámbito en el que creo es especialmente válida la restricción del tipo a través del criterio de la adecuación social es el de las injurias donde dependerá del lugar, la forma de expresión, el autor, la presunta víctima... para que, una misma expresión, sea considerada lesiva para el honor y, por tanto, típica, o, por el contrario, considerarse socialmente adecuada.

Por tanto, aun cuando el riesgo permitido pueda servir como criterio general de restricción del tipo, la adecuación social se ajusta más, en determinados supuestos, a la naturaleza del problema que se trata de solucionar.

El consentimiento de la víctima respecto de la conducta peligrosa puede verse como otro de los contenidos del riesgo permitido. El riesgo permitido se fundamenta, en general, en la utilidad de la actividad. En este supuesto la utilidad social no aparece de forma inmediata, sino que puede verse como consecuencia directa de la existencia de consentimiento y tratarse, por tanto, de dentro del ámbito del riesgo permitido o tratar independientemente el consentimiento como construcción dogmática distinta.

La inclusión del consentimiento en el riesgo permitido conduce a una ampliación del ámbito de éste, ya que, la existencia de consentimiento determinará que un "riesgo socialmente inadecuado" sea permitido, o bien a entender que el consentimiento amplia el ámbito de lo "socialmente adecuado" y con ello el del "riesgo permitido", precisamente, en base a la adecuación social como consecuencia del consentimiento de la víctima y, en general de todos los participantes en la actividad de que se trate. Esta perspectiva es acorde con la realidad. Nadie considera "socialmente inadecuada" una lesión en un partido de fútbol, aun cuando se haya producido a través de una infracción reglamentaria, incluso dolosa, siempre que esta "falta" estuviese dentro de la "costumbre" en ese deporte. Pero piénsese lo que sucedería si el jugador lesionado hubiese actuado obligado, en ese caso no se vería como "socialmente adecuada", no ya la lesión, sino ni tan siquiera su intervención en el juego.

En esta línea las consideraciones de Roxin, distinguiendo los supuestos en que el consentimiento equivale a una autopuesta en peligro (como sucede en el deporte) de aquéllos de "puesta en peligro de un tercero aceptada por éste". Roxin entiende que el consentimiento se equipara a la autopuesta en peligro cuando "la persona puesta en peligro se da cuenta del riesgo en la misma medida que quién crea el peligro, si el daño es consecuencia del riesgo aceptado y no de otros fallos adicionales y si la persona puesta en peligro carga con la misma responsabilidad por la actuación común que la persona que crea el peligro". En una palabra, el consentimiento convierte al tercero en partícipe de la autopuesta en peligro de la víctima y, por tanto, su conducta no es punible. En los supuestos de "puesta en peligro de un tercero aceptada por éste" es más difícil la decisión sobre la eficacia que puede desplegar el consentimiento. En estos casos es discutible la validez del consentimiento, ya se le considere causa de exclusión del tipo, o causa de justificación. Para otros, la entrada consciente en un riesgo, por parte del puesto en peligro, puede influir para el autor en la medida del cuidado exigible para éste en el tráfico.

En cuanto al objeto sobre el que ha de recaer el consentimiento: conducta y/o resultado, existen divergencias doctrinales. Un sector doctrinal, así, por ejemplo, Mir Puig, considera que es suficiente con que el consentimiento se dirija a la conducta peligrosa, sin que sea necesario que se refiera al resultado. "Quién está de acuerdo con el peligro de una acción, debe aceptar también las consecuencias directas". Por el contrario, para otros, el consentimiento ha de abarcar tanto el resultado como la conducta. Con independencia de otras consideraciones, que afectan exclusivamente al contenido y efectos del consentimiento, la concepción del injusto aquí defendida, ha de tener como consecuencia que el consentimiento, para ser eficaz, sólo deba referirse a la conducta; ahora bien, ello sólo será cierto en tanto se conozcan todos los factores de riesgo concurrentes en el caso concreto.

El principio de confianza es otro de los criterios propuestos por la doctrina para restringir el ámbito del tipo. De acuerdo con el principio de confianza cada persona puede confiar en que los demás actuarán adecuadamente. Sin embargo, este principio de confianza, en la práctica, queda desvirtuado. Por ejemplo, en el sector del trabajo rige lo que podríamos llamar principio de desconfianza, ya que el empresario, directivos o encargados no pueden confiar en la actitud correcta de los trabajadores y deben de vigilar y exigir el cumplimiento por parte de estos de las medidas de seguridad. En el tráfico, por otra parte, junto al principio de confianza, rige el principio de defensa, de menores, ancianos o incapaces, que exige que se prevea la posibilidad de que estas personas actúen imprevisiblemente. En general, además, tal y como concibe la doctrina y la jurisprudencia el principio de confianza, la total ineficacia de este principio se deriva de que el sujeto sólo puede confiar en la conducta adecuada de los demás cuando el mismo actúe correctamente. Esta concepción del principio de confianza no sólo lo convierte en ineficaz sino que es, una vez más, expresión, del siempre denostado, pero siempre superviviente, versare in re illicita.

No obstante estas limitaciones a la eficacia del principio de confianza como criterio de restricción del tipo, es bien cierto que, en general, en la sociedad no se podría actuar sin contar con este principio. El principio de confianza es una expresión del contenido del deber de cuidado que concierne a cada sujeto. Una persona tiene el deber de controlar determinados riesgos que puedan derivase de un producto o de una conducta, pero respecto de otros pueden confiar en que los demás actuarán correctamente:
La anestesista puede confiar en que el enfermero le entrega la inyección con el medicamento que ha solicitado. La empresaria que fabrica un secador de pelo puede confiar en que el usuario no lo utilizará dentro de la ducha... No obstante, esta confianza no puede ser irracional y, por consiguiente, tanto la anestesista como la empresaria han debido atender a un cuidado previo: en el caso de la anestesista antes de la operación comprobar los medicamentos que puede necesitar; en el caso de la empresaria adjuntar al secador un manual de instrucciones en el que se advierta de los peligros de su uso en mojado...

VII. Criterios para delimitar ex post la existencia de una relación de riesgo
Para que el resultado sea imputable a la conducta es necesario que el riesgo típico creado sea el mismo que se haya realizado en el resultado -relación de riesgo-, a lo que llamamos imputación objetiva en sentido estricto. Por ejemplo, una conducta que incumple determinadas medidas, que pueden hacer previsible un resultado lesivo, pese a ello no le será imputable éste si lo que realmente lo provoca son otras circunstancias, que pueden ser naturales, y que lo hubieran causado aun cuando no hubiese existido la infracción de las medidas de cuidado. Esta relación de riesgo entre el peligro creado por la conducta imprudente y el resultado ha de ser probado.

Para la existencia de relación de riesgo no es suficiente con que se cree un riesgo típico, sino que además este riesgo típico tiene que realizar efectivamente la lesión del bien jurídico; ello no sucederá cuando el peligro específico del riesgo típico no sea efectivo, porque su posible eficacia sea sobrepasada o desplazada a través del efecto real de otro curso concurrente peligroso. En la prueba de esta relación de riesgo se han utilizado por la doctrina distintos criterios -y distintas concepciones de estos criterios-. Los criterios más utilizados son los del incremento del riesgo y el de la finalidad de protección de la norma infringida, junto a otro criterio subsidiario, al que denomino "evitabilidad ex post del resultado".

Los criterios del incremento del riesgo y de finalidad de protección de la norma ya han sido objeto de otros trabajos por lo que en esta sede sintetizaré mi postura al respecto. Entiendo que ambos criterios son complementarios y no excluyentes y que su correcta aplicación requiere la previa determinación del riesgo típico, en el sentido señalado, Supra VI, porque sólo de esa forma es posible saber qué riesgo no permitido se ha creado y qué norma se ha infringido, condiciones imprescindibles, para poder determinar ex post si ese riesgo no permitido es el que se ha realizado en el resultado y si la finalidad de la norma infringida era evitar ese resultado en las circunstancias en las que efectivamente se produjo. De acuerdo con el criterio del incremento del riesgo, cualquier riesgo creado por el sujeto, del que se pruebe que ex post se ha realizado en el resultado es suficiente para fundamentar la relación de riesgo y, por tanto, eventualmente, la imputación del resultado. Decimos eventualmente porque la consideración de comportamientos alternativos adecuados a derecho[46] es admisible, en orden a excluir la imputación del resultado, sólo si es seguro, con una probabilidad rayana en la seguridad, que esta conducta hipotética hubiera causado igualmente el resultado. El principio in dubio pro reo es de aplicación únicamente en el juicio sobre la concreta situación que se ha realizado, pero no respecto de la hipotética, con lo que, por la falta de prueba fehaciente de esta relación hipotética, no se puede entender infringido este principio, ni conculcadas otros principios y garantías político-criminales.

Respecto de la finalidad de protección de la norma lo relevante es advertir que no podemos analizar la finalidad de la norma penal, puesta que sería la de evitar lesiones de bienes jurídico-penales, con lo que incurriríamos en una tautología y el criterio perdería su eficacia. La norma de la cuál hay que buscar sus fines sólo puede ser una norma entendida como norma de cuidado. De este modo, la finalidad que se deberá buscar, se encontrará entre los fines que condujeron a la determinación del deber objetivo y subjetivo de cuidado. Los fines de las reglas generales de cuidado, reglas técnicas, que configuran el deber objetivo de cuidado en el caso concreto, son los que se tendrán en cuenta en la aplicación del criterio del fin de protección de la norma.

Por ejemplo, el constructor, en general, está obligado a cumplir las medidas de cuidado necesario para evitar lesiones o muertes de los trabajadores. Si en el caso concreto la medida de cuidado adecuada, dadas las circunstancias, es que los trabajadores lleven casco, ello está pensado para evitar que sufran golpes en la cabeza por caída de objetos o para que se reduzca el peligro en caso de la caída del propio trabajador. Si en el supuesto concreto, el trabajador, que no lleva el casco obligatorio, muere por la explosión de una caldera, éste no será uno de los riesgos que pretendía evitarse con el uso del casco y, por tanto, no se imputará el resultado, aun cuando, en el caso concreto también hubiese peligro cierto de caída de objetos que permita afirmar la creación de un riesgo típico por el constructor.

Las llamadas "conductas alternativas adecuadas a derecho", se caracterizan porque ex post se prueba que el resultado era inevitable, por lo que no parece adecuado atribuir responsabilidad penal, pese a que, de acuerdo con los criterios del incremento del riesgo y del fin de protección de la norma, el resultado era imputable. En consecuencia, en estos supuestos será necesaria la utilización de otro criterio de imputación el de la "evitabilidad ex post del resultado". El fundamento de este criterio es que un resultado per se no puede ser jurídico-penalmente relevante, sino que su relevancia proviene de que pueda ser imputado a una conducta jurídico-penalmente relevante.

Lo primero que se necesita para delimitar el contenido del criterio de evitabilidad es distinguir entre la evitabilidad ex ante y ex post del resultado, como por lo demás es siempre necesaria la diferenciación tajante de los dos momentos. La falta de evitabilidad ex ante del resultado afecta a la tipicidad de la conducta de todos lo delitos, en mayor medida en los imprudentes y, especialmente, en los supuestos de imprudencia omisiva. Si ex ante el resultado aparece como inevitable, no tiene ya sentido que se dirija al sujeto la norma de prohibición en las conductas comisivas y faltará ya la situación típica en los supuestos omisivos -posibilidad de evitación como elemento esencial en la omisión-, puesto que como afirmaba al inicio la finalidad del Derecho penal es proteger bienes jurídico-penales protegibles.

Totalmente distinta es la situación cuando se constata la existencia de una realización típica y se prueba la relación de riesgo -por aplicación de los criterios del incremento del riesgo y del fin de la norma- y, al mismo tiempo, por circunstancias excepcionales cognoscibles únicamente ex post, se comprueba que el resultado no se hubiera evitado tampoco con una conducta adecuada a derecho. La inevitabilidad ex post del resultado sólo puede desplegar su eficacia entendiendo que esta circunstancia elimina la naturaleza "desvalorada" de ese resultado. Este criterio, puede compararse, respecto a la relación de riesgo, con el desistimiento voluntario respecto a la tentativa, calificándolo como condición negativa de punibilidad. El carácter excepcional que otorgamos a la inevitabilidad ex post del resultado permite excluir la imputación del resultado, únicamente, cuando se prueba con una probabilidad rayana en la seguridad la inevitabilidad del resultado con una conducta adecuada a derecho -al fin y al cabo hipotética- sin infringir el principio in dubio pro reo.    

VIII. Conclusiones.
Los conceptos de causalidad e imputación objetiva propuestos tratan de dar una respuesta coherente a la distinta naturaleza de una y otra institución y, sobre todo, pretenden poner de relieve las consecuencias que de estas diferencias cabe extraer en relación con la teoría del delito y, muy especialmente, su repercusión en el proceso, en relación con la presunción de inocencia y el principio in dubio pro reo. La causalidad, por su naturaleza empírica, se corresponde con los hechos probados, y su contenido no se limita a la relación causal entre una determinada conducta y un resultado, sino que explica, de acuerdo con leyes generales de probabilidad, cómo se han desarrollado los acontecimientos, incluyendo entre estos a los conocimientos que cada uno de los intervinientes tenía de la situación. Probar positivamente cuál ha sido el devenir causal es un requisito esencial para desvirtuar la presunción de inocencia, puesto que la carga de la prueba corresponde a quién acusa.

En el supuesto de que no pueda probarse razonablemente cómo se produjeron los hechos, prueba en la que, por supuesto, se incluye quién o quiénes han sido los autores, la presunción de inocencia debería llevarnos a un sobreseimiento o, en su caso, a una absolución. En la prueba de los hechos el Juez puede valorar los informes de los peritos pero no adoptar teorías causales que no se correspondan con las leyes naturales, científicas o sociales que los técnicos competentes consideran vigentes.

Por el contrario, en la valoración jurídica de esos hechos probados –Fundamentos Jurídicos de la sentencia- sí que estamos en el ámbito de la libre valoración de la prueba, lo que nunca puede significar arbitraria, por lo que el Juez debe servirse de los criterios jurídicos aceptados por la doctrina y jurisprudencia y cumplir con las exigencias de la motivación y de la congruencia. Es en este ámbito donde adquiere una especial incidencia el principio in dubio pro reo, puesto que en caso de duda sobre cuál deba de ser la calificación jurídica, deberá decantarse siempre por aquélla más favorable al reo.
Notas:
[1] Un estudio sistematizado y completo sobre los orígenes y desarrollo de la teoría de la imputación objetiva en el Derecho penal lo encontramos en la obra de Anarte Borrallo, Causalidad e imputación objetiva en Derecho penal, Ed. Universidad de Huelva 2001, passim. Desde la perspectiva más amplia de la evolución histórica del concepto de imputación, Rueda Martín, La teoría de la imputación objetiva del resultado en el delito doloso de acción (Una investigación, a la vez, sobre los límites ontológicos de las valoraciones jurídico-penales en el ámbito del injusto), Barcelona 2001, pp. 49 ss.
[2] En este sentido, Martínez Escamilla, La imputación objetiva del resultado, 1992, pp. 73 ss., señala como un Derecho penal con una finalidad de protección se encuentra en la base de la teoría de la imputación objetiva.
[3] Wolter, “Imputación objetiva y personal a título de injusto. A la vez una contribución al estudio de la aberratio ictus”, en Schünemann, El sistema moderno de derecho penal. Cuestiones fundamentales. Estudios en honor de Claus Roxin en su 50º aniversario (Introducción, traducción y notas de Silva Sánchez), 1991, Madrid, pp. 108 ss.
[4] Aun cuando desde amplios sectores doctrinales se defienda una concepción normativo-valorativa de las normas penales, sobre ello, vid. Silva Sánchez, Aproximación al Derecho penal contemporáneo, 2ª ed., Ed. B de F, 2010, pp. 311 ss., donde se expone el estado de la cuestión.
[5] Cfr. Silva Sánchez, Aproximación…, pp. 287 ss., sobre la discusión relativa a qué criterios –merecimiento de pena, fragmentariedad…, debe atender el legislador para criminalizar conductas. Cuando tratamos de bien jurídico protegible en relación con la teoría de la imputación objetiva no se trata de la determinación de qué bienes jurídicos deben ser protegidos penalmente por el legislador, sino de la cuestión de en qué supuestos la lesión de un bien jurídico penalmente protegido es protegible por ser imputable a título de dolo o imprudencia a su autor,
[6] Esta postura se encuentra ya en mi tesis doctoral, leída en 1988 y publicada bajo el título de El delito imprudente. Criterios de imputación del resultado, Barcelona 1989 (2º ed. Ed. B de F, Buenos Aires 2005, reimpresión 2008), teniendo conocimiento de la obra de Frisch, Tatbestandsmässiges Verhalten und Zurechnung des Erfolgs, Heildelberg 1988, estando concluido el trabajo y defendida la tesis.
[7] Desde una perspectiva diferente, a partir del concepto final de acción y respecto de la imputación objetiva en los delitos dolosos, Rueda Martín, La Teoría de la imputación objetiva…, pp. 167 ss, advierte que no se puede escindir la acción en una parte objetiva y en otra subjetiva.
[8] En este sentido, Auto de la Audiencia Provincial de Huesca, nº 68/2000, de 14 de julio, en relación con el caso del Camping de Biescas, cuando, en el Fundamento Jurídico Cuarto, afirma: “Antes de su valoración jurídica, esta decisión (existencia o no de indicios de criminalidad) requiere averiguar cuáles son los hechos, según resulta de la investigación practicada…”.
[9] Requisito esencial que ciertamente se ha desnaturalizado por la progresiva introducción, en los diferentes países, de la responsabilidad penal de la persona jurídica. Siendo esto un problema no es ni tan siquiera el mayor que supone esta “creación” y, frente a estas disfunciones dogmáticas y garantistas, desde mi punto de vista, es muy difícil ver los aspectos positivos, desde perspectivas criminológicas y político-criminales.
[10] Cfr. STS 1879/1998, de 29 de mayo, distingue con claridad el concepto y función de imputación objetiva y causalidad, cuando señala "…en general es posible afirmar -como precisa el cuidadoso dictamen de la señora Fisacl- que sin causalidad (en el sentido de una ley natural de causalidad) no se puede sostener la imputación objetiva, así como que ésta no coincide necesariamente con la causalidad natural. De esta manera, sólo es admisible establecer la relacoón entre la acción y el resultado cuando la conducta haya creado un peligro no permitido, es decir, jurídicamente desaprobado y el resultado producido haya sido la concreción de dicho peligro".
[11] Cfr. STS 23 abril 1992, donde se consideraron imputables los resultados de muerte y lesiones pese al desconocimiento de cuál era la causa del “síndrome tóxico”, como se denominó a la enfermedad, a partir de los siguientes argumentos:
1º El problema de causalidad se debe a la ausencia de una ley causal natural suficientemente probada por la comunidad científica pero ello no sirve para excluir que exista.
2º En esos casos el órgano jurisdiccional, con los datos que ha entendido suficientemente probados, puede afirmar la causalidad por ser esta una cuestión normativa, susceptible de interpretación y valoración judicial.
3º Desde esta perspectiva, según el Tribunal “normativa”, existe una “ley natural” cuando: “comprobado un hecho en un número muy considerable de casos similares sea posible descartar que el suceso se haya producido por otras causas”.
4º No es necesario el conocimiento de todos los pasos del curso causal, ni siquiera la del agente tóxico determinante del carácter lesivo.
5º No es necesario que el fenómeno sea repetible en condiciones experimentales.
[12] Por todas, SSTS 7195/1996, de 4 de octubre; 4289/1997, de 20 de mayo; 5597/1998, de 26 de junio; 1509/2001, de 26 de julio, cuya doctrina podría resumirse diciendo que “El ámbito de la presunción de inocencia queda circunscrito a los hechos externos y objetivos subsumibles en el precepto penal, pero nunca al elemento subjetivo de la concreta tipicidad”.
[13] Sobre los dos elementos que deben concurrir para que sea válida la prueba indiciaria existe una jurisprudencia consolidada, por ejemplo, STC 220/1998, donde se citan numerosas sentencias del Tribunal Constitucional en el mismo sentido. Estos elementos son: a) que los hechos básicos estén completamente acreditados; b) que entre tales hechos básicos y aquel que se trata de acreditar exista un enlace preciso y directo, según las reglas del criterio humano. No obstante, en relación con la prueba indiciaria, hay que advertir que sí cabe recurso de casción sobre la conclusión lógica a la que se llega a partir de los hechos básicos (art. 1253 CC), "conclusión que de este modo es considerada como si de una cuestión de calificación jurídica se tratara por entender que excede de lo meramente fáctico", en este sentido, entre otras muchas, STS 136/1995, de 18 de enero.
[14] En este sentido se manifestó ya la STC 175/1985, de 17 de diciembre, doctrina que se reitera en múltiples sentencias, entre otras, SSTC 229/1988; 107/1989; 94/1990; 244/1994; 24/1997; 116/1998.
[15] “Debería existir” porque hasta el momento no se ha conseguido, ya que no prosperan los recursos de casación por quebrantamiento de forma, por predeterminación del fallo, cuando continuamente encontramos en los Hechos Probados conceptos jurídicos expresados en frases del siguiente calibre: “posesión de las sustancias con fines de tráfico”(STS 1678/2001, de 25 de septiembre (Ponente:Ramos Gancedo); “prevaliéndose del ascendente que tenía sobre ella” (STS 1509/2001, de 26 de julio (Ponente: Móner Muñoz), por citar dos sentencias recientes, entre innumerables resoluciones y pese a que la doctrina jurisprudencial al respecto está consolidada y teóricamente debería llevar a afirmar la predeterminación del fallo en supuestos como los citados. Por ejemplo, STS 1493/2001, de 25 de julio (Martín Canivell): requisitos de la predeterminación: “1º la utilización de conceptos jurídicos empleados en la definición o en la descripción de elementos esenciales del tipo jurídico-penal aplicado, 2º) que las expresiones jurídicas, sean sólo comprensibles por conocedores de la técnica jurídica, y no sean compartidos por el lenguaje común de las gentes, 3º) que tengan valor causal respecto al fallo y 4º) que, suprimidos tales conceptos, dejen la narración de hechos sin base alguna”, si aplicásemos estos requisitos deberíamos afirmar la predeterminación en las sentencias citadas, como en muchas otras.
[16] Un ejemplo de la confusión constante que crea la doctrina entre el nivel de la causalidad y el nivel de la imputación objetiva se advierte con claridad en la obra de Puppe, La imputación objetiva. Presentada mediante casos ilustrativos de la jurisprudencia de los altos tribunales, (prólogo de Silva Sánchez; trad. García Cavero), Granada 2001, ya en la Introducción, p. 5, la autora afirma la existencia de dos niveles dentro de la imputación objetiva: “En el primer nivel de la imputación objetiva hay que determinar la relación fáctica entre las características descuidadas del comportamiento del autor y la aparición del resultado. Esta relación sólo puede ser la relación causal. En el segundo nivel hay que examinar por qué razones fácticas se califica un determinado curso causal como fortuito y se rechaza, por tanto, como fundamento de la imputación; en otras palabras cómo se diferencian fácticamente un curso causal fortuito de otro que no lo es.”. En particular, p. 90, donde expresamente se dice: “En el presente caso, evidentemente no sólo ha tenido lugar la causalidad del conductor respecto de la muerte del ciclista –para un atropellamiento deben figurar por lo menos dos-, sino también la causalidad de la infracción de cuidado.”.
[17] De las posturas doctrinales que en aras de la imputación objetiva obvian la importancia del presupuesto fáctico, es representativa, pero por supuesto no la única, la de Schünemann, “Über die objektive Zurechnung”, GA 1999, pp. 207 ss, p. 219, considera la decisión sobre la finalidad de protección de la norma como una decisión normativa de carácter general, no ligada por tanto a los hechos concretos.
[18] En este sentido es importante la llamada de atención que lleva a efecto Puppe, La imputación objetiva…, pp. 6 ss, sobre el déficit de muchas posiciones doctrinales en este ámbito, como también es esencial su crítica a la falta de sistemática de la que en general adolece la doctrina de la imputación objetiva, que se ha desarrollado en base al pensamiento problemático.
[19] Como pone de relieve Puppe, “Problemas de imputación del resultado en el ámbito de la responsabilidad por el producto” (trad. Cardenal Montraveta), en Responsabilidad penal de las empresas y sus órganos y responsabilidad por el producto (Coord. Mir Puig/Luzón Peña), Barcelona 1996, p. 225, cuando no se prueba por la acusación la existencia de una ley general, y sólo existe una “prueba indirecta”, invirtiendo la carga de la prueba porque la ley causal se aplica en su contra hasta que le resulta posible ofrecer al juez una hipótesis causal pausible, “el acusado sólo podrá ser absuelto si él mismo trae ante el tribunal al verdadero culpable”, en relación con la BGHSt, 37, 106, en el llamado caso del Lederspray.
[20] Así por ejemplo, STC de 11 de abril de 1996.
[21] STS de 23 de abril de 1992 (Ponente Bacigalupo Zapater), en cuyo Fundamento Jurídico 2, se estudia el recurso presentado por los acusados, precisamente por entender que no se había probado la relación causal, al existir víctimas que habían testificado y que aseguraban no haber ingerido nunca aceite de colza desnaturalizado. Con independencia de otros problemas que se suscitaron, en relación con la causalidad, con las periciales en las que algunos doctores que habían estado encargados de la investigación del origen de la enfermedad afirmaban que no era el aceite de colza la causa de las muertes y lesiones y que habían sido retirados del trabajo.
[22] STS de 15 de abril de 1997 (Ponente Montero Fernández-Cid), en la cual por otra parte se acude a criterios de imputación objetiva para excluir la responsabilidad del ingeniero responsable de la presa. En este caso se afirma que la causa de la gravedad de la avalancha del agua y los daños que causó fue el retraso en la apertura de la presa y la consiguiente rotura y por consiguiente se pasa a examinar quién infringió el deber de cuidado que le competió y que estaba en el origen del retraso, es decir, se valora el presupuesto de imputación objetiva –creación de un riesgo jurídico-penalmente relevante por la infracción de la norma de cuidado-. En este caso el ingeniero consultó con la Confederación Hidrográfica del Segura para saber si habría más lluvias y le dijeron que no, en ese momento decidió marchar, pero dejo un número de teléfono para que le avisaran si subía el nivel del agua. Es decir cumplió el deber de cuidado que le competía.
[23] Cfr. Puppe, La imputación objetiva…, p. 11 ss; en la doctrina española, la situación no es muy diferente, porque aun cuando la doctrina mayoritaria distinga entre a nivel teórico entre causalidad e imputación objetiva, se examina la imputación objetiva independientemente de la causalidad, olvidando que son dos niveles diferentes y que la ausencia de causalidad excluye la posibilidad de tratar sobre la imputación objetiva, por faltar el presupuesto fáctico para la valoración propia de la imputación objetiva.
[24] En este punto quiero señalar que la referencia a las ”conductas alternativas adecuadas a derecho” no es un mero divertimento sino que tiene consecuencia fácticas perversas, como muy bien pone de relieve Puppe, La imputación objetiva…, p. 61 ss, porque conduce a actuaciones jurisprudenciales versaristas, puesto que probada la infracción del deber de cuidado parece como evidente que cualquier otra conducta no infractora hubiera evitado ese resultado. Sobre los efectos nocivos de esta teoría, vid. Corcoy Bidasolo, El delito imprudente. Criterios de imputación del resultado, 2ª ed., Ed. B de F, Buenos Aires, 2005 (reimpresión 2008), p. 451 ss.
[25] Vid. Puppe, La imputación objetiva…, p. 37 ss, trata este caso dentro del grupo de “e) Reglas de autoprotección como reglas de imputación” , aa); un problema análogo se suscita en el ejemplo bb) Caso de la conexión de gas (OLG Naumburg, NStZ-RR 1996, 229).
[26] Cfr. Cancio Meliá, Conducta de la víctima e imputación objetiva en Derecho penal, Barcelona, 1998, p. 368 ss., pienso que situaría este supuesto entre aquéllos en los que a los conocimientos superiores del autor se suma que la víctima “se ve incluida en una configuración de la actividad que debe atribuirse al autor”.
[27] En el mismo sentido, Puppe, La imputación objetiva…, p. 12.
[28] Vid. Corcoy Bidasolo, El delito imprudente…, p. 458 ss.
[29] Mientras que la presunción de inocencia, como veíamos, requiere que se practiquen todas las pruebas que se estimen pertinentes, el principio in dubio pro reo entra en juego cuando, una vez practicadas las pruebas pertinentes, para el Juez o Tribunal se mantiene la duda sobre cómo, quién o en qué condiciones se produjeron los hechos. El principio in dubio pro reo, por tanto, despliega su eficacia en el momento de la valoración de la prueba practicada por parte del Juez o Tribunal que debe resolver, en el sentido de que si examinados y valorados los hechos mantiene dudas, su resolución siempre ha de ser siempre favorable al reo. El principio in dubio pro reo pertenece a las facultades del juzgador de instancia y, por consiguiente, partiendo del principio de libre valoración de la prueba, previsto en el art. 741 LECrim., la resolución sólo puede ser objeto de recurso por infracción del principio in dubio pro reo, en la valoración de la prueba por el juzgador de instancia, cuando su resolución carece de apoyo en todo el conjunto probatorio practicado en el acto del juicio oral o es contraria a las reglas de la lógica.
[30] En otro sentido la doctrina alemana dominante, por todos, Schönke/Schröder/Lenckner, preliminar § 13, n. 75, 26ª ed. München 2001, afirma que el juez sólo puede aplicar leyes causales no discutidas en la especialidad competente y, en caso de no existir acuerdo, aplicar el principio in dubio pro reo.
[31] Si bien es verdad que existen diversas Escuelas, con opiniones contrapuestas, y que, por tanto, son ciencias controvertidas, no es menos cierto que en los Tribunales penales se admitan sus dictámenes en orden a determinar la imputabilidad del autor, por consiguiente, no existe razón para negarles validez en el ámbito de la causalidad, máxime cuando también en otras ciencias se siguen leyes de probabilidad y cuando no vamos a fundamentar la responsabilidad penal en esa ley sino que ella únicamente servirá como presupuesto sobre el que el Juez valorará su relevancia jurídico-penal.
[32] No olvidemos que esta valoración se hace también, desde siempre, por la doctrina penal para determinar la existencia de inducción.
[33] Vid. Puppe, La imputación objetiva…, p. 40 ss, como problema de causalidad psíquica.
[34] Cfr. Corcoy Bidasolo, El delito imprudente…, p. 528 ss.
[35] En sentido opuesto, Puppe, La imputación objetiva…, p. 53, entendiendo que la coautoría presupone la causalidad de cada uno de los coautores individuales respecto del resultado, afirmando que en caso contrario “podría presentarse como co-causante del resultado al perito técnico”, cuando este problema afecta a la distinción entre coautores y partícipes, que se soluciona exigiendo que se concurran los requisitos de la coautoría.
[36] En el caso de la coautoría imprudente no es necesario que la decisión conjunta se refiera a la producción del resultado sino únicamente a la toma de un acuerdo que crea un riesgo jurídico-penalmente relevante.
[37] Al respecto existe una amplia jurisprudencia, entre otras, SSTS 7478/2000, de 26 de julio; 2356/1998, de 24 de marzo; 2569/1993, de 29 de marzo.
[38] En otro sentido, Puppe, La imputación objetiva…, p. 31, afirma que “…la aplicación de leyes de probabilidad en la imputación del resultado conduce a la denominada teoría del incremento del riesgo que sustituye a la causalidad”.
[39] Con los matices a los que se hizo referencia, Supra n.5, en relación con la prueba indiciaria.
[40] En este sentencia, independientemente de que esté de acuerdo o no con la resolución, como veremos, lo cierto es que sí distingue claramente entre el nivel de la causalidad y el de la imputación objetiva.
[41] En la sentencia se hace referencia de otra conocida sentencia de 8 de noviembre de 1991, en la que una chica se tira del vehículo para evitar un intento de abuso sexual siendo arrollada por otro vehículo, que no pudo hacer nada para evitar el atropello, siendo condenado el conductor por lesiones imprudentes y se afirma que en ese caso no se recurrió, pero que no es relevante que en aquel caso se condenara por delito imprudente y en este por doloso. Sobre la STS de 8 de noviembre de 1991, vid. Cancio Meliá, Conducta de la víctima…, p. 341, afirma, con razón, que “el contexto de presión elimina su autorresponsabilidad y convierte al conductor en autor”; vid. también, p. 360 ss., trata los supuestos de defectos de responsabilidad de la víctima situacionales, por verse forzada al riesgo por la conducta del autor.
[42] Cfr. Suárez González/Cancio Meliá, “Estudio preliminar”, en Jakobs, La imputación objetiva en Derecho penal (trad. Suárez González/Cancio Meliá), Madrid 1996, p. 21 ss.
[43] Kaufmann, Armin, “¿Atribución objetiva en el delito doloso?” (trad. Cuello Contreras), ADPCP 1985, p. 806 ss. (“Objektive Zurechnung beim Vorsatz delikt?”, Fest-Jescheck 1985)
[44] Sobre la imputación objetiva en los delitos dolosos, ampliamente, Rueda Martín, La teoría de la imputación objetiva…, passim.
[45] En el ámbito civil la situación es diferente porque se admite la responsabilidad objetiva. Así, por ejemplo, en la L 22/1988, responsabilidad civil por daños causados por productos defectuosos, está prevista la responsabilidad del fabricante, distribuidos o comerciante respecto de los daños causados por productos alimenticios y farmacéuticos, aun cuando se desconociera su peligrosidad en el momento en que fueron fabricados, distribuidos o vendidos.
[46] No olvidemos que no existe una única conducta alternativa adecuada a derecho y, por consiguiente, serán varias las conductas hipotéticas a examinar.

Fuente: Revista Argentina de Derecho Penal y Procesal Penal - Número 1 - Noviembre 2011 - Universidad Austral
IJ-L-797

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