jueves, 15 de noviembre de 2012

Cuando la subcontratación es pura y simple intermediación

El presente ensayo defiende la siguiente idea: muchas veces los pleitos que se plantean y transitan con epicentro del debate en torno a la cuestión de si cierta actividad tercerizada por una empresa es o no inherente a la misma —es decir, “parte de su actividad normal, específica y propia”— encuentran en cambio un ámbito de acceso más cómodo y directo al efecto pretendido por la actora (esto es, la incriminación solidaria de la tercerizante) en el art. 29 de la L.C.T puesto que, en verdad, no se trata sino de lisos y llanos suministros de trabajadores a través de un intermediario.

Hace algunos años y por invitación de la Revista “La Causa Laboral” (N° 26, de febrero de 2007) escribí un artículo con el mismo propósito, denominado “La subcontratación aparente como forma de intermediación”. Y si bien en aquel momento parte de la justificación práctica consistía — cuando así lo ameritaran los hechos— en sortear el obstáculo de un criterio restrictivo de la Corte Suprema de Justicia de la Nación respecto del art. 30 LCT que hoy se encuentra en repliegue, sino en retirada, lo cierto es que, por una parte, subsiste el interés teórico en la distinción nítida entre ambos institutos y, por la otra, muchas Cámaras de Apelación y Superiores Tribunales de provincia —con o sin mención del precedente “Rodríguez, Juan c/Cía.Embotelladora Argentina” (C.S., del 15.04.93)— mantienen una suerte de apego apasionado a su doctrina no obstante el giro del Alto Tribunal Federal en su composición actual (2).

El art. 29 de la LCT regula el supuesto del contrato de suministro de personal. Este contrato, como todos, tiene dos partes, una de las cuales es necesariamente una empresa que “utilizará” la prestación de trabajadores reclutados (contratados) por otro sujeto de derecho que la norma, impropia y genéricamente, denomina “los terceros”. En realidad, de la configuración total del precepto se desprende que este último sujeto (del contrato con la usuaria, y también del contrato con los trabajadores) funciona como un tercero sólo respecto de la relación laboral en el sentido del art. 22 LCT Es decir, que no aprovecha ni dirige la prestación de los dependientes más allá de la comisión comercial que pueda percibir de la que efectivamente la recibe. Por lo mismo, el caso supone que contrato y relación de trabajo aparecen “desmembrados” en cuanto a su costado acreedor. El intermediario A contrata a uno o varios trabajadores B, pero para que la tarea la realicen dentro del ámbito de organización y dirección de otro empresario C.

La especie, por supuesto, nada tiene que ver con las agencias de selección de personal o de colocaciones, cuya intermediación en el mercado de trabajo se limita a cometidos específicos y distintos, como precalificar la aptitud de los trabajadores (para el empleador), o facilitar la busca de un empleo (para el trabajador), sin que la prestación de servicios en sí constituya el objeto de uno u otro vínculo. En la intermediación propiamente dicha a que alude el art. 29 LCT, en cambio, quien contrata trabajadores como intermediario sí espera de ellos la ejecución de un servicio, con la única pero relevante diferencia de que el mismo no ha de ser prestado dentro de su propia estructura, sino incorporándose a una organización ajena, la del usuario. Para que exista inter mediación en el sentido de la ley laboral, es preciso que el intermediario asuma la fisonomía externa de ser el empleador de los trabajadores que recluta.

Es claro que en tal caso la triangulación jurídica carece de justificación técnica, ya que no hay razón alguna para que el empresario C recurra al intermediario A —que en nada agrega valor a su producción— para hacerse de una fuerza de trabajo que bien puede contratar directamente. La única motivación lógica es el ahorro de “costos y problemas” derivados de la asunción directa de la responsabilidad como empleador o, dicho sin eufemismos, interponer a un “fantasma”. El Derecho del Trabajo advirtió tempranamente que esa calidad fantasmática derivaba no tanto de una posible insolvencia del intermediario, sino de una evanescencia o volatilidad propia de quien carece de un establecimiento tangible que opere como eventual garantía por los créditos remuneratorios o indemnizatorios. Recordemos que los privilegios laborales especiales recaen sobre esos activos físicos (maquinarias, materias primas y mercaderías) y que una larga tradición de la disciplina vincula al trabajador, aún a riesgo de incurrir en impurezas técnicas, con el establecimiento más que con el empleador aunque el primero no tenga, obviamente, la calidad de sujeto de derecho. Por lo mismo, la regla implementada de antaño (una de las más antiguas y universales del Derecho del trabajo, al decir de Ludovico Barassi) consiste en una relativa prescindencia del contrato (es decir, del vínculo con el intermediario) y un énfasis en la relación de trabajo, imputando las consecuencias de la misma de manera directa al empresario que “utiliza la prestación” (3). Se trata, por supuesto, de una aplicación del principio de supremacía de la realidad que articula, también, con la presunción de fraude derivada de la “interposición de personas” del art. 14 LCT, aunque corresponde aclarar prontamente que el art. 29 opera en base a datos objetivos y no requiere de la demostración de ningún concierto o ánimo defraudatorio. Lo da por supuesto sin admitir prueba en contra.

En España, el art. 43.2 del Estatuto de los Trabajadores considera que se trata de una cesión ilegal de trabajadores cuando “el objeto de los con tratos de servicios entre las empresas se limite a una mera puesta a disposición de los trabajadores de la empresa cedente a la empresa cesionaria, o que la empresa cedente carezca de una actividad o de una organización propia y estable, o no cuente con los medios para el desarrollo de una actividad, o no ejerza las funciones inherentes a su condición de empresario”. En ambos sistemas, el argentino y el español, la respuesta del ordenamiento s el de la solidaridad de ambos empresarios frente a los trabajadores ocupados (4).

Lo dicho hasta aquí se diferencia claramente de la hipótesis regulada por el art. 30 LCT En este caso sí hay una articulación de negocios entre dos empresas reales que no sólo tienen existencia jurídica autónoma, sino unas estructuras productivas propias que, aunque funcionen ocasionalmente de modo complementario, son claramente diferenciables. El objeto del contrato comercial entre ambas, aunque desde luego suponga un aprovechamiento mediato de las capacidades de los dependientes de la subcontratista, consiste en la delegación o encomienda a ésta de la realización de una actividad requerida por la empresa principal.

El art. 30, L.C.T es clar o en restar importancia al aspecto topográfico (“ecológico”,le llamaba Mario Deveali) (5) ya que esa actividad subcontratada puede ejecutarse dentro o fuera del ámbito físico de la empresa principal. Lo que sí es decisivo, para la norma, es que la delegación recaiga sobre “parte de su actividad normal, específica y propia”. No voy a explayarme sobre los alcances de esa triple adjetivación legal, puesto que ha sido tratada exhaustivamente por otros autores de esta misma obra, pero me parece claro que su sola mención, que de otra manera carecería de toda significación, está delatando un propósito incluyente/excluyente que deja fuera del dispositivo de solidaridad a ciertas actividades que no reúnan aquellas calidades. Por cuanto toda discusión sensata sobre el punto no puede sino consistir en la amplitud de la inclusión/exclusión, sin pretender que la misma no existe.

En cuanto interesa a esta colaboración, como ya destacamos, la principal diferencia entre el art. 29 (parte primera) y el art. 30 radica en el objeto del contrato entre las empresas. La primera, pura y simple intermediación, se agota en el suministro de trabajadores reclutados por cuenta de quien carece de actividad propia. La segunda, subcontratación, lo encuentra en una actividad (obra o servicio) que la subcontratista, valiéndose de sus propios trabajadores, se compromete a realizar en favor de la principal. Pero frente a estas dos estructuras claramente diferenciables, aparece en la práctica una tercera, revestida de la apariencia de subcontratación pero que en realidad, según mi opinión, no constituye sino un supuesto de intermediación. Diego Tosca la caracteriza de esta manera: “(...) se observa cuando una empresa aprovecha los servicios  personales de trabajadores enviados por otro sujeto, quien no reconoce, o no deja ver nítidamente su calidad de proveedor de personal, sino que se presenta como una organización que con su propia estructura provee un servicio u obra; pero resulta que tampoco logra observarse una estructura autónoma complementando, con medios técnicos propios, la actividad de quien aprovecha los servicios” (6).

Como se advierte, Tosca, en paralelo con la previsión del art. 43.2 del E.T de España arriba transcripta, entiende que la calificación en el ámbito del art. 30 LCT requiere como presupuesto que la sindicada como “subcontratista” sea una empresa real que cuente con sus propios medios organizados. Coincido plenamente con su punto de vista. Y es que tanto el art. 5 como el 6 de la LCT, normas que respectivamente definen a la empresa y al establecimiento para el Derecho del trabajo, no autorizan a predicar la existencia de la primera en ausencia del segundo. veámoslo más detenidamente. La doctrina ha definido a la empresa como una actividad compleja, organizada y estratificada en jerarquías, dotada de una finalidad específica vinculada a la producción (7). Como se advierte, a salvo por supuesto de presuponer la agencia humana, hay una fuerte nota de inmaterialidad en los demás elementos de esta definición (actividad, organización, finalidad) que viene a reclamar un soporte, unos medios materiales tangibles, tanto como un animus demanda un corpus o un software precisa de un hardware que haga posible su ejecución. En otras palabras, hay entre la empresa y el establecimiento una relación de coimplicancia en que la primera pone los fines y el segundo constituye el conjunto organizado de medios para alcanzarlos. A tal punto se necesitan recíprocamente que en la definición legal de empresa aparecen referidos los medios (“(...) personales, materiales o inmateriales (...)”) y en la de establecimiento hay una explícita referencia a que “el logro de los fines de la empresa” es lo que confiere coherencia y vitalidad a la unidad técnica de ejecución ya que, de lo contrario, nos encontraríamos ante un mero inventario inerte de bienes. Por supuesto, a esta altura de la evolución de las tecnologías de la producción no pretendemos confundir al establecimiento con la posesión de unas propiedades físicas que lo hagan visible a los sentidos —un local o sede, vehículos, equipamientos o maquinarias, etc.— Con razón se afirma que la empresa de la modernidad post-industrial es cada vez más magra o escueta, que no precisa de grandes inversiones en “bienes de capital” y que —por lo general— hay una relación inversamente proporcional entre tamaño y rentabilidad. Además, el art. 5 L.C.T nos dice que los medios que el empresario organiza pueden ser también “inmateriales”, con cuanto da cabida a la posibilidad de que los activos intangibles constituyan parte, incluso la principal, de las herramientas puestas al servicio de la finalidad empresaria. De allí que entre los desafíos que la tercera ola plantea al Derecho del trabajo clásico revista el de discernir de qué modo esta nueva configuración posible de las empresas “volátiles” afecta los institutos pensados en otro contexto, el de una realidad marcada a fuego por la presencia insoslayable de la fábrica, el taller, la oficina o el comercio localizado (8).

Y es que en la medida en que los medios se volatilizan y adquieren propiedades inmateriles, adelgaza la línea divisoria que permite distinguirles de “la pura idea” del empresario en cuanto planificación de una actividad organizada y finalista. Concretamente, las innovaciones en materia de modalidades de gerenciamiento eficiente (incluso si dieran lugar a algún derecho de propiedad intelectual) permanecen, en mi criterio, dentro del concepto de empresa y no pueden confundirse con un “medio” a su servicio.

Así, en ejemplo que toma Tosca de un fallo de la Cámara Nacional de Apelaciones del Trabajo (sala II) la discusión giraba en torno a si la empresa contratada por Edesur S.A. para realizar la tarea de lectura de medidores domiciliarios debía decidirse con base en el art. 29 ó en el art. 30, ambos de la LCT (9). La Cámara falló entendiendo que se trataba de un supuesto de intermediación, valorando que la supuesta subcontratista carecía de una organización autónoma (10). Y entiendo que es valiosa esa definición puesto que “corta camino” hacia la respuesta incriminante evitando incurrir en la polémica a propósito de si medir el consumo de energía es o no “parte específica” del hecho de producirla.

De mi parte he expuesto como otro ámbito de posible aplicación de la doctrina que defiende este trabajo el de las “agencias de vigilancia privada”. Se trata de un supuesto difícilmente reconductible al ámbito del art. 30 L.C.T, puesto que aunque constituya aspecto normal y corriente requerido crecientemente por muchos sectores de la industria y el comercio, no será en cambio sencillo argumentar que constituye parte de la actividad “específica y propia” de la empresa usuaria. Sin embargo, en muchos casos esta subcontratación no supone sino el desplazamiento de ciertos oficios tradicionales, como el de portero o el de sereno, con la única diferencia formal de que el contrato viene imputado a un sujeto distinto —la “agencia”— de quien en realidad se sirve de la prestación. Una exhaustiva recensión de fallos de la C.N.A.T realizada por Gustavo Decurgez en el año 2008 demuestra que la jurisprudencia es contradictoria en punto a la extensión de responsabilidad al consorcio de propietarios que contrató a la agencia (11). Las sentencias que se expiden de manera negativa sobre el punto ponen énfasis en que la seguridad, con ser “normal” dentro de un edificio destinado a vivienda, dista de ser como regla un aspecto “específico y propio” dentro de sus fines, tratándose de una actividad “escindible y accesoria” de la que eventualmente puede prescindirse. Las que admiten la responsabilidad solidaria, en cambio, predican que ante el aumento de la inseguridad la provisión de este servicio a los propietarios no puede juzgarse sino como una necesidad estable e inherente al consorcio, máxime si se trata de edificios con amplios espacios comunes (gimnasio, cochera, piscina) o de barrios cerrados que precisamente se eligen en función de la seguridad que otorgan (12).

A los fines de esta colaboración me interesa destacar que unos y otros razonan la solución dentro del texto del art. 30 L.C.T cuando, en la mayoría de los casos, resulta visible que la “agencia de seguridad” se limita a proveer personal sin aportación de ningún otro medio material o inmaterial que permita establecer que, en realidad, estamos en presencia de un servicio inter-empresario. Por lo general, los trabajadores asignados a cada objetivo —a salvo de las rotaciones por licencias y descansos— son los mismos durante largos períodos de tiempo; su actividad no es materialmente diferente a la que podrían cumplir uno o varios porteros; no cuentan con atribuciones diferentes o especiales, ni con equipamiento que exceda al de una particular identificación o distintivo de la agencia a la que pertenecen. Pero lo fundamental, según mi criterio, es que usualmente “la agencia” como tal no aporta al cliente nada relevante más que el personal de vigiladores mismo. Esto es, carece de móviles, equipos de comunicación con algún grado de sofisticación, personal que responda en caso de alertas o cualquier otro diseño que autorice a concluir que estamos ante un servicio que excede la mera presencia disuasiva del vigilador y que permite conjurar razonablemente las situaciones de inseguridad que se presenten.

Todavía más clara es la hipótesis en los casos en que la tercerización recae sobre el servicio de limpieza. Enfocada desde la lógica del art. 30 la respuesta jurisprudencial mayoritaria se inclina por la desincriminación del usuario, a salvo de quienes consideren que en la medida en que es imposible que cualquier establecimiento carezca de aseo e higiene se trata de una actividad imprescindible y, por lo tanto, inherente a cualquier emprendimiento. Pero esta interpretación es por lo menos dudosa ya que priva de sentido a las demás exigencias que, según la norma, disparan la respuesta solidaria. En cambio, enfocada desde el art. 29 (primer párrafo), toda vez que la provisión del servicio se agota en el suministro de las personas que realizan la limpieza —las que también en estos casos suelen ser las mismas durante meses o años, incluso permanecer en el mismo ámbito de trabajo “sobreviviendo” a los cambios en la subjetividad jurídica de la agencia— y sin que se advierta que haya una “organización de medios” por parte de la subcontratista, la relación laboral puede ser imputada directamente a quien utilizó la prestación.

Por supuesto, en todos estos casos es conveniente plantear con la demanda los marcos jurídicos alternativos de ambas normas, de suerte que la empresa principal pueda defenderse adecuadamente y el Juez, en su caso, se vea obligado a analizar los hechos desde ambas perspectivas. El adagio iura curia novit puede ser invocado siempre que con ello no se menoscabe aquella garantía constitucional.

Ainholter y García Vior sostienen que para que exista una diferencia entre los escenarios normativos de los arts. 29 y 30 de la L.C.T es necesario que el “servicio” mencionado en esta última, a la par de suponer cierta dimensión e infraestructura de la empresa que lo presta, debe concretar en cierto resultado objetivo y que, en cambio, si la dirección real sobre la tarea del trabajador recae en la usuaria, se trata de una intermediación pura y simple (13). Coincido plenamente con esa apreciación. Me parece que la posible confusión semántica la introduce la mención del art. 30 a los “trabajos o servicios” puesto que, literalmente entendido, eso es lo que hace también el intermediario. De modo que corresponde entender tales expresiones como sinónimo de una finalidad cuyo cumplimiento compromete al subcontratista frente a la empresa principal (independientemente de la calificación de su obligación como “de medios” o “de resultado”) y en cuya persecución organiza y dirige un conjunto económico-técnico reconducible a las ideas de empresa-establecimiento de los arts. 5 y 6 de la LCT Por supuesto, para alcanzar esos fines puede valerse, entre otros “recursos”, de trabajadores en su nómina.

Sin embargo, y esto es lo decisivo de mi conclusión, cuando los trabajos o servicios prometidos por la subcontratista se superponen hasta la confusión con los trabajadores mismos que los prestan, por ser ellos el medio exclusivo o claramente preponderante de los que se vale para alcanzar el resultado contractual, corresponde aplicar la normativa propia de la intermediación que, como emos visto, no distingue en punto a la “inherencia” o no del objeto de la tercerización. Finalizando, así como el maestro Justo López acuñó en su hora la máxima “sin agencia, no hay agente”, queriendo significar que la posibilidad de externalizar la función de corretaje externo dependía de que el prestador del servicio tuviera su propia organización (en ausencia de la cual su tarea era una pura prestación personal, propia del viajante dependiente), podríamos parafrasearlo a modo de homenaje predicando que “no hay subcontratación sin empresa subcontratista” ni “empresa subcontratista sin establecimiento”. De allí que cuando nos encontremos con que, en la práctica, todo se reduce a una personalidad jurídica que asume una obligación traducible en los servicios que prestará a otra empresa por medio de uno o varios trabajadores reclutados por la primera, sea de aplicación directa la primera proposición del art. 29 LCT.

por José D. Machado
Juez de la Cámara de Apelaciones en lo Laboral de la ciudad de Santa Fe. Profesor titular de Derecho del Trabajo en la Facultad de Ciencias Jurídicas y Director de la Carrera de Especialización en Derecho Laboral de la Universidad Nacional del Litoral. Director académico de la Revista Derecho Laboral (Rubinzal). Co-autor de los libros Siniestralidad Laboral (1996), Tutela Sindical (2006) y Manual para representantes sindicales (2011).


________________________________
Fuente: InfoJus
 
Notas:
(2) A propósito de este “giro” pueden verse los trabajos de Maza, Miguel: ”La Corte Suprema cambia su interpretación del art. 30 de la LCT”; en Revista Derecho Laboral Actualidad; Rubinzal - Culzoni, N° 2009-1, pág.9; y de kesselMan, soFía a. ”El que calla otorga, a propósito
de los últimos fallos de la CSJN en materia de solidaridad en casos de subcontratación”; en Revista Derecho Laboral Actualidad; Rubinzal-Culzoni; N° 2008-2, p. 389. En realidad, la política de la Corte Suprema finca, por lo común, en considerar que la materia no amerita la apertura de la vía del recurso de inconstitucionalidad cuando las instancias ordinarias se han expedido a favor de la existencia de solidaridad.
(3) aleJandro unsain afirmaba ya en 1925 que “la legislación obrera se niega a reconocer la existencia del intermediario”. ver su Legislación del trabajo; valerio Abeledo, I-356.
(4) Martín ValVerde, antonio; rodríguez-sañudo gutiérrez, FerMín y garCía MurCia, Joaquín en Derecho del Trabajo; Madrid, Tecnos, 2009, p. 243.
(5) deVeali, Mario Lineamientos del Derecho del Trabajo, p. 249.
(6) tosCa, diego ”La provisión de personal bajo la máscara de prestación de servicios empresarios”, en AAvv, Jornadas conmemorativas del XXX aniversario del Instituto de Derecho
del trabajo y la seguridad social del Colegio de abogados de San Isidro; Libro de Ponencias; (dir. de osvaldo Maddaloni y Diego Tula), p. 425 y ss.
(7) lópez, Justo Tratado de Derecho del Trabajo, (dir. Antonio vázquez vialard); Astrea, 1982, II-566.
(8) Marcas que son las “postales de este siglo, barrio industrial” al que le cantaba en los años ‘70 el memorable “Blues de Avellaneda” del trío Manal, o también Moris Birabent en sus “Mendigo del Dock Sur” y “Muchacho del taller y la oficina”.
(9) La causa se caratuló “zóccoli, Alejandro c/Edesur SA y otro” y la sentencia lleva fecha 22/05/09.
(10) Refiere también tosCa que es creciente la utilización de “subcontratistas”, que considera impropia, en las oficinas de asesoramiento o atención al cliente de importantes compañías de servicios. De mi experiencia como juez rescato, por ejemplo, el caso de una importante compañía telefónica que tiene tercerizado el servicio de cobranza de las facturas en mora, cuyo pago se persigue desde su propia sede mediante trabajadores proporcionados por otra empresa.
(11) deCurgez, gustaVo ”Consorcios y empresas de vigilancia. Estado actual de la jurisprudencia en cuanto a la extensión de responsabilidad”; en AAvv, Solidaridad laboral en la contratación y subcontratación de servicios; (coord. Andrea García vior), Errepar, Colección Temas de Derecho Laboral; 2008, p.161.
(12) En esta posición puede verse rainHolter, Milton y garCía Vior, andrea: Solidaridad laboral en la tercerización; Astrea, 2008, p. 174: “La vigilancia de barrios privados, desde el surgimiento mismo de tal fenómeno habitacional y social se entendió como integrativa de la actividad desplegada por los clubes de campo o cooperativas administradoras. El mercado, los usuarios y el público en general asociaron a la vigilancia como uno de los principales servicios ofrecidos como parte del producto”.
(13) op. cit.; p. 178 y 180.

No hay comentarios:

Publicar un comentario