viernes, 30 de noviembre de 2012

Reflexiones sobre Política Criminal.

Intervención del Profesor Alfredo Etcheberry
(en la Ceremonia de su Investidura como Doctor Honoris Causa por la  Universidad de Talca) Prof. Dr. h.c. Alfredo Etcheberry Osthustegi
Profesor de Derecho Penal U. de Chile, Dr. h.c. Universidad de Talca
 

Señor Rector de la Universidad de Talca; Señor Decano de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales; Señor Director del Centro de Estudios de Derecho Penal; Autoridades Universitarias; Colegas de la Cátedra y del Foro; Estudiantes Universitarios; Amigos, familiares, compañeros de trabajo; Señoras y señores:
Nada más honroso para alguien que ha dedicado su vida a la enseñanza y al ejercicio del derecho, y ha hecho profesión de fe en los valores humanos al servicio de los cuales debe estar nuestra ciencia, que recibir la distinción de Doctor Honoris Causa que la Universidad de Talca me ha otorgado hoy. Gracias muy sentidas, por lo tanto, a las autoridades de la Universidad, simbolizadas en la persona de su Rector don Juan Antonio Rock, que han tenido a bien concedérmela; gracias por sus amables palabras, y gracias también a mi colega, distinguido catedrático y doctor, don Jean Pierre Matus, por los elogiosos conceptos que ha expresado sobre mi persona, y que sé que en buena medida corresponden a la cordial amistad que nos une desde hace tiempo más que a la rigurosa realidad de los términos empleados.
Para mí es doblemente honroso ser distinguido en esta forma por la Universidad de Talca, descendiente directa de la Universidad de Chile, en la cual me formé y he dictado cátedra ya por varias décadas, y que al adquirir existencia independiente, en vez de languidecer o vegetar, ha brotado como un retoño lleno de empuje, con más de 7.000 alumnos de pre y post grado, y una acción vigorosa y cada día renovada de compromiso con la excelencia académica y con la creciente integración a la realidad nacional y regional. En el terreno particular en que me ha correspondido desarrollar mi actividad académica, la Universidad de Talca no solamente cuenta con una Facultad de ciencias Jurídicas de alta reputación, sino con un notable Centro de Estudios de Derecho Penal, al cual las autoridades universitarias muy sabiamente han sabido dotar de los recursos necesarios para impartir en forma regular la enseñanza y dirigir la investigación tendientes a obtener el grado de Magíster en Derecho Penal; lo ha dotado de una magnífica Biblioteca, y de cómodas y modernas instalaciones que le permiten albergar a los miembros de nuestra fraternidad jurídico-penal en cursos y conferencias merecidamente concurridos. A ese Centro debemos agradecer también el flujo continuo de visitas de ilustres catedráticos extranjeros que han venido a compartir con nosotros la plenitud del conocimiento intelectual.
Creo que es la oportunidad más adecuada para agradecer también a la Universidad de Talca, en mi calidad de Presidente del Instituto de Ciencias Penales de Chile, la mano generosa que han tendido al Instituto, en momentos de dificultades materiales por los que éste atraviesa, lo que nos ha permitido trasladar nuestra Biblioteca a la sede de aquel Centro y disponer de su auditorium para las conferencias, asambleas y otras reuniones científicas propias de la actividad del Instituto. Gracias muy sentidas por ello, las que radico muy particularmente en su Director y su Subdirector, profesores Jean Pierre Matus y Raúl Carnevali, respectivamente.
Gracias de todo corazón por todo ello a la Universidad de Talca.
 
1. Reflexiones Sobre Política Criminal
En la sesión en la cual se inauguró el Foro Penal, del que se me honró designándome Coordinador General, me correspondió recordar que en 1975, con ocasión de cumplirse cien años de la entrada en vigencia de nuestro Código Penal, el profesor don Manuel de Rivacoba afirmaba que nuestro Código era el más antiguo del continente americano y uno de los más antiguos del mundo y que en lengua castellana sólo lo sobrepasaba en antigüedad el Español, esto es, el de 1848, que sirvió de modelo al nuestro, y que, con diversas modificaciones seguía básicamente en vigencia en 1975: el llamado generalmente entre nosotros “el Código de Pacheco”. Pero en 1995 España se dio un Código Penal esta vez sí enteramente nuevo, que aunque siempre de inspiración liberal, incorpora la reglamentación de numerosas materias que en las últimas décadas habían venido inquietando al mundo de la doctrina penal. Esto deja a Chile como detentador del Código Penal más antiguo de habla castellana; como uno de los pocos países que conserva en el siglo XXI un código promulgado en el siglo XIX, y que por añadidura – otra excepción en el mundo hispanoamericano – es el único que hemos tenido.


No quiere decir esto que la inquietud por reemplazar o al menos renovar nuestro Código haya estado ausente en nuestro mundo académico: recordamos los proyectos de Erazo y Fontecilla y de Ortiz y Von Bohlen, ambos de 1929; el proyecto de 1938, que fueron autores Pedro Silva Fernández y Gustavo Labatut; el proyecto inconcluso de 1946, obra de una comisión en que estuvieron representados los más ilustres jurisconsultos de la época, y sobrepasando los límites nacionales, EL Proyecto de Código Penal Tipo o Modelo para Iberoamérica, iniciativa del Instituto de Ciencias Penales de Chile, entonces bajo la presidencia del profesor Novoa Monreal, empresa que llegó a la elaboración completa de una Parte General y de importantes capítulos de la Parte Especial.

Ninguno de estos esfuerzos, sin embargo, llegó siquiera a la etapa de discusión parlamentaria y continuamos hasta hoy con el mismo Código de 1875, aunque evidentemente ha sufrido numerosas modificaciones, particularmente en la Parte Especial y en virtud de la dictación de leyes penales paralelas al Código. Ello se debe a que la sociedad, básicamente democrática y liberal en que ha regido, no lo ha considerado arcaico o insoportable, y que aun en los períodos de interrupción de la normalidad institucional, los poderes fácticos han recurrido a leyes de excepción para apoyar su actuar autoritario, y no a modificaciones antiliberales del Código mismo, cuya Parte General, hasta hoy vigente, establece las bases esenciales de todo sistema penal liberal: no hay delito sin pena; esta ley debe ser previa; no hay delito sin culpa; el régimen penal tiene por finalidad la protección de los bienes jurídicos; las penas deben ser proporcionadas a la gravedad del delito y no sobrepasar la medida de la reprochabilidad del autor.

La vigencia permanente de todo este conjunto ha sido el ancla más eficaz para conservar el carácter garantista y liberal de la ley penal y protegerla de las veleidades que de tiempo en tiempo han recorrido el mundo de la doctrina y de la política en materia penal: las teorías del criminal nato y del estado peligroso, la responsabilidad objetiva; el derecho penal al servicio de la raza, de la clase social o de la tiranía de turno, que reaparecen hasta hoy periódicamente, como en las más novedosa doctrina del “derecho penal del enemigo”, y que con el pretexto de una más eficaz defensa social, sacrifican los derechos esenciales de la persona.


2. No obstante, fue formándose conciencia de la necesidad de reexaminar el Código como una totalidad; sin renegar de sus principios político-ideológicos, pero haciéndolos más aptos para enfrentar las realidades sociales de hoy. Probablemente contribuyó a ello el reemplazo total del arcaico sistema procesal penal que nos regía – y en medida cada vez más restringida sigue rigiéndonos - , aunque éste sí que no era realmente liberal y garantista, y su reemplazo por un sistema que, aun con sus defectos, está más acorde con las exigencias sociales y políticas de la actualidad. Y también se tuvo en importante consideración la facilidad y la desenvoltura, francamente irresponsable, con que en los últimos tiempos se ha modificado múltiples veces el código, no como fruto de una sabia reflexión, sino bajo el impulso emocional del delito más fresco en los medios de comunicación y el deseo de alcanzar aprobación en las llamadas encuestas de opinión pública.

Con esta finalidad renovadora se constituyó el Foro, primeramente como un centro de encuentro y discusión, y luego transformado en Comisión Redactora propiamente tal de un Proyecto completo de Código Penal, tarea que la Comisión llevó a cabo con notable esfuerzo y seriedad, al punto que en 2005 se entregó al Ejecutivo un texto íntegro de nuevo Código Penal. Ignoro las razones que hayan existido para no someter todavía al trámite legislativo el texto propuesto, o al menos para proceder a una revisión definitiva del mismo, pero en esta oportunidad quiero aprovechar para comentar con ustedes algunos rasgos importantes del Proyecto, particularmente en materia de penas, y manifestar con toda libertad, pero con la más alta consideración intelectual por mis compañeros de labores, los aspectos en que a mi juicio el Proyecto del Foro podría ser mejorado para hacerlo a la vez más eficaz en la protección de los ciudadanos y cumplir en lo posible con la misión de rescatar al extraviado que ha delinquido.
 
3. Es sintomático al respecto que prácticamente en forma unánime el Foro estimó indispensable comenzar por la revisión de todo el sistema de penas, pues consideró que el Código, aun inspirado en buenos principios, fallaba principalmente en este aspecto. Desde luego, se observaba la preferencia extraordinaria otorgada a las penas privativas de libertad, que llegaba a convertirlas en sanciones para toda clase de delitos; en seguida por la variedad muy grande de penas (lo que en principio no sería criticable), pero que en la práctica no se aplicaban en la Parte Especial sino a muy pocos delitos, y el sistema, que afortunadamente el Código no lleva a extremos intolerables, pero que evidenciaba el espíritu de la época, para el cual la ley era clara, completa y coherente, por lo que ella misma determinaba con precisión qué pena debía imponerse en cada caso y dejaba muy poco margen al criterio judicial para adecuarla a cada situación específica. Igualmente anacrónico se juzgó el sistema, todavía en vigencia, de las escalas y de los peldaños que se suben o bajan también según criterios impuestos por la propia ley. Luego, naturalmente, sería necesario revisar también, esta vez en la Parte Especial, el mayor o menor rigor de las penas impuestas para cada delito, reflejo de una apreciación del valor de los bienes jurídicos y de la mayor o menor facilidad de protección de los mismos a través de lo que Carrara llamaba la “defensa privada”.

El Foro comenzó por formular lo que yo denomino una “profesión de fe”, esto es, la determinación de principios rectores o inspiradores de su tarea, bases sobre las cuales no existía disenso. En general se trata de la concreción explícita de los principios liberales y garantistas en materia penal: nullum crimen, nulla poena sine lege; proscripción de la analogía; irretroactividad de la ley penal; considerar a ésta como ultima ratio, evitando la proliferación excesiva de los tipos penales, etc. Los principios fueron 17, de los cuales sólo me detendré en señalar aquéllos que se refieren a las penas mismas: su naturaleza, criterios para imponerlas y cumplirlas; medidas complementarias o sustitutivas de ellas, etc. Tales principios serían:
“5) De establecerse un sistema de medidas de seguridad o corrección, no podrán aplicarse tales medidas, sino a quienes sean incapaces de conformar su conducta a la norma, y sólo en cuanto hayan incurrido previamente en un hecho ilícito en condiciones en que a cualquiera persona hubiese sido exigible evitarlo. Se suprime por lo tanto la peligrosidad sin delito. No podrá aplicarse al mismo tiempo y por el mismo hecho una pena y una medida de seguridad o corrección. La aplicación de la medida de seguridad y protección debe estar sujeta a garantías y controles equivalentes a los vigentes para las penas”;
“10) La ley deberá prever un rango de magnitud adecuado u opciones penales alternativas para que el tribunal que debe imponer sanción pueda aplicar en naturaleza, duración o monto, la más apropiada para cada caso”;
“11) No podrán establecerse penas, ni medidas de seguridad o corrección que tengan carácter cruel, inhumano o degradante”;
“12) Quedan prohibidas las penas de muerte, de tortura, de mutilación, marcación y todas aquéllas que hubieren de aplicarse compulsivamente en el cuerpo de la persona”;
“13) Quedan igualmente prohibidas las penas perpetuas, y respecto de las temporales, su duración máxima no debe extenderse a un período que importe privar al condenado de la posibilidad efectiva de reinserción social”;
“14) En cuanto a las penas pecuniarias, quedan prohibidas aquellas que por su monto resulten confiscatorias en relación con el patrimonio del sancionado. La ley debe establecer un sistema que impida que la aplicación de las penas pecuniarias produzca efectos discriminatorios entre los más ricos y los más pobres”;
“15) La aplicación de las penas de encierro debe respetar la dignidad humana. Por consiguiente, sólo pueden propender a la educación o tratamiento del condenado cuando éste, libre y voluntariamente, consienta en ello. Deberán ser controladas y revisadas periódicamente por parte de una instancia judicial”;
“16) Deberá evitarse, tanto la amenaza abstracta de las penas privativas de libertad de corta duración, procediéndose a la supresión o adecuación de los tipos penales que exclusivamente contemplen este tipo de penas, como la imposición de penas de estas características en los casos concretos. En estos casos se deben aplicar penas alternativas que no signifiquen encierro”;
“17) El Estado deberá crear establecimientos, instituciones o mecanismos, o en su caso, adecuar los ya existentes, para hacer posible el cumplimiento de penas consistentes en desarrollar trabajos en beneficio de la comunidad, y proveer un adecuado sistema de vigilancia para quienes han recibido penas que los obligan a permanecer en determinado lugar del territorio nacional, o a no presentarse en otros, o a cumplir penas en reclusión domiciliaria”.
 
4. Como ocurre a menudo en las discusiones sobre materias tan extensas y en las que existe diversidad de pareceres, no siempre el proyecto del Foro se ajusta estrictamente a estos principios, aunque se ha procurado hacerlo.
El Principio (15) señalado hace un momento hace alusión a que el cumplimiento de las penas de encierro deberá ser controlado y revisado periódicamente por parte de una instancia judicial”. Es interesante hacer notar que en el Foro, por consenso, con excepción de un solo parecer, que sin rechazar la idea, manifestó cierto escepticismo, fue considerada indispensable la creación de un sistema jurisdiccional de control de la ejecución penal, esto es, los llamados Tribunales de Ejecución Penitenciaria, o cualquier otro nombre que desee dárseles, encargados de vigilar el cumplimiento de las penas y medidas de seguridad, y modificarlas o sustituirlas según las circunstancias, como también de decidir si se han cumplido los requisitos legales o reglamentarios para la obtención de determinados beneficios. Sin embargo, tal idea no fue recogida en el texto aprobado finalmente por el Foro, ni se provee tampoco a la creación de un organismo técnico-administrativo que pudiera cumplir tales funciones.
Sin entrar a un análisis comparativo prolijo de lo que el Proyecto del Foro propone y lo que a nuestro criterio sería deseable, para señalar los casos de coincidencias y discrepancias, queremos exponer lo que a nuestro parecer debería establecerse en materia de penas.
 
5. Es necesario señar la doble finalidad de la pena: la protección de los bienes jurídicos y procurar la reincorporación adecuada del condenado a la vida en sociedad. Debe hacerse una declaración de principios o manifestación de propósito dentro de la ley misma, que descarte todo carácter meramente punitivo o retributivo de la pena. Este principio, recogido en los acuerdos 1, 12 y 15 del Foro, responde a las Declaraciones y Convenios internacionales en actual vigencia en Chile. Tal vez el más importante es el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, que en su artículo 10, párrafo 3, dispone a la letra: “3. El régimen penitenciario consistirá en un tratamiento cuya finalidad esencial será la reforma y la readaptación social de los penados. Los menores delincuentes estarán separados de los adultos y serán sometidos a un tratamiento adecuado a su edad y condición jurídica”.


Este propósito de reincorporar a la vida en sociedad es el que lleva a mantener la eliminación de la pena de muerte (que en realidad, jurídicamente hablando, nunca fue propiamente una pena), y a postular también la eliminación de las penas perpetuas y de aquéllas que, sin llegar a serlo, se prolongan por un tiempo que hace ya ilusoria la eventual reinserción del condenado a la vista en sociedad. A través del tratamiento penitenciario no debe frustrarse, precisamente, una de las finalidades del mismo.

Ese mismo motivo debe llevar a la eliminación de las penas perpetuas. Particularmente, tratándose de las penas de encierro, al decretarlas a perpetuidad la sociedad se sustituye a Dios y se transforma en amo de la eternidad, juzgando de antemano la imposibilidad de cambio de la persona. Nuestra experiencia personal nos revela que la vida de los hombres podría compararse a una cinta cinematográfica, que tiene un comienzo, un argumento, diversos episodios a lo largo del mismo y finalmente un desenlace y un término. Los personajes van cambiando y mostrando diversas facetas de su ser. Nosotros mismos, conservando nuestra identidad, ¿no hemos aprendido cosas que hace 10, 15 o 20 años no sabíamos? ¿No hemos hecho cosas que entonces no habíamos hecho? ¿No hemos adquirido o cambiado sentimientos que entonces no teníamos? Cambios todos que pueden habernos hechos mejores o peores, pero en todo caso distintos, siendo los mismos. ¿Por qué negar a priori esta posibilidad al autor de un crimen, por horrendo que sea? Si así procedemos, su vida ya deja de ser para la ley una cinta cinematográfica, y pasa a ser una fotografía: una instantánea tomada en el peor de sus momentos: aquél en que cometió su crimen. La sociedad le dice: “Hiciste esto; no cambiarás jamás”. La historia, incluso religiosa, proporciona ejemplos de cambios asombrosos: desde San Julián el Hospitalario, asesino de sus propios padres y venerado en los altares, hasta el violador y asesino de María Goretti, que, vistiendo el hábito franciscano y bañado en lágrimas, asistió décadas después a la canonización de su víctima. Pero en una pena perpetua, el santo debe seguir expiando por el pecador. El condenado deja de tener porvenir: sólo tiene pasado. Su vida, como un reloj, se detuvo a una hora fija. Como mató a los 25 años, se le prohíbe enamorarse a los 30, entregarse a una obra de socorro al prójimo a los 40 o los 50. Todo ser humano puede hacerse mejor: así nos enseñan tanto el cristianismo como el humanismo laico. Al poner término a una pena temporal de prisión, no se está poniendo en libertad a un violador y asesino: se permite reemprender una vida a otro, que en un momento de su vida, muchos años atrás, violó y mató. Al imponer una pena de encierro efectivo para toda la vida, volvemos a poner simbólicamente sobre el condenado la inscripción que Dante coloca en la entrada del infierno: “Perded toda esperanza los que entráis”.

Sin embargo, es también innegable que hay casos en los cuales (en gran medida por las condiciones lamentables en que se cumplen las penas de encierro), la finalidad de reforma o reinserción no se logra, y la peligrosidad del condenado puesto en libertad, para sí mismo y para la sociedad en general, subsiste aún. ¿Qué hacer en tales casos? Esta finalidad se consigue a través de las medidas de seguridad, que lamentablemente no han sido consideradas en absoluto en el proyecto del Foro (pese a que el Código Procesal Penal contempla expresamente un procedimiento para la imposición exclusiva de medidas de seguridad). Cuando el cumplimiento de la pena se ha revelado incapaz de evitar la recaída en el delito (reincidentes, delincuentes habituales o por tendencia) o se muestra inútil para motivar la conducta de los sujetos (enajenados o semienajenados peligrosos, enviciados adictos), la medida de seguridad, que debe señalarse expresamente que no es una pena debe venir a añadirse a la pena o a sustituirla por completo, para lograr, si es posible, la misma finalidad que la pena es incapaz de obtener.


6. Suprimida la pena de muerte y las perpetuas, nos parece que la sensibilidad moral actual de nuestra sociedad, aun vindicativa frente al crimen, rechaza sin embargo, lo que la Declaración Universal de los Derechos del Hombre prohíbe, caracterizándolos como penas o tratamientos crueles, inhumanos o degradantes, entre los cuales figuran prominentemente la tortura, las mutilaciones, marcación corporal y todas aquellas que afecten directamente la integridad psicosomática de la persona. Suprimida entre nosotros hace más de cincuenta años, la pena de azotes, creemos que no es necesario dar mayores argumentaciones para mantener la proscripción de tales penas en un nuevo Código Penal.
Nos queda un examen particular de las penas llamadas privativas de libertad o penas de encierro. Tal vez, así como la conciencia moral de la humanidad ha evolucionado hasta rechazar la imposición de penas como la de muerte, la tortura, las mutilaciones, la confiscación de bienes, la reducción a esclavitud, también llegue algún día a encontrar una fórmula para terminar con o las prisiones sin por ello dejar en la indefensión a los ciudadanos. En el momento actual, el Foro así lo estimó, y yo lo admito, es imposible suprimir totalmente y de inmediato las prisiones. Concedido eso, sin embargo, nos enfrentamos con una realidad muy preocupante. Siendo la prisión temporal una pena menos macabra y cruel que las de muerte y las corporales que hemos mencionado, en la actualidad la manera en que se cumple produce en realidad el efecto precisamente contrario al que se busca con ella. Lo más frecuente, por desgracia, es que el encierro temporal vuelva al condenado peor de lo que era cuando entró y a su salida se le haga dificilísimo reanudar una vida normal de trabajo honrado y de vida familiar. Suele creerse, particularmente por las personas ajenas al mundo del derecho, que las penas privativas de libertad consisten simplemente en encerrar a una persona en un recinto, más o menos grande o chico, del cual se le impide salir hasta que entere el tiempo por el cual fue condenado. Claro, en la ley es así; no se imponen cargas adicionales aparte de la privación de la libertad de desplazamiento fuera del recinto, pero la realidad de las prisiones es muy distinta.


El preso queda privado de toda autonomía. Su régimen de vida está sometido a reglamentos y autoridades a las que debe someterse so pena de los llamados “castigos disciplinarios”, adicionales a la pena. Paradojalmente, esto retrotrae al delincuente a la infancia, donde todas las decisiones las toman otros por él. Pero es evidente que así no se lo prepara para llegar a ser (o volver a ser) un hombre libre y consciente, responsable de sus actos. El profesor Enrique Cury hace una cita que refleja muy acertadamente esta situación: “Es comparable al intento de rehabilitar a un paralítico manteniéndolo constante y rigurosamente en cama”. Sus actividades diarias se rigen por un horario; las actividades permitidas están restringidas por un reglamento. No goza de una libertad que a veces no apreciamos lo suficiente: podemos escoger las personas con quienes compartir las actividades de nuestra vida: matrimonio, amigos, compañeros de trabajo, etc. El preso debe aceptar los compañeros de prisión, de mesa e incluso de celda que se le asignen, y por supuesto, los gendarmes y autoridades que lo vigilan. Los contactos con los que eran sus amigos, sus familiares, sus compañeros quedan drásticamente limitados a breves encuentros semanales en locutorios y ante testigos. Los intercambios en la esfera sexual son imposibles: las escasas oportunidades que los reglamentos brindan bastan apenas para momentos de desahogo físico, donde el aspecto psicológico y emocional está ausente. Esto encamina, naturalmente a una homosexualidad tolerada, y no por elección libre del preso, sino como consecuencia de un mundo carcelario que finge ignorar la sexualidad. Las violaciones son frecuentes y se cobijan en la conspiración del silencio.

La sociedad carcelaria tiene su estructura y sus características propias, con sus relaciones de poder, de complicidades, de abusos, de connivencias, totalmente distintas de la sociedad exterior, para el retorno a la cual se supone que existe. ¿Qué preparación para “reinsertarse” a la sociedad exterior tendrá quien haya pasado 30 o 40 años preso?

Que esto no es una realidad imaginaria y exagerada, propia tal vez de otros países, queda demostrado por la palabra enérgica y elocuente de doña María Luisa Riesco, Jueza del Crimen de Santiago, en su artículo titulado: “Cárceles de Santiago: un infierno que no redime”, publicado en la Revista del Colegio de Abogados en Diciembre de 2005, del cual, para no extenderme en demasía, sólo citaré algunos breves párrafos: “... Cada vez que me veo obligada a privar a una persona de su libertad me vienen a la mente las imágenes de las “calles” del Centro de Detención Preventiva Santiago Sur, ex Penitenciaría, atiborradas de seres humanos que sólo sobreviven si se someten al dominio abusivo del más fuerte, quienes... quedan abandonados a su suerte”. “Como Jueza del Crimen... visito regularmente a los encausados sujetos a prisión preventiva... De todas las visitas he salido sobrecogida por la miseria y sintiendo como propia la angustia de tener que sufrir un encierro en esas condiciones”.  “(Hablando del Centro de Cumplimiento Penitenciario Colina II)... donde reside la mayor parte de los reclusos que cumplen condena, son en apariencia habitables, no obstante su pobreza, aseo deficiente y estrechez de patios y celdas. Digo aparentemente, porque la inseguridad imperante... dificulta la prevención y control de conductas impropias, luego del encierro”. “Las condiciones descritas son profundamente injustas e indignas de un Estado de Derecho. Por una parte, el Estado no está cumpliendo con su obligación de garantizar los derechos fundamentales que a los reclusos como seres humanos les corresponden, se les desprotege. Por otra parte, a la privación de libertad, gravosa per se, sea a título de prisión preventiva o de condena, se está añadiendo la ignominia en que se lleva a cabo. Este escenario, habitual para los residentes, los conduce inexorablemente a un estado de degradación tal, que ya ni siquiera advierten el entorno miserable, por lo que no les importa reincidir y volver a él, lo que conduce a que la pena pierda absolutamente sus finalidades – la ejemplificadora y la primordial de rehabilitación y reinserción social de quien delinque”.

Y en fin, añade un párrafo sobre el que todos deberíamos meditar: “Incomprendida es la labor del juez, ya que pareciera no atender al clamor ciudadano de someter a todos los que delinquen a prisión preventiva y castigarlos con las penas más altas posibles. Quizás la comunidad no conoce las condiciones de inseguridad, infrahumanas y degradantes de algunos recintos dentro de los penales, como los descritos, a los que el juez debe enviar a tales personas. Esto le crea un problema de conciencia, ya que constituye una aflicción extra, no contemplada en la ley y mucho más gravosa que la pena en sí.. (Por eso) le resulta muy difícil no aplicar, dentro de los márgenes legales, la menor pena posible, y ello seguirá ocurriendo, en tanto los sentenciadores no comprueben que las condiciones de ejecución de las penas son dignas y todos los derechos de los reclusos están garantizados”.


7. Dicho esto, parece una paradoja incomprensible comprobar por una parte el fracaso de las actuales cárceles en procurar la finalidad primordial de la pena; por el contrario, el hecho de que la frustran y empeoran, y que entonces la respuesta a este problema consiste ¡en construir más cárceles! No puede consistir la solución ni siquiera en la construcción de cárceles concesionadas, porque aun admitiendo que ellas fueran materialmente más decorosas y de acuerdo con la dignidad humana, y se mantuvieran condiciones dignas de alojamiento, vestuario y alimentación de los reclusos, y que el Estado retuviera para sí el mantenimiento del orden y la disciplina y las actividades tendientes a la educación, etc., y en general a la reinserción social, de todas maneras esas cárceles crean un conflicto ético inadmisible: las empresas concesionarias están hechas con fines de lucro, y eso es lógico: no se le puede reprochar a quien postula a una concesión que pretenda obtener un lucro. Entonces ¿qué sucede? Que a la Empresa que contrata y al Estado, les conviene un aumento de la delincuencia, o al menos el mantenimiento de la misma al nivel existente y proyectable al llamar a licitación: conviene que las celdas estén todas ocupadas y las cárceles siempre llenas, como en un hotel o en una clínica privada, respecto de huéspedes y de pacientes: una celda vacía es de menos utilidad para el concesionario, o bien un gasto inútil para el Estado. Aunque no se lo diga, hay un deseo oculto de ambas partes de que la delincuencia se mantenga en un nivel alto.
 
8. Entiéndase, por consiguiente, que al admitir la inevitabilidad de mantener las penas privativas de libertad, partimos de la base de que ellas se llevarán a cabo en condiciones radicalmente diferentes a las actuales, en cuanto al respeto a la calidad de ser humano que todo condenado merece, por graves que hayan sido sus faltas, y a la implantación efectiva de sistemas de reclusión que ayuden al prisionero a su rehabilitación y gradualmente lo preparen para su efectiva reinserción en la sociedad: es más, que lo ayuden al egreso de la prisión a ganarse honestamente la vida y convivir en paz en una sociedad que, ya lo sabemos, por instinto desconfiará de él.


Para determinar la duración de las penas privativas de libertad, debemos partir de dos extremos. El primero, evitar la imposición de penas de esta naturaleza para infracciones en que, por la naturaleza del daño causado y la lesión o puesta en peligro del bien jurídico protegido, parezca que una medida tan drástica como la privación total de libertad no es necesaria. Hay prácticamente unanimidad en estimar, precisamente por el cuadro que hemos pintado acerca de las formas de ejecución de las penas de reclusión, que las penas de esta naturaleza de corta duración deben ser evitadas, pues carecen de todo valor regenerativo y por el contrario frustran el propósito de las penas de encierro. Por esta razón estimamos que la pena de reclusión debe tener una duración mínima de tres años. En el otro extremo, si la finalidad de la pena es la adecuada reinserción del condenado a la vida en sociedad, la pena de reclusión no puede prolongarse más allá del término en que todavía sea posible lograr dicha finalidad. Estimamos que ese límite superior no puede exceder de quince años, sin que pueda este límite ser sobrepasado, ni por acumulación de penas ni por agravación de las mismas. Los principios (13) y (16) del Foro acogen los dos criterios que hemos expuesto, aunque el Proyecto que en concreto se aprobó tiene estimaciones distintas en cuanto a la duración mínima y máxima de la pena de reclusión.

Para las infracciones a las cuales la ley no asigne el mínimo de tres años fijado para la reclusión, nos parecen admisibles las penas de privación parcial de libertad, como la reclusión nocturna y reclusión de fin de semana, y también las de vigilancia: libertad vigilada y observación por la autoridad.


9. El elenco de penas aplicables a los delitos que no tienen asignada la reclusión ni las otras recién mencionadas, se completa con las penas privativas de derechos. Proponemos las mismas contenidas en el Proyecto del Foro y algunas más: inhabilitación para derechos políticos; para cargos y oficios públicos; para profesión titular; para celebrar actos y contratos con el Estado; para conducir vehículos motorizados terrestres, marítimos, lacustres, fluviales y aéreos; para la tenencia y porte de armas; para desempeñar cargos en la enseñanza; para ser encargado del cuidado personal, patria potestad, tutela o curaduría de un menor; para ser director o representante de una sociedad y titular o apoderado de una cuenta corriente bancaria. A ellas añadiríamos dos de similar naturaleza: la privación del derecho a residir en determinados lugares, o de concurrir a ellos, o a determinada clase de establecimientos, recintos o espectáculos públicos, y la de trabajo a favor de la comunidad.

La lista de penas se completaría con la pecuniaria de multa. La de comiso debería trasladarse al capítulo de las consecuencias civiles del delito. No debería admitirse la conversión de la multa impaga en reclusión, sino todo lo más en reclusión de fin de semana o en trabajo en favor de la comunidad.
 
10. La pena de reclusión debería ser la línea divisoria entre penas de crímenes y de simples delitos, y entre penas aflictivas y no aflictivas. Para su imposición debería suprimirse la división de las penas en grados y el sistema de las escalas graduales, como igualmente la imposición de reglas automáticas para subir o bajar en ellas, dejando al tribunal mayor latitud para adaptar la pena a las circunstancias del caso y del condenado. Igualmente nuestra opinión sería la de suprimir el listado de agravantes y atenuantes genéricas, con la consiguiente influencia sobre la penalidad, dejando el establecimiento de tales circunstancias a la Parte Especial, al penar cada delito. Tampoco parece necesaria la existencia de penas genéricamente accesorias, como en la actualidad: bastaría con disponer que el ejercicio de los derechos no afectados por las penas impuestas, pero cuyo ejercicio fuere incompatible con el cumplimiento de éstas, quedará en suspenso hasta el cumplimiento de las mismas. Podría, sí, y nos parece conveniente, subsistir y aun extenderse, la existencia de penas alternativas, y en alguna medida, de las copulativas.
 
11. En cuanto a la ejecución de las penas privativas de libertad, ellas deberían estar sometidas al menos a los siguientes principios:
a) Deben ser ejecutadas de modo que ejerzan sobre el condenado una acción educadora, preparándolo para la vuelta a la vida libre;
b) En la ejecución de las penas se respetará siempre la dignidad del condenado y las disposiciones de la Constitución Política y de los tratados y convenciones internacionales vigentes en Chile. Nunca una pena será ejecutada de modo que constituya un trato cruel, inhumano o degradante;
c) Se dispondrá la limitación de los castigos disciplinarios y la separación en los establecimientos penitenciarios de varones y mujeres; de adultos y menores; de procesados y condenados.
d) Debe admitirse la posibilidad de que las personas mayores de 75 años y las valentudinarias cumplan su pena en reclusión domiciliaria, con los debidos resguardos;
e) En la medida de lo posible se asignarán al condenado trabajos que correspondan a sus aptitudes y le permitan proveer a su mantenimiento una vez recobrada la libertad;
f) Deberá permitirse al condenado procurarse a su costa los medios de instrucción y trabajo que fueren compatibles con el régimen penitenciario y que no significaren peligro o inconveniente grave para sí mismo o para terceros;
g) Debe garantizarse al condenado el derecho a comunicarse con su abogado y de ser visitado por éste, como también el de dirigirse al tribunal penitenciario correspondiente;
h) Debe establecerse la obligación general del Estado de atender al menos las necesidades morales, culturales y corporales básicas del condenado, y de facilitarle, en la medida de lo posible, su vida de relación con las personas, instituciones y actividades ajenas al establecimiento penitenciario que mejor preparen su retorno a la vida libre;
i) Debe reglamentarse la posibilidad de obtener la libertad condicional u otros beneficios similares, y también la obtención de la rehabilitación plena, que borre para todos los efectos su calidad de condenado;
j) En fin, debe establecerse la obligación del Estado de facilitar al condenado que haya cumplido su pena la reinserción en la sociedad, ofreciéndole o ayudándole a obtener un trabajo conforme a sus aptitudes y prohibiendo toda clase de discriminación a su respecto por el solo hecho de haber delinquido.
 
12. Ya hemos dicho que por desgracia es una realidad que aun con el mejor de los sistemas penales siempre habrá casos en que él será inútil para lograr la reinserción del penado en la sociedad, o será incapaz de coadyuvar a la motivación preventiva que retraiga al delincuente potencial de la comisión de un delito, y que en tales casos subsista la peligrosidad del sujeto para la sociedad en general, o para sí mismo o para personas determinadas. Aquí es donde deben entrar a actuar las medidas de seguridad. Debe dejarse en claro ante todo que las medidas de seguridad no tienen el carácter de penas, y que se imponen sólo cuando aparecen como necesarias para precaver la comisión de nuevos delitos por parte de un imputado o condenado y facilitar la reinserción de éste en la vida en sociedad, si ello es posible. Para imponerlas será indispensable que la persona haya cometido un delito y que de las circunstancias del hecho y de los antecedentes y personalidad del agente aparezca como probable la comisión de nuevos crímenes o simples delitos por parte de éste.

Las medidas de seguridad deben imponerse sin limitación de tiempo y mantenerse por todo el plazo necesario para cumplir su finalidad, salvo en cuanto la ley les colocare un límite absoluto de duración, pero por otro lado, sería obligatorio revisar su necesidad periódicamente, de oficio o a petición de parte, y según ello mantenerla, modificarla o reemplazarla por otra más adecuada o bien ponerle término.
 
13. Las medidas de seguridad por su naturaleza deberían ser curativas, educativas y preventivas. Por su modalidad de ejecución, de internación y de vigilancia. Podrían imponerse en vez de una pena, o añadirse a ella.

Como medidas de internación, propondríamos las siguientes:
1) Internación en un establecimiento psiquiátrico, para quienes han sido absueltos o sobreseídos en virtud de enfermedad o trastorno psíquico completo, cuando exista la fundada probabilidad de que, dejado en libertad, el sujeto se dañe a sí mismo o dañe a los demás. También podría imponerse esta medida, en sustitución o como complemento de la pena, para los que presentaren imputabilidad disminuida, si existe la misma probabilidad. Esta medida sería de duración absolutamente indeterminada y duraría mientras subsistiera la inseguridad, pero debería ser revisada con periodicidad (al menos cada dos años) y según ello mantenerse, terminarse o reemplazarse por otra medida más adecuada;
2) Internación en un establecimiento para personas necesitadas de desintoxicación. Se aplicaría a las personas que han delinquido bajo el efecto de la ingestión de bebidas alcohólicas, drogas o sustancias estupefacientes o psicotrópicas, o que, habiendo cometido un delito, se encontraren en situación de adicción o dependencia respecto de tales substancias, y siempre que aparezca como probable la comisión de nuevos delitos. Esta medida sería también de duración indeterminada, pero debería revisarse anualmente y tendría una duración máxima de cinco años. Creemos que un tratamiento médico o psicológico que se ha prolongado por cinco años sin resultado positivo debe tenerse por fracasado.
3) Internación en un establecimiento especial para personas proclives al delito. Se aplicaría a los reincidentes (reglamentando el número y gravedad de delitos necesarios para calificar como tales) que han cumplido total o parcialmente las penas anteriores impuestas, y siempre que de su personalidad y circunstancias de los delitos se dedujere su tendencia a él o su habitualidad en el mismo. También se aplicaría a quienes hubieren cometido un solo delito, pero en el cual los móviles, medios o circunstancias de comisión revelaren una especial bajeza, crueldad o perversidad por parte del hechor, sin base patológica. Esta medida sería de duración indeterminada, con un máximo legal de quince años y debería ser revisada cada dos años. En todo caso sería necesario prevenir que los establecimientos en que se cumpliere esta medida tendrían un carácter correctivo y educativo mediante programa y tratamientos adecuados, y no a través del rigor punitivo. Esta medida sería siempre complementaria de la pena, dada la normalidad psíquica básica de los condenados, y se cumpliría después de la misma.
 
14. Las medidas de seguridad de vigilancia tendrían un carácter esencialmente preventivo y se cumplirían en libertad, restringida o vigilada. Se aplicarían a los reincidentes que no estuvieren en los casos merecedores de una medida de internación; a los que mostraren tendencia o habitualidad sólo a simples delitos de menor importancia, y a los casos de inimputabilidad o imputabilidad disminuida, en que no se impusiere pena, y fuere improcedente o desaconsejable la imposición de una medida de internación.

Tales medidas acarrearían al menos la obligación de fijar domicilio e informar de sus cambios a la autoridad, como también del trabajo que se esté desempeñando y de la pérdida o cambio de éste. Además, según los casos, podrían imponerse como medidas de seguridad, la libertad vigilada, la observación por la autoridad, la inhabilitación para tenencia y porte de armas, inhabilitación para conducir vehículos motorizados, privación del derecho a residir en determinados lugares o de concurrir a ellos o a ciertos establecimientos o espectáculos, y sometimiento a programas formativos o educativos, siempre que éstas u otras medidas no hubieren sido ya impuestas como penas por el delito que las motiva. Sería indispensable que el tribunal penitenciario requiriera de los servicios de asistencia social correspondientes, la ayuda o atención que necesitare el sujeto para cumplir con las obligaciones a que se le sometiere.
 
15. Acabamos de hacer mención al “tribunal penitenciario”. El Principio (15) aprobado en el Foro hace también alusión a la necesidad de crearlos. Serían verdaderos tribunales, dotados de jurisdicción e imperio, que entrarían a ejercer sus funciones una vez pronunciadas las condenas o imposición de medidas por parte de los tribunales de instancia, llámese Tribunales de Ejecución Penitenciaria o de cualquiera otra manera. Los Tribunales de Instancia no tienen el tiempo ni la especialización necesarios para seguir el curso de la vida de los condenados después de pronunciada la sentencia, y las funciones que los tribunales penitenciarios tendrían son demasiado importantes y afectan directamente la libertad y otros derechos fundamentales de los condenados, como también la seguridad de la sociedad, para dejarlas simplemente entregadas a organismos administrativos.


Por supuesto que la adopción de un régimen sancionatorio como el que hemos propuesto significaría gastos de consideración para el Estado: la creación de los mismos Tribunales Penitenciarios; la construcción de establecimientos de reclusión higiénicos, seguros y decentes; la creación de establecimientos especiales para el cumplimiento de las medidas de seguridad; el aumento y capacitación profesional y humana del personal de Gendarmería; la preparación y contratación de especialistas: médicos, psiquiatras, psicólogos, criminólogos, técnicos en tratamientos penitenciarios y en colaboración o ayuda en actividades en medio libre, etc. Ni siquiera he intentado buscar cooperación para hacer un cálculo estimativo de costos: sólo tengo la convicción de que serian muy altos. ¿Pero no seria la manera efectiva de poner a prueba si el coro de lamentaciones y exigencias de endurecimiento hacia la delincuencia, que proviene de todos los sectores políticos, de todos los medios de comunicación y aun de los ciudadanos comunes, es sincero? Si se cree que la delincuencia y el aumento de ella son uno de los problemas más importantes desde el punto de vista nacional y social, hay que estar dispuesto a dar prioridad en el gasto público a los recursos necesarios para desarrollar una lucha eficaz contra la delincuencia, que es en realidad la lucha contra las causas de la delincuencia. Modificar algunos artículos del Código Penal y elevar cada vez más las penas no cuesta nada, ni un centavo, pero tampoco produce ningún efecto en la reducción de la delincuencia. ¿Cuántos delincuentes creen ustedes que saben cuál es el marco penal que sanciona el delito que se proponen cometer? Tal vez los habituales, y ni siquiera todos ellos. ¿Quién es el delincuente en potencia que antes de actuar se compra un Código Penal o la ley que corresponda, para conocer la pena que podría recibir y después de madura reflexión decide no correr el riesgo y desistir del proyecto?

Todo lo que he propuesto en esta ya larga exposición significa muy importantes gastos públicos. Pero hacer reformas sociales verdaderamente significativas sin recibir críticas, sin molestar a nadie y sin gastar plata, es absolutamente imposible. Si hay voluntad política, las reformas pueden hacerse. Si se dice y repite que los pueblos tienen los gobiernos que se merecen, también podríamos agregar que tienen la delincuencia que se merecen.


16. Una última advertencia. Aunque se produjera una reacción social general, sin color político, en favor de reformas como las que hemos propuesto, ellas no van a acarrear la supresión de la delincuencia. Ningún cuerpo legal puede hacerlo. Se trata solamente de evitar en la mayor medida posible la comisión de delitos; de considerar a los infractores como miembros de una sociedad de hombres libres, y por lo tanto susceptibles de enmienda y de reincorporación a una vida honesta, sin olvidar que pese a sus faltas, por graves que sean, conservan siempre su dignidad de seres humanos. Aquéllos que por razones patológicas sean reacios a la enmienda, deben recibir otro trato, no punitivo, por su propia seguridad y la de la sociedad. En la prevención de los delitos, pese a la creencia general, la ley penal tiene sólo un papel y más bien modesto: más importante es la familia, la escuela primaria, la confesión religiosa o convicción filosófica que profese el ciudadano, y las condiciones económico-sociales imperantes en la sociedad. El aspecto represivo - simbolizado en el Código Penal, es solo uno – y no el más importante – de los que deben conjugarse para alcanzar y mantener la paz social.

No hay comentarios:

Publicar un comentario