lunes, 15 de octubre de 2012

El crimen organizado en el Cono Sur y Brasil: tendencias y respuestas

Marcelo Fabián Sain
Doctor en Ciencias Sociales (UNICAMP, Brasil); profesor e investigador de la Universidad Nacional de Quilmes (UNQ); e Interventor de la Policía de Seguridad Aeroportuaria (PSA), Argentina.
 
 
1. La diversidad del crimen organizado en América Latina
En América Latina, existe una extendida propensión a sostener una mirada homogénea acerca del crimen organizado en la región, pese a que constituye una problemática compleja y multifacética, pues presenta diversas formas de manifestación, tipo de actividad, niveles de envergadura y factores determinantes en cada uno de nuestros países y subregiones. Y, en general, esa impronta homogeneizante ha tendido a interpretar y proyectar la problemática del crimen organizado como un fenómeno unívoco y semejante, tanto en Colombia como en Chile, en México como en Uruguay, en Brasil como en República Dominicana, en Panamá como en Argentina o en El Salvador como en Bolivia, diluyendo así la especificidad que caracteriza el fenómeno de la criminalidad organizada en cada región o país de nuestro subcontinente. Esta visión es el resultado de dos hechos. Por un lado, en nuestros países no son generalmente las autoridades gubernamentales responsables de la seguridad pública las encargadas de formular las orientaciones y políticas de seguridad y, en ese marco, de conceptualizar la dimensión y particularidades de las problemáticas criminales desarrolladas en sus jurisdicciones y de establecer las prioridades y las modalidades de intervención conjurativas sobre ellas. Estas labores de gobierno son sistemáticamente delegadas en las cúpulas militares y/o policiales, y éstas tienden a seguritizar a la criminalidad organizada tomando como marco de referencia a sus manifestaciones más significativas y graves en el continente. En general, esta exageración apunta a justificar el reclamo de recursos financieros, humanos y operacionales más abultados, regulaciones normativas o procedimentales más discrecionales, controles más relajados y/o facultades más amplias. Ello ocurre, inclusive, en aquellos países en los que este conjunto de problemáticas son significativamente más acotadas y menos gravosas y lesivas que las existentes en otros en los que los emprendimientos criminales organizados dominan parte de la vida política, social y económica del lugar. De este modo, la agenda de seguridad de muchos de nuestros países está determinada por este trazo exacerbado y, a veces, desorbitado y fatalista.


Por otro lado, el grueso de las dirigencias políticas, autoridades militares y/o policiales y medios masivos de comunicación de nuestra región acepta de manera acrítica y asume como propias las visiones y proyecciones que sobre estas cuestiones formulan los países centrales, en particular, los Estados Unidos de Norteamérica. Durante los últimos tiempos, esta potencia ha formulado un abordaje ligero en el que ha considerado a la criminalidad organizada –en particular, el narcotráfico– y el terrorismo como un mismo fenómeno o como cuestiones análogas, cuya envergadura y naturaleza son similares en toda América Latina. En dicho enfoque, se diluyen las diferencias fenoménicas que se dan entre estos emprendimientos ilegales y se pierden de vista las significativas disparidades existentes en la gravitación y despliegue que estas problemáticas tienen en los diferentes escenarios subregionales y domésticos. Ello, en verdad, deriva del vínculo directo y analógico establecido por los Estados Unidos entre el terrorismo y el narcotráfico, a los que considera como facetas de un mismo problema de seguridad.

Ahora bien, en América Latina, la criminalidad organizada constituye un fenómeno sustancialmente complejo, diversificado y multifacético. El narcotráfico2 despunta como la manifestación más desarrollada del crimen organizado en la región3. La trata de personas para la explotación de la prostitución ajena o la explotación sexual, los trabajos o servicios forzados, la esclavitud o la servidumbre, o la extracción de órganos, ha tenido una significativa expansión durante las últimas décadas y actualmente constituye otra de las modalidades más extendidas de la criminalidad organizada de la región4. Otro tanto acontece con el tráfico ilícito de armas de fuego así como con otras manifestaciones nacionales de la delincuencia compleja que se replican en casi todos los países latinoamericanos, tales como el secuestro y la extorsión; los robos calificados de mercancías en tránsito o de vehículos; el abigeato a gran escala; y otros.

El grueso de estas diferentes actividades del crimen organizado se han desarrollado al amparo del principal negocio criminal de la región: el narcotráfico. En gran medida, el narcotráfico ha dado origen y ha impulsado un conjunto de delitos asociados como el tráfico de armas, el lavado de dinero y el comercio ilegal de precursores químicos. Pero también ha sido decisivo para la expansión de las otras actividades relacionadas con estos emprendimientos.

De este modo, la vinculación entre esas manifestaciones específicas y el narcotráfico es directa o indirecta, y su desarrollo reciente parece estar en relación con la transformación del negocio del narcotráfico5. Asimismo, el debilitamiento de los Estados y las deficiencias de los gobiernos han favorecido la expansión de este conjunto de actividades criminales6. Sin embargo, la dimensión y el despliegue de cada una de estas manifestaciones del crimen organizado así como la incidencia y consecuencias que ellas tienen en la vida social, política, económica y cultural de la región son sustancialmente disímiles de país en país y de subregión en subregión. Esas diferencias también están presentes en el Cono Sur –Argentina, Chile, Paraguay y Uruguay– y en Brasil. Las actividades del crimen organizado que fueron mencionadas más arriba tienen un nivel de desarrollo y una gravitación significativamente menor en los países del Cono Sur en comparación con Brasil, en el que el narcotráfico, la trata de personas, el tráfico ilícito de armas y las otras actividades referidas adquieren ribetes y características parecidas a las observadas en Colombia, México o algunos países de Centroamérica.

En este contexto, vale la pena emprender un abordaje fenomenológico de la criminalidad organizada en esta subregión –Cono Sur y Brasil– destacando un conjunto de regularidades acerca de las condiciones estructurales que favorecen estos emprendimientos así como los rasgos característicos de los mismos y de las respuestas estatales a los desafíos que ellos imponen a nuestras sociedades. Asimismo, dada la vaguedad y ambigüedad del concepto de criminalidad organizada, resulta imprescindible desarrollar un conjunto de notas conceptuales acerca del fenómeno en la subregión, lo que, a los efectos de ahorrar distracciones en el desarrollo de eje temático del presente trabajo, se desarrollará en un excursus o digresión agregado como anexo en la parte final del presente trabajo.


2. La criminalidad organizada en el Cono Sur y Brasil
Una lectura general del desarrollo social e institucional de América Latina de los últimos 30 años nos permite apreciar que la dimensión que han adquirido ciertas manifestaciones o actividades del crimen organizado –entre las que descuella el narcotráfico– ha sido significativa. No obstante, solo en algunos países como México, Colombia y Brasil, la criminalidad organizada y, particularmente, aquella vinculada al narcotráfico, ha alcanzado una trascendencia política, económica y social de gran porte. En estos casos, más allá de las diferencias nacionales y subregionales, la expansión y desarrollo de la empresa criminal organizada ha sido favorecida por un conjunto de condiciones estructurales convergentes que la convirtieron en un emprendimiento económico de gran magnitud y en un serio problema político e institucional. Vale la pena repasar esas condiciones rápidamente.


En primer lugar, en estos países ha existido un altísimo nivel de informalidad y marginalidad económica y financiera, en gran medida estructurada mediante el sistema económico y bancario formal. Gran parte de la producción, el comercio de bienes y servicios así como de las finanzas de estos países se desenvuelven en la denominada economía negra, esto es, al margen de las regulaciones, controles e imposiciones del Estado. Por cierto, el grueso de esa economía oculta no se ha conformado históricamente para servir a las empresas criminales sino, más bien, para hacer posible la evasión o elusión del pago de impuestos mediante el ocultamiento al fisco de gran parte de las actividades económicas reales. Sin embargo, los mecanismos y procedimientos necesarios para disimular, enmascarar y hacer uso de los fondos evadidos o eludidos son los mismos que se pueden utilizar –y que se utilizan– como dispositivos para el lavado de dinero proveniente de los negocios criminales de alta rentabilidad. En consecuencia, ello ha facilitado y hecho posible el establecimiento de emprendimientos empresariales favorables o funcionales a la criminalidad organizada sin sospechas directas y permitiendo impunemente el lavado de dinero o la utilización directa de fondos provenientes del delito para financiar el propio delito.

De este modo, la debilidad fiscal y la endeblez de los mecanismos y dispositivos de regulación y control estatal de las finanzas y de la economía real de estos países, ya sea por omisión o por complicidad, así como la inviabilidad e ineficiencia de los parámetros y procedimientos recomendados por los organismos internacionales para prevenir y reprimir el lavado de dinero, ha permitido que gran parte de su economía sea utilizada y hasta controlada por el delito organizado.

En segundo término, las sociedades de estos países, como la mayoría de las sociedades latinoamericanas, están atravesadas por extendidas prácticas sociales ilegales y por una fuerte legitimación social de ello. Esas prácticas, ya sean culturales, políticas o económicas, han supuesto la reproducción cotidiana y generalizada de un amplio espectro de comportamientos transgresores y violatorios de la legalidad vigente, tales como la ocupación compulsiva e irregular de espacio público; los incumplimientos habituales y conscientes de reglas sociales básicas de convivencia y de las normas legales ampliamente conocidas; la legitimación de la violencia –aún de la violencia letal– como mecanismo eficiente y válido de resolución de conflictos, disputas y diferencias entre personas y grupos sociales, étnicos o políticos diferentes; la fuerte repulsión y rechazo a los controles y las regulaciones estatales y legales así como la marcada validación de las prácticas evasivas o violatorias de dichos controles. Todo ello ha colaborado a crear un clima de privatización fáctica y violenta de lo público.

Asimismo, este conjunto de prácticas y simbologías recurrentes se reproducen entre los diferentes estratos de estas sociedades en un contexto signado por un exacerbado estatalismo expresado en la creencia generalizada de que los comportamientos y prácticas sociales poco apegadas a las reglas o directamente ilegales así como cualquier evento de desorden público e inclusive aquellos que derivan directamente de las mencionadas acciones violatorias, son una consecuencia directa de la incompetencia de los órganos estatales de control –entre ellos, la policía– en el ejercicio de sus funciones preventivas, regulatorias y de control. Así, las conductas violatorias de las normas y las ilegalidades no son más que manifestaciones inevitables y legítimas de la ausencia de un Estado vigilante eficiente o, en verdad, de la presencia de poderes públicos que controlan poco, mal y que están atravesados por actos de corrupción. La creencia de que es válido o admisible cometer infracciones u ocupar compulsivamente el espacio público si las instancias de control institucional no intimidan o amenazan con cierta credibilidad o éxito a los infractores está muy diseminada en estas sociedades y crean las condiciones favorables para la conformación de espacios y relaciones ilícitos y, en su marco, actividades políticas y económicas clandestinas. Esto ha estado reforzado por la vigencia formal de un exasperado prohibicionismo penal sobre un conjunto amplio de actividades sociales y económicas pero en un contexto de deslegitimación social de la autoridad estatal y de los poderes públicos encargados de regular y aplicar efectivamente el espectro de prohibiciones formales y del sistemático fracaso de éstos en dichos cometidos, ya sea por la extensión y validez social de las prácticas ilegales como por la incompetencia y/o corrupción estatal de sus agentes.

En suma, este conjunto de prácticas sociales y de desarrollos institucionales han contribuido con la conformación de economías clandestinas y mercados ilegales que resultaron funcionales a la expansión de las diferentes manifestaciones de la criminalidad organizada.

En tercer lugar, en estos paíss se han ido conformando amplios espacios territoriales y sectores sociales sin regulaciones estatales efectivas vinculadas a la aplicación de la ley, dando forma a una suerte de espacios sin Estado y sin ley pública que están segregados y marginalizados de los núcleos centrales altamente desarrollados en lo económico, social y político –en los que sí se mantiene una presencia regulatoria del Estado con algún grado de efectividad cierta.

En las últimas décadas, la conformación de estas zonas socialmente raleadas ha tenido una dinámica muy acelerada en las grandes ciudades de la región, sirviendo como escenario a nuevas formas de la marginalidad urbana derivadas del desempleo masivo y persistente, la precarización social de su población, la relegación a los barrios y lugares totalmente desposeídos de cualquier tipo de recursos públicos y privados, y la estigmatización negativa creciente de eso  espacios como refugios de las clases peligrosas y de los delincuentes7.

En estos espacios se proyectaron dos actores como instancias dominantes. Por un lado, las organizaciones criminales que crecieron al amparo de la ausencia de controles y regulaciones, y de la crisis económica crónica. Y, por el otro, las policías mediante la combinación de abusos y violencias ilegales con la protección o regulación de actividades delictivas desenvueltas en esos lugares. Así, las reglas que de hecho regulan las relaciones sociales y el cumplimiento de esas reglas son impuestas y garantizadas por sectores privados de impronta patrimonialista y/o grupos delictivos que controlan el lugar así como por la policía brutal y corrupta que gravita sobre esos espacios. Por último, en esos países existen instituciones policiales profundamente deficientes y anacrónicas para emprender acciones preventivas y conjurativas eficientes de la criminalidad compleja y de la criminalidad organizada. Las anomalías de estas policías derivan de una serie de factores tales como el alto nivel de corrupción y abusos institucionales vinculados con la protección y regulación de actividades delictivas de alta rentabilidad, entre ellas el propio negocio de las drogas ilegales y otras actividades ilegales conexas; la situación de indigencia material y financiera así como el atraso infraestructural por el que atraviesan, sumado a los salarios indignos y casi miserables de las inmensa mayoría de sus integrantes; el anacronismo y la desactualización organizativa, operacional y doctrinaria de sus instituciones así como la ausencia de un sistema de formación de base y de capacitación policial actualizado y permanente para sus integrantes; y la falta de un dispositivo policial compuesto por una estructura de inteligencia criminal, despliegue operacional y desarrollo logístico integrado y altamente especializado en la conjuración de grupos, y actividades delictivas, complejos.

Sin dudas, la incompetencia de los sistemas policiales locales para llevar a cabo estrategias eficientes de control de las diversas actividades de la criminalidad organizada ha sido un factor determinante de la expansión de éstas. La incapacidad general de las policías de estos países para dar cuenta del crecimiento del delito organizado y para prevenir, enfrentar y conjurar exitosamente sus diferentes manifestaciones, así como también para neutralizar la intervención de algunos de sus núcleos institucionales en la protección y gerenciamiento de los negocios delictivos de alta rentabilidad, ya sea por omisión, por complicidad o por participación directa en su desarrollo, han favorecido significativamente el fortalecimiento y consolidación de la criminalidad organizada.

Pues bien, todas estas condiciones estructurales están presentes como tendencias en la Argentina, Chile, Paraguay y Uruguay, aunque tienen una profundidad y una complejidad sustantivamente menor que en aquellos países y, en particular, que en el Brasil, en el que esas condiciones se desarrollan plenamente de manera semejante, análoga o cercana a Colombia, México o a algunos países centroamericanos como El Salvador, Honduras y Guatemala. Por cierto, entre los países del Cono Sur también hay desarrollos diversos y manifestaciones diferentes de estas características. En Chile y Uruguay están más atenuadas pero son incipientes, mientras que en la Argentina tienen un grado de desarrollo mayor y en Paraguay son, sin dudas, más pronunciadas.

No obstante, salvando estos matices, las diferencias de los rasgos fenomenológicos de los emprendimientos de la criminalidad organizada en los países del Cono Sur con relación al resto de los países de América Latina y, en especial, con relación a Brasil, son significativas en ciertos aspectos fundamentales:
1. En primer lugar, la dimensión de los emprendimientos criminales y de los negocios ilegales es incipiente pero acotada desde el punto de vista organizacional y económico.
2. En segundo término, las actividades del narcotráfico y de las otras manifestaciones criminales organizadas son llevadas a cabo por redes y grupos delictivos de pequeña estructuración y que no poseen autonomía organizacional y operacional respecto del Estado y, en particular, de las agencias policiales y fuerzas de seguridad de dichos países que los protegen,
favorecen, moldean y alientan.
3. En tercer lugar, esos grupos criminales no han desarrollado una estructuración organizacional compleja y diversificada y no detentan una fortaleza económico-financiera que les permita sustentar una capacidadal menos embrionaria de cooptación o control directo o indirecto de parte del sistema institucional de persecución penal –fiscales, jueces y policías– y/o de las estructuras de gobierno encargadas de la seguridad pública, mediante la combinación del soborno, la intimidación y la violencia, y/o de respuesta o contestación armada contra el Estado.

El proceso de conformación de mercados ilegales de sustancias, vehículos, armas, y hasta de personas, que se ha desarrollado en los países del Cono Sur durante la última década y, en particular, la estructuración creciente del mercado ilegal de drogas en ellos ha sido la expresión más significativa de los rasgos fenomenológicos mencionados más arriba.

En efecto, durante los últimos años, el crecimiento sostenido del consumo de drogas ilegales en las grandes urbes de la Argentina, Chile, Paraguay y Uruguay favoreció la formación paulatina de un mercado minorista creciente, continuo, expandido, diversificado y altamente rentable. Dicho mercado se ha estructurado básicamente en torno de la comercialización minorista y el menudeo de drogas ilegales entre los estratos sociales medios y altos de la sociedad urbana, particularmente de cocaína y marihuana, que ya no son provistas, como en otrora, mediante el pago en sustancias del tráfico internacional que atraviesa sus territorios ni derivan del micro-tráfico irregular protagonizado por grupos pequeños o no-estructurados. Además, con la excepción de Paraguay que es el principal productor y exportador de marihuana del Cono Sur, estos países tampoco producen las drogas predominantemente comercializadas en sus mercados minoristas, sino que ellas son producidas en algunos países vecinos o de la subregión y son introducidas por vía terrestre, fluvial y aérea a través de las porosas fronteras poco controladas.

Ahora bien, el almacenamiento, corte, fraccionamiento y preparación de las drogas ilegales para su comercialización minorista se lleva a cabo en territorios y zonas controladas en forma directa o indirecta por las incipientes redes y grupos delictivos de narcotraficantes que se han ido constituyendo en áreas y barrios extremadamente pobres y altamente marginalizados de las grandes urbes. Entretanto, la distribución y comercialización minorista de esas drogas se desarrollan, generalmente, en barrios y circuitos urbanos de la clase media y clase alta de las grandes urbes.

El montaje de semejante emprendimiento altamente diversificado y extendido ha supuesto una labor de planificación y de ejecución de mediano y largo plazo, y que, además, ha comprendido una territorialidad extendida e intrincada, lo que le otorgó al mismo una relativa visibilidad social y política. Y ello, en sus orígenes, solo es posible mediante la protección, regulación y control de las instituciones policiales de la jurisdicción, las que, aun con deficiencias y anacronismos, mantienen y reproducen con eficacia el control y la vigilancia efectiva de esos territorios. Es decir, lo que se ha observado en estos países es que la tutela policial a los embrionarios grupos narcotraficantes configuró la condición necesaria para la expansión y/o estabilización del mercado ilegal de drogas, debido a que ello permitió y garantizó el despliegue y dominio territorial imprescindible para ello.

En ese contexto, y ya avanzada la estructuración del mercado minorista de drogas, se ha desarrollado una significativa competencia entre grupos o facciones criminales por el control territorial vinculado al negocio del narcotráfico. Se trata, por cierto, de una disputa comercial por el dominio de los circuitos de almacenamiento, distribución y comercialización minorista de drogas ilegales y, en numerosas ocasiones, esa disputa se ha manifestado en enfrentamientos armados entre esos actores delictivos, en cuyo marco se han producido numerosos asesinatos mediante el uso de sicarios o a través de atentados en la vía pública. Sin embargo, estos grupos narcotraficantes, en este contexto, no han contado con autonomía operativa respecto de la regulación ilegal del propio Estado. En gran medida, ello se debe a que la magnitud de los mercados de drogas y de los negocios ilegales es aún pequeña y ello no favorece la conformación de grupos criminales con amplia solidez económica y con la capacidad para penetrar y controlar ciertos circuitos estatales mediante el soborno y conformar aparatos armados que le permitan mantener una confrontación violenta contra el Estado en vistas de ganar independencia y de proteger el crecimiento de los emprendimientos criminales.

Esto sí ha ocurrido en Brasil, país que actualmente cuenta con el mercado de consumo de cocaína y marihuana más grande de América Latina y uno de los más grandes del mundo después de Estados Unidos y Europa8. Además, en Brasil, a diferencia de los países del Cono Sur, se han creado grandes grupos y redes narcotraficantes que mantienen una amplia capacidad financiera y de contestación y constreñimiento armado contra el Estado, tanto en Rio de Janeiro como en São Paulo, todo lo cual está apuntalado por una extendida trama de tráfico ilegal de armas también controlado por narcotraficantes y expandida al amparo de la enorme corrupción policial existente en el país9.
3. Los vacíos institucionales
En el Cono Sur y en Brasil, el abordaje institucional que se ha hecho de la problemática de la criminalidad organizada ha estado signado por profundas insuficiencias y desajustes. Ello ha sido consecuencia de dos hechos fundamentales. Por un lado, el profundo desconocimiento e ignorancia oficial existente acerca de la envergadura, extensión, diversidad y complejidad que han adquirido las diferentes manifestaciones de la criminalidad organizada en estos países así como de las tendencias de sus emprendimientos ilegales y de su impacto sobre la vida social, política, económica y cultural de estos países y subregiones. Y, por otro lado, la predisposición a afrontar estas complejas problemáticas con orientaciones y dispositivos institucionales desactualizados, anacrónicos y, por ende, deficientes para alcanzar algunos logros en materia preventiva, conjurativa e investigativa, particularmente ante un fenómeno como el de la criminalidad organizada que día a día adquiere nuevas manifestaciones y particularidades.

Estos rasgos se han expresado en dos vacíos institucionales notables que vale la pena repasar rápidamente. En primer lugar, los gobiernos del Cono Sur y Brasil no han elaborado un cuadro de situación actualizado e integral de la criminalidad organizada en el país, que diera cuenta, en el plano estratégico, de las problemáticas fenomenológicas de las diferentes modalidades y manifestaciones de la criminalidad organizada en función de la formulación de las políticas estatales de control de las mismas y, en el plano táctico, de las actividades y acciones concretas de los grupos criminales organizados en función de una respuesta policial.

Las sucesivas autoridades gubernamentales tienden a negar u ocultar el problema bajo la perspectiva de que el reconocimiento público de su existencia y de su expansión coloca a los gobernantes en el banquillo de los responsables directos de dicha situación. Excepto en Brasil, la argucia justificante más recurrente es la típica mención de que el narcotráfico y la criminalidad organizada en estos países distan muchísimo de parecerse o de tener el grado de desarrollo que ha alcanzado en Colombia o México. No obstante, la ausencia de un diagnóstico situacional apropiado de la criminalidad organizada genera dos consecuencias importantes. Por un lado, favorece la magnificación irreal del problema por parte de dirigentes y partidos de derecha en función de sacar algún rédito político o de postular sin miramientos el montaje de un estado de seguridad altamente militarizado. En esa magnificación también suelen incurrir los voceros o jefes de las fuerzas de seguridad y policiales a los efectos de solicitar al poder político un aumento indiscriminado y masivo de recursos financieros y humanos o de ocultar las grandes deficiencias que pesan sobre sus instituciones o los extendidos bolsones de corrupción que operan bajo sus mandos. Y, por el otro lado, constituye un impedimento para que las problemáticas de la criminalidad organizada sean incorporadas en la agenda gubernamental de seguridad pública como un asunto prioritario.

Asimismo, ello favorece que los organismos de seguridad de los Estados Unidos terminen construyendo e imponiendo un cuadro de situación y un conjunto de estrategias sobre la problemática de la criminalidad organizada, de acuerdo a sus propios intereses y perspectivas, los que no siempre son convergentes con las políticas y la situación real de países de la subregión10. Nada de ello ocurriría, por cierto, si los gobiernos locales no fuesen tan indiferentes ante los asuntos de seguridad pública ni tan permisivos para articular relaciones interinstitucionales no asentadas en la necesaria reciprocidad, y si las instituciones policiales locales, o algunas de sus secciones, no fuesen tan proclives a establecer una relación de dependencia y subordinación ante las diferentes agencias norteamericanas, todo ello alentado por la ayuda económica, financiera y/o material prometida o efectivizada.

En segundo lugar, estos países no poseen una dependencia superior del gobierno que concentre, por un lado, las responsabilidades de formulación de las políticas y estrategias de control de la criminalidad organizada y, por otro lado, las labores de conducción del sistema institucional encargado de su implementación, especialmente, en materia de seguridad pública e intervención policial. Como cualquier otro aspecto de la seguridad pública, las estrategias de control de la criminalidad organizada no constituyen un asunto exclusiva ni predominantemente policial sino que configuran una cuestión política que debe ser definida, abordada y formulada por las autoridades gubernamentales. Sin embargo, los países de la subregión no poseen un organismo especializado que sirva de instancia de conducción del sistema institucional y policial abocado a ese conjunto de labores. Tampoco han conformado un dispositivo policial unificado y especializado en el control de la criminalidad organizada, lo que, entre otras cosas, ha dado lugar a una pronunciada fragmentación institucional reflejadas en la tendencia histórica por la cual cada fuerza o cuerpo policial –en Argentina, Chile, Paraguay y Brasil– o cada sector o agrupamiento de una misma institución policial –en Uruguay– formula e implementa sus propias estrategias y/o acciones de conjuración de la criminalidad organizada.

Estos vacios institucionales se inscriben en el marco de un proceso institucional de mayor alcance. En efecto, durante las últimas décadas, en los países del Cono Sur y en Brasil, el signo característico de su situación institucional en la materia ha sido el recurrente desgobierno político sobre los asuntos de la seguridad pública, en cuyo contexto las sucesivas y diferentes autoridades gubernamentales delegaron a las agencias policiales el monopolio de la dirección y de la administración de la seguridad pública. Es decir, ésta configuró una esfera institucional exclusivamente controlada y gestionada por las policías sobre la base de criterios, orientaciones e instrucciones autónoma y corporativamente definidas y aplicadas sin intervención determinante de otros organismos públicos no-policiales. En consecuencia, la dirección, administración y control integral de los asuntos de la seguridad pública y, entre ellos, del control de la criminalidad organizada, así como la organización y el funcionamiento del sistema policial quedaron en manos de las propias agencias policiales, generando así una suerte de policializaciónde la seguridad pública.

En Brasil, Paraguay y, en menor medida, en Uruguay este proceso, además, ha supuesto también la firme tendencia a incorporar a las Fuerzas Armadas en el denominado “combate al crimen organizado”, todo ello alentado por las deficiencias del sistema policial en las labores conjurativas de esas problemáticas así como por el impulso del US Southern Command de los Estados Unidos y sus representantes en los grupos militares de las respectivas embajadas norteamericanas.


4. Los desafíos futuros
La desactualización institucional de los sistemas de seguridad pública de los países del Cono Sur y Brasil es el principal obstáculo para crear la amplia capacidad de gestión gubernamental que se requiere para afrontar exitosamente los desafíos que imponen las crecientes actividades del crimen organizado. Sin el fortalecimiento del gobierno de la seguridad pública resultará inviable el desarrollo de políticas integrales de control de la criminalidad organizada. Ello requiere de una serie de reformas institucionales imprescindibles que apunten a construir gobernabilidad y capacidad de gestión político-institucional donde no la hay.

En primer lugar, parece imponerse la necesidad de conformar un Ministerio o Secretaría de Seguridad Pública específicamente abocada a la dirección e los asuntos de seguridad pública –esto es, la formulación, implementación y evaluación de las políticas y estrategias del sector– y a la coordinación institucional general con otras áreas del gobierno administrativo, el parlamento, el poder judicial o la comunidad que intervengan en algunas de aquellas labores institucionales. Esta cartera debería instituirse como un dispositivo institucional o instrumento de gestión integrado formado por los diversos componentes del sistema institucional de seguridad pública a través de la estructuración de un conjunto de normas, procedimientos, recursos humanos y medios técnicos específicamente focalizados en las complejas problemáticas del sector a través del desarrollo de una serie de funciones básicas tales como la planificación estratégica del área, el gobierno político-institucional de las diferentes instancias componentes del sector, en particular, del sistema policial.


Por cierto, una nueva estructura organizacional en la gestión política superior del sistema de seguridad pública de estos países no garantiza, por sí mismo, la reversión de la tradicional tendencia al desgobierno político de la seguridad ni que se lleven a cabo estrategias integrales y eficaces de control del delito y, en su marco, de la criminalidad organizada. Pero sí constituye un dispositivo institucional indispensable para ello, particularmente si se tiene en cuenta que ninguno de los países de la subregión cuenta con una instancia institucional de esta índole y que toda estrategia de control de la criminalidad organizada, dada su necesaria inter-jurisdiccionalidad y en vistas de superar la tradicional fragmentación política y policial, requiere de una conducción unificada.

Ello, a su vez, debe conllevar a la conformación de un funcionariado profesional especializado en la materia y de la paulatina asunción por parte de las autoridades ministeriales y de dicho funcionariado especializado de las responsabilidades de diseño, planificación, conducción y evaluación de los asuntos del sector que hoy son ejercidas, de hecho, por las instituciones policiales. En segundo término, y en el marco del punto anterior, se debería crear una Agencia Nacional de Seguridad Compleja abocada tanto a la formulación de las políticas y estrategias de control de la criminalidad organizada así como a la dirección superior del sistema policial en la aplicación de aquellas estrategias de conjuración de las modalidades concretas de la criminalidad organizada y, entre ellas, del narcotráfico. Dicha agencia debería conformar un sistema nacional único de gobierno de la seguridad pública en materia de control de la criminalidad organizada y de conducción superior de un dispositivo policial integrado que concentre las labores de inteligencia criminal, planificación y ejecución operacional y de desarrollo logístico así como las acciones de intervención táctica, todo ello especializado de manera exclusiva en el seguimiento de este conjunto de problemáticas.

Desde el punto de vista policial, esta agencia debería constituir un dispositivo policial unificado integrado por algunos componentes básicos para aplicar una estrategia eficiente de control de la criminalidad organizada. En primer término, un sistema de inteligencia criminal que permita elaborar un diagnóstico situacional adecuado y permanentemente actualizado, ya sea desde el punto de vista de la inteligencia estratégica como de la inteligencia táctica. En segundo lugar, un sistema de intervención operacional integrado tanto por grupos de operaciones especiales abocado a la ejecución de acciones tácticas indispensables en la materia como por unidades de alcance intermedio especializadas en operaciones policiales urbanas, rurales y de monte de gran envergadura. Y, en tercer término, un sistema de investigaciones complejas conformado por grupos de detectives especializados en el desarrollo del seguimiento e investigación de organizaciones y grupos criminales.

Pero todo ello debe ser desenvuelto de acuerdo con el diagnóstico situacional producido por cada uno de los países de la subregión y conforme las perspectivas, intereses y prioridades de los mismos, aunque ello ofenda a aquellas agencias internacionales y sus virreyes locales que siempre se han opuesto –con éxito– a semejante emprendimiento institucional, en aras de ser ellos quienes monopolicen la interpretación del problema y el establecimiento de lo que es importante y lo que no lo es. Asimismo, los actuales gobiernos de los países del Cono Sur y de Brasil, todos ellos de centroizquierda, no deberían perder de vista que se puede –y se debe– ser progresista en materia de seguridad pública, pero solo si no se pierde de vista que la seguridad pública democrática se asienta, entre otras cosas, en el ejercicio efectivo de la conducción del sistema de seguridad y, en su interior, de las instituciones policiales. Hasta ahora, todo esto son deudas pendientes de estos gobiernos sureños, lo que los hace parecerse mucho a los antiguos gobiernos de derecha.

Excursus
¿Qué es el crimen organizado?

La criminalidad organizada constituye un emprendimiento económico protagonizado por grupos delictivos compuestos por varias personas que se organizan y funcionan en forma estructurada durante cierto tiempo y que actúan de manera concertada con el propósito de cometer uno o más delitos graves, siempre en función de “obtener, directa o indirectamente, un beneficio económico u otro beneficio de orden material”11.


Lo que diferencia a la criminalidad organizada de la criminalidad común protagonizada por delincuentes ocasionales o no-profesionales es, justamente, la estructuración con cierta permanencia temporal de un grupo o banda delictiva que cuenta con un cierto desarrollo operativo y logístico, y cuyas actividades ilícitas apuntan a la generación de algún tipo de provecho o rendimiento económico o material.


En general, el accionar de estas asociaciones criminales suponen un importante despliegue territorial –en algunos casos, de alcance internacional y, en otros, de alcance nacional o subregional– y un significativo grado de complejidad organizacional, compartimentalización funcional, profesionalización y coordinación operativa entre los diferentes grupos y subgrupos componentes de la organización, todo lo cual le otorga una relativa especificidad socio-criminal. Esto ocurre particularmente en aquellos casos en los que las actividades delictivas implican la conformación de mercados ilegales –por ejemplo, de estupefacientes, de autos robados, de personas, etc.–, ya que la estructuración de dicho mercado conlleva como condición de funcionamiento la conformación de redes clandestinas encargadas de la producción, tráfico, almacenamiento, distribución y comercialización de los productos o mercancías en cuestión o de algunas de estas etapas del negocio clandestino. Los actores involucrados en estas redes articulan sus actividades en la ilegalidad intentando desarrollar el emprendimiento económico a través de la evasión, influencia o control de las acciones de las agencias de seguridad del Estado12.

De todos modos, tal como lo destacan Becucci y Massari, los grupos criminales articulados según “una organización jerárquica, dotada de un núcleo central de comando, de una división interna de roles y que persiste en el tiempo” constituyen una “forma tradicional de asociacionismo criminal” poco habitual en las modalidades actuales de organización delictiva compleja. En la actualidad, existe una enorme diversidad de grupos criminales que poseen una estructura “fluida o de tipo muy estructurado, de dimensión menor o mayor, con carácter informal o formal”, aunque prevalen los grupos organizados sobre la base de “redes” que constituyen un “tipo específico de relaciones discretas que liga a un conjunto de individuos, objetos o eventos que pueden ser definidos como «actores o nudos» de la red o network”, es decir, “una serie de nudos interconectados” de carácter dinámico y de baja vulnerabilidad derivada de su “estructura segmentada y policéfala” así como de su extrema “flexibilidad organizativa”13.

Asimismo, la criminalidad organizada, en tanto actividad orientada a la obtención de un beneficio económico o material, procura siempre controlar directa o indirectamente sectores claves de las actividades económicas y del sistema político gubernamental del ámbito en el que actúa, particularmente a las agencias abocadas a la prevención, control y represión del delito, y lo hace mediante prácticas ilegales como la influencia, el soborno y la corrupción pública y privada14. Solo echa mano a la intimidación, la extorsión o, en su defecto, a la violencia cuando el accionar de otras organizaciones delictivas o del gobierno o algunas de sus agencias pone en riesgo las actividades del grupo, a expensas de que ello le otorgue visibilidad pública a sus negocios y emprendimientos ilegales. Es por esta razón, que la criminalidad organizada tiende a generar una situación de estabilización político-social y económica en su ámbito de actuación15.

Por su parte, en el marco del proceso de aceleración de la globalización, durante los últimos años, las expresiones más desarrolladas de la criminalidad organizada han adquirido una impronta transnacional, dada porque las actividades delictivas desarrolladas por dichas organizaciones se desenvuelven en más de un Estado; dentro de un solo Estado pero una parte sustancial de su preparación, planificación, dirección o control se realiza en otro Estado; dentro de un solo Estado pero entraña la participación de un grupo delictivo organizado que realiza actividades delictivas en más de un Estado; o en un solo Estado pero tiene efectos sustanciales en otro Estado16. Sin embargo, no toda manifestación del crimen organizado tiene relieve transnacional. Solo algunos de los emprendimientos delictivos de referencia, y no en todos los casos, suponen el desarrollo de actividades vinculadas o concatenadas que atraviesan fronteras y cruzan regiones y continentes, y que son llevados a cabo por redes que detentan un nivel de despliegue y/o profesionalización de gran envergadura organizacional o territorial. Por el contrario, numerosísimas organizaciones del crimen organizado desarrollan actividades delictivas complejas pero que son de carácter local y que, si bien, pueden mantener y reproducir interacciones fluidas con redes y organizaciones de mayor alance y hasta de proyección transnacional, el núcleo central de sus actividades y de sus negocios se desenvuelven en ámbitos geográfico o funcionales acotados.

Otro aspecto relevante de este fenómeno está dado por el destino y tratamiento de los fondos o ganancias económicas obtenidas de la actividad delictiva. Cuando la envergadura del negocio criminal es grande y la rentabilidad generada por éste supera significativamente las necesidades de financiamiento de la organización, de sus operaciones, de su estructura logística y de sus inversiones directas de corto alcance o indirectas en otros rubros criminales, resulta imprescindible llevar a cabo acciones de lavado de dinero17. Esos fondos precisan ser blanqueados o lavados mediante la ocultación de su origen ilícito y su posterior reciclaje, legitimación e integración a la economía formal, para lo cual se utilizan las economías de gran escala y, en su marco, los sistemas financieros, productivos, de servicios y comerciales altamente globalizados y desregulados. Con ello se procura desarticular o encubrir todo tipo de pista o indicio acerca de los delitos procedentes, neutralizar el accionar administrativo y jurisdiccional tendiente a investigarlas y reprimirlas, y financiar indirectamente el conjunto de sus actividades criminales u otras no vinculadas con ellas. De este modo, cualesquiera que sean los métodos o los mecanismos desarrollados para el blanqueo del dinero, éste constituye un proceso dinámico que supone alejar o distanciar los fondos ilícitamente producidos de las actividades delictivas que los generaron, disimular o eliminar todo tipo de rastro o vestigio de dichas actividades y devolver dichos fondos a los autores de aquellos delitos originarios luego de ocultado su origen18. Ahora bien, dada la experiencia latinoamericana proclive a asimilar la criminalidad organizada al terrorismo sin distinciones ni matices que los diferencien, es imprescindible destacar que se trata de fenómenos sustancialmente diferentes. Aunque en ciertas ocasiones, algunas organizaciones criminales echen mano a acciones terroristas como manifestación violenta de su accionar o que ciertas organizaciones terroristas logren financiar parte de sus actividades con la rentabilidad de emprendimientos criminales complejos, la criminalidad organizada y el terrorismo constituyen fenómenos disímiles.

El terrorismo configura una modalidad específica de acción política violenta que implica el uso de la violencia o la amenaza del uso de la violencia a los efectos de infundir miedo o amedrentar a un determinado grupo de personas, causando la muerte o lesiones corporales graves a un civil o grupo de civiles o a cualquier otra persona o grupo de personas que no participen directamente en las hostilidades en una situación de conflicto armado, o produciendo daños en cosas o bienes, con el propósito, derivado de la naturaleza de las acciones o del contexto en el que se cometieron, de intimidar a una población u obligar a un gobierno o a una organización internacional a realizar un acto o a abstenerse de hacerlo. El accionar terrorista tiene un componente físico esencial dado por los daños o lesiones tangibles producidos sobre personas y cosas y su concomitante impacto psíquico, el que, en general, resulta extraordinario tanto en el plano individual como social. Así, pues, el terrorismo procura “suscitar reacciones emocionales tales como ansiedad, incertidumbre o amedrentamiento entre quienes forman parte de un determinado agregado de la población, de manera que resulte factible condicionar sus actitudes y dirigir sus comportamientos en una dirección determinada” por encima del objetivo de causar daños físicos o materiales efectivos sobre personas o cosas19.

En consecuencia, a diferencia de la criminalidad organizada, que configura una práctica de carácter esencialmente económica, el terrorismo constituye un accionar político violento en su esencial.

_______________________
Notas
1 Versión corregida de la ponencia presentada en el Seminario Internacional “Iniciativa Mérida y el crimen organizado: diagnóstico y desafíos en las Américas”, organizado por el Colectivo de Análisis de la Seguridad con Democracia AC (CASEDE) y el Colegio de la Frontera Norte (Colef) y llevado a cabo en Tijuana, México, el 23 de febrero de 2009.
2 El narcotráfico comprende el conjunto de acciones delictivas cometidas por un grupo organizado a los efectos de producir, fabricar, extraer, preparar, almacenar, transportar,  distribuir, comercializar, entregar, suministrar, aplicar y/o facilitar estupefacientes de manera ilegal; introducir al país o sacar del país estupefacientes fabricados o en cualquier etapa de fabricación o materias primas destinadas a su fabricación o producción de manera ilegal; contrabandear estupefacientes; organizar o financiar algunas de las acciones mencionadas  o convertir, transferir, administrar, vender, gravar o aplicar de cualquier otro modo el dinero u otra clase de bienes proveniente de algunas de esas acciones; todo ello con el propósito de obtener de manera directa o indirecta un beneficio económico o material.
3 Para abordar un cuadro de situación aproximado de la producción, tráfico y consumo de drogas ilegales en el mundo y en América Latina, véase: United Nations Office on Drugs and Crime, “2008 World Drug Reports”, United Nations Publication, New York, 2008. Véase también: Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, “La amenaza del narcotráfico en América”, Naciones Unidas, New York, 2008.
4 Para abordar el tráfico de personas en el mundo y en América Latina, véase: United Nations Office on Drugs and Crime, “Global Report on Trafficking in Persons”, United Nations Publication, New York, 2009.
5 SERRANO, Mónica y TORO, María Celia, “Del narcotráfico al crimen transnacional organizado en América Latina”, en BERDAL, Mats y SERRANO, Mónica (comps.), Crimen transnacional organizado y seguridad internacional. Cambio y continuidad, Fondo de Cultura Económica, México, 2005. 6 Ibíd.
7 Para un buen análisis de las nuevas formas de marginalidad urbana en Estados Unidos y Francia, las que guardan una analogía fenomenológica a lo acontecido en las grandes urbes latinoamericanas, véase: Wacquant, Loïc, “Los condenados de la ciudad. Guetos, periferias y Estado”, Siglo XX Editores, Bs. As., 2007, pp. 40 y ss.
8 United Nations Office on Drugs and Crime, “2008 World Drug…”, op.cit.
9 Para la problemática del narcotráfico en Brasil durante los años’90, véase: Procópio, Argemiro, “O Brasil no mundo das drogas”, Editora Vozes, Rio de Janeiro, 1999. Para un análisis integral del narcotráfico en Brasil de la actualidad, véanse: Viapiana, Luiz Tadeu, “Brasil acossado pelo crime”, Diálogo Editorial, Porto Alegre, 2002; y zaluar, Alba, “Integração perversa: pobreza e tráfico de drogas”, Editora FGV, Rio de Janeiro, 2004.
10 En materia de narcotráfico, esta tendencia puede apreciarse bien en el accionar de la Drug Enforcement Agency (DEA) de los Estados Unidos en la subregión.
11 Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, “Convención de las Naciones
Unidas contra la Delincuencia Organizada Transnacional y sus Protocolos”, Naciones Unidas, New York, 2004. Véase también: Castle, Allan, “Transnational Organized Crime and International Security”, Institute of International Relations, The University of British Columbia, Working Paper nro. 19, noviembre de 1997, p. 10.
12 Para profundizar en este aspecto, véase: Krauthausen, Ciro y Sarmiento, Luis Fernando,
“Cocaína & Co. Un mercado ilegal por dentro”, Tercer Mundo Editores, Bogotá, 1993, cap. 3.
13 Becucci, Stefano y Massari, Mónica, “Globalizzazione e criminalità”, Editori Laterza, Roma, 2003, pp. 78-82.
14 Véase: Virgolini, Julio, “Crímenes excelentes. Delitos de cuello blanco, crimen, organizado y corrupción”, Editores del Puerto, Buenos Aires, 2004, caps. 5 y 6.
15 Castle, Allan, “Transnational Organized Crime...”, op.cit.
16 Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, “Convención de las Naciones Unidas contra la Delincuencia Organizada Transnacional…”, op.cit. Véase: Becucci, Stefano y Massari, Mónica, “Globalizzazione e criminalità”, Editori Laterza, Roma, 2003.
17 Para un estudio general de la cuestión del lavado de dinero, véanse: Blanco Cordero, Isidoro, “El delito de blanqueo de capitales”, Aranzadi Editorial, Pamplona, 1997; Fabián Caparrós, Eduardo, “El delito de blanqueo de capitales”, Editorial Colex, Madrid, 1998; y Álvarez Pastor, Daniel y Eguidazu Palacios, Fernando, “La prevención del blanqueo de capitales”, Aranzadi Editorial, Pamplona, 1998.
18 Las finanzas ilegales y, en particular, el lavado de activos generados a través de actividades
delictivas diversas pasó a constituir una cuestión prioritaria en la agenda de seguridad internacional cuando poderosas organizaciones criminales de carácter transnacional comenzaron a controlar porciones importantes del circuito financiero y económico internacional y, en especial, cuando determinados aspectos del sistema financiero y económico, básicamente de los países centrales, comenzaron a ser utilizados en forma sistemática y masiva por esas complejas organizaciones para lavar los recursos ilegalmente producidos. La criminalidad organizada con capacidad para generar cuantiosos beneficios existe desde tiempos remotos y su transnacionalización antecede en muchas décadas a la efectivización de los primeros acuerdos y mecanismos internacionales destinados a prevenir y controlar el lavado de capitales de estas  organizaciones. Sin embargo, fue recién en los últimos años que la criminalidad organizada adquirió un desempeño transnacional de envergadura y pasó a constituir una actividad generadora de alta rentabilidad en el plano global. A partir de los años 70, la acumulación de capitales de origen ilícitos contribuyó a conformar esferas “autónomas” del sistema financiero y económico internacional y a condicionar áreas sensibles que, en su conjunto, consiguieron escapar al control directo e indirecto de los gobiernos y de los organismos de regulación interestatal, tanto de los países centrales como de los países de economía emergente y en el resto de la comunidad internacional. Las acciones terroristas del 11 de septiembre del 2001 en Estados Unidos y la evidencia de que el financiamiento de las actividades preparatorias de los mismos se valió tanto de mecanismos lícitos como ilícitos, han  colocado al terrorismo transnacional como un usuario de los mencionados circuitos económicos-financieros.
19 Reinares, Fernando, “Terrorismo y antiterrorismo”, Paidós, Barcelona, 1998, p. 16.

No hay comentarios:

Publicar un comentario