lunes, 15 de octubre de 2012

La Guerra del Opio

El tigre y el dragón
 
Por, Lucas Gastiarena y S.M.
 
 
Suele decirse de los imperios que más grandes son cuanto más lejos llegan. Por miles de años se ha querido imitar al predecesor y luego superarlo. Que si en mi imperio no se pone el sol, que si mi imperio es el Imperio del Sol. Sin embargo, en épocas de potencias modernas que se caracterizan por los señoríos virtuales, las ideologías móviles o los capitales mágicos, lejanas parecen las imágenes de pequeños grupos de avanzada que conquistaban y acrecentaban glorias.
Legitimidad y valoraciones al margen, las antiguas dinastías no tenían en sus manos las condiciones necesarias para expandirse desde el escritorio de su oficina o desde la sala de reunión del comité de seguridad nacional. Es por ello que los reyes más virtuosos eran los de armas tomar, los que guerreaban y comandaban a sus tropas. Ninguna batalla estaba ganada o perdida de antemano. En definitiva, la responsabilidad de avanzar o retroceder recaía en aquellos emisarios que estaban en el lugar indicado, en el momento indicado.
–Usted debe tomar con extrema suavidad la flor. Recuerde que es necesario realizar pequeñas y continuadas incisiones sobre la superficie de la cabeza apenas unos días después de los primeros desprendimientos de sus pétalos. Esos leves cortes despiden un líquido blanco y gelatinoso que, una vez seco, se convertirá en una resina marrón que hay que raspar y extraer para finalmente dejar reposar…
Con ojos entrecerrados, el dignatario inglés hace bailotear entre sus manos una imaginaria adormidera, mientras adoctrina a su compañero de cubículo sobre el método más efectivo y tradicional de extraer la droga que ahora disfrutan.
Momentos antes de entrar en el acostumbrado letargo, el británico inicia su delirio cotidiano narrando la historia que repite incansablemente desde 1860 en cada uno de los fumaderos ocultos de Cantón.
Ya no es novedad encontrar en zonas recónditas de China a cualquier tipo de embajador de la Reina Victoria. El imperio británico ha logrado su mayor empresa: mantener la paz entre las potencias europeas, evitar que cualquiera de ellas asome la cabeza por sobre el resto y aprovechar entonces todo su desarrollo industrial para alzarse como amo y señor del mundo de ultramar.
En un contexto en el que los ecos de la Revolución Francesa ya no pueden ser acallados, el liberalismo ya no espera más. El Antiguo Régimen se ha arrastrado cuanto ha podido. Mientras surgen las nuevas naciones, el más fuerte es quien hace años se viste de Lord.
–Sepa usted, amigo, que sumerios, griegos y egipcios ya la habían adorado antes que nosotros. En el tercer milenio antes de Cristo, algunas tablillas la mencionaban a través de un término, sostienen quienes saben, cercano a “disfrutar”. En Babilonia también se han encontrado representaciones de sus pétalos, y en el palacio de Ashurnasirpal II, en Asiria, puede verse la figura de una diosa cubierta de adormideras.
Aún triste, debo decirle que solo somos un eslabón más en la historia. Si hasta se utilizaba como medicina en Egipto o para evitar que los bebés gritaran… No lo olvide: apenas somos otro episodio en la repetición incansable de las debilidades del hombre.
Sin embargo, su interlocutor ya casi no lo escucha. No puede desviar la mirada del servidor oriental. Extasiado observa como aquél calienta una vez más el cuchillo al rojo vivo para aplicarlo sobre la piedra del opio y ofrecerle una nueva dosis.
Un mundo nuevo
Una vez consumada la derrota de Napoleón y definitivamente enterradas las pretensiones españolas, en los nuevos planisferios empezó a vislumbrarse la llegada de una potencia hasta entonces dormida. Ya desde los primeros años del siglo xix el control marítimo y las empresas coloniales inglesas alcanzaron su máximo esplendor y el dominio del mundo pronto se tornó completo.
Funcionarios ibéricos se rindieron en todos los continentes y los británicos  establecieron comercio regular con naciones independientes y con las que pronto se independizarían. Franceses y holandeses vieron disiparse sus más lucrativas plazas y en todas las compañías la bebida oficial pasó a ser el té.
Los simpáticos ingleses son dueños de las redes americanas y africanas.
Ordenan si se venden esclavos o si ya no se venden. Controlan las rutas a la India y la India misma. Han conformado desde una pequeña y aislada isla un imperio que amenaza, como todos los de su tipo, con no ceder más. La fuerza de sus industrias ha sido impuesta por doquier. La revolución industrial alcanzada por la pionera nación exporta al mundo vapores y ferrocarriles, telares y reglas de etiqueta. Y sin embargo no ha sido suficiente. En el Lejano Oriente esperan calmos el inevitable devenir. El siglo xix es sinónimo de resignación.
–Pero como usted sabrá todo se lo debemos a los griegos. Homero contaba que esta planta, símbolo y emblema de Demeter, diosa de la fecundidad, hacía olvidar cualquier pena. Tebas, Esparta, Atenas, por todas partes la usaban las mujeres al buscar hijos. Los mismos enamorados la deshojaban como modelo primitivo de margarita. Fue el gran Hipócrates quien le dio el nombre de opós mekonos y la recomendó para el tratamiento de la histeria. Expansiones imperiales la llevaron por Oriente. Si hasta el Islam la consideró mash Allah, regalo de Dios, y la paseó de Malasia a Gibraltar. Es nuestro turno camarada…
El embajador británico, diplomático y comerciante, juguetea con la pipa y da largas bocanadas. De a poco va entrando en un estado de ensueño en que ya no pueden reconocerse palabras. Balbucea algo sobre el debate que entretuvo a Inglaterra en la década de 1820, cuando Thomas de Quincey discutía con Coleridge los motivos de su adicción a la droga. Antes de caer rendido sonríe y recuerda las palabras del escritor…
Historia diferente, potencia diferente
Suele decirse de los imperios que más grandes son cuanto más lejos llegan. Y sin embargo, para el imperio chino la grandeza pocas veces se ha encontrado fuera de sus fronteras. Por cientos de años sus formas han sido siempre las mismas: el emperador preside asistido por una corte de sabios burócratas instruidos en un exigente servicio civil nacional. La historia china, hasta el siglo xx, es una sucesión de dinastías que pasan por ciclos de elevación, crisis y derrumbe. Adquisición y pérdida de un mandato celestial que legitima la autoridad. El pasaje de una dinastía a otra es inapelable y está caracterizado por un desenlace revolucionario. Rebelión popular, bandidaje social, levantamientos campesinos, sociedades secretas… En definitiva, la insurrección es general y determina el ocaso de cada uno de los linajes.
En el siglo xvii, la familia Qing, de origen manchú, había reemplazado a la exitosa dinastía Ming. Desde ese momento y ante la ausencia de conflictos exteriores que la perturbaran, China conoció un esplendor inusitado. De hecho, las influencias culturales empezaron a circular, a diferencia de lo que hasta entonces ocurría, de este a oeste. Filósofos europeos se regocijaban con las lecciones de aquella lejana civilización, la porcelana se convertía en herramienta de artesanos y artistas, y hasta los motivos y diseños nada comprensibles eran imitados por una gran camada de nuevos admiradores blancos.
En su concepción, el imperio era para la dinastía Manchú una gran familia, en la cual el emperador representaba las figuras de padre y madre a la vez. Hijo del Cielo, este encarnaba un poder total sobre todos los súbditos, que no podía doblegarse ni cuestionarse. El contacto entre ambas partes, podría decirse, era nulo de nulidad absoluta: el hombre que guiaba a la nación vivía fuertemente custodiado en aquella Ciudad Prohibida que con maestría llevaría al cine Bernardo Bertolucci. Las dieciocho provincias que componían el Estado eran administradas por ocho virreyes y una interminable cantidad de esforzados funcionarios conocidos como mandarines.
En base a un aislamiento total de los demonios externos, la política manchú proliferó durante los primeros tiempos. Pero los signos de crisis y rebelión que circundaban a la última de las dinastías chinas ya se observaban cuando los ingleses arribaron en 1839 para imponerse. En un contexto de corrupción cada vez más escandaloso, la población subía de 140 a 400 millones de habitantes en menos de cien años y los problemas económicos no podían siquiera calcularse. La derrota a manos occidentales solo tornaría las cosas más complicadas.
La obsoleta Pipa de la Paz
Tras el gesto calmo y la parsimonia de cada movimiento, se esconden en el servidor oriental que atiende a los fastuosos y adictos británicos los dientes apretados de un resentimiento que lo persigue desde hace algunos años. Cada inclinación de cabeza la sufre como una nueva humillación que tendrá que esperar cerca de ochenta años para terminar. Para no escuchar más la soberbia de las palabras del inglés, se deja llevar por sus pensamientos y recuerda una vez más los años previos a la guerra... China era, entonces, o al menos así se lo imagina, una interminable pradera donde los hombres cultivaban la tierra, mientras las mujeres cosían o cocinaban para el hogar. No había necesidades particulares. La moneda no circulaba para comprar exóticas e inútiles mercancías extranjeras. Incluso casi no circulaba. Hasta que llegaron los ambiciosos invasores. Su sueño se desdibuja cuando, recostado en su litera, el comerciante le exige una nueva infusión.
Tal vez sea oportuno remarcar que la fantasía de ese pasado esplendoroso se mantuvo imperturbable, a pesar de la derrota y la dominación, en el imaginario de casi toda la población china del siglo xix y comienzos del xx. Su mayor significación fue el estímulo que implicaría para la posterior liberación. Las potencias europeas llevaban, en los comienzos del 1800, más de cincuenta años tratando de exportar productos a China sin éxito. Su economía se mantenía bien cerrada y no había mercancía que pareciera necesaria o tentadora para la población local o sus dirigentes.
Aunque los capitalistas ingleses traían sus telas de algodón, sus productos de lanas finas y sus preciados objetos metálicos, la comunidad aparentaba ser autosuficiente. Aquellos productos que mucho costaba trasportar por tierras y mares plagados de aduanas no interesaban a los asiáticos, que preferían la moda tradicional y la elaboración casera. Si toda la exportación británica constituía apenas la sexta parte del té importado desde China y la demanda de seda que caracterizaba a las potencias europeas era brutal, el fuerte deterioro en la balanza de pagos era más bien entendible.
Este desajuste en el comercio generó rápidamente que un sector importante de comerciantes y aristócratas chinos se fuera enriqueciendo y empezara adoptar estándares de vida cada vez más altos. Entre sus nuevas costumbres, estos incorporaron a sus hábitos el consumo de opio que en pocos años se convertiría en la clave del comercio inglés y en el desencadenante de la guerra.
Comercio y traición
Escribió alguna vez el gran líder del pueblo chino, Mao Zedong, que “la historia de la transformación de China en una semicolonia y colonia se dio por el imperialismo confabulado con el feudalismo chino”. Como había sucedido en África y en América, la proeza de doblegar a millones con cientos dependió de las fracturas, traiciones y colaboraciones de grupos locales.
Las divisiones internas se produjeron bastantes años antes del comienzo de la guerra. Un importante grupo cercano al emperador consideraba que era indispensable prohibir la venta del opio con mayor rigidez y limitar el contacto con el comercio extranjero, mientras que otro sector influyente reclamaba y presionaba para que se legalizara definitivamente, erradicando el contrabando y, al menos, cobrando parte de los derechos de venta y de aduana. El dilema no era menor ya que el opio constituía, para las primeras décadas del siglo xix, una amenaza que pronosticaba la bancarrota del Estado y la corrupción definitiva del aparato burocrático.
En escasos cincuenta años, el opio había pasado de ser una curiosidad de estrafalarios aristócratas, con un índice de importación casi insignificante (doscientas cajas por año en 1760) y relativamente permitido por el gobierno de Qing como planta medicinal, a un elemento desestabilizador en la balanza de pagos, que sobrepasaba las 10.000 cajas en 1831 y que generaba una inmensa red de contrabando que englobaba a mercaderes, gobernadores, militares y hasta sectores de las altas castas.
Inicialmente, los contrabandistas británicos descargaban su opio traído de la India en Macao y luego continuaban navegando hasta Huangpu, donde accedían al público en los mercados locales. Con el tiempo y merced a los progresivos sobornos, los funcionarios se dedicaron a hacer la vista gorda y la red de comercio se expandió por todo el territorio. En diversas situaciones, el gobierno había hecho sus intentos para regular el tráfico pero siempre con resultados catastróficos. Desde 1796 a 1821 había promulgado leyes cada vez más duras y obsoletas. La presión británica, por otro lado, se hacía intolerable. La corona no solo había solucionado el déficit comercial, pudiendo importar té y sedas con holgura sino que encontraba el vínculo comercial con China extremadamente lucrativo. En 1773 el gobierno de la India Británica garantizó a la Compañía de las Indias Orientales el monopolio de dicho comercio. Unos veinticinco años más tarde también le daría el derecho exclusivo de procesar el opio. A partir de entonces la Compañía tuvo rienda libre para presionar a los campesinos indios para mejorar la producción. Se construyeron laboratorios en Calcuta y ciudades aledañas para satisfacer el gusto de los opiómanos provenientes de China. El rédito era descomunal: una caja tenía un costo de 237 rupias y se vendía en el mercado diez veces más caro.
Honor y gratitud
Sin intención de plagar esta humilde reseña de citas comunistas, recordamos una idea de un brillante pensador alemán y gran admirador de la cultura oriental: la historia se repite primero como tragedia y luego como comedia. Casi contemporáneos, los traficantes y comerciantes ingleses de la época, se disputaban en China la gloria de sus más reconocidos piratas. William Jardine, contrabandista de renombre en Macao, hizo fortuna y se abrió camino para llegar a la Cámara de los Comunes en 1841. James Matheson, otro docto en la materia, compró con sus ganancias una isla en la costa occidental de Escocia y luego fue condecorado por la reina Victoria.
En 1834 la pujante y atenta burguesía inglesa quería tener participación en el negocio del opio. Ante tal circunstancia, el gobierno británico decidió abolir el monopolio de la Compañía e invitar a todos los ciudadanos a participar del festín. Con la opinión pública a su favor, la corona inició su ataque diplomático para evitar a su vez una posible prohibición del emperador. William John Napier, nuevo representante de la reina, llegó a Macao aquel mismo año con la intención de forzar o invitar (como lo dispusiera el gusto del mandamás) a abrir nuevos puertos de opio, conseguir algunas bases navales y liberar todas las trabas que seguían limitando el comercio anglochino. En vista de que ninguna de sus exigencias fue satisfecha, ordenó a sus barcos de guerra atacar el fuerte de Humen mientras vociferaba que la guerra entre los dos imperios era inminente.
Sin embargo, todavía quedaban algunos años de frágil paz en los cuales la decadencia oriental solo se haría más evidente. El comercio aún ilegal del opio destruyó la economía y trastornó la balanza comercial por primera vez en la historia. Una quinta parte del total del dinero circulante en China fue sacado del país durante los últimos veinte años antes de la guerra con una pérdida anual de 5 millones de dólares, una décima parte del ingreso del gobierno Qing por año. Entonces, más de dos millones de habitantes eran opiómanos y el gobierno se desgajaba por las luchas entre facciones internas y las manifestaciones de descontento de los súbditos, impotentes frente a impuestos impagables.
En ese panorama, las posibilidades para el emperador eran poquitas: si permitía que el comercio continuara de manera ilegal, su gobierno continuaría en descrédito constante y las finanzas determinarían la bancarrota. Si legalizaba el consumo y el tráfico del opio, debería enfrentar a toda una camarilla de corruptos que vivían de los sobornos y del contrabando, sin asegurarse siquiera que la situación económica fuera a mejorar lo mínimo indispensable.
Por último, podía prohibir terminantemente el ingreso de opio a las costas chinas pero con la certeza de que las potencias europeas, y quizás la norteamericana, tomarían represalias. Por demás, debía sumar a esta opción el descontento de los adictos, los corrompidos y los comerciantes, más los funcionarios occidentalizados que no compartían el ideal de autosuficiencia. Después de un intenso debate, en las intimidades de la Ciudad Prohibida, el emperador Dao Guang apoyó la prohibición total. El 12 de diciembre de 1838, en Guangzhou, un comerciante de opio fue llevado por funcionarios del gobierno hacia la plaza, frente a las fábricas extranjeras, para ahorcarlo en una cruz de madera. Los traficantes ingleses y norteamericanos irrumpieronen el acto, destruyendo la cruz y apartando a los verdugos. Esa afrenta a la soberanía china desencadenó lo que hacía rato podía palparse.
Cuentos orientales
En marzo de 1839, el Comisionado Imperial, Lin Zexu, llegó a Guangzhou con la firme convicción de prohibir el tráfico de opio. Ordenó arrestar a los comerciantes y amenazó con sellar las bodegas cuando se violasen las normas. En un abrir y cerrar de ojos pobló la región de soldados para que mantuvieran en vigilancia a la comunidad extranjera, suspendió el comercio y puso a los empleados estatales sospechosos de corrupción bajo cuarentena.
De abril a mayo de ese año, los comerciantes ingleses y norteamericanos entregaron 20.000 cajas de opio como material confiscado. Todo fue públicamente destruido. Lin Zexu hizo un llamamiento para que el pueblo organizara sus fuerzas y reclutó 5000 hombres entre granjeros y pescadores. El almirante George Elliot, líder británico en aguas ahora hostiles, presionó a su gobierno para que desatara la guerra.
Menos de dos meses más tarde, un grupo de marinos británicos golpeó a habitantes de Jianshazui Kowloon dejando un muerto tras la batalla. Lin Zexu solicitó a Elliot que entregara al culpable pero este se negó y realizó un juicio con súbitas y benévolas leyes inglesas en territorio extranjero. El mandatario chino respondió cortando el abastecimiento y en enero de 1840, por instrucción del emperador, se declaró el cierre formal del puerto de Guangzhou y la suspensión del comercio chino-británico. Sin más, Elliot recurrió directamente a las armas.
En abril de 1840 los británicos enviaron una fuerza de agresión de 16 buques de guerra con 540 cañones, 20 transportes, 4 buques a vapor armados y 4.000 hombres. Comandando la flota, Don Elliot. El avance europeo fue progresivo y consistente, como la conducta de los comerciantes más ávidos del planeta. Ocuparon Dinghai como base y se dirigieron hacia el norte tomando varias ciudades costeras. Para agosto, los ingleses ya exigían la legalización del comercio del opio y el pago de una indemnización por las existencias destruidas. Además, reclamaban la transferencia de algunos territorios, entre ellos Hong Kong.
El nuevo emisario del gobierno imperial se mostró dispuesto a complacer los pedidos pero se negó terminantemente a la entrega de la isla de Hong Kong. Entretanto, las tropas invasoras continuaban su avance tomando fuertes y ciudades. Considerando las exigencias cada vez mayores y la pérdida notoria de posiciones, el emperador optó por cambiar de estrategia y nombró un nuevo enviado para enfrentar a los occidentales. Dada la desproporción numérica entre ambos contendientes, el triunfo parecía seguro para la escuadra local. Pero en más de un enfrentamiento las tropas chinas no pudieron provocar ni una sola baja al ejército inglés.
Cual bella historia de Marguerite Yourcenar, un día de enero de 1842, el sobrino del emperador, que ostentaba el título de General de porte majestuoso, soñó que los europeos habían escapado a sus barcos para huir hacia alta mar. Uno de sus ayudantes anunció haber tenido el mismo sueño y todos coincidieron en que era un excelente augurio. Encantado por la noticia, el General preparó un ataque de inmediato y dividió a sus tropas en tres grupos. Tal era la confianza en relación a su triunfo que ordenó que parte de su tropa se armara solo con lanzas y machetes. La batalla, breve, fue una carnicería. Derrotado y desconcertado, el sobrino del emperador cedió a la negociación en busca del armisticio. En un territorio que estaba a punto de entrar en guerra civil por las múltiples divisiones internas, la derrota a manos inglesas era ya un mal menor.
Capitulando
Con la derrota definitiva, las puertas de China se abrieron a Occidente de par en par. El 29 de agosto de 1842 los británicos firmaron un tratado que establecía la ocupación forzosa de Hong Kong, una indemnización suculenta por el opio confiscado y los gastos de guerra, y la apertura de cinco puertos con acuerdos sobre las tarifas aduaneras, que ya no podrían ser impuestas por el gobierno de China.
La guerra descubrió la enorme fragilidad imperial ya que fue ganada con una pequeña flota que no podía compararse con las fuerzas de la resistencia. Pero las divisiones y traiciones interiores jugaron un papel parecido al de las tribus mexicanas que permitieron a Hernán Cortés y a sus escasos 200 hombres conquistar uno de los imperios más grandes de América.
Volviendo a lo que nos compete, resta decir que quince años más tarde, en el mismo escenario, se desarrollaría la Segunda Guerra del Opio, en la que las consecuencias serían similares pero definitivas. La apertura de Oriente al mundo europeo ya no tendría reparos. Las concesiones en estaoportunidad no serían solo para Gran Bretaña sino también para los Estados Unidos, Francia y Rusia. Nuevos puertos, libertad de movimiento para los comerciantes extranjeros e inmunidad ante la ley china, vía libre para la acción de los misioneros, libre navegación interior… Aquello sería el fin del aislamiento chino y una amenaza para el de Japón. Pero, al mismo tiempo, otra historia.
Antes que nada, aquellas incursiones por tierras tan lejanas eran una prueba del poderío forjado por las potencias europeas en las décadas previas. El siglo xix marcó en la historia de la humanidad un quiebre hasta ahora decisivo. A través de la doble revolución económica y política que desarrolló el viejo mundo, concluyó un largo período caracterizado por la virtual paridad entre los continentes. Si los intercambios hasta entonces eran en términos relativamente equivalentes, desde allí no habría más lugar para la falsa fraternidad o para una pretendida igualdad.

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