El agente secreto de Pinochet, condenado por el asesinato del General Prats y su esposa, vivía encerrado en un pequeño departamento en el centro de Buenos Aires. Sólo salía para comprar cigarrillos. A los 66 años, pasaba horas sentado frente a la computadora seduciendo jóvenes porteños en sitios gay, o mirando algunas de las seis mil películas de su videoteca. En abril de 2011 un taxi boy lo mató de 34 puñaladas. El cronista chileno Cristóbal Peña reconstruye la doble vida del espía que pasó sus últimos años entre la libertad vigilada y el temor a una venganza, pero murió víctima de un crimen de odio.
-¡Hay un muerto, hay un muerto!
El que gritaba era un muchacho que el conserje del edificio describió como una nena presa de un ataque de nervios. Un marica de unos veinte años, precisó. Decía ser el ahijado del hombre que vivía en el 1° D. Decía que minutos antes, caía la noche en Buenos Aires, había encontrado a su padrino tendido boca abajo sobre un charco de sangre.
-Venga, por favor, venga, hay un muerto –suplicó.
El alerta del conserje movilizó al mismísimo jefe de la División Homicidios de la Policía Federal, que no dudó de marcar el número de la viceministro de Seguridad Cristina Caamaño. La funcionaria se dirigió a la escena del crimen tras ser informada, quien sabe por qué curiosa razón, que el fallecido era Galvarino Apablaza, ex subversivo chileno acogido a asilo político y reclamado en su país por la muerte de un senador.
Ya en el lugar de los hechos quedó claro que se trataba de un chileno muy distinto al que se creía. Un chileno tanto o más célebre, que merecía el sensacional despliegue que estaba en marcha.
Enrique Arancibia Clavel, sesenta y seis años, ex agente de la dictadura de Pinochet condenado por el crimen del general Carlos Prats y su esposa, había sido brutalmente apuñalado en su departamento de Lavalle 1438, en pleno centro de la ciudad. La noche de 28 de abril de 2011, cientos de víctimas de las dictaduras de Chile y Argentina se cobraban Justicia de una manera insospechada.
Lo que vio el muchacho que encontró el cadáver y más tarde la viceministro y la policía y los médicos era para poner los nervios de punta a cualquiera: un cuerpo tendido boca abajo sobre el piso de una salita de estar que hacía las veces de oficina; el reguero de sangre que avanzaba hacia el pasillo, la toalla ensangrentada cubriendo un cuerpo perforado. En esa escena, un tipo de crimen que se repite como la cara más violenta de la homofobia, víctima del odio, murió el espía más siniestro de Pinochet.
El informe de autopsia, elaborado esa misma noche, estableció que el ex agente había recibido treinta y cuatro lesiones de distinta profundidad realizadas por arma blanca. Los cortes más comprometedores se encontraban a la altura del cuello.
La salita no presentaba muestras de una escena violenta, siquiera un forcejeo. En el lugar había una gran pantalla LCD, un juego de sillones, un mini bar y esa fabulosa colección de películas clasificadas del uno al seis mil, que llamó la atención de la policía. La mayoría eran de corte familiar: dramas, bélicas, comedias románticas, y algunas pocas porno. De no ser por algunas salpicaduras de sangre, el video club personal de Arancibia exhibía una pulcritud admirable.
Temblando, entre sollozos, el muchacho que se identificó como David Elías Borelli dijo que su padrino vivía solo. Y que esa tarde, como no contestaba los llamados, decidió ir a verlo a su departamento. Que lo había encontrado. A la medianoche, en la División Homicidios, reconoció que Arancibia no era su padrino sino su novio, que lo había conocido en un foro por Internet. En un par de meses cumplirían dos años de relación.
Borelli decía desconocer el pasado de Arancibia Clavel. Para el muchacho, entonces de diecinueve años, estudiante nocturno de secundaria, el chileno era una persona “muy culta”, aficionado al cine y la literatura, que vivía con cierta comodidad gracias a una flota de taxis que administraba por intermedio de un testaferro al que conoció en prisión.
Unos meses después, Rodolfo Gutiérrez, jefe de la División Homicidios de la Policía Federal, dirá que desde un primer momento, por razones obvias, David Elías Borelli encabezaba la lista de sospechosos. También dirá que ese muchacho flacuchento, que tenía un modo de nena, tan sumiso, tan frágil, no encajaba con el perfil de un asesino.
Con la melena a la altura de los hombros, estilo Roberto Carlos, Hugo “Adrián” Zambelli fue al aeropuerto de Ezeiza para recoger a su novio chileno que volvía de un viaje de negocios. Era noviembre de 1978. Chile y Argentina estaban próximos a irse a la guerra por tres islas del canal de Beagle. El efusivo beso con que recibió a Enrique Arancibia Clavel quedó a la vista de los agentes encubiertos argentinos que seguían los pasos de la pareja.
Luego de que subieran a un auto, la policía los detuvo. El chileno estaba acusado de espiar al gobierno argentino por encargo del gobierno de su país. Un buen embrollo quedaba al descubierto. El doble agente tenía una doble vida.
Arancibia lo había conocido a principios de 1974, cuando Zambelli, bailarín y peluquero argentino, formó parte de la primera compañía de revistas montada por Susana Giménez. La Revista de Oro, éxito de taquilla del Teatro Astros. A su modo, en el contexto de la época, Zambelli era una celebridad. Había grabado un disco intrascendente que tituló Ay, amor, dime que sí, y su nombre figuraba en espectáculos de revistas de Moria Casán, Valeria Lynch y la Giménez.
Compartían un departamento en Virrey Loreto, en barrio Belgrano, y secretos de alcoba que también eran secretos de Estado. En 1978 Arancibia informaba a su país del amorío que mantenían el almirante Massera con la vedette Graciela Alfano, compañera de trabajo de Zambelli. “Últimamente se ha sabido de costosos regalos que le fueron hechos” a la vedette por el marino, se lee en el cable secreto que reveló los alcances de una relación afectiva.
La del agente y el bailarín era una relación estable y seria, de compromiso. El coreógrafo Salvador Estévez, que dirigió la Revista de Oro, testificó ante la justicia que el vínculo entre ambos “era íntimo por su estrechez y por la importancia que tenía para ambos”. Un vínculo secreto. Tan secreto como las actividades de espionaje que el chileno desarrollaba tras una fachada de ejecutivo bancario.
Arancibia era hijo, nieto y hermano de militares chilenos. Militares machos, conservadores y de derecha, cuyas vidas parecen predestinadas aún antes de nacer por una matriz de rectitud que no admite fisuras. Arancibia, a su modo, formaba parte de una matriz de fisuras.
Tras un corto paso por la Escuela Naval, y mientras estudiaba Ingeniería en la Universidad trasandina, se vinculó a grupos subversivos de derecha que pretendieron impedir el ascenso al poder de la izquierda en Chile. Su nombre aparece mencionado en el proceso judicial que se siguió por la muerte del ex comandante en jefe del Ejército René Schneider. Cuando fue identificado por la justicia ya estaba refugiado en Buenos Aires. Era 1971, primer año de experimento de gobierno socialista a la chilena.
En Argentina se vinculó a nacionalistas decididos a enfrentar con todos los medios de lucha el avance de la izquierda en el continente. Y esos medios se facilitaron enormemente una vez que los militares se tomaron el poder en Chile y más tarde en Argentina.
Según quedó acreditado en la sentencia judicial que lo condenó a cadena perpetua por el crimen del general Prats, desde marzo de 1974 Clavel operó oficialmente como agente del Departamento Exterior de la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA), “cargo de extrema confianza” que ejerció bajo la cobertura de gerente bancario. Para esos efectos operaba con el nombre de Luis Felipe Alemparte Díaz.
“El ingreso de Arancibia a tan selecto grupo pudo hacerse realidad en virtud de la estrecha ligazón familiar que existía entre su padre y hermanos -todos ellos militares de profesión- y los círculos castrenses”, se lee en la sentencia. También se lee que la asociación ilícita de la que participó activamente tenía “el fin de perseguir, reprimir y exterminar sistemáticamente a los opositores políticos del nuevo régimen dictatorial establecido en la República de Chile”.
El papel que le cupo en la persecución de opositores comenzó a revelarse en toda su magnitud a partir de 1978, cuando fue detenido en compañía del bailarín de Susana Giménez.
Al allanar la casa que ambos compartían en Belgrano la policía encontró un completo archivo con informes secretos que el agente enviaba regularmente a Chile. Un archivo del horror que documenta los alcances de la colaboración entre los servicios de inteligencia del cono sur para eliminar opositores. En esos informes está la punta de la madeja de casos de personas a las que se les perdió el rastro para siempre o que aparecieron muertas.
Ayudado por la Secretaría de Inteligencia de Estado argentino, el agente chileno tenía montada una máquina de espionaje que se ocupaba de los más mínimos actos de disidencia.
En un cable fechado en diciembre de 1974, comunicaba a Santiago de las actividades del grupo musical chileno Los Jaivas, cuyas canciones “en un 90% son dedicadas a insultar al actual gobierno nuestro”. Luego de clasificar el repertorio del conjunto como “música de protesta”, el agente recomendaba que “sería interesante tomar medidas a nivel oficial con esta gente”.
Si bien los cables quedaron adjuntos al proceso judicial por la acusación de espionaje, estos no cobraron publicidad sino hasta 1986, cuando la periodista chilena Mónica González los encontró en un armario judicial. Catorce años después, esos cables sirvieron como medios de prueba para condenar a Arancibia Clavel por su papel en la planificación del atentado explosivo que en septiembre de 1974 despedazó al general Carlos Prats y su esposa Sofía Cuthbert.
Una segunda condena se le vino en 2002. Las chilenas Laura Elgueta y Sonia Díaz reconocieron a Arancibia como uno de los hombres que las torturaron en el campo de detención Club Atlético. Lo delató su rostro, su voz y esa inconfundible estela a colonia Flaño, muy de moda entre los machos chilenos de la época, que el agente dejaba a su paso. En su declaración judicial, Elgueta recordó que fue sometida a la picana eléctrica y que el agente chileno jugaba al policía malo mientras otro de origen argentino hacía de bueno.
En estas cosas ocupaba sus días el hombre que se hacía llamar Luis Felipe Alemparte Díaz, falso ejecutivo bancario que en las noches se confundía con la rutilante decadencia de la farándula porteña.
En el estilo parco y notarial de la Justicia, el fiscal a cargo del caso recogió el informe de la médico legista Ana Patricia Spinetti para dar cuenta de algunos hechos observados en el lugar donde fue hallado el cuerpo de Arancibia Clavel: “Se dejó constancia que el cadáver fue hallado tapado parcialmente por un toalla ensangrentada, la cual fue removida por personal del SAME (Sistema de Atención Médica de Emergencia) al momento del arribo; que poseía una camisa, un jogging deportivo y no tenía ropa interior, poseyendo colocados un reloj y un anillo.
En cuanto al examen lesionológico se dejó asentado que se observaban múltiples lesiones causadas por arma blanca punzo-cortante en varias regiones corporales, concentradas especialmente en rostro, cuello y parte superior de tórax.
Por otro lado se ha indicado que la puerta de entrada a la vivienda no se encontraba forzada, lo que permitía presumir que la víctima permitió el ingreso del agresor, también se indicó en cuanto al número de atacantes que presuntamente fue uno solo, aunque no puede descartarse la participación de otra persona; escasos signos de violencia en la morada en sí, cuya mayoría de objetos y muebles no revelaban el desorden de una gran lucha, y escasos signos de lesiones de defensa en las manos del occiso.
Asimismo se ha dejado asentado que todas las lesiones fueron causadas por un arma blanca y son vitales, es decir, han sido ocasionadas en vida de la víctima, como así también que las heridas resultan ser de dos clases: incisas o cortantes y punzo cortantes, cuyas características permiten presumir que el arma se trataba de un elemento cortante de buen filo.
En cuanto al ataque se ha sostenido que resultó fulminante y por sorpresa, no dando margen a maniobras de defensa significativas o de escape a la víctima, estimándose en muy breve tiempo de sobrevida de la víctima como consecuencias de las cuantiosas hemorragias en virtud de las numerosas y extensas lesiones en la región del cuello”.
Al caer la noche, este edificio del centro de Buenos Aires cobra un aire triste. Las oficinas de abogados, médicos y contadores comienzan a vaciarse y la calle, que ha tenido un nervioso ajetreo, se torna inhóspita y fantasmal: una tierra de nadie.
Tras acogerse a una rebaja de pena que le permitió ahorrar años de cárcel, Arancibia llegó a vivir aquí en 2007. Ocupaba un departamento de dos ambientes y era uno de los pocos residentes del edificio. No es extraño entonces que en esa tarde abril nadie hubiera escuchado gritos, siquiera un alboroto, proveniente del 1° D.
A partir del testimonio de su novio, y de los pocos que lo frecuentaban con regularidad, se puede establecer que su día arrancaba tarde, hacia el mediodía, con un café, un cigarrillo, una batería de suplementos vitamínicos y minerales y una aspirina. Luego de una ducha encendía la computador.
Ya sea por pereza o seguridad, Arancibia no era de salir. Lo hacía por asuntos muy puntuales. Para comprar cigarrillos Winston en el quiosco de la entrada del edificio, para recoger la recaudación del día de los taxis o cenar en algún restaurante del barrio. El resto del tiempo transcurría frente a la pantalla del computador.
Para un ex agente secreto como Arancibia, que vivía bajo libertad vigilada, que no podía salir del país ni confiarse demasiado, internet era todo. Un mundo virtual, solitario, monótono. Mataba el tiempo leyendo la prensa en línea y navegando entre correos, foros y juegos de rol. Glory of Rome lo tenía atrapadísimo: el juego exige la conquista estratégica de territorios para la conquista de una civilización superior.
A alguna hora del día, entre las películas y los comentarios en distintos foros, Arancibia también trabajaba.
Marcelo Roma, el fiscal que llevó la investigación, dirá que Arancibia anotaba cada peso que entraba o salía de los taxis. Lo mismo hacía con su colección de películas, de las que llevaba un registro acabado de títulos ordenados alfabéticamente y numerados del uno al seis mil y tanto. Quizás por su formación militar, quizás por sus estudios de ingeniería, el ex agente era un hombre estructurado como un cubo, de ideas fijas y rutinas inalterables.
Esa manía enfermiza por el orden y las cuentas lo llevó a conservar el archivo de cables secretos que la policía encontró a fines de los setenta. Probablemente esa manía también ayudó a que el negocio de los taxis marchara sobre ruedas. Llegó a tener cuatro. En los días en que fue apuñalado estaba próximo a comprar un quinto.
El fiscal Roma dirá también que la mayoría de los contactos sexuales los conseguía en foros de Internet. A David Elías Borelli lo conoció así. Borelli estaba con Arancibia por algo más que un interés económico. El chileno lo obligaba a pagar las cuotas del teléfono celular que le había comprado. Así era Arancibia.Desde la División Homicidios de la Policía Federal, un lugar frío y silencioso, el subcomisario Rodolfo Gutiérrez dirá que si bien nada podía descartarse en la investigación desde un comienzo se pensó en un crimen pasional. Todos los elementos apuntaban a eso. El perfil de la víctima. El ensañamiento irracional del victimario. Los objetos valiosos que nadie robó.
El círculo íntimo de Arancibia se reducía a tres personas. Cuatro, contando al novio. Estaban Borelli, una empleada doméstica, un joven asistente que se relacionaba con los chóferes de la flota de taxis y un socio y testaferro al que había conocido mientras estuvo detenido en el Edificio Centinela.
Juan Carlos Ortigoza era el gendarme encargado de llevar el almuerzo y la cena a los pocos y renombrados detenidos que se encontraban en el Centinela. Ahí trabó amistad con el chileno, a quien respetaba por su deferencia y su buen trato. También por su cultura, especialmente en “temas literarios”, según le dirá al fiscal.
Entre ambos había una un respeto, una estima mutua, no más que eso, precisará Ortigoza.
Una vez que el chileno salió en libertad, Ortigoza terminó confiándole sus ahorros para la compra de taxis que quedaron a su nombre. Al testaferro de Arancibia la política lo tenía sin cuidado. Recibía un porcentaje de las ganancias y se mostraba agradecido.
De la recaudación se encargaba su joven ayudante, sino él mismo, que bajaba a calle Lavalle a buscar la recaudación del día. Se la entregaban los chóferes. No tenía buen trato con ellos, dirá el fiscal. Desconfiaba, los miraba en menos, especialmente a los paraguayos.
Los chóferes, como el novio, el socio y el asistente personal estuvieron en la mira de la investigación. Los contactos sexuales de ocasión, también. La policía revisó el historial de los computadores y los teléfonos. A dos semanas del crimen, después de un largo desfile de chicos, surgió una pista. El 28 de abril Arancibia había recibido una llamada hecha desde un locutorio telefónico de la Avenida de Mayo. Tras revisar los videos del local, y poner un policía de custodia, identificaron a un chico con heridas en brazos y piernas. Se llamaba Ángel Gabriel Cabral. En la habitación que compartía con otro muchacho, la policía encontró un cuchillo cocinero con manchas de sangre y el teléfono móvil de Arancibia.
-Cuando lo detuvimos, el chico lloró y confesó –me dirá Gutiérrez-. Pero después se mostró tranquilo y guardó silencio… ¿Cómo era? Un chico, normal, delgado, pelo crespo, morocho, veinte años, bien vestido. Me parece que venía de Misiones. Un lindo chico.
Ángel Gabriel Cabral no declaró ni lo hará. Permanece detenido desde entonces, a la espera de un juicio por un hurto, previo al asesinato de Arancibia. El fiscal lo acusa de homicidio agravado y pide cadena perpetua. Lo inculpan los objetos hallados en su poder y las muestras de sangre encontradas en el departamento.
El novio de Cabral sí declaró. Francisco Javier Arzamendia dijo que en los días previos al crimen Cabral estaba de muy mal humor, irritable, agresivo. Algo lo violentaba profundamente. Se habían conocido hace pocas semanas en las cercanías del Obelisco. Arzamendia era botones de un hotel; Cabral decía ser empleado de una empresa de aseo, aunque en realidad se ganaba la vida como taxi boy.
El día del crimen Cabral llegó con cortes en los brazos y las piernas. Le dijo a su novio que habían intentado asaltarlo. Esa noche lo invitó a cenar. El ánimo mejoró con el correr de los días.
Ya detenidos, y aprovechando un traslado, Cabral y Arzamendia volvieron a reunirse. Cabral negó haber matado a Arancibia pero al rato, según Arzamendia, confesó: “Me explicó que él había matado a ese señor, que había sido en calle Lavalle, en el departamento del sujeto entre las 13 y las 14. Le pregunté por qué lo había hecho. Me dijo que era por una cosa muy fea que él le había hecho y no quería hablar del tema, pero finalmente me lo contó. Me dijo que a este hombre lo conocía desde hacía ya meses, que había sido drogado y abusado por este hombre, y que eso lo hacía el señor cuando lo invitaba a su casa. Me dijo que él se despertó un día y estaba desnudo, sin saber lo que había pasado y que desde ese día lo volvió a ver una vez más y me confesó que fue por ese motivo que lo tuvo que matar”.
A partir de los antecedentes disponibles en el proceso judicial, y de algunos otros aportados por testigos y policías, se puede establecer algunos supuestos. Cabral salió de la pensión que compartía con Francisco Javier Arzamendia con la intención de matar a Arancibia a cuchillazos, para eso se llevó un cuchillo cocinero. Cabral no era la única pareja ocasional de Arancibia, pues en su poder se encontraron llaves de otros departamentos. David Elías Borelli desconocía que Arancibia tenía otras parejas y que se enteró de eso en el transcurso de la investigación. Enrique Arancibia Clavel fue atacado por sorpresa, probablemente por la espalda. Pese a las fuertes estocadas, intento algún acto de defensa. Arancibia nunca reconoció culpa o responsabilidad alguna en casos de Derechos Humanos, cuanto más, alguna vez admitió haber colaborado con la servicios policiales de Pinochet, pero de eso no estaba arrepentido, sino más bien lo contrario. Fue juzgado por un porcentaje mínimo de los crímenes en los que estuvo implicado. Es muy probable que, de no ser por Cabral, Arancibia hubiera seguido caminando por Buenos Aires. La justicia tarda y, a veces, impulsada quizá por fuerzas sobrehumanas, acude en momentos y modos insospechados, a veces particularmente crueles.
Fuente: Revistaanfibia.com/
Por: Juan Cristóbal Peña
Por: Juan Cristóbal Peña
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